Tiempo atrás, intentando buscar alivio a los calores con los
que nos ha sorprendido el mes de septiembre, me entretuve en revisar durante un
buen rato mi archivo de fotografías sacadas a campo abierto. Fotografías de
paisajes todas ellas, en las que el agua -y a veces también los caminos y las
rocas- toman papel de protagonistas. No han sido muchas, sólo un par de
docenas o tres a lo sumo las que he podido apartar, con el inútil propósito de
que pudiesen servir de antídoto visual contra los rigores tardoveraniegos de
esta tierra, donde a veces, cuando llegan estas fechas, las temperaturas se
disparan y los cuerpos se hunden en una especie de aplanamiento del que es
imposible escapar por medios ordinarios.
Con la memoria como único recurso, y en preocupante
temporada de escasez de lluvias, uno ha viajado por los limpios caminos de la
imaginación hasta el norte de la provincia, hasta los húmedos vallejuelos de la
sierra del Ocejón por donde se retuercen los arroyos al caer serpenteando por
entre las peñas; por los pueblos rayanos de Sierra de Pela, donde todavía las
fuentes corren abundantes derramando en los sombríos pilones de los
abrevaderos sus dos, cuatro o seis chorros de un agua fresquísima de la que
nadie se aprovecha. Quien se decida a subir hasta Valverde, tendrá a poco más
de media hora de camino desde las últimas casas, y por sendero bien marcados
por los pies de los veraneantes y de los turistas que andan por aquel lugar a
lo largo del año, la famosa chorrera de Despeñalagua. Allí el arroyo se
desliza en cascada rugidora por la superficie lisa de las rocas, desde una
altura nunca inferior a los treinta o cuarenta metros, para formar a la caída
una nubecilla flotante en torno a la torrontera que humedece la piel y cala
los huesos.
En la Alcarria, a la sombra de los árboles, en la fresca
alameda donde desagua de un modo violento el río Cifuentes, se refrescan con
vasos de limón y cañas de cerveza los veraneantes de Trillo. La chorrera del
Cifuentes alerta los días y adormece las noches en un rumor continuo que
durante las horas de silencio se deja oír por todos los rincones. A cuatro
pasos el Tajo desliza manso el acopio de aguas que consiguió reunir por las
sierras de Poveda, de Buenafuente y de Huertapelayo. Las chimeneas de la
central nuclear restallan en luminarias frías e intermitentes sobre el altiplano
que se esconde al otro lado de las bodegas. El humo de las chimeneas de la
central nuclear es un humo denso, un humo industrial de color blanquecino que
los ecologistas acusan de mortífero, de devastador, o por lo menos de dañino
para la vida del hombre. La chorrera del Cifuentes, rumorosa, no cesa mientras
tanto en su sonora cantinela. Los gorriones se esconden y vuelven a salir por
entre los líquenes, a riesgo de sucumbir arrollados por la furia de la
catarata. Cuando alguien se acerca por allí con los brazos desnudos, la humedad
y la sombra espesa del barranco le ponen el vello de punta y las carnes de
gallina.
En tierras del Alto Señorío, las chorreras que el río Mesa
dibuja a su paso por Algar, acallan su estruendo en tiempos de heladas y comienzan
a bramar cuando entra la primavera. En Algar se han acostumbrado, lo mismo que
en Trillo, al murmullo constante de la chorrera, y pienso que si algún día les
llegase a faltar, es muy posible que los más viejos no se acostumbrarían a
vivir allí, les faltaría el eterno soniquete de las aguas del río para
conciliar el sueño. El Mesa saltarín que se deshace en charreteras blancas por
los bajos de Algar, convierte al pueblecito molinés en un pequeño paraíso,
desconocido para casi todos y hermoso y acogedor tan sólo como él. Cuando
apunta el verano, los ancianos de Algar bajan a la trucha y las mozuelas
quinceañeras, que a Dios gracias jamás llegaron a faltar por aquellos lindos
pueblecitos del, se entretienen en buscar fresas por los verdes bancalillos del
barranco.
Otro rincón en campos de Molina, donde el agua y las rocas lo
son todo, es el Puente de San Pedro, un clásico como el Hundido de Armallones o
el Barranco de la Hoz, de la paisajística provincial, en donde la madre
Naturaleza se ensaya en pintar cada mañana, a la salida del sol, uno de los
cuadros más impresionantes que uno pueda imaginar. Son sus admiradores
perpetuos los pinos equilibristas que surgen por entre las rendijas de las
peñas, ofreciendo a la soberbia estampa de todo aquel conjunto la gracia
infinita de su inocencia, aguantando el soplo de los cuatro vientos y la
cellisca de todos los inviernos como heraldos de la mismísima Creación.
Pero estamos a campo abierto esperando el instante del
anochecer en un paraje escondido de la Trasierra. Las aguas del Lillas y del
río de la Hoz se juntan poco más arriba. La corriente viene impetuosa
llenándolo todo, jugando entre las piedras de pizarra por donde la gente dice
que los lobos bajaban a beber. Los altos de Somosierra se levantan como a dos
leguas de distancia al noroeste de estos prados que se extienden a la vera del
río. Miro el paisaje a contraluz. Con el sol ya escondido, el agua ofrece al
correr un brillo acristalado, un brillo encendido de azogue o de papel de plata
como el de los ríos en los belenes de Navidad. Allá arriba, se alcanza a ver
entre dos luces el caserón de piedra que hace unos veinte años mandaron
construir las instituciones para los acampados, y los amigos del desorden han
dejado ya en estado de ruina. Algún pescador recoge bártulos antes de que
anochezca. El pescador regresa al coche de vacío; dice que así no puede ser,
que entre los bañistas y los curiosos no dejan la pesca en paz y que prefiere
volver al día siguiente de buena mañana.
Por el cielo habrán comenzado a salir las primeras estrellas.
De un momento a otro asomará su rostro brillante la luna llena sobre las copas
del pinar y sobre las cimas grises de las montañas. El espectáculo, ya con la
noche sobre los hombros, es conmovedor, una bendición de la Naturaleza, una
ocasión única para recordar en tardes calurosas del estío, como en la de hoy,
sentado junto a la mesa de mi escritorio, uno prefiere soñar despierto con
tantos lugares que sus ojos vieron y que en este momento añora casi
desesperadamente; aunque confía, no obstante, en volverlos a ver, y lo que es
mejor, a sentir de nuevo dentro de poco, lo que no deja de ser un consuelo.
Tiempo pues, para la esperanza.
Las fotografías representan: "Desembocadura del río Cifuentes en la villa de Trillo"; "Panorámica del río Tajo a su paso por el Puente de San Pedro";
y "El Lillas por Cantalojas en temporada de deshielo"