jueves, 27 de noviembre de 2008

SOR PATROCINIO


Más conocida por "La Monja de las Llagas". Nació el 27 de abril de 1811 en la Venta del Pinar, San Clemente (Cuenca). Desde muy joven llevó marcadas en su pecho, cabeza, manos y pies, las llagas de Cristo en la Cruz que permanecieron abiertas durante toda su vida. Pocas personas como Sor María de los Dolores y Patrocinio tuvieron en su tiempo tanta fama de santas, y muy pocas sufrieron en vida lo que ella sufrió. Las furias del libe­ra­lismo del siglo XIX contra la Religión Católica arremetieron sobre su persona, haciéndola víctima de terribles calumnias, desprestigios, persecuciones y repetidos destierros. Incluso, algunas de las más célebres plumas de su tiempo la hicieron blanco de burlas y de desconsideraciones de todo tipo.
Tuvo Sor Patrocinio gran amistad con la reina Isabel II y con su esposo el rey consorte D. Francisco de Asís de Borbón, lo que encendió la mecha de las falsedades más desgarradas y doloro­sas. "Aunque mi amada y venerada Madre Sor Patrocinio no tuviera a su favor nada más que la clase de hombres que la persiguieron, desterraron y calumniaron, tendría bastante para que cualquier persona sensata se formara un subido concepto de su virtud", dijo la reina Isabel II unos meses antes de su muerte.
Fundó varios conventos de Madres Concepcionistas por toda España, entre ellos el de Almonacid de Zorita y el de Guadalaja­ra; siendo este último el que ella prefirió para pasar los últi­mos catorce años de su vida, y en el que murió el 27 de enero de 1891. Sus restos mortales descansan en un sencillo mausoleo de la capilla lateral de la iglesia del Carmen en la capital alcarreña, a su vez convento de Concepcionistas que ella fundara en vida. Donó a su muerte la milagrosa imagen de Nuestra Señora del Olvido, Triunfo y Misericordia, a esa misma iglesia donde desde entonces se venera. Algunos años después de su fallecimiento se inició el correspondiente proceso de beatificación.

sábado, 22 de noviembre de 2008

"RETABLO ARRIACENSE" DE VÍCTOR DE LA VEGA



Existen dos pinturas, obra de la segunda mitad del siglo XX las dos, y ambas de propiedad particular, que son pura esencia del alma guadalajareña, pues en ellas se recoge una buena parte de nuestra historia, de nuestros personajes más distinguidos, de nuestro arte y de nuestro paisaje en un alarde de buen hacer, de conocer el pasado de esta tierra, y de lo que todavía es más difícil: saberlo traducir en imágenes y en color verdaderamente memorables. “El Cristo de la miel”, del madrileño Rafael Pedrós, a la que nos hemos referido en nuestros escritos en más de una ocasión; y la segunda, a la que hoy me refiero de manera exclusiva, es el “Retablo Arriacense”, propiedad de la Caja de Ahorros Provincial de Guadalajara, que preside la sala de juntas de la entidad, y que en su día fue adquirida por encargo al pintor conquense Víctor de la Vega, trabajo poco conocido por el gran público guadalajareño, y en que se recoge un abigarrado conjunto de escenas y de lugares, de personajes históricos a modo de exposición, o retablo, como su nombre indica, donde apenas falta nada de lo que Guadalajara es, y sobre todo, de lo que Guadalajara ha sido.
El porqué de este reportaje es muy sencillo, y son dos las principales razones que lo justifican. En primer lugar por la importancia de esta obra dentro del panorama general de temas guadalajareños llevados al lienzo, o a la tabla, como lo es en este caso; y en segundo, como oportuno homenaje de gratitud a la persona de su autor, coincidiendo con el momento en el que la institución cultural más importante de la provincia hermana -la Real Academia Conquense de Artes y Letras- está preparando una exposición lo más completa posible de obras de este autor, quien fue su presidente, y que tendrá como sede a varios de los salones más importantes de la ciudad, con una duración de dos o tres meses a fin de que tanto la ciudad de Cuenca como cuantos lo deseen, puedan contemplar, en vida del autor, lo más escogido de su obra, para mi uso y salvo mejor opinión, el más inspirado de los pintores que dio Cuenca durante los últimos cien años y tal vez, estirándome en el tiempo, hasta Juan Bautista Martínez del Mazo, yerno y colaborador predilecto de Velázquez, nacido en Beteta hacia el año 1610.
Discrepo con relación a este cuadro sólo en el título, asunto en el que el artista tengo por seguro que no llegó a intervenir. Pienso que no es exacto. En la pintura aparecen infinidad de motivos -creo que una mayor parte- que no corresponden a la ciudad de Guadalajara, la Arriaca de los romanos, sino a la provincia en toda su extensión y contenido. Ya es hora de que tengamos clara la idea, sobre todo los que vivimos aquí, de que a los habitantes de Guadalajara y a todo cuanto a la capital se refiere, se le puede aplicar el gentilicio de “arriacense”, pero cuando entra en juego la provincia entera, lo correcto es aplicar el de “guadalajareño” que acoge a todos por igual.
La pintura que hoy, a la par que su autor, ocupa nuestro espacio, está realizada en óleo sobre tabla como antes se apuntó, mide 3,46 metros de ancho por 1,77 de alto; fue realizada en el año 1977, y reproducida en tamaño 47 por 24 centímetros, en edición numerada y con la firma del autor, por gráficas Heraclio Fournier en 1978, con fotografía de Fernando Nuño.
El contenido del cuadro es denso; pues en el recortado espacio de seis metros cuadrados aparecen centenares de motivos diversos, en su mayor parte perfectamente reconocibles. Allí encontramos, ocupando los ángulos inferiores y en lugares preferentes, a los poetas medievales Juan Ruiz, Arcipreste de Hita; Iñigo de Mendoza, Marqués de Santillana, y al pintor Juan Bautista Maino, los tres en pleno trabajo. Alvarfáñez de Minaya, al frente de una mesnada de guerreros por tierras de la Alcarria, ocupa así mismo un espacio distinguido como reconquistador de muchas de nuestras villas y ciudades, incluida la propia capital. Una repleta comitiva de personajes a caballo de la nobleza guadalajareña aparece en un primer plano de la escena; en ella encontramos una vez más al Marqués de Santillana, ahora como guerrero, al Cardenal González de Mendoza, a la reina doña María de Molina; tropel en el que se advierten otros personajes del Renacimiento: la Princesa de Éboli y su esposo Ruy Gómez de Silva, el “Docel” Vázquez de Arce, entre varios más. Y de la era moderna, el Dr. Layna Serrano, sentado junto a un grupo de colmenas, leyendo plácidamente a la sombra de un pino; meleros del campo de la Alcarria, segadores de mieses, artesanos, pecheros, músicos, niños que juegan al corro, pajes y otros individuos a pie, en un escenario natural formado por algunos de los accidentes paisajísticos más notorios de la provincia: el Pico Ocejón, el cerro de Hita, los impresionantes cortes verticales del Barranco de la Hoz, el embalse de Entrepeñas, las Tetas de Viana...
Y monumentos, una cumplida representación de los muchos monumentos que enriquecen a esta provincia castellana. Quizá las iglesias románicas, los históricos castillos y los palacios, sean con los personajes a los que nos acabamos de referir, los motivos más interesantes en los que detenerse al contemplar el cuadro. Castillos de Molina, de Atienza, de Jadraque, de Cifuentes, de Galve, de Zorita, de Guijosa, de Pioz...Iglesias de Sigüenza (la Catedral), de Guadalajara (San Ginés y Santa María), las románicas de Campisábalos, de Carabias, de Saúca, de San Bartolomé de Atienza. Los palacios del Infantado en Guadalajara y de Medinaceli en Cogolludo; picotas, pairones molineses; son nombres memorables que se pierden entre un sinfín de motivos más y que harían esta relación interminable. En la parte superior, como sellando cuanto allí se dice en imágenes, tres ángeles tenantes sostienen el escudo de la provincia.

El autor
Mariano Víctor de la Vega Gil, licenciado en Bellas Artes por la Facultad de San Fernando, nació en Cuenca el año 1928; es, por tanto, un hombre entrado en edad, y de ahí que su obra sea de lo más variada y extensa. Parte de su trabajo como pintor se encuentra en Nueva York, Massachusset, República Dominicana y Helsinki. Estar en posesión de un dibujo original o de una pintura de Víctor de la Vega, es para los conquenses más un tesoro que un lujo. Especialista en murales, aunque su repertorio se extiende casi por igual al retrato, al paisaje, al bodegón o al grabado, colaboró como ilustrador en diferentes ediciones de libros -el Quijote entre ellos-, y de los que por tener en este momento un ejemplar delante de mí, “Leyendas conquenses” de María Luisa Vallejo, se me ocurre citar a manera de ejemplo. Desde 1971 hasta el día de su jubilación, ha ejercido como catedrático de dibujo en el instituto de Segunda Enseñanza Alfonso VIII de Cuenca.
No soy un gran conocedor de la obra pictórica de Víctor de la Vega, pero sí creo conocerla lo suficiente como para poder destacar de toda ella dos de sus famosos retablos: “Retablo Conquense”, y este “Retablo Arriacense”, sin duda y para mi uso lo mejor de cuanto conozco de su producción.
Fue director de la Real Academia Conquense de Artes y Letras desde diciembre de 2003 hasta febrero de 2005; cargo de responsabilidad que tuvo que abandonar por su delicada salud, pasando a ser académico numerario de la misma.

jueves, 20 de noviembre de 2008

"EL AROMA DE LA TEMPLANZA"



Acabo de recibir de José Luís Muñoz un libro de viajes, de esos que invitan a caminar. El libro se titula “El aroma de la templanza”, y su contenido no es otro que el relato magistral, pausado, sustancioso, lejos de toda prisa y de todo compromiso, por la Sierra Oriental de la provincia de Cuenca, es decir, por una buena parte del antiguo partido judicial de Cañete, o lo que es lo mismo, por las tierras y los pueblos de una y de la otra vertientes del Cabriel. José Luís Muñoz, amigo lector, es el escritor de las tierras de Cuenca.
Es éste un libro magníficamente editado en tamaño de bolsillo, con abundancia de fotografías en color sobre papel cuché, tomadas por el autor del texto, y que lleva el número siete del proyecto total “Tierras de Cuenca”, con el que el autor se ha propuesto diseccionar la provincia entera en veinte retazos o subcomarcas, y presentarlos como él sabe hacerlo en otros tantos volúmenes.
José Luís Muñoz es periodista, escritor de unas cuantas decenas de libros, que un día soñó con dejar para la posteridad como herencia este proyecto, y a fe que, aunque costoso, lo va consiguiendo con reseñable acierto.
Paisajes, costumbres, pequeñas y grandes historias de aquí y de allá, quedan magníficamente reflejadas en su libro, con una protagonista exclusiva: la Provincia de Cuenca en toda su extensión y contenido: Almodóvar del Pinar, Carboneras de Guadazaón, Cardenete, Mira, Enguídanos, San Martín de Boniches, y otros lugares más, cuentan con el honor de ser requeridos aquí, y contados y descritos con la pericia y la sabia pluma de un maestro del periodismo.
Siguiendo lo que en mí es costumbre en este tipo de comentarios, transcribo como detalle unos párrafos de “El aroma de la templanza”, en los que se habla del entorno urbano de la iglesia de Carboneras.

(el detalle)

“Hay en el entorno magníficos rincones, bellísimos espacios urbanos, de enorme sabor popular y literario. La calle de la Flor rodea el edificio por su parte delantera, para empren­der de inmediato un abrupto descenso que permite al viajero contemplar la mole desde una posición inferior, abrumado por tan poderosa arquitectura. Un autobús desvencijado coe­xiste con la placa severa dedica­da a Carriedo y ambos elemen­tos definen maravillosamente el encanto de este lugar. Delante de la iglesia, un mínimo y encantador jardín forma un atrio enrejado ante la puerta principal, nada pretenciosa: un sencillo arco de medio punto. Por encima de todo, pero sin excesiva elevación, una elegante espadaña de dos huecos, de ins­piración herreriana, acoge las campanas que marcan los rit­mos eclesiales y el tiempo civil.
Por la calle Cuenca, que sale hacia las afueras, puede encon­trarse una atractiva casa que conserva el entramado exterior de madera. Por esta vía camina­mos hacia los arrabales, acari­ciando a un lado el exterior de la iglesia (el ábside queda en lo más alto) mientras al otro lado se advierte la inmensa mole del convento de dominicos. Rodeando el edificio para bus­car el exterior podemos com­prender con precisión el signifi­cado del concepto iglesia-forta­leza, al ver cómo se apoya en un poderoso muro que la hacía completamente inaccesible por este lado.”

martes, 18 de noviembre de 2008

MÁS ALLÁ DEL RÍO JARAMILLA



Me gusta ofrecer a nuestros lectores la fotografía en la que aparece el nuevo puente sobre el río Jaramilla. Pienso que es aquel uno de los parajes más impresionantes de la provincia de Guadalajara, donde hay tantos más que nos puedan sorprender. Ahí pues, amigo lector, la tienes una vez más para dar rienda suelta a tu imaginación, ahora cuando los primeros avisos del invierno que viene los estamos comenzando a notar.
Durante muchos años, seguramente que desde que los sistemas de locomoción a motor existen, los sufridos habitantes de aquellos pueblecitos se vinieron quejando por carecer de un camino propio para poderse unir en automóvil con el resto de los pueblos de su comarca, y lo mismo que los demás tener acceso libre a la provincia, incluyendo la capital, sin necesidad de atravesar un buen trozo de la sierra de Madrid y llegar hasta nosotros por Montejo y Torrelaguna.
Hace unos cuantos años que se buscó solución a aquel problema de siglos, venciendo como se pudo las serias dificultades que para ello ofrece el terreno. Ahora es posible viajar -con las debidas precauciones- desde Campillo de Ranas a Corralejo, atravesando el puerto a manera de hocino del río Jaramilla, por un entorno bravío y pintoresco que hasta hace muy poco había que salvar cruzándolo a pie o a lomo de caballerías. Media docena de pueblos, situados en aquellos parajes maravillosos donde se dan las mayores alturas de la provincia de Guadalajara. Colmenar, Bocígano, Peñalba, Cabida, Corralejo, y El Cardoso que cuenta en lo administrativo como cabecera de todos ellos, tienen salida al resto de la provincia a través del dicho puerto, sin que sea preciso pisar -rodeando como ocurría antes- caminos de otra comunidad autónoma a falta de una carretera adecuada por donde poderlo hacer.
No es aconsejable circular por allí si se sospecha que el pavimento no se encuentre en las mejores condiciones a causa de los hielos y de las nieves, tan frecuentes por aquellas latitudes durante los meses de invierno. El paso es paisajísticamente excelente, pero irregular; las pendientes en algunos tramos de curva alcanzan una inclinación extraordinaria, hasta el 30%, y aunque se ha tomado la precaución de estriar el pavimento, a fin de evitar que los neumáticos se deslicen, el paso por allí debe de resultar difícil y peligroso, prácticamente imposible en temporadas frías, aun tomando la precaución de viajar con cadenas. Eso sí, pueden ser unos días de riguroso invierno a lo largo del año, lo que no es razón para dejar de aplaudir el mérito de las obras, y celebrar con el ciento de habitantes que en su conjunto viven en aquellos pueblos, el milagro de su nueva carretera. A los autobuses, por su peso y tamaño no les es posible el paso por aquellas curvas tan cerradas y pendientes.
A pesar de sus provocadoras bellezas naturales, sigue siendo esta la comarca más desconocida de la provincia de Guadalajara. No me atrevería a juzgar si es la más bonita o no; sí, en cambio, se puede decir que es la más agreste, la más singular de todas, la más al amparo de la madre naturaleza, o dicho de otro modo la más auténtica de nuestras comarcas de montaña y en la que se dan las especies más puras y originales en la flora y en la fauna, en el carácter humano y en las costumbres, en los modos de vida y en la viveza del paisaje; aunque también es cierto que los tentáculos, no siempre óptimos de la nueva civilización, hayan entrado allí de forma avasalladora como en otros lugares más o menos cercanos.
Vamos a tomar en los aledaños de Campillo y sin entrar en él la carretera que parte hacia Roblelacasa. El pueblecito de Roblelacasa no se alcanza a ver desde el camino, queda escondido tras una cuesta, extendido al otro lado de la vertiente sobre su peana de enormes peñas pizarrosas. En los bajos se aprietan los robles y los álamos desnudos. Algunas reses de vacuno, negras como la mora, se ven en ocasiones mordisqueando la hierba dentro de las cercas de piedra o de alambre espino entre la maleza. El descenso al puerto llegará enseguida. Las curvas se suceden cada cincuenta o cada cien metros en la bajada, dibujando de cara al barranco las formas del terreno. Nada se oye alrededor. Por el cielo extraordinariamente azul merodean los aguiluchos, y más al fondo se deja sentir el rumor de las aguas del Jaramilla colándose por entre las peñas y la maleza que crece junto a su cauce. Dicen los expertos que las truchas de montaña prefieren para vivir y desarrollarse las corrientes de agua clara y los escondrijos que hay a estas alturas del río. El viaducto sobre el río es una magnífica obra de ingeniería; está levantado con lajas de pizarra superpuestas y sobre tres ojos con una altura de treinta o cuarenta metros sobre el paso de la corriente.
El agua limpísima del río se alcanza a ver desde lo alto con dificultad. En ambas vertientes se retuerce la carretera flanqueada por murallones violentos de pizarra, de piedras resbaladizas, de tierra oscura y de pequeñas láminas entre las que se crían las jaras y los chaparros. Ahora toca subir. A mitad de cuesta, los viajeros que pasan por allí se detienen junto a una especie de terraza que hay al borde del camino, contemplan el espectáculo y sacan fotografías desde el mirador. Más arriba, sin haber concluido el ascenso, se empiezan a ver las primeras casas del nuevo lugar de Corralejo, el pueblecito de los chalés y de las modernas mansiones para el veraneo, al que apenas reconocí hasta que llegué a la placita en donde está la iglesia, una pequeña ermita que cumple el papel de parroquia, precedida de un leve tejadillo que se sostiene sobre dos columnas de madera, y que tanto me impresionó años atrás en mi primer viaje.
Con el pueblecito de Corralejo a nuestra espalda, se asciende cómodamente hasta casi la misma altura que las cumbres de las montañas que nos rodean en cualquier dirección. Uno siente encontrarse como en el techo del mundo. Los picos de San Cristóbal y el Corralejo son dos de los más robustos galanes de entre los que tenemos al alcance de la mano. Muy pronto el cruce de caminos. Los indicadores de carretera señalan la ruta a seguir y la distancia a cada uno de los pueblos a los que se accede desde allí a derecha e izquierda del camino. El más lejano es Peñalba de la Sierra, y el más próximo Cabida. El pueblecito de Cabida es también el más pequeño de todos. Al entrar en Cabida uno se da cuenta de que ha llegado a una aldehuela serrana eminentemente residencial, a un paraíso de verano donde los dueños de los chalés que se pueden contar por sus calles deben disfrutar de lo lindo durante el buen tiempo. En invierno las puertas de los chalés están cerradas. Sólo había tres vecinos en Cabida la última vez que pasé por allí. Igual que Corralejo, el pueblo tiene una simpática placetuela a mitad de la calle, con un piloncillo en el que daban de beber a las caballerías. Por debajo de la iglesia quedan los huertos, sombreados de frutales. La iglesia de Cabida está dedicada a San Migue Arcángel, cuya fiesta celebran en el mes de agosto. La torre de la pequeña iglesia de Cabida es la más elegante de todos los pueblos de la comarca, pese a ser el más pequeño. Consta de dos cuerpos levantados, sobre todo el superior del campanario, con piedra sillar de color gris labrada con limpieza. El portalejo da a la solana, mirando a los tablares de los huertos vecinos, donde algún jubilado del lugar se entretiene a lo largo del año arañando la tierra.
Del resto de los lugares que componen esta reserva de pequeñas entidades, cuya cabecera es el pueblo de El Cardoso, hablaremos en otra ocasión. La naturaleza, y la vida en la naturaleza da para mucho, y aquellos pueblecitos merecen, cuando menos, una atención muy especial
Viajar por las sierras del Macizo es algo recomendable. Hasta el mes de noviembre, o tal vez hasta algo más adelante, es tiempo de hacerlo con todo a favor. No se puede hablar del paisaje en medio rural de Guadalajara sin haber pasado por allí. Solo es cuestión de hacerse la idea y de ponerse en camino. Vale la pena una salida así, entrados ya en estos variopintos días de avanzado otoño.

sábado, 15 de noviembre de 2008

LA CIUDAD ROMANA DE SEGÓBRIGA


De todas las tierras de la Meseta Peninsular es en la provincia de Cuenca donde se encuentran más abundantes vestigios de la civilización romana. Son tres (Valeria, Ercávica y Segóbriga) las ciudades romanas de la vecina provincia donde se está trabajando para sacar a la luz lo que todavía queda escondido bajo la tierra en cada una de ellas, y que debe ser mucho. Son varias las ocasiones en las que he pasado por Segóbriga durante los últimos veinte años. El trabajo llevado a cabo por los arqueólogos se hace notar de una a otra visita, y de un tiempo a hoy son muchos los visitantes que a diario se pasean por entre sus ruinas, digamos que de manera reglada, bajo un mínimo de control, y después de pasar por el Centro de Interpretación y de haber satisfecho la cantidad establecida (los jubilados lo hacen gratis).
La visita a Segóbriga es ante todo una importante lección de historia, de sociología y de arte antiguo, teniendo delante de los ojos -y pisando sobre la misma tierra que ellos pisaron- el poso que dejaron varias de las civilizaciones ya desaparecidas, especialmente por cuanto se refiere a las culturas celtíbera y romana, de las cuales, y sobre todo de la última de ellas, Segóbriga es una libro abierto en el que ver y aprender como en ningún otro.
El viaje desde Guadalajara hasta Saelices, municipio en el que están enclavadas las viejas ruinas, se cubre, bien por Huete o por Tarancón, en algo más de una hora, lo que permite realizar la vista sobradamente en un día, libres de cualquier clase de apremios.

Su historia
Pienso que no se exagera en el folleto explicativo que dan a quienes visitan Segóbriga, cuando dice que “es una de las ciudades romanas mejor conservadas del occidente del Imperio Romano y el más importante conjunto arqueológico de la Meseta”. Es mucho lo que hay que saber y mucho lo que ver allí, aun contando con que es tan sólo una pequeña parte de los restos de la ciudad lo que hay al descubierto.
Se cree que antes de la romanización de la comarca, Segóbriga debió ser un castro celtíbero y después un “oppidum” o ciudad. Un siglo antes de Cristo pudo haber sido la capital de una buena parte del centro de la Hispania romana, pues así fue considerada por Plinio como Cabeza de la Celtiberia. En tiempos del emperador Augusto, la “oppidum” celtíbera fue convertida en “municipium”, es decir, en población de ciudadanos romanos; momento aquel en el que comenzó a producirse el verdadero auge la nueva ciudad, favorecido, además, por ser cruce de comunicaciones con otras ciudades del Imperio: ello traería de inmediato la construcción de importantes monumentos, y que vendría a concluir a finales del siglo I d.C., época en la que gozó de mayor desarrollo, y, por tato, también de un mayor prestigio entre las ciudades romanas.
Ya bien metidos en el siglo IV comienza la decadencia económica de la ciudad, y con ello también su importancia. No obstante, queda constancia documental de que en el siglo V fue una de las principales ciudades visigodas, y de que sus obispos asistieron a las distintas sesiones de los concilios de Toledo. De este tiempo quedan aún en Segóbriga los restos de una basílica visigoda, y varios enterramientos situados a cierta distancia de la que se pudiera considerar como la ciudad propiamente dicha.
Con la invasión musulmana la ciudad quedó prácticamente abandonada; pues tanto sus obispos, como las gentes más poderosas y distinguidas que vivían en ella, huyeron a territorios cristianos situados más al norte; y tras la reconquista de la zona los pocos habitantes que quedaban ella se marcharon a la actual Saelices, a escasa distancia de allí, de manera que la vieja Segóbriga quedaría abandonada y reduciéndose a ruinas a partir de entonces. Su estudio comenzaría a interesar ya en el siglo XX, y con ello el quehacer de los arqueólogos hasta el día de hoy.

Qué ver en Segóbriga
Desde el Centro de Interpretación hasta lo que queda de los monumentos más importantes que tuvo en su tiempo la ciudad, hay una distancia considerable que el visitante debe recorrer a pie. A lo largo de ese trayecto nos encontraremos con algunos enterramientos junto al camino, y a poca distancia de él -siempre extramuros de la ciudad- con la basílica visigoda. Más adelante estaremos enseguida junto a los dos monumentos más importantes, que a su vez son los que se conservan en mejor estado: el anfiteatro o circo y el teatro; en ambos se conservan ciertos detalles que nos facilitan reconstruir en la imaginación sin demasiado esfuerzo las fiestas y los grandes acontecimientos sociales de la urbe.
El anfiteatro y el teatro están a escasa distancia, uno y otro a ambos lados de la entrada a la ciudad. El anfiteatro pudo ser el mayor de los monumentos que tuvo Segóbriga; su capacidad era suficiente para acoger a más de cinco mil espectadores sentados en las gradas cómodamente. Para mayor seguridad, las gradas comenzaban por encima de un alto podium; y al pie, el pasillo y las estancias donde se alojaban las fieras preparadas para el espectáculo. No hay que olvidar que su auge coincidió con todo el furor de las persecuciones contra los primeros cristianos.
El teatro era de menor capacidad que el anfiteatro, pero sí el edificio más destacable de la ciudad. Se construyó probablemente a mitad del siglo primero y fue inaugurado en tiempo de los emperadores Tito o Vespasiano. El graderío del teatro aparece dividido en tres partes bien diferenciadas, separadas por pasillos corredores que permitían distinguir las diferentes clases sociales de los espectadores. El espacio dedicado a escena debió de ser enorme, y estaba adornado con columnas y esculturas de mármol, de las que algunas han ido apareciendo en las excavaciones.
En tiempos del emperador Augusto se construyeron unas termas anejas al teatro y dedicadas a su propio servicio. Según los estudiosos, las termas del teatro de Segóbriga estaban inspiradas en los famosos gimnasios griegos. Se conserva la que fue sala donde cambiarse de ropa, con sus taquillas colocadas en línea; una sauna seca de forma circular, y otra sauna más con su correspondiente piscina.
La muralla que rodeaba la ciudad, el foro, la enorme basílica civil construida en el siglo primero antes de Cristo, el templo mandado levantar bajo el imperio de Vespasiano, las segundas grandes termas, y algunos restos más correspondientes a otras culturas como la musulmana, van quedando al descubierto en esta ciudad romana que, cuando menos, como se dijo al principio de esta exposición, merece una visita. La proximidad seguro que nos lo permite sin el menor esfuerzo.


(Publicado en el diario "Nueva Alcarria" en agosto de 2007)

miércoles, 12 de noviembre de 2008

EL GUITARRISTA SEGUNDO PASTOR




Segundo Pastor Marco, eminente guitarrista nacido en Poveda de la Sierra (Guadalajara) el 23 de junio de 1916. Magnífico ejecutante de los compo­sitores clásicos para este instrumento, especialmente de Tárrega, de Turina y de Grana­dos, y excelente compo­sitor de piezas para guitarra, considerado entre los grandes del siglo XX.
Segundo Pastor, hombre amable, de trato familiar y con personal gracejo, fue querido por todos los públicos que le escucharon. Fue catedrático honorario de la Universidad de Oswego en los Estados Unidos, condecorado por el gobierno de Venezuela, académico de las Artes y Letras de Cuenca y presidente de la sección de música de la Institución "Marqués de Santillana" de la Diputación de Guadala­jara, entre otros muchos honores y títulos. Viajero incansable por Europa y América, donde dio conciertos memorables como el que sirvió de estreno a su obra Suite de Flandes, con la Orquesta de Conciertos de Nueva York en 1977.
De su importante producción para guitarra cabe destacar La Leyenda del Júcar, Homenaje a la Alcarria, Piezas descriptivas de la Ciudad Encantada, Homenaje a Chopín y Tríptico del Doncel.
Segundo Pastor era hijo adoptivo de la ciudad de Cuenca, en donde estudió el Bachillerato, la carrera de Magisterio y pasó una buena parte de su juventud. "Mis dos tierras", solía decir, al referirse a Guadalajara y Cuenca.
Falleció en Madrid el día 9 de noviembre de 1992.

sábado, 8 de noviembre de 2008

RECORDANDO AL PINTOR ALEJO VERA


RECORDANDO AL PINTOR ALEJO VERA

Desde tiempos muy lejanos guardo en los desvanes de la memoria una imagen que hoy me ha dado pie para llenar, creo que con suficiente oportunidad, mi página semanal del periódico. Era la época de estudiante bisoño en la escuela del pueblo. Ante una treintena de alumnos el maestro explicaba complacido las virtudes de nuestra raza trayendo a colación una página histórica casi olvidada: el último día de la ciudad de Numancia forzado por los propios numantinos, que prefirieron matarse unos a otros y pegar fuego a la ciudad antes que rendirse gratuitamente frente al enemigo invasor, en un alarde de supremo heroísmo. Pasados los años uno se ha ido dando cuenta de que el comportamiento de los numantinos hubiera sido verdaderamente heroico si hubiesen ofrecido batalla, si hubieran sucumbido en el empeño defendiendo la ciudad, pero con las armas en la mano. Quiero pensar, ahora con mi mentalidad de adulto, que aquella decisión, colectiva o impuesta por unos pocos, vaya usted a saber, anda más cerca de la cobardía que del heroísmo, que, como fácil es de comprender, se trata de términos contrapuestos. En todo caso es una manera diferente de entender la Historia que en modo alguno pretende enmendar la plana a mi viejo maestro, al que tanto le debo.
La enciclopedia que empleábamos los alumnos por entonces completaba la escasa documentación sobre el asunto con una fotografía impresionante, con la reproducción de un cuadro en el que el pintor había representado, de forma magnífica, su visión acerca de aquella tragedia: cadáveres de niños y de mujeres por el suelo, un valiente que se hunde un puñal en el pecho, otra mujer que bebe un vaso de cicuta, un paisano más que desafía, moribundo, al invasor con el brazo extendido, mientras como fondo la ciudad que arde por los cuatro costados.
El cuadro lo he vuelto a ver más veces representado en libros y revistas, y siempre me ha traído a la memoria aquellos años de infancia junto a tantos amigos que casi nunca he podido ver después. Se encuentra en el Museo del Prado. El cuadro tiene para mí todo el mérito que se le puede otorgar a la pintura romántica del siglo XIX como inspirada obra de arte, además de su importancia como documento histórico y visión cruda de un acontecimiento ocurrido en nuestro suelo durante los primeros tiempos de la romanización.
El autor del cuadro periódico fue un hombre notable de nuestra tierra, Alejo Vera Estaca, nacido en el pueblo campiñés de Viñuelas el 14 de julio de 1834, hijo de José y de Norberta, un chiquillo de los que por entonces correteaban por las calles de su pueblo, pero en el que los maestros habían advertido unas cualidades excepcionales para el dibujo. Una beca de la Diputación Provincial abrió el camino del milagro, haciendo posible que el muchacho recibiera enseñanzas artísticas en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de la capital de España, y estudios superiores después teniendo como maestro a Federico Madrazo.
La provincia de Guadalajara no es pobre, por fortuna, en celebridades, tantas de ellas semiocultas o cuando menos olvidadas del saber, y por tanto de la debida consideración, por parte de sus paisanos. Poco a poco se viene haciendo el esfuerzo, por parte de algunos, de sacar a la luz estas estrellas de la cultura nacional hijos de nuestros pueblos: músicos eminentes, pintores, literatos, eclesiásticos y figuras de la milicia, con los que podríamos llenar un lujoso panel en razón de justicia, en donde ocupase un lugar destacado este pintor campiñés, cien veces galardonado, merecedor de premios en las más importantes exposiciones habidas en nuestro país y fuera de nuestras fronteras. Desde 1856 que presentó a concurso una de sus primeras obras en las galerías del Ministerio de Fomento, hasta 1910, y hasta después incluso, que tomó parte en la Exposición Internacional con motivo del cuarto centenario de la ciudad de Buenos Aires, todo fue una muestra continua de su trabajo por Roma, por Viena, por Munich, y sobre todo por Madrid, donde se dedicó no sólo a pintar, sino también a enseñar, dejando como estela una larga lista de nombres famosos entre sus discípulos, tales como Carlos Zúñiga y Figueroa o Eduardo Rosales.
Como en siglos atrás había ocurrido con tantos pintores españoles de los que hoy nos honramos, la estancia de Alejo Vera en Italia, indiscutible país de las artes y de los principales artistas del Renacimiento, le fue útil para asentar una base firme en su formación ya entrado en la madurez. Las ciudades de Roma y Pompeya, con su densa historia lejana y sus infinitas ruinas, tan afines a la temática general del Romanticismo que le tocó vivir y del que participó plenamente, fueron motivo ideal no sólo para los escenarios y fondo de tantos de sus cuadros, sino visión histórica, a modo de cantera inagotable, en la que inspirarse.
Considero que no tendría sentido ofrecer al lector una relación cumplida de las obras más importantes del pintor de Viñuelas, pues no es esa nuestra intención precisamente, sino la de sacar un poco del olvido la persona y la obra de este ilustre de nuestro pasado. A pesar de todo no me resisto a traer a la memoria o al conocimiento de sus paisanos, y en ellos incluyo a los guadalajareños de todas las comarcas, tres obras de reconocido interés además de la ya dicha “Los últimos días de Numancia”. Estas pudieran ser “El entierro de San Lorenzo” que resultó premiada con medalla de primera clase en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1862, Comunión en las catacumbas, propiedad del palacio del Senado, y “Una señora pompeyana en el tocador”, al que en 1871 se le otorgó el más estimable de los galardones de su tiempo, la medalla de Carlos III.
Alejo Vera fue académico de número en la Real de Bellas Artes de San Fernando y Director de la Academia Española de Bellas Artes en la ciudad de Roma. Murió sin que su fallecimiento se hubiera hecho saber, por voluntad propia, hasta después del entierro al que sólo asistieron media docena de íntimos. Esto ocurrió en Madrid el 4 de febrero de 1923, próximo ya a la edad de noventa años. La Academia y el Círculo madrileño de Bellas Artes declararon varios días de luto al saber de su muerte.
Me consta que un centro escolar, el Instituto de Bachillerato de Marchamalo, y una calle en su pueblo natal, honran con su nombre a este singular personaje de la pintura española del siglo XIX. No sé si es suficiente o resulta escaso el homenaje público a su memoria. En todo caso ahí queda su nombre y su obra magnífica, motivo de honor para un pueblo y para toda una provincia.

Este trabajo se publicó en el diario “Nueva Alcarria” de Guadalajara, con el mismo título con el que aquí aparece” en el año 2003. La pintura que lo encabeza no es otra que el famoso “El último día de Numancia”, de Alejo Vera.

jueves, 6 de noviembre de 2008

EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE TEJEDA



Los datos que se poseen sobre el pasado de este monasterio son muy concretos, y muy antiguos también. Sobre el tronco de un tejo y junto a la cueva, dicen las viejas crónicas que se apareció la Virgen a un pastor de nombre Juan. Las apariciones, que fueron varias y en días sucesivos, tuvieron lugar allá por el corazón de la Edad Media, año 1202, reinando en Castilla Alfonso VIII, y llevando la mitra de la diócesis, el primero de sus obispos: San Julián. Añaden los textos que “Mandó la Santísima Virgen a Juan, el pastor, que se presentase al Obispo para que fundase iglesia y trajese a los religiosos que tenían aquella señal, mostrándole en una piedra que llevaba en la mano derecha la Cruz de la Santísima Trinidad.”
Ser conquense, y no haber tenido demasiada idea de esta advocación mariana, tan extendida por una ancha zona de tu provincia, parece algo imperdonable; pero es así. Ruego se me perdone por haberme mantenido en esa ignorancia durante toda mi vida, digamos que hasta el verano del año 2006, en que un buen amigo, don Samuel Rubio, residente a temporadas en el Rincón de Ademuz, tuvo la acertada idea de llevarme una tarde a Garaballa para conocer el santuario y venerar en su sede la imagen menuda de Nuestra Señora de Tejeda, “la Perla del Marquesado”, reina espiritual de toda la Baja Serranía.
Se sabe que a la fundación del monasterio, ocurrida tan sólo dos años después de las apariciones a instancia del Obispo de Cuenca, asistió en persona Fray Guillermo Escoto, fundador de la Orden Trinitaria.
En el año 1516 una fuerte avalancha de agua dio al traste con el primitivo convento. De la ruina sólo se pudo poner a salvo, además de las vidas de los frailes, las Sagradas Formas y la imagen de la Virgen. La construcción del nuevo cenobio tardó, hasta verse concluida, casi dos siglos.
Entre los monjes de más renombre que han pasado por allí figuran San Guillermo Escoto, Fray Bartolomé de Tejeda, y el Beato Simón de Rojas, que fue confesor de reyes.
El punto álgido del santuario a lo largo de toda su historia tuvo lugar en el siglo XVIII y primeras décadas del siguiente. Con la tristemente célebre Desamortización de Mendizábal, los monjes tuvieron que abandonar el convento.
Un suceso fatal ocurrió en el año 1927. Fue con motivo de la celebración del séptimo centenario de la villa de Moya, cuando se produjo en la iglesia de San Bartolomé -adonde habían llevado la imagen de la Virgen para presidir los solemnes actos- un incendio voraz del que solamente fue posible poner a salvo la cabeza de la venerable imagen.
El convento se ha convertido en la actualidad en una estupenda hospedería, donde poder alojarse sin que el monasterio haya dejado de ser a lo largo de todo el año la meta común de cientos y de miles de peregrinos de todos aquellos pueblos. Muchos de ellos suelen acudir a pie, como manda la tradición e hicieron sus antepasados en varias generaciones.
Recordemos que el día grande, el día de la fiesta mayor en honor de la Virgen de Tejeda es el 8 de septiembre; fecha en la que la peregrinación masiva de entre provincias (Cuenca, Valencia y Teruel) tiene su especial momento.

martes, 4 de noviembre de 2008

JUNTO A LA TUMBA DE LA PRINCESA DE ÉBOLI



¡Cuantos no habrían sido los desatinos y los desequilibrios de su conducta en vida, que, aun después de su muerte, la historia de cuatro siglos no ha conseguido acabar con la mordaz cadena de ultrajes hacia su persona que dejó como herencia la Leyenda Negra! Sólo el frío de la piedra que contiene sus huesos da la sensación de una calma eterna, de una paz sin límites.
La tarde va de caída por estos parajes de la Alcarria. Las huertas del Arlés y los viejos muros del convento de Carmelitas destilan a estas horas cierta transparencia a oro derretido, a éter entre cárdeno y violeta. El pináculo de la Colegiata ocupa solemne el centro de la antigua ciudadela de moriscos, de judíos y de cristianos. Pastrana, augusta y venerable, se empieza a adormecer sobre sus propias piedras al ritmo del último sol.
La visita por enésima vez a la Villa de los Duques es premio más que bastante para satisfacer a un loco. Uno piensa que la Historia de Castilla, y una buena parte de la Historia de España, no son otra cosa que un entrelazado de amagos de locura.
-¿Otra vez por aquí? Se ve que le cuesta trabajo olvidar todo esto.
- Sí; yo también lo creo.
En la Plaza de la Hora han intentado descargar el ambiente de vehículos junto a la fachada del Palacio. La casona solar de los duques está cerrada a cal y canto. Dicen que ha quedado muy bien por dentro después de la restauración. Al otro lado de la barbacana que da a la vega se divisan las nuevas construcciones a la caída norte del cerro del Sagrado Corazón. La Calle Mayor se estira estrecha y señorial a partir del segundo arco, como una cinta de casonas linajudas que concluye en la plazuela del Ayuntamiento, después de haber dejado repartidas en forma de cruz las esquinas de la Castellana y de la travesía hacia la fuente los Cuatro Caños. El leve atrio de la Colegiata hace tiempo que lo tomaron las sombras. Dos ancianas enlutas entran, santiguándose las dos al mismo tiempo, en el portal interior de la iglesia. El griterío de los chiquillos sube perdido entre las sombras desde las calles del Heruelo y del Regachal.
La iglesia está en silencio. Los recuerdos y los detalles de pasadas grandezas surgen por todas partes: los Duques, la Orden Carmelita, la Madre Teresa, el magnífico órgano parroquial, los escudos de armas, las leyendas y los epitafios, la sillería del coro, el retablo mayor que sella una buena pintura de la Asunción sobre piedra de ágata, regalo del Santo Padre en tiempo de los terceros duques.
El panteón familiar, mandado construir por el arzobispo Fray Pedro González de Mendoza, hijo de los príncipes de Éboli, para su propio enterramiento y para el de sus padres, queda en una cripta subterránea al pie mismo del altar mayor. Debo agradecer al párroco y a las señoras encargadas de atender la cripta y el museo, que siempre que vine me abrieron las puertas de par en par, para ver todo lo que allí hay en soledad y a mis anchas. Cada vez que bajo hasta donde están las tumbas por las pinas escaleras del panteón, siento en el ánimo, al mismo tiempo que en la piel, el impacto frío de los epitafios, de las laudas y de los sepulcros, en aquel silencio de siglos, allí donde la muerte lo cancela todo.
El enterramiento de los Duques de Pastrana y de sus familiares más directos se distribuye por dos pasillos en forma de cruz. En ambos lados se acomodan las urnas mortuorias y los sarcófagos que guardan que guardan los restos de aquella destacada rama de los Mendozas. También los restos en revoltillo que se pudieron recoger en el convento de San Francisco de Guadalajara tras el saqueo por los franceses cuando la Guerra de la Independencia, lo que nos hace pensar que entre otras muchas podrían encontrarse allí, enterradas bajo el suelo, las reliquias de don Iñigo, Marqués de Santillana y autor de las famosas “Serranillas”. En uno de los terminales hay un sencillo altar con un crucifijo y seis candelabros de latón, donde es fácil suponer que en otros tiempos se celebrarían exequias por las almas de cuantos entre aquellos muros esperan el día de la resurrección.
Las tumbas de doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli, la de su esposo Ruy Gómez, y la del hijo de ambos, el arzobispo Fray Pedro, están situadas al final del pasillo que hace de pie de cruz. Son unos sarcófagos de trazado renacentista, severos y a la vez elegantes, con la escueta leyenda del “Aquí yace…” para testificar la autenticidad de los despojos que contienen y recordar de paso la fecha de cada fallecimiento.
Cada vez que, de tarde en tarde, se pisan las frías baldosas de la cripta, la historia y la leyenda golpean sobre la sensibilidad de quienes allí acuden. Resulta inevitable echar un vistazo fugaz al pasado cuando uno tiene delante de los ojos la quietud extrema de la tumba de doña Ana de Mendoza, un carácter complicadísimo de mujer que se vino a acrecentar tras la muerte de su esposo, bastantes años en edad mayor que ella. Ante la más que criticable personalidad de la Princesa, uno intentó siempre romper una lanza en su favor, mirarla con benevolencia. Es justo reconocer que fue una de las personas que más han sufrido a lo largo de su vida, y por si ello fuera poco, se convirtió, con bastante culpabilidad por su parte, en mero juguete de las circunstancias, hasta morir de pena y de soledad en la prisión de su propio palacio.
Siendo niña, la futura Princesa de Éboli perdió su ojo derecho jugando con otros niños junto a los muros del castillo familiar de Cifuentes. Luego, las reglas del juego por las que la nobleza se solía mover, le impuso el matrimonio con un hombre de edad dispar si se tiene en cuenta su condición de chiquilla adolescente. A Ruy Gómez lo amó y lo respeto durante los catorce años de matrimonio que acabó con la muerte del marido. Le dio diez hijos en tan escaso tiempo, y vio morir a cuatro de ellos.
Tras la muerte de su marido, acaecida en 1573, su erizado temperamento llegó a extremos de verdadera locura. Surgieron los serios inconvenientes que siempre lleva consigo el trato licencioso en ciertas esferas de la vida social. Es muy probable que en ocasiones entrase en terrenos que nunca debió entrar, pero que son -crónicas en mano- fácilmente disculpables. Como memorial de su largo martirio ahí queda la famosa reja de palacio en la Plaza de la Hora, celda en la que pasó, prácticamente incomunicada del resto del mundo, los últimos diez años de su vida: desquiciada, deshecha y abatida por recuerdos amargos. En febrero de 1592 llegó con la muerte su liberación definitiva. cincuenta y dos años contaba por entonces. Me gusta imaginar la ceremonia del traslado de su cuerpo desde la capilla mortuoria del palacio hasta la iglesia, en la que sospecho que Pastrana entera se volcaría y tañerían a clamor todas las campanas de la villa.
No sé, Señora, si el tempo se encargará de sacar algún día la verdad de su sitio. A pesar de todo, dormir hasta el fin de los siglos en este sosegado rincón de la Alcarria, es un reconocimiento y un desagravio digno de agradecer, incluso desde más allá de la vida.
Aparece en mi cuaderno de apuntes un texto antiguo. Lo escribió a finales del siglo XVI un curioso personaje de nombre Juan Betanzos. Lo hizo después de pasar por Pastrana en un viaje ex profeso para recabar de la Princesa de Éboli algunos datos que pudieran servir de apoyo a la beatificación de la Madre Teresa de Jesús, ya en proceso. De él copio: «Vive muy encerrada, y aunque podía recibir visitas, nadie quería visitarla no se fuera a entender que ponía en tela de juicio la justicia de su católica majestad de tenerla así presa. Había de conformarse con el trato de criados, con los que jugaba a cartas, y la única ilusión que le quedaba era la de ganarlos en un juego que llaman quiñolas, que era del que más gustaba. Así que supo que le pedía hospitalidad un caballero que llegaba con carruaje con postillón, no dudó en concedérmela, y aunque bien le aclaré que no era caballero sino servidor, no por eso se mostró menos afanosa con mi persona. Enferma estaba, aunque no parecía que su mal fuera de muerte; cuidaba mantener el rostro apartado de la luz, sobre todo por la parte del ojo cubierto. En lo que se dejaba ver no le faltaban afeites ni adornos, y en todo iba trajeada como si fuera a ser recibida en la corte. El palacio, tan hermoso como debió de ser en tiempos del Príncipe, estaba arruinado y en las almenas graznaban los cuervos como sucede en los castillos abandonados de moros.»

lunes, 3 de noviembre de 2008

EL PINTOR MARTÍNEZ DEL MAZO



El pintor Juan Bautista Martínez del Mazo, discípulo predilecto de Velázquez, con cuya hija y heredera contrajo matrimonio, es una de las grandes figuras que ha dado la provincia de Cuenca, y una de las menos reconocidas en el mundo del arte, quizás porque la sombra del gran maestro de la pintura española, su propio suegro, haya podido nublar su nombre, aunque no la categoría ni la calidad artística de su pintura.
Gracias al tesón y al impagable esfuerzo de investigación de un maestro de Cuenca, natural de Torrubia del Campo, don Manuel Amores Torrijos, que a lo largo de todo el año 2002 no dudó en dedicar muchas horas de trabajo, al margen del ordinario que exigía su profesión, recorriendo una por una todas las parroquias de la ciudad de Cuenca, en busca de la partida de bautismo del pintor Martínez del Mazo; gracias a él, digo, hoy sabemos con seguridad absoluta que Juan Bautista Martínez del Mazo, hijo de Hernando Martínez y de Lucía Maza, fue bautizado en la iglesia de San Martín de la ciudad de Cuenca, el domingo día 22 de mayo de 1605, lo que nos lleva a suponer, sabiendo de los usos y costumbres de la época, que pudo haber nacido en la misma ciudad tan sólo unos días antes; no en el año 1610, como tantos habíamos creído y publicado erroneamente, y tampoco en la villa serrana de Beteta, de donde, al parecer, fue natural su madre.
De la vida del pintor se sabe que casó en 1633 con Francisca, hija de Diego Velázquez, pintor de la Corte de Carlos IV, y que fue padre de una numerosa familia. Se asegura que varios de los cuadros atribuidos a Velázquez, sobre todo paisajes y algunas escenas a campo abierto, son obra de su yerno, el pintor de Cuenca, según la opinión bastante generalizada de los mejores estudiosos de la pintura velazqueña. Parte de la obra de Martínez del Mazo se encuentra en el Museo del Prado, en la National Gallery de Londres, y en el Palacio Real de Aranjuez.
Son muy conocidos sus cuadros “Vista de Zaragoza”, “La cacería de Tabladillo”, y los retratos de “El Príncipe Baltasar Carlos”, “La infanta Margarita”, y “La familia del pintor”, su propia familia, cuya reproducción sirve de cabecera a esta página.

sábado, 1 de noviembre de 2008

ALARCÓN


ALARCÓN

Uno de los mayores encantos, y por extraña paradoja uno de los lugares menos conocidos de las tierras de Cuenca, es con sobrado merecimiento la enriscada villa de Alarcón, la de las Siete Torres, allá en la Manchuela rayana casi con tierras de Levante; el que después de su restauración se ha convertido en un soberbio escaparate cultural y paisajístico, en el que sobresalen, galanas y severas, victoriosas por encima de las lluvias y los vientos de muchos siglos, las almenas de sus viejos torreones, las espadañas de sus iglesias, rizando el azul turquí en los oscuros atardeceres del cielo de la Mancha, mientras que el río, el Júcar de las aguas verdes que baja de la sierra, lo abraza con apasionada contorsión como un engarce magnífico en torno a una piedra preciosa de inmensas proporciones, que la Naturaleza tuvo a bien sacar a la luz del día en la tarde de la Creación, y la Historia, maestra y artífice, se encargó de ir puliendo poco a poco, pausadamente, al lento ritmo de los tiempos, en una labor callada, perseverante, estupenda.
Los orígenes de Alarcón, lo mismo que los de tantas villas castellanas marcadas con la pátina de su antigüedad desde tiempos que nadie conoce, desde tiempos en los que la historia y la leyenda se entrecruzan con su serie de argumentos improbables, son cuando menos turbios, a los que hoy una teoría, mañana otra, intentan prestar luz.
Hubo de ser fundada esta villa, según afirman las creencias más recientes, por los árabes, con el nombre de Al Arkon (atalaya), lo que deja sin valor una antigua hipótesis, que aseguraba haber sido un hijo del rey visigodo Alarico, quien lo mandó levantar en honor de su padre, y que su primer nombre fue el de Alaricón, del cual deriva éste por el que hoy lo conocemos. Las razones habidas para considerar como posible aquella primera opinión acerca de su origen, tenían como base el haber encontrado en su término inscripciones de tiempos visigodos, lo que parece estaba muy lejos de ser un dato con valor definitivo para considerar a aquel periodo de la Historia como el de la fundación de la villa.
Pocas ciudades viejas, y posibles villas en las que se cierne la leyenda por cualquier esquina, merecen tanta atención como ésta que nos ocupa. Sobre el corpudo roquedal que trenza el Júcar se ofrece al viajero, como pegada al horizonte en el romántico contraluz de la tarde manchega, la vieja fortaleza del Marqués de Villena, señor que fue de aquella y de otras villas en muchas leguas a la redonda; el castillo que pudo reconquistar para el rey su señor, don Alfonso VIII de Castilla, el bravo caballero don Fernán Martínez de Zeballos, escalando -así lo cuentan- la torre del homenaje valiéndose de dos puñales, uno en cada mano, que iba introduciendo al subir entre las juntas de las piedras. Una vez que se logró la conquista, y la fortaleza de Alarcón se incorporó a la corona de Castilla, era el año 1180, se pobló con los nobles extremeños y montañeses que habían intervenido en la recuperación, siendo ellos sus primeros habitantes.
La fortaleza, que si antes sirvió de parapeto de pendencias, o de férreo punto de ataque, según soplara el viento -sangre sobre las peñas de la hoz, a diestro y siniestro-, hoy es una isla de calma y de sosiego, un lujoso parador de turismo sobre el arco natural que a sus plantas dibujan las aguas del río, en donde todo es hermoso.
Desde la plaza del Infante don Juan Manuel hasta las puertas del castillo el pueblo se estira sobre una loma a la vera del Júcar. Aquí y allá, junto a las aceras de cualquier calle, aparecen lujosos blasones pertenecientes a familias alistadas en la nómina de la alta hidalguía castellana, torres por doquier y pequeñas fortificaciones estratégicas que antes fueron algo y hoy se yerguen, piedra sobre piedra, solas sobre su adusta peana de riscos, tan solo para singularizar el paisaje.
Cualquiera de las cinco iglesias que tuvo Alarcón: Santa María del Campo, San Juan Bautista, la Trinidad, Santo domingo de silos, y Santiago Apóstol, brindan al recién llegado algún motivo de asombro y alguna razón más que justificada para detenerse como interesado observador.
En la iglesia de Santo Domingo se conserva una artística portada protogótica y una torre de finales del XVI. La de San Juan Bautista, en la plaza del Infante don Juan Manuel donde está el ayuntamiento, se ve restaurada con meticulosidad, y tiene por asiento el solar de otra románica anterior de la que nada queda; en su interior se está llevando a cabo lo que no hace mucho era tan solo un proyecto ilusorio y hoy una realidad palpable: la pintura mural sobre mil metros cuadrados de superficie, del joven artista conquense Jesús. C. Mateo, según las tendencias de la pintura de finales de siglo, y que es muy posible acarree hasta la villa de Alarcón a partir del año dosmil -tiempo en el que se ha previsto estén terminadas- más turistas e incondicionales del arte, que entre el castillo, la iglesia y el paisaje, todos juntos. La iglesia de la Trinidad ofrece a quienes hasta ella se acercan el impacto de su portada plateresca, con los escudos del obispo Ramírez de Villaescusa y del marqués de Villena. Y luego la de Santa María del Campo, la parroquial de la villa, la más interesante de todas por el momento, la de la portada de piedra en filigrana incomparable bajo arco monumental de Esteban Jamete, y el retablo manierista que luce en su interior, obra magnífica del mismo arquitecto francés, vecino de la ciudad de Cuenca en el siglo XVI, cuyo recuerdo quedó patente en el cercano Garcimu­ñoz, en la catedral de Cuenca con el arco que lleva su nombre, y en esta noble villa de Alarcón alzada sobre las aguas del Júcar.
Fueron el Turismo y el renaciente interés por el arte lo que hicieron el milagro imposible de resucitar Alarcón y ponerlo en marcha para otra nueva andadura, remoto espejismo de aquel de la posguerra que pude ver cuando era niño, el mismo que en el año 1944 describía el académico don Luis Martínez Kleiser, conquense para todos los efectos, en crónicas cuyas medidas palabras parecían desmoronarse en cualquiera de sus siete torres; o las de otro habitual de las tierras de Cuenca, don Cesar González Ruano, que años después dejó escritos acerca de Alarcón, de sus iglesias y su castillo, párrafos que, ante la verdad que la villa ofrece, resultan increíbles, pero que son ciertos, reflejo vivo de una época en la que el pueblo parecía estar llamado a contar tan sólo en los viejos libros de Historia y poco más en el recuerdo. «Hoy, como un espectro del pasado -escribió el insigne articulista- se eleva de la polvorienta montaña el gran cuerpo fortificado con su torreón y su corona de almenas, torrecillas y puertas, que se deshacen lentamente. Detrás se ven las suntuosas fábricas de sus dos iglesias en pie, entre las ruinas de sus otras tres parroquias y varias ermitas, todo ello con la dorada y abrasada pátina de los siglos, completando el gigante fantasma de su pasada grandeza, que va decayendo para ser, como los mismos hombres que la levantaron, heroica polvareda arrastra­da por el viento y el agua, río abajo, hacia el oscuro mar del olvido.»
Se levantó de nuevo Alarcón como el Ave Fénix. Junto a las hoces, y abrazado por su collarín de agua, Alarcón es un pueblo redivivo, un lugar a mano en donde perderse, al que dedicar unas horas con el sólo propósito de aprender, de andar por el pasado.

NOTA: Publicado en “Nueva Alcarria” en 1998.