viernes, 27 de marzo de 2009

CUENCA, SEMANA MAYOR


Acabo de escuchar el "Miserere" de Pradas en una estupenda grabación que el coro de la Diputación Provincial de Cuenca realizó hace ya bastantes años, y que me ha servido como en bandeja la oportunidad de escribir acerca de la famosa Semana Santa de la ciudad vecina, tan cargada de añosos y entrañables recuerdos de juventud. El "Miserere" de Pradas, y la marcha procesional titulada "San Juan" del maestro Nicolás Cabañas, son de algún modo, si no los himnos porque en Cuenca no los hay, si los emblemas sonoros de su Semana Santa. El "Misere­re" de Santiago Pradas -organista de la Catedral en el siglo XVIII- es un grito sublime de desgarrado dolor, que halla toda su plenitud cuando es interpretado a cuatro voces en plena calle y a ciertas horas, tarde y noche del Viernes Santo, sobre las escalinatas de la iglesia de San Felipe, allá en la Cuenca antigua que nos alza hasta la Plaza Mayor. Se cuenta -tal vez no sea cierto- que el compositor propinó a su mujer una paliza soberana porque no le salía la nota del lamento final del miserere, queriendo así tener próximo a él, incluso en lo físico, el grito angustia­do de un alma en pena, que le habría de servir para llevar al pentagra­ma el acorde apetecido, como así fue. Para los conquenses, el origen del miserere fue ese; pero, suponiendo que la anécdota atribuida al carácter violento del autor, fuese puro producto de la imaginación, ahí está el resultado como flotando de la misma naturaleza doliente, una obra maestra que con el paso de los años y de los siglos se ha hecho tan conquense como los farallones de las hoces, como el cerro del Socorro que domina la ciudad, como el moruno torreón de Mangana que le da las horas.
La tradición semanasantera de Cuenca, en su aspecto conocido y documental, es anterior al siglo XVI. Cuenca, con sus callejue­las estrechas y empinadas, con sus rincones insólitos de vieja ciudad mágica, se viene trasformando cada año por estas fechas en un Barrio de Pasión. Su fama ha conseguido tal tamaño que, desde hace dos o tres décadas, se pasea con derecho propio por los calendarios y guías costumbristas de todo el orbe como acontecimiento único, declarado oficialmente de interés univer­sal. Una manifestación insuperable de fervor y de arte, en conexión perfecta con el paisaje y con el modo de ser de las gentes de Cuenca, imposible de trasladar, ni aun en su sombra, a otro escenario del Planeta, por muy exótico y afortunado que sea.
El primer toque de clarín de la Semana Santa conquense suena en la madrugada del Domingo de Ramos, con la procesión de "La Borriquilla" desde la iglesia de San Andrés, para concluir en la Catedral pasado el medio día, luego de haber recorrido entre ramos y palmas una buena parte de las calles de la ciudad. Y desde ese instante, los desfiles procesionales serán, con mucho, los acontecimientos más importantes que ocurran a lo largo de la semana. Ello requiere una temporada previa de preparativos, de ensayos, de organización, y de subastas de los banzos entre los cofrades, que pagan cantidades increíbles por llevar durante horas y horas el peso de las imágenes sobre sus hombros. Son los actos preliminares que se repiten cada año; las cumplidas dosis de ambiente colectivo en el que se ven envueltos, sin excepción, todos los conquenses: ricos y pobres, hombres y mujeres, niños y ancianos, intelectuales y hombres del campo, creyentes y agnósticos, todos, porque la ciudad es pequeña en censo de población y los desfiles que habrá que sacar a la calle serán ocho, como siempre, con más de cuarenta hermandades entre todos ellos.
Como datos significativos y de interés, pensando en aquellos que viven de lejos la Semana Santa de Cuenca y para quienes la desconocen, será bueno reseñar que la cofradía con mayor número de hermanos es la de "La Virgen de las Angustias", con 2.600 aproximadamente; que el número mayor de banceros que portan un solo paso es el de 66, para "La Santa Cena", y que el que menos hombros precisa es el "Ecce-Homo de San Andrés", que lleva solamente 16; que el pago menor a la cofradía por llevar un banzo (siempre con referencia a las procesiones de 1990) es de 4.000 pesetas por bancero en "El Cristo de Marfil", y el de mayor coste el de la hermandad de "La Virgen de la Soledad de San Agustín", por el que los portadores -y son treinta- hubieron de pagar cantida­des de hasta 105.000 pesetas cada uno. La duración media de las procesiones oscila entre las cuatro horas que viene a estar en la calle la del Domingo de Ramos, y las ocho que tarda en regresar a su iglesia de salida la de "Paz y Caridad" durante la tarde-noche del Jueves Santo. Como más llamativa, y fuera de contexto, la procesión "Camino del Calvario" o de Las Turbas, en la madrugada del viernes. Como más vistosa, en arte y en número de imágenes, la procesión "En el Calvario", de media mañana a media tarde del Viernes Santo, que presenta un bellísimo desfile de pasos, casi todos ellos del imaginero conquense Luis Marco Pérez, en la que aparecen ocho Cristos diferentes. El máximo silencio y recogi­miento que será posible vivir en la ciudad en torno a una de sus procesiones, hay que buscarlo en la del "Santo Entierro", durante la noche del Viernes Santo, donde las notas del ya dicho miserere de Pradas parecen restallar en las tinieblas sobre las duras peñas de la hoz. Todo concluirá con la procesión del "Encuentro" en la mañana de Resurrec­ción, donde se juntan la imagen del Resucitado y la de su Santísima Madre que, en señal de gozo, jalean y bailan los banceros y cofrades a mitad de camino, abajo, en la ciudad nueva.
Es muy probable que algún lector suspicaz, y con toda la razón del mundo, haya echado en falta a lo largo de este escrito a vuelapluma, una referencia siquiera de la más popular de todas las procesiones que en Cuenca se celebran durante la Semana Santa: la de Los Borrachos. Sí que se ha hecho mención a ella. Su verdadero nombre es el de "Camino del Calvario", que saca a la veneración pública cuatro de los pasos más queridos y más bellos de cuantos se guardan en las distintas iglesias. Entre ellos figura el "San Juan" de Marco Pérez, llamado "el guapo" sin que sea preciso decir por qué, imagen hacia la que los conquenses han mostrado un especial fervor a lo largo de su historia. Lo de "los borrachos" es un añadido que le van colocando los tiempos. Nació la cofradía -una de las más antiguas- como una representa­ción escénica de los insultos e injurias que la plebe profirió a Cristo a lo largo de la Vía Dolorosa. Así se admitieron Las Turbas en Cuenca desde muy antiguo, para realizar ese papel y dar un carácter más original a su Semana Santa, con miles de actores como personajes de comparsa que insultaban y se burlaban de las imágenes, con redoble malsonante de tambor y pitidos desacordes de bocina durante toda la procesión, tal y como el vulgo, desalmado y cruel, pudiera comportarse ante la presencia próxima del reo que conducen al patíbulo. Insultos -digámoslo así- respetuosos, de actor de teatro que entra en el cuerpo, pero no en el alma del personaje al que da vida y que los propios turbos solían animar, no siempre, tirándose al coleto uno, o dos, o tres sorbetes largos de vino de la bota, para animar el espectáculo y cumplir con su papel según la costumbre; pero nada más. Los abusos extraprocesionales de hoy día están todos fuera de lugar. Los propios conquenses los sufren y los detestan en su inmensa mayoría; incluso el sentir popular del vecindario estudió en algún momento la posibilidad de suprimir la procesión, rompiendo el hilo tradicio­nal de su Semana Santa al prescindir de este desfile de Las Turbas que, precisamente, fue considerado como el más duro y peniten­cial de todos ellos, y al que conocieron en tiempos que todavía alguien recuerda con el viejo nombre de "El Jesús de las seis", por ser esa la hora de madrugada en la que suelen sacar las imágenes de la iglesia de El Salvador.

lunes, 16 de marzo de 2009

LOS JUDÍOS DE MONDÉJAR


Las fechas y la ocasión se ofrecen oportunas para sacar a la luz, de su escondite subterráneo, a ese simpático grupo de imágenes que desde hace varios siglos la villa de Mondéjar guarda escondidos en los bajos de la ermita de San Sebastián. Según se dice en la nota de presentación a un curioso folleto que anda por ahí dedicado a los “Judíos” de Mondéjar, son tres los motivos que la próspera villa alcarreña tiene para ofrecer a los viajeros que algún día decidieran perderse por allí, a saber: las venerables ruinas del convento de Franciscanos, la iglesia parroquial con su impresionante retablo mayor, y las múltiples escenas de Pasión de los Judíos. Uno piensa que a las tres razones aludidas habría que añadir una cuarta, no menos importante que las demás aunque de muy distinto cariz, y que podría ser la visita a cualquiera de las modernas instalaciones que existen en el pueblo para la elaboración del vino, tan conocidas y tan justamente elogiadas.

Mondéjar es uno de los pocos pueblos prósperos que cuenta en la actualidad la provincia de Guadalajara. La excepcional condición de sus tierras de labranza para esa clase de cultivos, así como el carácter abierto y laborioso de sus pobladores, han venido a salvar a Mondéjar de muchos de los graves problemas, sobre todo de tipo económico, que aquejan a una buena parte de la sociedad, y, por no salir de la norma, también a estas tierras de la Baja Alcarria.
El mondejano de clase, el mondejano de Mondéjar, tiene un carácter distinto a lo que es frecuente por su entorno geográfico en varios kilómetros a la redonda. Se me ocurre pensar en un mestizaje entre el alcarreño de pro y el manchego extramuros, pues, a decir verdad, aires de ambas comarcas soplan de madrugada y al caer la tarde por los viñedos de Mondéjar. Como resultado ahí está una raza trabajadora, honesta, emprendedora e inteligente, muy amante de lo suyo, religiosa por tradición, y -cómo lo diría yo- un poco tosca en sus formas y modales, con las consabidas excepciones, claro está, que en cualquier caso nos sirven para confirmar la regla.
Aparte de cuanto se dice en la presentación del folleto al que antes me referí, acerca de los tres motivos que aconsejar visitar Mondéjar, debo agregar que a cualquier persona amante de lo insólito serán los Judíos el primer gancho que, de un modo u otro, le aten en lo sucesivo a la villa guadalajareña de los vinateros.

Por las afueras del pueblo está la ermita de San Sebastián, o del Cristo, por guardarse allí también la venerada imagen del Patrón de la villa. La recuerdo blanca como las ermitas cordobesas a las que cantó Góngora. La verdad es que por parte de los mondejanos las devociones populares en la ermita de San Sebastián van dirigidas exclusivamente hacia la imagen del Cristo del Calvario. No obstante es allí, en una galería a manera de cripta, donde se suceden una detrás de otra las misteriosas celdas en las que se guardan -quiero recordar que en número de doce- los “pasos” o escenas de la Pasión, a los que popularmente y con una antigüedad de siglos, la gente reconoce con el apelativo de Los Judíos.
La historia de esta rareza escultórica de la que Mondéjar es depositaria desde mediados del siglo XVI, resulta bastante pobre en datos sobre los que uno pueda apoyarse y, por supuesto, confiar. Parece ser que ya existían algunas de estas imágenes, sin que se sepa cuántas, en el año 1581, puesto que en un documento fechado en ese año se daba cuenta al rey Felipe II de la existencia de “los pasos” en la ermita de San Sebastián, a los que se calificaban de “obra curiosa y de especial devoción por las capillas subterráneas que están muy contemplativas”. Pero la ejecución completa de la obra tendría lugar siglo y medio más tarde, en el año 1719, debida a un fraile jerónimo del convento de Lupiana aficionado al noble arte de la imaginería, no muy ducho, esa es la verdad a la vista del resultado de su obra, de nombre Fray Francisco de San Pedro. Acerca de la personalidad de su primer artista, quisiera apuntar como posible predecesores del anónimo autor, a Juan de Artiaga y Gabriel Pinedo, maestros del manierismo castellano de los siglos XVI y XVII, cuyos trabajos de imaginería, de concepción y trazado tan elemental como éstas, adornan los retablos de varias iglesia rurales en la diócesis de Osma. En cualquier caso se sabe que los gastos corrieron a cuenta de un piadoso adinerado de la localidad llamado Alonso López Soldado.

Son once en total, o doce si se tiene en cuenta la Dormición de la Virgen, las escenas que van llenando las diferentes capillas del subterráneo. El número total de figuras quizá supere las setenta, siendo la más repetida la que representa a Cristo en varios momentos de su Pasión y Muerte: El lavatorio de pies a los Apóstoles, La oración en el Huerto, la Santa Cena, la flagelación, la Verónica, Cristo en el sepulcro, la Resurrección, entre algunas otras.
Las figuras vienen a ser de tamaño natural, o quizá algo mayores. Oscilan entre los tres y los doce personajes por paso. Algunas de las figuras se presentan infantilmente desproporcionadas, como es el caso de una en la que aparece la Virgen recostada y con un libro delante, donde la cabeza y las manos no andan de acuerdo con el tamaño del resto del cuerpo, sino que se ven mucho más grandes de lo que en proporción les corresponde.
Tras el último retoque, llevado a cabo en el año 1973, con la aportación popular del vecindario y Cofradía del Cristo, como restauración de los serios desperfectos sufridos durante la Guerra Civil, el hecho de su contemplación resulta interesante y pintoresco a la vez. La capa policroma que recubre a cada uno de los personajes va perfectamente de acuerdo con el resto de la figura, lo que da como resultado una visión singularmente extraña, entre la velada sátira que suponen las figuras de escayola y el tremendo drama que representan, de la que las salva el simple hecho de su originalidad, razón suficiente para convertirlo en un legado digno de admiración y de ser cuidado y conservado a toda costa.
Aún guardo con excepcional afecto la memoria del señor Fidel Hernández, el amable cicerone de la ermita de San Sebastián, ya fallecido, que una mañana tranquila del invierno de 1983 me fue enseñando, con la voz grabada en un pequeño magnetofón de pilas, las diferentes escenas en cada celda. El aparato, no sé por que razón, no funcionaba, y el señor Fidel me tuvo que hacer los comentarios a viva voz, improvisados y sobre la marcha, lo que añadía a la visita un encanto todavía mayor.
Hace algo más de un mes volví a visitar la cripta de Los Judíos. Debo decir que no me ha impresionado tanto como la primera vez por faltar en este caso el factor sorpresa, tan necesario para valorar debidamente los sitios y las cosas que se desean conocer. Vale la pena viajar hasta Mondéjar y dedicar unos minutos a la cripta de Los Judíos. No sé cuáles serán los trámites a seguir para visitarla. Acaso tenga un horario previsto que desconozco. Aconsejo, ante la duda, llamar por teléfono a la parroquia, de la que depende, que es la de Santa María Magdalena de Mondéjar, y concretar el momento en el que se puede visitar, dato importante del que lamento no disponer.

lunes, 9 de marzo de 2009

PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD


«Salimos los tres y nos dirigimos por la Carretería hasta un vetusto puente sobre el río llamado Huécar, el cual une la ciudad vieja con los arrabales. Como poseo un gran sentido topográfico, andando me enteraba de la estructura de aquella ciudad celtíbera, visigoda, arábiga o no sé qué, asentada en varios montículos rocosos. El conjunto del viejo caserío escalonado en diferentes anfiteatros, donde al parecer los cimientos de unas casas pisaban las techumbres de las otras, era de lo más pintoresco que yo había visto en mi vida».
("De Cartago a Sagunto" Pérez Galdós)

Parecen escritas esta misma tarde las palabras del autor de los "Episodios Nacionales". Don Benito conocia Cuenca, como la conocieron después don Miguel, don Pio, don Eugenio D´Ors, y tantos autores de renombre del pasado siglo, sin contar a los de la propia Cuenca.
Hace años que los caprichos del destino arrancaron de mí el cordón umbilical que con candores de juventud me unía a la ciudad de Cuenca. Suelo andar por ella con asiduidad, no obstante. A Cuenca no es posible olvidarla. La costumbre se ha convertido en una necesidad vital para la retina y para el corazón. Acabo de llegar de Cuenca en un viaje fugaz, más rápido de lo acostumbra­do, que apenas me permitió gozar por unas horas de aquella singulari­dad suya que, pasado el tiempo, ha venido a colocarla sobre el pedestal de honor que sólo consiguen por mérito propio las ciudades más bellas del Planeta, y Cuenca lo es. Ha sido desde siempre una de las ciudades más hermosas de la Tierra, esa es la verdad, aunque ahora se le está comenzan­do a reconocer universal­mente en razón de estricta justicia.
Ocurre a veces que los pueblos, lo mismo que las personas, llevan consigo la señal de su sino como parte fundamental e inseparable de su propia esencia. Cuenca -lo saben bien los conquenses- es una ciudad marcada desde el amanecer del mismo día en que comenzó a existir, una ciudad carismática sobre la que se ha de volcar la mirada, cuando no los ojos del espíritu, que también son precisos para compren­derla; una ciudad urbanística­mente disparatada, pero sublime, un sueño de locos; novedosa donde las haya en cuanto a su trazado, y quimérica por sus rincones irrepetibles, por la situación y por la estructura de sus edificios, tantos de ellos convertidos en mito. Cuando en el resto del mundo -incluidas las grandes ciudades de los países más adelantados- el hábitat no iba más allá de las viviendas familiares de dos o tres plantas a los sumo, en algunos barrios de Cuenca la gente vivía en rascacielos, en casas superpuestas sobre las peñas con abierto desprecio al vértigo. Ahí están aún para comprobarlo, y bien que valdría la pena hacerlo.
La leyenda dice que a Cuenca la fundo Hércules en persona, único viviente capaz de imaginar y de llevar a término semejante maravilla. Aseguran otros que fue fundada el mismo día y a la misma hora que la ciudad de Roma, sin que haya podido saberse quién fue en realidad su verdadero artífice. La Historia, más rigurosa en sus apreciaciones y más difícil de convencer, parece no estar en todo de acuerdo con el origen mitológico que, de una manera u otra, le atribuye la fábula. Se cree que fueron los moros los primeros que se establecieron entre las hoces de una forma estable y organizada, dando lugar a aquella primera Cuenca que nos presentan los estudiosos situada en las alturas, y que a medida que iba avanzando la Reconquista, crecía de arriba hacia abajo partiendo del cerro del Castillo.
Debido a su peculiar situación, y a toda esa serie de encantos adheridos que la entornan: aire, agua y piedra, y de los que jamás habrá que considerar extraño al paisaje, sino por el contrario muy principal, Cuenca es una ciudad naturalmente hermosa. La princesa Zaida, hija del moro Almutamid, prisionera, concubina, y esposa después del rey Alfonso VI, tuvo a Cuenca -no falta de razón- como el más valioso tesoro de su dote.
Han pasado los siglos, ocho o más desde que Cuenca tomó categoría de ciudad importante. En ella siguen comandando sobre vidas y haciendas los soberbios crestones de piedra, los violentos roquedales de su contorno, las aguas verdes de sus ríos con olor a sierra, en perfecta simbiosis con el ser y el hacer de la ciudad vieja; no podía ser menos. Los conquenses de muchos siglos atrás fueron moldeando la metrópoli con arreglo al abstracto escenario de sus hoces y a la espina pedregosa que quedaba entre ellas, lomera informe sobre la que Cuenca se fue derramando, siglo a siglo, hasta caer, ya en su final, sobre el valle del Júcar, donde encontraron sitio -ancha es Castilla- las modernas industrias y los barrios discordes surgidos al amor del progreso durante los últimos cincuenta años. Siempre, eso sí, con la ciudad histórica y monumental sobre los hombros que amparan, a un lado y a otro, los cortes vertiginosos abiertos bajo los farallones de caliza que salvaguardan desde la altura, como testas de sus dioses penates, los cauces de los ríos.
A distancia, sobre el arracimado caserío de la Cuenca mora, judía, medieval, renacentista y barroca, de los añosos callejones en cuesta, destaca el emblemático torreón de Mangana, desde donde en tiempos lejanos rezó a gritos el muecín, y más tarde fue contando, una por una, las horas en calma de la ciudad el reloj más familiar y más reconocido de los conquenses, cuyas campanadas se multiplican por dos, o por diez, al restallar en el silencio de la noche su son metálico contra las peñas de la hoz para que el eco las devuelva y juegue con ellas.
A paso lento, pero pisando sobre la base firme de sus visiones irrepetibles, la vieja Cuenca ha comenzado a despertar de aquel letargo que le duró siglos. El escondido joyel de la Castilla de leyenda, donde el pasado y el presente se combinan maravillosamente, prevalece intacto, como si el tiempo no hubiera corrido, atenién­dose siempre con rigor a la primera condición con la que fue creada: los caprichos de la madre Naturaleza, principal razón de la Cuenca única; hoy, patrimonio de todos los hombres.

domingo, 1 de marzo de 2009

DESDE LA PEÑA BERMEJA


Las ciudades y villas mayores de Guadalajara, cabeceras de comarca en todo lo ancho y largo de su mapa provincial, gozan de una personalidad bien marcada; pero de todas ellas, quizá sea Brihuega la que ofrezca un carácter personal más sobresaliente.

No sé si serán diez, o veinte quizá, las veces que he viajado hasta Brihuega por el simple placer de andar por sus calles, de escuchar el rumor de sus fuentes, o de contemplar el augusto panorama de la vega del Tajuña desde el mirador de sus Jardines o desde el herraje de los Guinches en el Prado de Santa María. En Brihuega, amigo lector, nunca se acaba de ver todo, de saberlo todo, de disfrutarlo todo. Su pasado y lo que éste dejó para la posteridad en piedra antigua, de leyenda siempre a flor de piel en el saber de sus gentes, o en el propio carácter de quienes viven y nacieron allí, son como un pozo mágico al que, por mucho que uno se empeñe, jamás consigue tocar fondo. Es demasiado el contenido de la pequeña ciudad como para dominarlo todo: cuna de una extensa nómina de hijos ilustres, escenario de batallas memorables, terreno propicio para que el misterio de la fe envuelto en tules de leyenda tomase cuerpo y lugar, y morada, en fin, de una clase distinta de alcarreños, tal vez por su carácter heredado, abierto y con cierta inclinación a los festivo y jolgorioso.
Siempre que viajo hasta Brihuega me gusta dejar el coche junto al parque de la Alameda. Luego, libre de ataduras y con la cámara de fotos terciada al hombro por toda impedimenta, me cuelo bajo el arco conmemorativo de la Puerta de la Cadena hasta la Plaza de Herraderos, la que tiene un copudo tilo en mitad. Una vez allí, toma parte del ritual acercarse hasta la fuente Blanquina, con sus doce caños de abundante manar, y luego, por la calle de las Armas, en la que hay varios escudos y formas barrocas adornando la fachada de la casa de los Gómez, llegar entre columnas y soportales hasta el corazón vital de Brihuega, la Plaza del Coso. En la Plaza del coso sigue corriendo a ambos lados el agua de las fuentes, se abre en ojiva la puerta al subterráneo de la Cueva Árabe, se anuncia con su vieja piedra inscrita la cárcel de Carlos III, y se engalana con modernas formas la fachada del Ayuntamiento que remata el carillón municipal. En la Plaza del Coso todavía pueden adivinarse con los ojos de la imaginación las antiguas mercaderías en las que expusieron sus productos por riguroso turno, y siempre dentro de un orden, judíos, moros y cristianos.
Desde la Plaza del Coso se puede pensar en distintos itinerarios para conocer Brihuega. Por mi parte he preferido seguir adelante en primer lugar hasta el Prado de Santa María, noble rincón de la villa en el sentir y en el querer de los Brihuegos; pues por ello están allí, en una distancia mínima lo uno de lo otro, la iglesia de Santa María , donde veneran a su Patrona la Virgen de la Peña, y el legendario castillo de la Peña Bermeja, ocupado hoy en parte por el cementerio local, desde donde se alcanza a ver una buena parte de la vega del Tajuña, con sus tablares de tierra removida y sus hortelanos trabajando sabia y pacientemente.
Un pequeño grupo de jubilados toman el sol junto a las verjas que miran al barranco. Les pregunto por la aparición de la Virgen de la Peña a una princesa mora en aquel lugar y por la semana de los bombardeos. De lo primero saben poco, discuten entre ellos intentando ponerme al corriente, pero del desastre de la aviación en aquel desdichado mes de marzo del año 37, varios de ellos guardan un recuerdo vivísimo; dicen que se echan a temblar cuando refrescan la memoria.
– No se puede contar con palabras lo que fue aquello. Tampoco queremos recordarlo ¿Para qué?
La puerta de la iglesia está cerrada. Me vuelvo a detener ante la portada tardorrománica con falso parteluz, otro más de los signos de Brihuega.
Por la puerta de la Guía salgo hacia el arco de Cozagón, allá en las afueras. Se trata de una de las antiguas puertas de entrada cuando la ciudad estaba rodeada de murallas. Hoy es otro de los emblemas, tal vez el más representativo que tiene Brihuega. Una portada enorme acabada en ojiva da paso, mediado el grosor del muro, a otro arco similar de menor altura en la parte que da a la villa. Sobre las piedras labradas destacan las marcas de los canteros.

No es posible –ya se dijo– hablar de Brihuega cuando se dispone de un tiempo o de un espacio limitados. Conviene acercarse hasta sus monumentos más representativos y disfrutar de ellos, una vez restaurados después de los crueles avatares en los que se vieron envueltos. Me refiero sobre todo a las iglesias románicas de San Felipe y de San Miguel, magníficas, sobre todo la primera de ellas; construidas ambas, como la de Santa María, en la primera mitad del siglo XIII a instancia del célebre arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada, su señor y gran mecenas.
No obstante, es muy posible que el toque personal más importante lo tenga la villa en sus famosos “Jardines” y en la histórica Fábrica de Paños acabada de construir en el año 1787, bajo el reinado de Carlos III. En una visión general de Brihuega su Real Fábrica de Paños, o lo que aún queda de ella, se distingue en la lejanía por su forma circular, teniendo frente al arco que mira a la vega la gracia de unos jardines, románticos en extremo, montados al gusto versallesco aunque posteriores en el tiempo a la instalación de la fábrica, y que como ella parecen estar llamados al abandono o a la desaparición paulatina, lo que no dejaría de ser una pérdida lamentable, no sólo para Brihuega, sino para el Patrimonio Provincial, tan maltrecho durante los dos últimos siglos, entre cuyos principales valores se debe contar, más si se tienen en cuenta las muchas posibilidades de servicio a la sociedad, una vez que el turismo español, y aun el que nos viene de fuera, parecen apuntar hacia lo cultural de tierra adentro. Desde la primera vez que anduve por allí me interesó el futuro de estos sorprendentes rincones, únicos en la Provincia y en España me atrevería a decir, de ahí que recavase información sobre el asunto de quien pudiese darla con mayor conocimiento de causa.