martes, 5 de mayo de 2009

EN LA SERRANÍA DE CUENCA


Para quienes vivimos por estas latitudes de centro de España la Serranía de Cuenca es un lujo asequible; aquel paraíso natural lo tenemos a la vuelta de la esquina, a cuatro pasos para gozar de él. Hace años que gentes de otras regiones lo descubrieron y lo tomaron como suyo a falta de algo similar tan saludable, tan ameno, a trechos tan espectacular en sus tierras de origen. Las barranqueras y los picachos enriscados del Alto Tajo, en medio de una vegetación rebelde, son como una avanzadilla de las infinitas bellezas naturales que, poco más adelante, pone ante los ojos de quienes quieran gozar de ella la Serranía de Cuenca. Las rocas, las aguas, el inmenso pinar, la suave brisa de los montes que al caer la tarde eriza la piel a partir de estas fechas, son sus principales componentes. De la adecuada combinación de aquellos elementos, hasta convertirlo en arte, se encargó al lento pasar de los milenios la madre Naturaleza; el hombre por su parte, como único destinatario al fin de tanta maravilla, se encargó de darle color y calor humano, de aderezarlo con el ingredien­te de la leyenda, en donde hoy, junto lo uno con lo otro, nos hemos venido a detener.
Las imágenes, de puro conocidas, resultan tópicas cuando se está lejos de allí; pero la realidad es diferente. Todo es nuevo cada día que pasa. La experiencia y el conocimiento de esta tierra que piso me lo confirman.
Tragacete, un histórico de los pueblos de aquella serranía, es cruce de caminos para andar por ella. En sólo diez o quince minutos de viaje en coche se llega a uno de los rincones más espectaculares que, al cabo de senderos de pinar, esconde en su entraña la Meseta. Se trata del Nacimiento del río Cuervo, un arroyo de aguas delicadas, que ofrece la singularidad de brotar a flor de tierra desde la boca de una cueva rocosa, y de despeñarse apenas nacer dibujando cortinas de hilos finísimos, en un juego incomparable de imágenes paradisíacas a lo largo y ancho de la húmeda vertiente, para recogerse después en una y mil charcas transpa­rentes, de finísimo cristal, donde los turistas arrojan monedas pidiendo a los hados de la casualidad y de las circunstancias que les permitan volver en buena hora, como es tradición en la fontana de Trevi, allá por la Ciudad Eterna, pero más inmensa, más espectacular, más apartada de la humana concepción de la ingeniería, en esa visión única de la Sierra de Cuenca.
Dejando atrás el trance de su nacimiento, el río Cuervo serpentea sierra abajo hasta la real hoya del Solán de Cabras, otro paraje irrepetible, célebre por sus aguas medicinales y por las de su manadero natural que decenas de vehículos de gran tonelaje se encargan de repartir a diario por todas las regiones de España.
En dirección opuesta desde Tragacete, siguiendo a favor de corriente las aguas del Júcar, casi desde el sitio mismo de su nacimiento, la sorpresa paisajística surge en cualquier momento y en cualquier dirección. El espeso pinar cubre montañas y tapiza barrancos, dejando asomar a menudo las formas violentas de los farallones de caliza y de los roquedales sobre los que dieron en crecer, nadie sabe cómo, pinos equilibristas de escaso desarrollo que se hunden de raíz sobre la roca y se asoman al abismo de un modo increíble, sueño de alcotanes y de rapaces, en contraste con el inmenso mosaico de los cielos que alguien dijo ser los más azules de todas las tierras de España.
Al otro lado de la peña que llaman del Castillo, surge a mitad de ladera -extendido en dos calles paralelas a todo lo largo- el lugar de Huélamo; patria chica de Julián Romero, aquel capitán de los Tercios de Flandes, maestre de campo del Emperador, que llenó de páginas heroicas y de hazañas inconcebibles la historia nacional, para morir en Cremona convertido en una piltrafa humana, a falta de un ojo, de una oreja, de una pierna y de un brazo; eso sí, con el apelativo a perpetuidad por parte de la Historia de "La mejor pica en Flandes".
Y Uña algo más adelante; la laguna de Uña junto al pueblo con islotes movedizos en su interior, fue durante muchos años, siglos quizás, parada de gancheros cuando las maderadas que llevaban hasta Valencia, río abajo, los troncos de pino de la Serranía. Más arriba, a sólo unos minutos, luego de una abundosa fuente caminera y de media docena de kilómetros de desvío en pleno pinar: la "Ciudad Encantada". Sin duda, el trozo de tierra más universal de toda la sierra por obra y gracia de las enormes peñas que el viento, el agua, y el paso del tiempo, llevaron a adoptar formas caprichosas que la humana imaginación -estas con más y aquellas con menos parecido al ser real cuyo nombre se les adjudica- ha creído ver en cada una de ellas.
Tan sólo una parte, no muy grande de lo que allí hay, se permite ver a los visitantes que por miles se acercan cada año a la Ciudad Encantada. La acción continua de los elementos atmosféricos, la composición de la roca a diversas alturas hicieron el portento. Por las diferentes "calles" de que consta el itinerario a seguir, uno se encuentra, entre la pradera y la pinada, con "Los barcos", "El perro", "La cara del hombre", "El puente romano", "Los amantes de Teruel", "Los osos", "La tortuga", "El tobogán", "El mar de piedra", en fin..."El Tormo Alto". Este último volumen de caliza, a manera de hongo inmenso que de un modo increíble sostiene su abultada testa sobre un estrecha­miento inverosímil a ras de tierra, lo encuentra el visitante a la entrada y a la salida del itinerario que marcan las flechas de cal sobre la superficie de las peñas. Quiso Federico Muelas, el poeta de Cuenca, que en lo más alto de la plana superficie que el Tormo Alto tiene por corona, estuviera enterrado el pastor Viriato, y que aquella ciudad de misterio fuese el corazón de la Celtiberia. Fábula que nadie hasta el momento se ha atrevido a desmentir.
Y no lejos, junto a la carretera, el "Ventano del Diablo", mirador de vértigo sobre las aguas verdes del Júcar, tan joven aún. Dicen que Satán en persona se lanza al abismo desde aquellas rocas en las noches oscuras de cellisca, arrojando por las uñas de las manos y de los pies una extraña luz azul y cargando el ambiente impoluto de la sierra de un infernal olor a azufre.
En dirección más o menos acorde como para seguir la ruta con el debido método, por aquellos contornos viven en libertad vigilada especies animales en peligro de extinción, cuando no prácticamente extintas: osos pardos, lobos, jabalíes, muflones, cabras hispánicas..., es el llamado con toda propiedad Parque Cinegético Experimental de "El Hosquillo", caldera inmensa de roca y vegetación, rodeada por enormes murallones naturales, en donde es posible la vida a campo abierto, fuera de todo peligro, para estas clases de animales entre otras más, siempre con los debidos cuidados que faciliten su desarrollo y reproducción en favor de la especie.
"Las Torcas", más al sur, pero a poca distancia, son otra singularidad de aquella tierra. Se trata de profundos hundimien­tos del terreno debidas al efecto erosivo de las aguas subterrá­neas, y que se cuentan en número de veinte, o quizá más, en un espacio no superior a los cuatro o seis kilómetros cuadrados de superficie. Un fenómeno natural menos conocido quizá que los anterio­res, pero digno de ser considerado como una página excepcional del libro de los caprichos naturales más admirables, que con poco esfuerzo tenemos ocasión de conocer y también de disfrutar.

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