La temporada estival, a lo largo y a
lo ancho de esos tres meses (nada más) que viene a durar en las sierras de esta
provincia, permite acercarse hasta ciertos rincones del medio rural que, unas
veces porque el tiempo no acompaña, y otras porque la pereza se hace dueña del
ánimo y debilita los deseos de tirarse al camino, uno prefiere quedarse en casa
al margen de todo riesgo. No es aconsejable, creo yo, ponerse al servicio de
la comodidad en este sentido, pero lo cierto es que así ocurre, y a veces con
demasiada frecuencia.
Hace algunas semanas decidí dedicar
una tarde a recorrer, un poco a la ligera, aquel grupo de pueblecitos serranos
que asientan al pie del Alto Rey por sus distintas vertientes. Es un viaje
fugaz, que puede hacerse en un día cualquiera y aún sobra tiempo para volver a
casa con una hora de sol. Yo lo hice en una tarde y no hube de correr demasiado
para catar el ambiente, para comparar sobre todo el presente y el pasado de los
cuatro pueblos que visité, en los que, por cierto, pude advertir una evolución
distinta en cada uno de ellos durante los diez o quince años que hace que no
había vuelto por allí.
Aldeanueva de Atienza fue el primero
que visité entrando por los Condemios y por la carretera pinariega del
merendero que hay junto al arroyo Pelagallinas. El cambio habido en Aldeanueva
durante las dos últimas décadas ha sido diametral, yo creo que excesivo. Su
vieja condición de pueblo negro lo ha dejado de ser, y eso puede ser hasta un mal
que arrastre en su propio perjuicio. Apenas algún casillo situado en las
afueras, alguna paridera a mitad de vertiente, o alguna vivienda medio ruinosa,
nos sirven hoy como único botón de muestra con el que adivinar su pasado.
Aldeanueva de Atienza es en este momento un pequeño paraíso donde pasar el
verano; un pueblo de casa nuevas, de tejados ocres con algún ligero matiz que
los distingue, de cómodos chalés escondidos entre las huertas y los frondosos
frutales del barranco, pequeñas mansiones levantadas con materiales del
momento que han convertido el valle en sólo un espejismo de lo que fue en otro
tiempo. Sólo aquellas laderas de piedra y matorral permanecen, el manar abundante
de la fuente a la caída, y la brisa suave de las cinco, nos traen a la memoria
la imagen del pueblo viejo.
Villares de Jadraque, o simplemente
Villares, es otra cosa. Ha cambiado mucho en su favor desde que no lo veo. Al
pueblo de campesinos y pastores que conocí por primera vez en la década de los
setenta, le han dado la vuelta como a un calcetín. Lo han hecho poniendo en
práctica el sentido común y la buena voluntad al dar la vuelta al pueblo. En
nada y para nada se ha trastocado en este cambio su serio compromiso con la
arquitectura tradicional de la comarca, con el entorno y con el paisaje. La
piedra de pizarra -con las características pintas argentíferas propia de la
zona- se han empleado con rigor en los muros de las nuevas viviendas,
comenzando por la que debe dar ejemplo, la casa-ayuntamiento, y que son muchas
con una elegancia y un empaque indiscutibles. Queda tal cual lo era antes la
pequeña iglesia de San Miguel, con su primitiva espadaña mirando hacia el
último sol. La Plaza de la Iglesia, el Parque, y la Plaza de la Fuente,
escalonadas por orden descendente a como aquí se enumeran, son un ejemplo claro
del bien hacer. En la Plaza de la Fuente continúan manando aquellos dos
chorros de agua potable que hace muy poco cumplieron su primer siglo, y al lado
el antiguo lavadero, donde buscan refugio los hombres de más edad en las tardes
de sol.
La Plaza Mayor de Gascueña de
Bornova era como una especie de zoco moruno la tarde que anduve por allí.
Estaba llena de camiones y furgonetas, de turismos y de maquinaria de albañilería
en funcionamiento. Sigue señero y espléndido como fondo a la plaza el edificio
del ayuntamiento, con su arbolillo tierno en mitad, y un cartel colocado en la
esquina donde se lee: "La Estancia del Bornova. Casa Rural". Huertas,
muchas huertas alrededor del pueblo, y robles en la media distancia. Una
campana para llamar a los fieles y una pequeña cruz a la altura del tejado, dan
cuenta de que la ermita que hay junto al lavadero sigue prestando funciones de
parroquia desde hace años, desde que se hubo de abandonar la iglesia
(tardorrománica en su origen) por razones de seguridad que hay sobre un altillo
en las afueras del pueblo.
Prádena de Atienza, más escondido
que los demás pueblos de aquella sierra, es la otra cara de la moneda. Sigue
siendo el pueblo de pastores y de campesinos que conocí cuando mi primer viaje
en un ochenta por ciento. Es casi todo igual. Alguien me dijo que para mayor
comodidad de los vecinos algunas de las casas las han ido arreglando por
dentro; pero en su aspecto exterior, en lo que los ojos del visitante pueden
ver cuando llega hasta él, ha cambiado muy poco. Prádena conserva con
autenticidad casi absoluta el estilo rural propio de la sierra. Un pueblo en
cuesta, donde las casas a distinto nivel siguen manteniendo algo así como el
valor irremplazable de la primera edición de los llamados pueblos negros,
precisamente ahora, cuando tanto se pretende de cara al exterior y tan poco se
procura mantener el valor de lo auténtico.
Nos consta que el pueblo de Prádena,
metido dentro de un anfiteatro de montañas y de peñas altísimas, no tuvo
entrada ni salida para vehículos hasta una época muy reciente, hasta el año
1965 en que los vecinos hicieron su propia carretera a prestación personal por
riguroso. En ese mismo año entró al pueblo el primer vehículo a motor. Tal vez
haya sido esa la causa de haber perdido, por el momento, el tren en marcha de
la modernidad. Sería bueno que a medida que el pueblo se vaya adaptando a las
nuevas maneras de vivir, lo haga guardando en lo posible lo que es suyo: su
estampa, su originalidad, su carácter; pues eso es lo que queda como de más
valor en el recuerdo de quienes pasan por allí.(En las fotos: Panorámica del pueblo de Gascueña de Bornova, y de la Plaza de Villares)
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