martes, 2 de octubre de 2012

DE PASO POR LOS PUEBLOS DEL ALTO REY


                                
            La temporada estival, a lo largo y a lo ancho de esos tres meses (nada más) que viene a durar en las sierras de esta provincia, permite acercarse hasta ciertos rincones del medio rural que, unas veces porque el tiempo no acompaña, y otras porque la pereza se hace dueña del ánimo y debilita los deseos de tirarse al camino, uno prefiere quedarse en casa al margen de todo riesgo. No es aconsejable, creo yo, ponerse al servi­cio de la comodidad en este sentido, pero lo cierto es que así ocurre, y a veces con demasiada frecuencia.
            Hace algunas semanas decidí dedicar una tarde a recorrer, un poco a la ligera, aquel grupo de pueblecitos serranos que asientan al pie del Alto Rey por sus distintas vertientes. Es un viaje fugaz, que puede hacerse en un día cualquiera y aún sobra tiempo para volver a casa con una hora de sol. Yo lo hice en una tarde y no hube de correr demasiado para catar el ambiente, para comparar sobre todo el presente y el pasado de los cuatro pueblos que visité, en los que, por cierto, pude advertir una evolución distinta en cada uno de ellos durante los diez o quince años que hace que no había vuelto por allí.
            Aldeanueva de Atienza fue el primero que visité entrando por los Condemios y por la carretera pinariega del merendero que hay junto al arroyo Pelagallinas. El cambio habido en Aldeanueva durante las dos últimas décadas ha sido diametral, yo creo que excesivo. Su vieja condición de pueblo negro lo ha dejado de ser, y eso puede ser hasta un mal que arrastre en su propio perjuicio. Apenas algún casillo situado en las afueras, alguna paridera a mitad de vertiente, o alguna vivienda medio ruinosa, nos sirven hoy como único botón de muestra con el que adivinar su pasado. Aldeanueva de Atienza es en este momento un pequeño paraíso donde pasar el verano; un pueblo de casa nuevas, de tejados ocres con algún ligero matiz que los distingue, de cómodos chalés escondidos entre las huertas y los frondosos frutales del barranco, pequeñas mansiones levan­tadas con materiales del momento que han convertido el valle en sólo un espejismo de lo que fue en otro tiempo. Sólo aque­llas laderas de piedra y matorral permanecen, el manar abun­dante de la fuente a la caída, y la brisa suave de las cinco, nos traen a la memoria la imagen del pueblo viejo.

            Villares de Jadraque, o simplemente Villares, es otra cosa. Ha cambiado mucho en su favor desde que no lo veo. Al pueblo de campesinos y pastores que conocí por primera vez en la década de los setenta, le han dado la vuelta como a un calcetín. Lo han hecho poniendo en práctica el sentido común y la buena voluntad al dar la vuelta al pueblo. En nada y para nada se ha trastocado en este cambio su serio compromiso con la arquitectura tradicional de la comarca, con el entorno y con el paisaje. La piedra de pizarra -con las características pintas argentíferas propia de la zona- se han empleado con rigor en los muros de las nuevas viviendas, comenzando por la que debe dar ejemplo, la casa-ayuntamiento, y que son muchas con una elegancia y un empaque indiscutibles. Queda tal cual lo era antes la pequeña iglesia de San Miguel, con su primiti­va espadaña mirando hacia el último sol. La Plaza de la Igle­sia, el Parque, y la Plaza de la Fuente, escalonadas por orden descendente a como aquí se enumeran, son un ejemplo claro del bien hacer. En la Plaza de la Fuente continúan manando aque­llos dos chorros de agua potable que hace muy poco cumplieron su primer siglo, y al lado el antiguo lavadero, donde buscan refugio los hombres de más edad en las tardes de sol.
            La Plaza Mayor de Gascueña de Bornova era como una espe­cie de zoco moruno la tarde que anduve por allí. Estaba llena de camiones y furgonetas, de turismos y de maquinaria de albañi­lería en funcionamiento. Sigue señero y espléndido como fondo a la plaza el edificio del ayuntamiento, con su arboli­llo tierno en mitad, y un cartel colocado en la esquina donde se lee: "La Estancia del Bornova. Casa Rural". Huertas, muchas huertas alrededor del pueblo, y robles en la media distancia. Una campana para llamar a los fieles y una pequeña cruz a la altura del tejado, dan cuenta de que la ermita que hay junto al lavadero sigue prestando funciones de parroquia desde hace años, desde que se hubo de abandonar la iglesia (tardorrománi­ca en su origen) por razones de seguridad que hay sobre un alti­llo en las afueras del pueblo.
            Prádena de Atienza, más escondido que los demás pueblos de aquella sierra, es la otra cara de la moneda. Sigue siendo el pueblo de pastores y de campesinos que conocí cuando mi primer viaje en un ochenta por ciento. Es casi todo igual. Alguien me dijo que para mayor comodidad de los vecinos algu­nas de las casas las han ido arreglando por dentro; pero en su aspecto exterior, en lo que los ojos del visitante pueden ver cuando llega hasta él, ha cambiado muy poco. Prádena conserva con autenticidad casi absoluta el estilo rural propio de la sierra. Un pueblo en cuesta, donde las casas a distinto nivel siguen manteniendo algo así como el valor irremplazable de la primera edición de los llamados pueblos negros, precisamente ahora, cuando tanto se pretende de cara al exterior y tan poco se procura mantener el valor de lo auténtico.
            Nos consta que el pueblo de Prádena, metido dentro de un anfiteatro de montañas y de peñas altísimas, no tuvo entrada ni salida para vehículos hasta una época muy reciente, hasta el año 1965 en que los vecinos hicieron su propia carretera a prestación personal por riguroso. En ese mismo año entró al pueblo el primer vehículo a motor. Tal vez haya sido esa la causa de haber perdido, por el momento, el tren en marcha de la modernidad. Sería bueno que a medida que el pueblo se vaya adaptando a las nuevas maneras de vivir, lo haga guardando en lo posible lo que es suyo: su estampa, su originalidad, su carácter; pues eso es lo que queda como de más valor en el recuerdo de quienes pasan por allí.

(En las fotos: Panorámica del pueblo de Gascueña de Bornova, y de la Plaza de Villares) 

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