Motivos
exclusivamente familiares dieron conmigo el pasado lunes en la ciudad manchega
de San Clemente, importante localidad conquense a la que en 1445 el Marqués de
Villena, don Juan Pacheco, le concedió el título de villa con jurisdicción
sobre las cuatro aldeas situadas en su entorno, de las que ya en el siglo XV
fue cabecera. El San Clemente que todos conocemos tiene su origen en las
primeras décadas del siglo XII, según cuentan que estaba escrito sobre una
lápida de piedra encontrada en las inmediaciones de la ermita de Rus, y de cuyo
texto dejaron noticia José Torres Mena y Fermín Caballero, dos de los más
celebrados historiadores del pasado de la provincia de Cuenca. La referida
inscripción rezaba lo siguiente: “Aquí
yace el honrado caballero Clemente Pérez de Rus, el primer hombre que hizo casa
en este lugar e le puso el nombre de San Clemente. Falleció en la era de
Nuestro Señor Jesucristo, mil y ciento treinta y seis años.”
Aunque la
autenticidad de la lápida en cuestión haya quedado en entredicho (nadie la ha
visto después -que yo sepa- ni se tenga noticia de su paradero-, de lo que no
hay duda es de la relación de aquel supuesto personaje con el San Clemente real
por razón de su nombre y del segundo de sus apellidos: Clemente y Rus. Nombre
que asímismo lleva el arroyo que cruza la ciudad, el arroyo Rus, que por
primera vez he visto con su corriente de agua de los mejores tiempos.
Pues
bien, el pasado lunes fue un día grande para San Clemente en honor de su
Patrona. De madrugada, portadores y fieles en general procedieron al traslado a
hombros hasta su santuario de la venerada imagen de Nuestra Señora de Rus, y
horas después lo harían en caminata de regreso hasta el convento de Carmelitas con
la Virgen de los Remedios, que sustituyó como Señora del santuario a la imagen
de su titular y Patrona, mientras ésta pasaba su temporada anual en la iglesia
del pueblo.
No
conocía este acontecimiento festivo, tan señero y principal para San Clemente y
para algunos pueblos más de su comarca. Los traslados desde y hasta el
santuario de la Virgen de Rus -nueve kilómetros de distancia, a hombros de
portadores- llevan en sí la mayor parte del interés de la fiesta. Los
establecimientos oficiales y las tiendas están cerrados. La gente se echa a la
calle o a la carretera para acompañar y vitorear a su Virgen de Rus tanto a las
llegadas como a las despedidas. A un lado y al otro de la calle hay puestos de
refrescos repletos de clientes. Es la gran fiesta de todos: ancianos y jóvenes,
hombres maduros con sus niños sobre los hombros o en los brazos de sus madres
para ver a la Virgen, son parte del paisaje local cuando llega la procesión con
el dosel engalanado sobre cuatro columnas donde va la imagen -bellísima,
ciertamente- de la Madre común en cualquiera de sus dos advocaciones. Los
gritos de ¡¡Viva la Virgen de Rus!!, y de ¡Guapa! ¡Guapa! ¡Guapa!, se oyen por
todo el trayecto, a la vez que la banda de música suena a ritmo de pasodoble y
se jalea a la imagen patronal sobre las andas al compás de la música.
¡Ah, sí!
Se me había olvidado dejar constancia de que los portadores que llevan y traen
a hombros la imagen de la Virgen, lo hacen corriendo en medio de la procesión
de gente que los sigue. Hubiera sido obviar un dato fundamental en esta
importante fiesta tradicional, tan unida a la esencia de la ciudad, una de las
más distinguidas y prósperas de toda la Mancha.
Sólo me
resta considerar en su valor el acontecimiento, y recomendar a los lectores que
lo conozcan siempre que tengan ocasión.
(En las fotos: un momento de la entrada de la Virgen; imagen de la Virgen de Rus; y Monumento a los portadores.)
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