Una
amable lectora a la que no tenía el gusto de conocer, me sirvió en bandeja, sin
pretenderlo, el poder escribir con cierta periodicidad acerca de los ríos que
en todas direcciones, y en cualquiera de sus cuatro comarcas, surcan nuestra
provincia. En carta personal me pidió doña Nieves que le informase (y así lo
hice) sobre algunas cuestiones elementales que me planteaba en relación con el
Mesa, uno de nuestros ríos de escaso relieve que, desde que el mundo es mundo,
o por lo menos desde que el hombre habita la tierra, va dejando al pasar por
tierras molinesas unos valles irrepetibles, pueblecitos pintorescos cargados de
historia y de costumbres ya idas, en mitad de un entorno natural que nadie
debiera morirse sin haber andado por ellos alguna vez. Yo lo hice en distintas
ocasiones, y su estampa jamás ha escapado de mi memoria.
No
sé si alguien podría asegurar con certeza si aquí o allá, si es éste o es
aquél, cuál de los pequeños manaderos que brotan en el vallejo de los huertos de
Selas, debe considerarse en realidad como el nacimiento del río Mesa. Nadie
podría asegurarlo; pero nace allí, teniendo por cuna, como casi siempre ocurre,
unas piedras y unos hierbajos de humedal.
Por
la plana praderilla viaja el pequeño arroyo. Tiene las puestas del sol como
destino inmediato. Corre lentamente con dirección a la pequeña villa de
Anquela, la del Ducado. Sobre las casas blancas de Anquela, el pueblo en
escalera, se solaza en la media mañana la iglesia de San Martín, y también
desde lo alto, ahora mirando al norte y noreste, se deja ver en la caída un
nuevo valle: el principio del Valle del Mesa propiamente dicho, por cuyo fondo
escapa el joven arroyo después de haberse vuelto sobre sí, después de haber
dado un giro violento al otro lado del pueblo porque así lo quieren los cánones
de la ley física, de la ley que siempre se cumple porque no anda el hombre por
medio, y así, sumiso y obediente, el arroyo continúa su viaje, digamos que en
dirección opuesta, hacia Turmiel, recogiendo a menudo sobre su delicado lecho
el sudor de las laderas por los suaves canalillos que de un lado y otro vienen
hacia él.
Turmiel
al instante. El pueblo cae a mano izquierda, a muy escasa distancia del río. La
carretera corta al pueblo por mitad a todo lo largo. En Turmiel vive de
continuo muy poca gente, quince o veinte personas a lo sumo. Las torretas de
los palomares, que antes fueron torres vigías, muestran sobre lo alto las
piedras del abandono. El río se aparta del pueblo y de la carretera para jamás
volverse a encontrar, prefiere seguir su camino a campo través. De allí en
adelante parece no querer nada de hombres ni de pueblos. No volverá a
encontrarse con carretera alguna hasta las inmediaciones de Mochales, donde se
deja ver vitalizando un valle fecundo desde las primeras curvas del camino que
baja desde Amayas. Según la época del año, la vega presenta por allí un aspecto
diferente: blanco en primavera cuando los frutales están en flor, verde y
carmín de hojas y cerezas cuando entra el verano, tristón y hasta un poco
romántico en otoño, gélido y silencioso en invierno, pero siempre hermoso,
provocador, exuberante o escuálido, qué más da; el milagro del agua que pasa se
cumple en él escrupulosamente a lo largo de los días y de las estaciones.
Mochales,
medio escondido por los cerros y la vegetación de su propia vega, es la patria
chica de la beata María Teresa del Niño Jesús y del alcalde Antonio Alba,
muertos de manera violeta los dos: la primera por defender su fe como religiosa
del convento carmelita de Guadalajara un 24 de julio de 1936; y el segundo por
defender a su pueblo y a su patria contra la francesada en aquella guerra sin
cuartel de 1808; para mayor humillación, murió ahorcado públicamente delante
sus paisanos; la plaza del lugar, como no podía ser menos, lleva su nombre.
El
río Mesa, al que ya va mereciendo se le trate de usted cuando pasa por
Mochales, brama y salta al pasar regando huertos, abriendo zanjas entre las
peñas, distinguiendo y hermoseando un paisaje por pocos conocido.
Hace
años me pidieron para la radio —perdona amigo lector que entre en los pasillos
de lo personal— que escribiera un guión sobre alguna comarca poco conocida de
nuestro país. Elegí el Valle del Mesa para trabajar con él, y he de decir que
gocé hasta lo indecible cumpliendo el encargo; pues no es nada frecuente el
encontrarse con unas tierras vírgenes tan cargadas de encantos paisajísticos y
con tanto interés humano por mucho que se busquen.
Desde
Mochales a Villel, la diferencia en altura de las plazas de ambos pueblos va
más allá de los cincuenta metros, en tanto que la distancia que los separa
apenas sobrepasa los tres kilómetros; ello quiere decir que serán muy pocos los
remansos del cauce, que el agua corre en función de entrenamiento para saltar
en cascada, como veremos después.
La
carretera sigue paralela al río camino de Villel, cruzándose de un lado al otro
alguna vez antes de llegar al pueblo. Villel de Mesa se ofrece ante los ojos
del espectador descolgado en la solana de un cerro albo que baja a refrescar
sus pies en la ribera. Al otro lado del río Pequeño, frente a los jardines de
la plaza, hay viejas heredades de hortaliza con las que los campesinos del
lugar llenaron cada verano sus despensas. Ahora también, pero no tanto, La
falta de manos jóvenes se echa de menos en estos recónditos paraísos que no
hace tanto tiempo triplicaron su población sin que jamás faltase el alimento
para todos. El río Pequeño vitaliza las huertas más próximas al pueblo. El río
Pequeño nace allí mismo, debajo de una roca que los lugareños conocen como la Fuente de la Toba. Paralelo a
él, y muy juntos los dos, baja el río Cavero, que es en realidad el río Mesa,
pero con otro nombre a su paso por Villel. Se unen los dos poco más adelante.
Las ruinas del castillo sobre unas peñas dominan el paisaje río abajo. El
pueblo, con su plaza ajardinada y su histórica fortaleza que en mala hora
arruinó el rayo el día de San Bartolomé de un año ya lejano, va quedando atrás,
mostrando al caminante que se aleja la elegancia de sus viviendas más antiguas
y los arcos de la iglesia allá en lo alto. Como fondo, el cerro de las Casas y
el llano de la Cueva ,
bajo un cielo que tiñe de azul en las primeras charcas el agua del río, el Mesa
adulto ya que adivina, no lejos de allí, las chorreras de Algar sobre las que
ya se asoma.
Algar
de Mesa figura en los archivos de mi memoria como uno de los pueblos más bellos
de toda la tierra molinesa. Imagínense al pequeño caserío, a manera de
anfiteatro, colgado en escalón sobre la profunda vega o barranquera en la que
ruge el agua al despeñarse, de una en
una, en las cascadas que dibuja el cauce del río al pasar. A veces, los
ancianos del pueblo, cuando la ley lo permite, bajan hasta las praderillas que
hay al lado del río y tiran el anzuelo de sus cañas en la espuma corriente que
se forma al pie de las chorreras. Las truchas pican alguna vez y los pescadores
se dan por bien pagados. El pueblo, Algar, acostumbrado al continuo soniquete
de las aguas, se alza sobre la orilla izquierda, con la torre parroquial de su iglesia
de Santo Domingo por enseña y las casas de los vecinos a un lado y a otro.
Aguas abajo, siempre a la vera del río, la ermita patronal de la Virgen de los Albares,
solitaria y silenciosa, con algún ramito de flores secas atado al ventanillo,
marca el punto final de nuestro recorrido en este día, porque la provincia de
Guadalajara acaba allí y preferimos ser respetuosos con lo que no es nuestro.
El
Mesa, que no entiende de límites ni de fronteras, sigue abriéndose camino por
tierras de Aragón creando paisajes nuevos: Calmarza, Jaraba, el embalse de la Tranquera donde se une
al Piedra (otro de nuestros ríos, al menos en su origen) en un cauce común,
para concluir entregando sus aguas y su nombre al Jalón muy cerca de la villa
de Ateca.
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