jueves, 26 de abril de 2012

EN EL MONASTERIO DE BUENAFUENTE


            El inconveniente mayor, creo que el único para visitar el monasterio cisterciense de Buenafuente, es la distancia desde la capital de provincia; pero sí que vale la pena pasarse por allí alguna vez, aunque sólo sea de tarde en tarde, y aprovecharse del doble efecto terapéutico, tanto para el cuerpo como para el espíritu, que aquel lugar produce en cada vista. Para el cuerpo, porque el ambiente natural en el que está enclavado el monasterio, supone una distensión muy beneficiosa como antídoto para éste nuestro modo de vivir no falto de complicaciones y de sobresaltos; y para el espíritu, porque el monasterio cuenta, entre algunos más de sus cometidos, el de ser un sanatorio también para los males del alma. Un auténtico remanso de paz, el lugar justo donde el ver, el estar, y sobre todo el sentir, producen la sensación de encontrarse a un solo paso de la presencia palpitante del Creador, como de hecho así lo es.
            Ha sido bastante más de una hora de camino. El monasterio de Buenfuente se encuentra en una suave ladera del Alto Tajo. Las sabinas, los pinos, las encinas, el matorral, algunas pequeñas parcelas de labor en terreno frío, completan el entorno de esta joya viviente, cuyo origen habría que buscar en los oscuros fondos de la Edad Media, y que, pese a las repetidas vicisitudes adversas: saqueos, desamortización, persecución en ciertos momentos del pasado, que llevaron al más lamentable estado de ruina a tantos más sin salir de los límites de la provincia, ahí está, como libro abierto y lámpara encendida, gracias al tesón y al comportamiento ejemplar de una serie muy concreta de nombres responsables, conocidos unos, anónimos los demás, que a lo largo de su historia -interesantísima, por cierto- han sentido la necesidad de sacarlo adelante para que pueda cumplir con los fines con los que se fundó, y con algunos más que hayan podido surgir y que surjan con los nuevos tiempos.

En el monasterio
            Apenas llegar me he dado cuenta de que no es éste el día más indicado para visitar el monasterio. Después he sabido el porqué. La plaza de Santa María, que es el verdadero centro de Buenafuente, está toda en silencio. Solo se escucha el rumor de la fuente que hay en mitad, y el débil rastreo de una escoba que barre. Llamo al timbre de un edificio nuevo que tengo junto a mí. Me abre una señora, no religiosa, vestida de blanco y con acento sudamericano a la que le pregunto qué posibilidades tengo de hablar con don Ángel. Me indica el camino para subir hasta su casa. Un hombre de color está barriendo las escaleras por las que tengo que subir.
        
    Don Ángel Moreno Sancho es sacerdote, vicario episcopal para los Institutos de Vida Consagrada en nuestra diócesis, autor de una importante serie de libros de espiritualidad, y alma del resurgir del monasterio, con quien hablaremos a lo largo del presente reportaje. Me recibe en su despacho, donde todo es un reflejo la ingente labor que realiza. La pantalla del ordenador está encendida. Hablamos tranquilamente, pero brevemente, porque hoy, por lo que veo, es un día muy singular en la vida del monasterio.
            - Sí; esta tarde, tendremos la profesión solemne de una hermana de la Orden del Cister, y por ahí todo el mundo, las hermanas sobre todo, deben de estar ocupadas en los preparativos.
            - ¿Cuántos años, don Ángel, al frente del monasterio?
            - Pues, cuarenta años. Desde 1969. Justamente los he cumplido este año, lo hemos celebrado con todos los amigos, y ha sido un momento muy emocionante, porque uno no se lo cree; y sin embargo, la verdad es que el lugar ya va dando testimonio de una historia larga.
            - ¿Qué es Buenafuente?
            - Buenafuente es un lugar abierto, donde se concentran diversas presencias, todas de alguna forma con dimensión eclesial. La raíz es el monasterio cisterciense, que está desde el siglo XII, plantado en esta altura del Alto Tajo; que tiene varios rasgos románicos en la primera construcción; después tiene otra dimensión más gótica, y finalmente es un gran caserón del XVII.
            - ¿Qué actividades de tipo eclesial, y ahora también de tipo social, son las que se llevan a cabo en el monasterio?
            - Sí; es una convocatoria cada año para muchas actividades, desde los momentos litúrgicos fuertes: Semana Santa, Pentecostés, Adviento, la Inmaculada, Ejercicios Espirituales durante todo el verano -cuatro meses-, encuentros con los amigos para una fiesta más cultural, servicio de peregrinaciones o de encuentros en Madrid para los amigos que residen en la capital… Y luego, toda la dimensión social que desde Buenafuente se hace para la comarca, con las Hermanas de la Caridad de Santa Ana; el servicio a los ancianos que ya no se valen por sí mismos. Se reconvirtió la asistencia en domicilio que se hacía antes, a una atención más permanente en el hogar de ancianos. También llevamos catorce parroquias de la comarca; un centro pastoral con cuatro sacerdotes que vivimos juntos. Tenemos, además, una presencia de voluntariado que nos hace posible mantener el lugar y la acogida.
            -¿A cuantos ancianos acogen?
            - Tenemos veinte plazas, no más, porque queremos que sea una familia. Son todos de los pueblos de la comarca. Si podemos subsistir, preferimos que nadie por desadaptación al terreno se pueda encontrar solo o aislado. Éste es un lugar que sólo los que viven la tierra lo disfrutan. Se conocen todos. Quien viene de cualquier pueblo los ve a todos, en un ambiente de familia que nos parece muy beneficioso.
       
La capilla románica
            Eran las doce de la mañana. Había venido a Buenafuente también con la intención de volver a ver la capilla románica de la Fuente Santa que da nombre al monasterio. No era el momento más indicado por razones ya dichas. Agradecí que una de las hermanas del Cister perdiese algunos minutos en atenderme y abrirme las puertas de la capilla; fue sólo un instante.
            - Si, claro, con mucho gusto. Mire, tenemos un acto muy importante hoy, y estamos preparando la comida para unas doscientas personas que van a venir, entre familiares y demás. Todavía tenemos que preparar un poco la capilla, porque el acto de hoy es de los más importantes que se dan en la vida del monasterio.

      
      Me había informado don Ángel de que la Orden del Cister tiene en España unos diez monasterios de monjes y unos cuarenta de religiosas. Esta Orden, conocida también como la de los Monjes Blancos, por el color de su hábito, la fundaron en el año 1098 un grupo de monjes benedictinos de la abadía francesa de Molesme; muy pronto se extendió por Europa, y así ha llegado hasta nosotros diez siglos después, como uno de los apoyos más antiguos y más importantes de la Iglesia durante todo ese tiempo, cuyo testimonio lo tenemos patente aquí, en este recogido lugar del Alto Tajo, donde se reza y se trabaja al amparo de la naturaleza.
            Entrar en la capilla románica es trasladarse en el tiempo, sin que para ello sea preciso hacer uso de la imaginación, a ocho siglos atrás. Las formas tardorrománicas de su cuidada arquitectura, con arreglo al estilo en uso de la época en la que se construyó; los retablos de florido barroco que engalanan los altares; el rumor constante de la fuente que mana dentro de la capilla, y de la que he tenido ocasión de beber en una jarrita de barro preparada con ese fin; el cofre que contiene los restos de las infantas doña Sancha -la fundadora- y de su hija doña Mafalda, nombres importantes en la historia del Señorío de Molina; el archivo de interesantes pergaminos, con sello de los reyes de Castilla, que ya conocía, pero que en esta ocasión no he podido volver a ver por falta de tiempo; todo ello en su conjunto bien merece un viaje a este lugar alejado de la capital, y en este caso un detalle de gratitud para las religiosas del monasterio, a las que públicamente quiero felicitar en este día tan especial para ellas y para toda la Orden, curtida por el roce de los siglos, pero fiel como siempre a su compromiso fundacional.
Quede así mismo constancia de que, aunque breve el tiempo que pasé en el monasterio, es de las visitas que se fijan en la memoria a perpetuidad.

(Fotografías: Vista general del monasterio, La Fuente Santa, y Capilla románica)

jueves, 19 de abril de 2012

EN LA ALFARERÍA DE EUSEBIO PARRA. PRIEGO 1982


       El viajero se ha puesto a curiosear en un muestrario de piezas de alfare­ría expuesto a los intereses del público en plena calle. No se ve nadie. Al rato se le acerca un señor muy atento, de poca estatura, vestido con la indumentaria de labor manchada de barro. El hombre pregunta que si deseaba alguna cosa, que si algo de lo que busco no aparece en la exposición puedo entrar al taller con toda confianza porque allí seguro que lo tienen.
       - La verdad -le digo- es que no vengo buscando nada en con­creto; pero, ya que es usted tan amable, sí que será un placer para mí el acompañarle un momento y, sobre todo, el verle traba­jar. Creo que sería la primera vez en que viera funcionar un torno de alfarería.
       El establecimiento, exposición permanente y taller de traba­jo, todo al mismo tiempo, está repleto de piezas artesanales de las más diversas formas y tamaños. Eusebio Parra, el alfarero, se ha puesto a modelar en el torno un juego de tazones para tomar gazpacho. Cuando termina se pone a sacar jarras con la misma facilidad que hiciera los tazones y que después hará los floreros de delicada ornamentación. Una señora y una chica joven, sentadas las dos en sillas bajas, ponen al baño y decoran las piezas que acaban de salir del torno. Son la esposa y la hija del alfarero.
       Sigo con atención los movimientos del barro que en las manos del artista va tomando forma en el periodo breve de unos cuantos segundos. Por un instan­te uno siente envidia; le gustaría poseer en sus manos la misma habilidad crea­dora que tiene Eusebio, a lo que el artífice le quita importancia.
       - No hay que ser ninguna eminencia para hacer esto. Un poco de vista y mucho oficio es lo que hace falta. Muchas horas y muchos días haciéndolo mal hasta que las cosas van saliendo como deben salir. Ahí está la ciencia.
       - Oiga: Estoy pensando que los hombre como usted no deberían morir nunca. Cuando usted no esté, todo esto se acabó.
       - No. Me parece que no va a ser así. Mi bisabuelo fue alfa­re­ro, mi abuelo también, mi padre y yo también lo hemos sido, y lo será mi hijo, si Dios quiere, que ahora está haciendo la mili. Bueno, he dicho que lo será, y ya lo es.
       - ¿Lleva usted muchos años haciendo girar el torno?
       - Pues sí, bastantes. Tengo sesenta; quite usted cinco o seis hasta que empezara a andar con el barro, pues los que quedan esos son. Eche la cuenta.
       - ¿De dónde le traen el material?
       - Lo que empleamos es de aquí, del término; lo mismo que siempre. Son tres tipos distintos de tierras los que se usan. Se amasan bien, se mezclan los tres y sale esto.
       El alfarero sigue la conversación sin dejar el trabajo. Cuando acaba una pieza, la separa del torno cortando el barro con un hilito muy fino de metal.
       ¿ Podría calcular, cien arriba o abajo las piezas que tiene aquí en este momento?
       - No -responde tajante-. Cualquiera sabe. Muchos miles, Y de piezas hechas en toda mi vida muchos millones. Abajo en el sótano hay bastantes más. Ahora le acompañaré a verlo.
       - ¿A dónde va a parar esto que hace ahora?
       El hombre se detiene a pensar un poquito. Al cabo del rato responde con unas sonrisa cargada de satisfacción.
       - Qué se yo adonde irá. A muchos lugares de España y del extranjero. También sale mucho fuera.
       - ¿Ah, sí?
       - Si que se llevan fuera, sí. De esta casa, por ejemplo, hay trabajos en Canadá, en Londres, en los Países Bajos, y qué se yo en cuantos sitios más. No hace mucho se llevaron un juego de platos decorativos, grandes, para el Presi­dente López Portillo de México. Y tantas cosas que uno desconoce cuál ha sido su des­tino final.
       - ¿Qué es lo que más trabajo le cuesta hacer?
       - Lo que más trabajo cuesta hacer es el torete típico de Cuenca, el Toro Ibérico. ¿No ve que lleva entre todo diecisiete piezas?, pues por eso cuesta bastante y se hace un poco pesado. Ahora bien, como es la cosa nuestra, los hacemos con gusto y en cualquier tamaño. Hasta de esos chiquititos de colgan­te.
       - Perdone que le haya salido tan preguntón ,pero es que de la alfarería creo que me interesa todo. ¿Los botijos blancos de qué barro salen?
       - De este mismo. Lo que pasa es que hacemos la masa con agua de sal, y por eso el barro sale más esponjoso, cambia de color y conserva el agua más fresca. No tiene mayor secreto.
       Al sótano, en donde está el almacén, me acompaña la esposa del alfarero que se llama Esperanza. Ella es la encargada de decorar las vasijas con un extraño caldo de colorines que también se saca del barro. Mari Carmen es la hija del matrimonio, tiene una cara muy bonita de chica formal, y trabaja con su madre dibu­jando florecitas y letras en los botijos, con una pintura llamada flor de tierra que va saliendo por el pico de un cucurucho de papel muy pare­cido al de los pasteleros. Mari Carmen maneja el sencillo artefacto con asom­brosa facilidad, masticando chicle.
       En el sótano me enseña la señora el gran arsenal de cachiva­ches, y me dice que los hay muy bonitos, pero que llevan encima mucho trabajo.
       - Sí -repite-, mucho trabajo, sobre todo la decoración, y luego el horno. Mire como ese plato que tiene ahí sobre la pared es el que se llevaron para el señor Presidente de Méjico. Más de un día me ha costado decorar cada uno.

     
  Arriba, la chica estaba retocando los últimos detalles de un jarroncillo ornamental, muy gracioso, con el que la casa tenía el gusto de obsequiar al visitante, y en el que Mari Carmen aca­baba de poner, con ese toque particular que tiene la caligrafía de los alfareros :"Alfarería de Eusebio Parra. Para José Serrano. Priego 6-7-82". En la cara posterior del jarroncillo había pinta­do un ramo con tres flores de color marrón, en dos tonos, y unas hojitas de azul pálido.
       - Es para usted. Para que lo guarde como recuerdo nuestro.
       - Muchas gracias. No sabes cuánto os lo agradezco. Lo pondré en casa en un lugar distinguido. ¿Sabes que me hace mucha ilu­sión?
       - No tiene importancia.
       El artesano continúa sin parar girando la rueda y sacando nuevas piezas que coloca, tiernas todavía, sobre una tabla que hay en el suelo.
       - Bonito oficio. Estoy lo que se dice maravillado de su trabajo.
       - Los versos ya lo dicen todo:

                   Oficio noble y bizarro,
                   entre todos el primero,
                   que de la industria del barro
                   Dios fue el primer alfarero
                   y el hombre el primer cacharro.

       - Muy bonito, ya ve usted.
       - Pues, para que se haga una idea de lo que fue este pueblo en la cosa del oficio, le diré que por el año mil seiscientos y pico, había aquí más de quinien­tos alfareros, y calculaban que en cualquiera de las veinticuatro horas del día, había más de cincuenta tornos funcionando sin parar. ¡Más de quinientos alfa­re­ros!, que se dice pronto.
       - ¿Y cuántos quedan ahora?
       - Nada más que tres o cuatro.
       Desde la explanada se deja ver un buena parte de la vega, envuelta en medio de la bochornosa neblina de la tarde. Un mucha­cho está cambiando de un sitio a otro los haces del mimbre pues­tos a secar. No lejos se alcanza a ver una torre reciente, hecha de piedra vista, redonda y con almenas como los castillos.

Del capítulo X de mi libro "Viaje a la Serranía de Cuenca"

domingo, 8 de abril de 2012

DESDE EL CASTILLO DE MOTOS

                                          
            Es sólo un decir lo del castillo de Motos. Consta que lo hubo, sí, y allí queda la plataforma y mirador que lo sostuvo, pero nadie lo recuerda. Es una historia horrenda la que se cuenta en torno a ese tosco otero molinés que tengo delante de los ojos cuando acabo de dejar atrás la villa de Alustante, una de las más importantes del Bajo Señorío, a las puertas misma de la Sierra del Tremedal que oscurece el horizonte a nuestra mano derecha, allá lejos, donde apenas se distingue como una mota blanca en medio de los montes, la ermita patronal de la Señora de estos campos, la Virgen del Tremedal, que con tanto calor veneran en la cercana villa de Orihuela, ya en tierras de Teruel.

         Sería preciso medir a metros la distancia para dar por seguro que éste, el de Motos, es el pueblo más alejado de la capital de provincia. Pudiera ser. El cuentakilómetros del coche ha superado, por muy pocos, por seis quiero recordar, la cifra de los doscientos, que ya es una distancia, desde que salí de casa poco después de aparecido el sol por los campos de la Alcarria. Han transcurrido casi tres horas y me encuentro a los pies del cerro de Motos. Una antena, un edificio ínfimo que bien pudiera ser el depósito de aguas, y el tejado de una ermita, apenas se distinguen sobre el cerro desde abajo. Uno se acerca hasta él afectado en el ánimo -no sé si es ese el justo decir de lo que uno siente- por el recuerdo histórico de aquel malvado personaje que anduvo por aquí durante el último cuarto, más o menos, del siglo XV, y del que todavía se advierte en el paisaje el soplo de su memoria.
            Un pairón pintado de blanco advierte al entrar que estamos en tierras de Molina. Poco más adelante otro segundo pairón, pintado de blanco y de negro a franjas horizontales, se alza a la vera del camino, frente por frente de la lagunilla y de la fuente vieja. Es un pairón extraño que se sale de los cánones que, aun dentro de su variedad, rigen esta clase de monumentos tan propios de la tierra en que nos encontramos. Tiene un primera hornacina con cristal y objetos de adorno en su interior, bajo un nombre de barón escrito al fondo: J.Antonio López Martínez. En la hornacina de más arriba, también protegida con cristal, quiere distinguirse, malamente, una pequeña imagen de San José con el Niño en los brazos. Si no es nuevo este pairón, si que tiene todo el aspecto de serlo.
            Enseguida se llega a la plaza. Hay una fuente en mitad con el correspondiente pilón delante de ella. La fuente de la plaza se construyó en 1940. Y a un lado y al otro las calles más destacadas del pueblo, entre las que se distinguen viviendas viejas y nuevas a la par, portadas en arco con siglos sobre su piedra de cantería, almacenes y apriscos de ganado en las afueras donde se sienten faenar los agricultores, y sobre todo ello el recio corpachón de la iglesia parroquial de San Pedro Apóstol, con doble arco de entrada, y la augusta portona de artística clavetería presidiendo el atrio; un atrio que, curiosamente, queda por debajo del nivel general del suelo y al que se llega por unas escaleras de piedra después de cada arco. El campanario, lo mismo que la iglesia en su interior, tiene una solemnidad destacable, que nos invita a pensar en lo que el pueblo fue por aquellos siglos memorables para las tierras del Señorío, que más o menos vienen a coincidir con las décadas diecisiete y diecio­cho, como bien dejan claro las iglesias, las casonas y los palacetes que todavía podemos admirar, maltrechos tantos de ellos, en una buena parte de los pueblos del entorno.
            Buscando el lugar preciso sobre el que se alzó en su día el mítico castillo del Caballero de Motos, uno escala, ladera arriba desde la barbacana de la iglesia, el cerro que el pueblo tiene a las puestas del sol. La visión es magnífica desde aquella atalaya. Kilómetros de campo a la redonda: tierras de labor, vegas fértiles, parameras inhóspitas, serrezuelas de pinar en la distancia, son todo un regalo para los ojos. A mediodía asoma la extensa pinada del Tremedal, en una panorámica más completa de lo que habíamos visto desde abajo; las vegas fecundas del Rubial y de Santa María, los llanos de mies de los que vivió el pueblo, más al norte. Y al pie el pueblo de Motos en imagen total, con sus tres o cuatro barrios puestos al descubierto, sus plazuelas chiquitas y sus calles cortas. Sube hasta nosotros el ruido de los tractores que bregan en la besana, el cantar de los gallos, el ladrido de los perros, las esquilas de un rebaño de ovejas que pasta en la explanada..., y en la imaginación del viajero, un esfuerzo más por reconstruir sobre el altillo en donde clavó sus cimientos, la fortaleza que hace quinientos años debió levantarse sobre el mismo pedestal de peña y tierra que ahora nos sostiene, olimpo de paz sobre sierras y páramos con el pueblecito de Motos a la caída, modelo de orden y de sosiego.
            Aquí tuvo su cuartel general, pernicioso centro de operacio­nes sobre toda la comarca, el mal llamado Caballero de Motos, don Beltrán de Oreja de nombre, natural de Hita. Las cónicas dicen de él que, ajustado como oficial por el Común de Molina, el "ilustre caballero" se dedicó al pillaje abiertamente, levantó su propio castillo y montó su personal ejército con todos los desalmados y maleantes que pudo reclutar. Sembró el pánico más atroz por toda la comarca imponiendo su ley, hasta que logró con malas artes enriquecerse a costa de los honrados moradores de aquella sierra, a los que solía intimidar hasta hacerse dueño de sus posesiones o del producto de sus campos. Muchas de las casas fuertes de aquellos pueblos, dicen que se construyeron para protegerse de la garra impía del "Caballero", quien, con el apelativo de Alvaro de Hita, impuesto por él mismo para burlar la ley, pasó a la historia, luego a la leyenda y después al olvido. El castillo, para que de tan "admirable huésped" no quedase ni señal, fue mandado destruir años más tarde por los Reyes Católicos.
            Situada en lo más alto del cerro recibe ahora todos los vientos del páramo la ermita de San Fabián y San Sebastián, tal reza escrito en un azulejo sobre la puerta nueva de la ermita. A la caída, el cementerio de Motos, ligeramente en la ladera, tapiado de piedras, donde las cruces blancas en hileras super­puestas aguardan, silenciosas y pacientes, el toque de clarín al final de los tiempos. Se asegura el augusto camposanto con una artística puerta de hierro forjado bajo arco de piedra; otro más de los recuerdos de Motos que se quedaron para siempre prendidos en las celdillas de la memoria.
En las fotografías: Vista parcial del pueblo de Motos desde el cerro del Castillo, y portada del cementerio sobre el mismo lugar)