sábado, 26 de junio de 2010

EN LA PATRIA CHICA DEL GUITARRISTA SEGUNDO PASTOR


La idea de volver a Poveda permanece viva en el ánimo de quien ha conocido el pueblo en otra ocasión. Poveda de la Sierra, allá por las enormes calderas del caolín en el Alto Tajo, tiene el encanto de lo lejano, con el tanto a su favor de estar enclavado junto a unos parajes abruptos, de piedra y de vegetación diseñados por manos de artista, anuncio de todos los embrujos y bendiciones de la Serranía de Cuenca de la que toma parte. A Poveda como a la romana Fuente de Trevi es preciso volver bajo promesa.
Conocí este pueblo de Guadalajara en la primavera del año ochenta y tres. Durante la visita me acompañó por calles y alrededores don Gabriel Rubio, un hombre cabal, de espíritu abierto y buen conocedor de personas, campos y rincones. Doce años más tarde volví a pasar por allí y ya no pude verlo, fue una lástima. Hace unas semanas volvió a presentarse la ocasión, amaneció el día oportuno, y con todos los elementos a favor, incluso el estado de ánimo que siempre cuenta a la hora de emprender un viaje largo, me eché al camino para cubrir en una grata mañana del mes de junio los ciento ochenta kilómetros, más o menos, que nos separan de aquella villa serrana. Un viaje que de verdad les recomiendo.
Las carreteras han mejorado mucho por toda aquella sierra. Nada tienen que ver con las que pisamos años atrás. Han abierto un camino cómodo para llegar hasta Beteta, al Solán de Cabras y al mítico corazón de la serranía conquense, paraíso estival que valencianos y catalanes descubrieron hace ya tiempo para su uso y disfrute mientras que nosotros, los que vivimos aquí, los de tierra adentro, despreciamos quizás por tenerlo a cuatro pasos a cambio de unos días de sol tórrido, de arenas infectas que abrasan las plantas de los pies, en las playas del Mediterráneo. Simple cuestión de gustos.
Las montañas que rodean al pueblo aparecen tapizadas de boj, o de buje que dicen por allí, de roble y de matorral. Para entrar al pueblo hay que apartarse de la carretera principal que sigue hacia Cueva del Hierro. Una ermita maltrecha en las afueras nos deja en una placita donde hay una especie de hospedería muy bien dispuesta que atiende una señorita de nombre Katy Molina. Frente al pueblo quedan los cortes espectaculares de las canteras del caolín que tajan el monte como cortadas a cuchillo. Las montañas que rodean al pueblo son la cumbre de Santa María y el Majadal, la Cruz de Gil y la Peña del Grajo. Los camiones cargados de arcilla blanca salen de las canteras por caminos polvorientos.
Las calles en cuesta son una de las enseñas del pueblo; otra podría ser la escasa veguilla que hay en las afueras por las que pasa un arroyo que no tiene nombre, el barrio donde hace muchos años –sólo los más viejos lo recuerdan– estuvo el molino de los Pastores, familia de la que uno de sus miembros nacido allí fue el eminente guitarrista Segundo Pastor, uno de los nombres más sonoros y meritorios, y a mi parecer menos reconocidos de la tierra de Guadalajara. En la Calle Real, que va paralela a la vega del arroyo y abarca a todo el pueblo de principio a fin, hay una fuente de agua riquísima que mana por dos chorros; los caños salen de la boca de unos faunos de piedra en relieve pegados al muro. La misma fuente de la Calle Real la encontraremos arriba, en el centro de la Plaza Mayor, del mismo tamaño y forma.
Por callejuelas pinas, en las que todavía pueden verse nostálgicas casitas serranas con galerías de palitroque y tejadillos en ángulo cubriendo las puertas de entrada, se llega al atrio de la iglesia situada en el alto. La iglesia de San Pedro de Poveda es de origen medieval, como nos demuestra su portada románica con ocho o nueve siglos de antigüedad, si bien todo apunta a que en el siglo XVII fue reedificada, así se lee en una fecha marcada sobre la piedra de una de las ventanas que miran al atrio. No la he visto por dentro en este último viaje, pero recuerdo de otra visita anterior que era una iglesia desnuda, desprovista del magnífico retablo que tuvo antes del cruel desmantelamiento del que fue víctima como otras tantas en el año treinta y seis.
La Plaza Mayor cae a cuatro pasos de la iglesia. Me indica el camino desde el atrio de la iglesia un señor muy simpático, cumplido en edad y comedido en carnes, que se llama Eduardo Taulero, quien me habló de los cientos y miles de camiones de caolín que llevan sacados de las canteras, y de las buenas carreteras que tienen ahora para ir a los pueblos vecinos, sobre todo a los de la provincia de Cuenca.
- Como Beteta, por ejemplo –le digo.
- Sí señor. Beteta, arrópate la chaqueta –me contesta.
Al andar, un poco sin rumbo, por las calles de Poveda, uno piensa que en cualquiera de ellas pudo haber nacido hacia la mitad del siglo XVII otro hombre ilustre, considerado como conquense –como así lo fue el pueblo hasta la reestructuración de 1835–, don Pablo Arias Templado, personaje de “rigurosa autoridad” que llegó a ostentar en su tiempo el cargo de alcalde de Sevilla.
La Plaza Mayor está huérfana de sombras si tenemos en cuenta las del olmo que hubo que cortar por viejo, por enfermo, y porque algún desaprensivo hizo fuego arriba sobre sus cruces. Los olmos concejiles en las plazas de los pueblos dejan cuando desaparecen una memoria más duradera que el recuerdo de las personas. Un vendedor ambulante tiene extendido su establecimiento en mitad de la plaza. La fuente de arriba, gemela de la que acabamos de ver en la Calle Real, corre abundante por sus dos caños mientras que el sol de las doce y media cae de plano sobre las casas y sobre las gentes. Los camiones del caolín salen del tajo en la montaña, uno tras otro, con su cargamento de tierra blanca.
(Guadalajara, 2004)

miércoles, 16 de junio de 2010

POR LA ROMA IMPERIAL DE PIEDRA EN PIEDRA



Son piedras nada más, algunas monedas, y un puñado de textos escritos por sus filósofos y literatos, es lo que ha llegado hasta nosotros del más importante imperio de la antigüedad en Occidente, y del cual nuestro país fue provincia destacada. Es de Roma y de su imperio a quien nos referimos.
Deseo que mi trabajo de hoy sea a manera de invitación a nuestros lectores para que visiten cualquiera de las tres ciudades romanas que la provincia de Cuenca guarda como preciosas reliquias de la antigüedad incrustadas en su propia piel, naturalmente que en estado de ruina, o de hallazgo por mejor decir. Segóbriga, Valeria y Ercávica, son cada una de ellas. Todas, sin distinciones ni preferencias, merecen especial tratamiento por lo que son, y sobre todo por lo que fueron. Cualquiera de las tres posee mérito bastante para ser contada y descrita en cientos de páginas como ésta; pero no se trata de un estudio profundo sobre esas ciudades lo que estamos dispuestos a traer aquí –tampoco contaríamos con datos suficientes para hacerlo-, ni aún siquiera somero; sólo se pretende llevar al conocimiento de quien leyere una visión ligera y muy escueta acerca de la huella que la Roma dominadora dejó entre nosotros, a manera de detonante o motivo remoto que les ponga en condiciones de pasarse por aquellos históricos lugares precisamente ahora cuando los días duran más y el tiempo lo permite
No sé a cuál de las tres debiera aconsejar la visita en primer lugar; quizás a Segóbriga por considerar que es la que ofrece de cara al visitante más motivos de interés. No es nada difícil llegar hasta allí. Se encuentra a poco más de un kilómetro de distancia de la antigua Nacional III, ahora Autovía de Levante, junto al pueblo de Saelices.

Un anfiteatro, un circo y unas termas, pueden verse al descubierto en aquella Segóbriga perdida en los más lejanos rincones de la Historia, y a la que Plinio llamó Caput Celtiberiae (Cabeza de la Celtiberia). Monumentos perfectamente reconocibles, cuyas piedras todo hace pensar que salieron de unas canteras próximas que hay al otro lado del río Gigüela, proveedoras a la vez de los materiales que fueron precisos para la construcción de un templo dedicado a la diosa Diana, personaje mitológico en unas tierras donde la caza siempre debió de contar como apoyo para la supervivencia. Por la ciudad de Segóbriga pasó la calzada romana que iba desde Complutum (Alcalá de Henares) a Cartagonova (Caretagena), y allí, junto a sus ruinas, tapado por tierra de muchos siglos, apareció el único ejemplar de diosa Roma hallado en España, y que ahora puede verse en el Museo Arqueológico de Cuenca. Una lección y un recuerdo: Segóbriga, para ser vista y estudiada; también, como en todas las demás, para ser descubierta hasta la última piedra, hasta que lo último de su contenido en piezas de arte o en utensilios, que procedentes de la Hispania romana salgan a la luz. No debemos olvidar que en esas viejas piezas de museo se esconde en una buena parte el origen de nuestra civilización.

Valeria
Desde la ciudad de Cuenca, pasando por las villas de Arcas y Tórtola, o desde la propia Segóbriga si es que se desea aprovechar el mismo viaje para las dos visitas, pasando por Cervera del Llano, Olivares y Valverde de Júcar, se llega en poco tiempo a las ruinas de Valeria, otra de nuestras importantes ciudades romanas, situada en un altozano por encima de la hoz del río Gritos. La abundancia de agua y el carácter autóctono de sus habitantes, resistentes a la romanización, son, con las piedras y los enseres descubiertos en las excavaciones, lo que hoy se conoce la Gran Valeria, donde, igual que en las otras dos ciudades romanas a las que en este trabajo nos referimos, fue sede episcopal durante los primeros siglos del Cristianismo. En lo que queda del foro se han encontrado importantes restos del Ninfeo, una fuente grandiosa adornada con todo lujo. Un acueducto surtía los aljibes de extraordinaria capacidad, ahora a la vista. Varias de sus casas, algunas de ellas con los cimientos pegados a la vertical que se asoma a la hoz del Gritos, debieron de estar medio suspendidas entre la roca y el barranco, lo que nos lleva a pensar que Valeria pudo ser una ciudad estéticamente hermosa en tiempos del Imperio.

Ercávica
Y Ercávica para concluir. La ciudad de Ercávica se encontró al fin en tierras de la Alcarria Conquense, no lejos de la actual villa de Alocare, pero enclavada en el término municipal del pueblecito de Cañaveruelas, paraje próximo a los últimos remansos del pantano de Buendía.
En Ercávica uno puede encontrarse con baños y termas, como en las anteriores ciudades romanas, situados al sur de la ciudad; con la llamada por sus descubridores “casa del médico”, debido a que su último dueño, cirujano seguramente, disponía de una interesante bolsa de material clínico que veinte siglos después ha vuelto a salir a la luz. Todo lo que se sabe con respecto a esta importante ciudad del Imperio, hace pensar que fue Valerius Flacuus, pretor de la provincia Citerior de Hispania, el fundador de la ciudad de Ercávica adscrita al Conventus Caesaraugustanus, en tanto que las de Segóbriga y Valeria pertenecieron al Carthaginense. De entre los restos aparecidos en las excavaciones de esta histórica ciudad, se debe contar con un busto mediocre de Cesar; otro de Agripina, la madre de Nerón y mujer de Claudio; y, sobre todo, con un tercero, el más perfecto en su ejecución y el más bello de todos, cuya antigüedad se cifra en el siglo I y representa al Lucio Cesar niño, sobrino de Octavio Augusto, ahora expuesto al público en el Museo de Cuenca, como verdadera estrella de aquella importante exposición.
Y aquí ponemos el punto final. Conocer estas ciudades romanas en estado de ruina, es una manera útil y muy aconsejable de emplear el tiempo libre en cualquier fin de semana. La idea queda expuesta, es ahora el lector quien debe madurarla y decidirse a ponerla en práctica.

(La fotografía nos muestra un detalle de las ruinas de Ercávica)

martes, 8 de junio de 2010

CAMPANARIOS DE LA ALCARRIA


Las tierra de Guadalajara y Cuenca merecen una visita, no sólo por el placer de conocerlas, que ya sería bastante razón, sino por el de gozar de ellas en cualquiera de sus comarcas más significativas. En las tierras de Guadalajara sólo es preciso señalar en el mapa al azar una superficie no mayor de diez o de quince kilóme­tros a lo largo y a lo ancho, para encontrarse, cuando menos, con un motivo de interés donde emplear el día.
No hace mucho anduve por aquellos paisajes de olivar que entre las dos Alcarrias dibuja la llamada Hoya del Infantado. Son cuatro o seis villas interesantísimas las que asientan por aquellas latitudes, merecedoras cada una de ellas de una particular atención, de un tiempo y un espacio del que ahora aquí no disponemos. La Historia dejó señal bien visible por todos aque­llos pueblos a partir del siglo XIII, sin que haya cesado de ocuparse de ellos, por una o por cualquier otra razón, en tiempos más cercanos a los nuestros: escudos heráldicos sobre la pátina de los viejos caserones, portadas de iglesias que son toda una lección en piedra de los dos principales estilos arquitectónicos que nos dejó el Medie­vo, costumbres ancestrales, leyendas increíbles, fiestas de profunda raíz, campanarios suntuosos... Estos, los campanarios en los pueblos de la Hoya me han llamado atención poderosamente. Creo no desmerecer a nadie si aseguro que, en una distancia muy corta del uno al otro, allí avecinan los tres campanarios más vistosos, más artísticos, más grandiosos y elegantes, no sólo de las tierras de la Alcarria, sino de ambas provincias en su conjunto, Guadala­jara y Cuenca, que allí se dan la mano desde una y a otra ribera del río Guadiela.

En la Alcarria de Guadalajara
La torre campanario de Alcocer será la primera que nos salga al paso apenas haber iniciado la ruta. Sirve de remate a una iglesia inmensa, a una iglesia antigua con pretensiones de catedral, que muestra en ventanales y portadas la línea característica del arte románico y del gótico a la vez, como escaparate y como documento de lo que la villa fue allá por los tiempos del rey Sabio, Alfonso X de Castilla, cuya amante doña Mayor, fue señora de la villa, y allí se guardaron sus restos hasta época relativamente reciente en que fueron profanados y hechos desapare­cer. El campanario destaca en la mañana sobre el plano de la Hoya, y sobre los reflejos cristalinos del agua del embalse. Es monumento nacional la torre de Alcocer con la iglesia en su conjunto desde hace más de medios siglo. Posee un artístico pináculo, reconstruido recientemente gracias al esfuerzo, casi siempre personal, de su párroco don Chencho. En el campanario se distinguen aspilleras, arquillos ojivales, pequeños venta­nales góticos con parteluz, y una linterna como remate que ensalza todavía más su elegante estampa.
No lejos, y a través de Millana, otra de las villas señeras a las que antes me he querido referir, queda Escamilla. El pueblo de Escamilla, más pequeño que Alcocer, se anuncia en la distancia por el vástago erguido de su torre, rematada por un curioso monigote de metal que brilla con el sol y gira sobre un eje a merced de los vientos. Lo conocen en el pueblo por la Giral­da, como a la famosa veleta de la catedral de Sevilla, y como a la que en el propia Escamilla hubo en ese mismo lugar antes de que el ímpetu destruc­tor de una nube cargada de electricidad, hace más de treinta años, acabase con ella. Dicen que la torre como proyecto se debe al genio arquitectónico de Ventura Rodríguez, todo un lujo, como lujo es para todas las tierras de la Alcarria el verse presididas desde el altiplano de Escamilla por aquel irrepetible milagro de la piedra convertida en visible exposición de arte permanente.

En la Alcarria de Cuenca
Pero salgamos de Escamilla después de haber subido, pueblo arriba, hasta lo que todavía queda de su antigua forta­leza, así mismo de ser tenida en cuenta. Viajamos ahora por las solitarias carreteras de la Hoya del Infantado con dirección a Valdeolivas. Como entre las dos villas anteriores, Millana y Escamilla, la distancia es corta hasta Valdeolivas, apenas un entrar y salir como jugando con la línea fronteriza entre ambas provincias.
Valdeolivas es un pueblo industrial (aceite y miel son los dos productos de los que el pueblo se honra). Un pueblo antiguo, pero elegante; malheri­do por el vendaval de la emigración como todos los pueblos, pero cuidado con mimo por los pocos que se quedaron allí y por los que marcharon a vivir fuera y que gustan regresar al sitio de su raíz cuando el tiempo y sus ocupaciones se lo permiten. Unos molinos de viento del siglo XVIII, dos plazas hermosas, y un campanario único, son las notas que lo distinguen. Las porta­das de piedra en arco, las casonas de corte señorial, y los escudos heráldicos de hidalgas familias, son el ingrediente común de Valdeolivas con las demás villas de su rango. Sobre el presbiterio de la iglesia, posee un Pantocrátor monumental, sorprendente, único, con tetramorfos en los extremos, que por sí solo merece una visita.
Más refirámonos al campanario de su iglesia de la Asun­ción, que es lo que de manera muy especial nos llevó al pueblo en aquel momen­to. La torre se levanta sobre cinco cuerpos, y se corona con triples parejas de vanos superpuestos en el campa­nario. El aspecto de la torre es magnífico, sin duda una muestra simpar de la arquitectura tardorrománica de la comarca alcarreña; obra del siglo XIII como lo es la pintura del Cristo bendicien­do, antes anunciada, que se luce por encima del altar mayor, lo que convierte a Valdeolivas en una reliquia muy a tener en cuenta dentro del catálogo artístico medieval de Castilla en toda su extensión.
Y la ruta concluye. Es posible que a los visitantes de Guadalajara, de Cuenca o de Madrid, les sobre tiempo en un día de primavera o de verano para recorrerla, para conocerla, para disfrutar de ella, incluso para plantearse una futura excursión, en fecha más o menos cercana, a las ruinas de la ciudad romana de Ercávica, que esta Ruta de los Campanarios tienen desde allí a cuatro pasos, en el término municipal de Cañaveruelas, a tiro de piedra o poco más de las aguas del pantano de Buendía, al otro lado del río.

(En la imagen: campanario de Escamilla, según proyecto de Ventura Rodríguez)