sábado, 28 de enero de 2012

POR LA RUTA DEL ARCIPRESTE

       
            Una obra literaria famosa y una tierra afín con lo que en ella se dice, reclaman después de muchos siglos su derecho a permanecer unidas. Texto y escenario, palabra y medio físico que la inspira, vuelven a converger como partes de un todo en el que ninguna de las dos es accesoria, sino principales y fundamentales cada una de ellas. Seguros podemos estar de que la obra de Cervantes no hubiera sido lo que es de no haber existido la inmensa llanura manchega, con sus ventas y mesones, con sus campesinas rudas y sus claras noches de luna donde velar las armas en corralones de blanco tapial que en la mente de un perturbado son capaces de semejar castillos. A falta de cerros ásperos, de regatos fríos y cantarines, de praderas de pastizal, de comadres pueblerinas y de pastoras enamoradizas, la obra de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, no hubiera tenido ajuste posible en el espacio ni en el tiempo. La Mancha se hizo para “El Quijote” y viceversa, y las sierras del Macizo para “El Libro de Buen Amor” sin otra alternativa posible.
            Es un poco jugar con la ventura, cuando por el texto de una obra escrita se intenta señalar, paso a paso, un escenario para su argumento; pero, cuando la obra en cuestión aporta algún que otro nombre propio, o detalles más o menos concretos acerca del paisaje, de la historia, del costumbrismo, de la gastronomía o de las formas de ser y de vivir, es posible, en buena lógica y sin mucho margen para el error, establecer una ruta que cuadre en la trama argumental de la obra escrita como cuadran las diferentes piezas de un puzle no excesivamente complicado. En uno y otro caso, en El Quijote de Cervantes y en El Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita, es posible jugar partiendo de estas premisas.
            Hace ya bastante tiempo, la Asociación Castellano-Manchega de Periodistas y Escritores de Turismo, con la participación destacada de otros miembros pertenecientes a las de Madrid y Castilla-León, nos reunimos en Guadalajara en dos interesantes jornadas de trabajo para reavivar el recuerdo del Arcipreste y marcar sobre el terreno, sobre nuestro terreno, la ruta correspondiente a sus andanzas literarias por tierras de Castilla, según se deja ver en su obra memorable. ¿Con qué fin? Pues, primero, para evocar su memoria y poner en el lugar debido su obra poética, como representativa, nada menos, que de un siglo completo de literatura castellana en periodo de evolución; segundo, para invitar al mundo de hoy -sobre todo al más cercano, a nosotros mismos- a conocer esos lugares, donde a la sombra de tan importante poeta es posible encontrarse con reminiscencias siempre interesantes del pasado, tanto del pasado medieval que él conoció, como del posterior Renacimiento que, así mismo, por aquellos senderos a campo abierto dejó su valiosa huella.
            De las tres provincias (Guadalajara, Madrid y Segovia) que integran el escenario completo de la Ruta del Arcipreste, a la de Guadalajara, aparte de la capital, que para algunos es la ciudad natal de autor tan importante, corresponden como lugares destacados los siguientes:

            El monasterio benedictino de Sopetrán con la Fuente Santa, en las inmediaciones de Torre del Burgo y en plena vega del Badiel, para el que existe un proyecto pretencioso de mejoras a medio o a largo plazo, podría ser el inicio de esa ruta histórica, paisajística y cultural, que hoy ofrecimos a nuestros lectores, y que como tantas más posibles dentro de la provincia, la tenemos ahí, a cuatro pasos de nosotros para gozar de ella.
            La villa de Hita; por supuesto el lugar clave, el más emblemático y principal de toda la Ruta, cae a poco más de un tiro de piedra del antiguo cenobio de Sopetrán. Al pie de su cerro cónico quedan en ruina las arcadas memorables de antiguas iglesias, fragmentos de muralla de la vieja Fita que conquistó Alvar Fáñez y de la que se da cuenta en el Poema de Mío Cid, el moderno palenque en donde cada mes de julio tienen lugar los torneos y desfiles medievales de su ya famoso festival que organiza y dirige el profesor Criado. En el ambiente, búsquese o no, por las cuestudas calles de Hita se advierte como perdidos en el éter la complicada personalidad y el espíritu del famoso clérigo.
            Cogolludo después. Cogolludo es por sí solo un escaparate completo de motivos que bien vale la pena conocer. Motivos históricos, arquitectónicos, paisajísticos, gastronómicos, en fin, a los que dedicar algunas horas con la seguridad de que nunca serán tiempo perdido. El pueblo va tomando forma sobre la ladera sur de una colina que remata con las torres de San Pedro y de Santa María, no lejos de las ruinas del viejo castillo. El palacio de los señores duques de Medinaceli, como fondo majestuoso a la Plaza Mayor, es la gran enseña de Cogolludo; se trata de una de las muestras más estimables del renacimiento español, con detalles concretos en su ornamentación referentes al amanecer del Nuevo Mundo. Y el cabrito asado, la estrella de la gastronomía autóctona que jamás defraudó a paladar alguno, y que a decir de los que viven allí, acarrea más turistas al pueblo que entre los demás encantos de la villa, todos juntos. En una nave lateral de la iglesia de Santa María, ofrece Cogolludo la oportunidad de admirar uno de los mejores cuadros del Españoleto, "El Expolio", regalo de compromiso a la iglesia de parte de sus señores duques, por tradición "El capón de palacio" según la leyenda, que fue robado una noche de invierno y recuperado felizmente algún tiempo después.
            Y Tamajón más metido dentro de la sierra. El rey Felipe II quiso levantar en los llanos de Tamajón el monasterio, palacio y panteón real, que definitivamente se llevó a las sierras de Madrid. Ello puede dar idea de lo apacible y atractivo que es el paraje. En las afueras de Tamajón queda la ermita de la Virgen de Los Enebrales, al lado de los enebros y de las piedras a las que las aguas y los vientos dieron formas extrañas.
            Cerca de Tamajón, Retiendas, y a escasa distancia del pueblo por camino no en las mejores condiciones, las ruinas venerables de otro viejo monasterio benedictino, el de Bonaval, junto a las corrientes del Jarama. Aparte del recuerdo y de los retazos de historia verdadera que todavía perduran en torno al antiguo monasterio, pueden contemplarse aún las formas tardorrománicas de la portada, milagrosamente en aceptable estado, y los estirados ventanales del siglo XIII que preludian el arte ojival que se extendería por Europa poco más tarde.
            Algo más abajo Beleña de Sorbe. El pueblecito de Beleña ha vuelto a renacer de sus cenizas como el ave Fénix. En los barrancos de Beleña hay un sólido puente románico que cruza el paso del río; pero más interesante y original es todavía el mensario que adorna, dentro del atrio de la pequeña iglesia de San Miguel, el arco fantástico de su portada románica. Las labores propias de cada uno de los meses del año en el ambiente rural de hace más de ocho siglos, están todas allí representadas en magníficos relieves, bien conservados, y que se nos antoja debió ver muchas veces con sus propios ojos el propio Arcipreste de Hita.
            Y más al sur, rayando a tiro de piedra con la provincia de Madrid, la villa de Uceda. En Uceda conviene visitar la iglesia de finales del XVIII que mandó construir el cardenal Lorenzana; pero, sobre todo, las ruinas en pleno mirador de la primitiva iglesia de finales del siglo XVIII que mandó construir el Cardenal Lorenzana; pero, sobre todo, las ruinas en pleno mirador de la primitiva iglesia románica de Nuestra Señora de la Varga, con su triple ábside convertido en cementerio, que guarda bajo sus arqueadas formas los cuerpos muertos de las buenas gentes del lugar desde que alguien decidió que aquello no servía para otra cosa. Abajo el fabuloso espectáculo de la vega del Jarama, con la villa de Torrelaguna en mitad, que es buen sendero a seguir de la Ruta del Arcipreste, pero ya en la provincia de Madrid. 

(En la fotografía, aspecto actual de la hustórica villa de Hita) 

viernes, 20 de enero de 2012

UN PUEBLO DE LA MANCHA: EL PICAZO


La Manchuela es una subcomarca natural que se extiende por una buena parte de las provincias de Albacete y Cuenca, estando integrada en la Mancha total que inmortalizó Cervantes. Tierra de viejos hidalgos, cuya presencia se mantiene al cabo de los siglos en un sinfín de casonas-palacio, timbradas con elegantes escudos heráldicos que ennoblecen sus fachadas.
            El Picazo es uno de los pueblos situados en el corazón de la Manchuela Conquense donde se dan todas esas características comunes, y algunas otras propiciadas por su situación junto al río que lo hacen diferente. El hecho de tener a su orilla el Júcar lo enriquece con matices y con particularidades propias, como pudiera ser que a lo largo de su historia muchos de los vecinos hayan podido vivir del producto de sus huertas.
            El pueblo ocupa el centro de una llanura en plena vega, y se anuncia en sus proximidades con un importante retazo de pinadas manchegas, de viñedos, de campos de olivar y densas arboledas en ambas márgenes del río, junto a las que todavía pueden verse, como en las pinturas de los impresionistas franceses, las ruinas de algún viejo molino, a manera de documento de un pasado todavía reciente.
            Al andar por las calles de El Picazo uno se va encontrando a cada paso con casonas que nos hablan de la hegemonía que ejercieron sus dueños sobre el resto de la población durante los siglos del XVI al XIX, y como muestra de todas ellas ahí queda el solemne edificio de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, del siglo XVI, o los palacios de D. Diego y D. Mateo de Villanueva, ambos del siglo XVII; el de D. Juan Hidalgo Carrillo, del XVI; o el de los Ruiz de Monsalve, como fondo a una placita ajardinada con su correspondiente monumento y fuente en mitad.
            Se trata de un pueblo próspero, que sostine su índice de población en torno a los 800 habitantes y vive de su trabajo. Existen algunas industrias, y para los amigos del reposo, amantes del sosiego después de una jornada de lucha por la vida, o por simple placer, mantiene El Picazo entre otros establecimientos y servicios, una terraza envidiable a la vera del río, que no tengo por menos que recomendar. Le llaman “La Pradera”, y cuenta con un buen servicio de bar y exquisitas tapas, que ayudan a dulcificar el ánimo en las tortuosas tardes de calor, tan propias de los estíos en la llanura manchega, y con una panorámica gratificante en torno suyo como la que aparece en la fotografía, que de verdad te invito a conocer y a gozar de ella si tienes ocasión. Estamos en La Mancha, amigo lector, la más universal de las tierras de España.     

martes, 10 de enero de 2012

EN EL X ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE C.J.C.


La relación de la comarca alcarreña con Camilo José Cela es bien conocida. En cualquier tiempo y lugar, siempre que se hable o se escriba de la obra de nuestro Premio Nobel, habrá que hacer referencia a la Alcarria como escenario que fue de una de sus obras más celebradas con la que, de la mano del “Pascual Duarte”, aquel ilustre gallego entró con buen pie en el Olimpo de los triunfadores.

            Ignoro si a su muerte -doloroso acontecimiento para las letras españolas, cuyo X aniversario se cumple el próximo día 17- don Camilo dejó pendiente alguna cuenta sin saldar con Guadalajara, aunque sospecho que no; pero de lo que tengo absoluta certeza es de que la Alcarria, y Guadalajara toda, tienen contraído con él un compromiso de gratitud sin límites. Una buena parte de la notoriedad que estas tierras puedan tener más allá de nuestras fronteras, se debe a su “Viaje a la Alcarria”. Que nadie lo dude.

            Estamos a escasas fechas de la efeméride. Camilo José Cela, que entró en esta provincia aconsejado por la sospecha de que la Alcarria sería la comarca ideal para su proyecto literario, en una época difícil de nuestra historia (junio de 1946); vivió con nosotros en calidad de vecino durante varios años, cuando su nombre ya era conocido dentro y fuera de nuestro país y había escrito la mayor parte de la obra que nos dejó en herencia. Aquí vivió, y residiendo en la urbanización “El Clavín” recibió la noticia de haberle distinguido la Academia Sueca con el más alto galardón con que el mundo premia a los mejores, a sólo unos pocos; aquí sentó plaza como un vecino más, habitando en su propia casa extramuros de la ciudad, al lado del Henares, y de aquí se marchó cuando su estado de salud aconsejó que lo hiciese.

            Han pasado diez años y la popularidad del autor se ha ido desvaneciendo de manera increíble e injustificada. También entre nosotros. Apenas se habla y se escribe de él. “Sic transit gloria mundi” -la más cruel de todas las leyes a las que estamos sujetos los mortales. La admiración por aquellos que anduvieron en vida bajo el signo de un destacado valor es efímera, queda por fortuna la huella que dejaron al partir, que en el caso de Cela es profunda, y como tal, universal y perpetua.

            Por cuanto al legado impresionante de nuestro autor, aunque no le faltan detractores, somos más los que nos sentimos honrados de ser sus contemporáneos; también de su personalidad y de su condición humana los que le tratamos alguna vez. Todos hemos aprendido algo de él, incluidos los que no fueron sus amigos; por lo que, justo es corresponderle como a él le gustaría: leyendo o releyendo algo de su obra. A nuestros lectores de acá les recomiendo el “Viaje a la Alcarria”, naturalmente, el primero de los dos. Es una joyita como de oro envejecido, producto de una pluma memorable y siempre actual.

(En la fotografía: con C.J.Cela meses antes de haberle concedido el Premio Nobel. Guadalajara, mayo de 1989)