domingo, 10 de enero de 2016

"LA MELODÍA DEL TIEMPO" José Luis Perales


Acabo de concluir la lectura de una novela que desde que supe de su aparición hice lo posible por adquirir. La he procurado seguir con la debida pausa sin escatimar el valor del tiempo. La novela se titula “La melodía del tiempo” y está escrita por un personaje excepcional, antiguo conocido y admirado autor con el que me une el doble vínculo del paisanaje y el de una antigua amistad. Su nombre es José Luis Perales, de cuya producción discográfica como cantautor soy incondicional desde aquellos años de “Celos de mi guitarra”, en los que ayudé a promocionar el disco por tierras de Valencia, hasta hoy que lo sigo siendo, además, por otros motivos. Después nos hemos vuelto a juntar alguna vez en Castejón, su pueblo, año 1973, al que pertenece la foto en la que aparece parte de su familia y de la mía;  en Cuenca en otra ocasión; y en Guadalajara con motivo del concierto que nos ofreció el “Día de la Región”, hace ya también bastantes años
         El contacto con otros miembros de su familia, a través del teléfono o de las redes sociales, es más frecuente, sobre todo con su hermana Alicia y familia, viuda de mi querido y recordado Carlos Ochando, compañero y amigo, memoria que el correr del tiempo sigue respetando.
         De la personalidad, del ingenio y de la calidad humana y profesional como compositor e intérprete de José Luis Perales, somos testigos dos generaciones de hispanohablantes. Del encanto de su música y del mensaje de las letras de sus canciones, nada podemos añadir que no sean palabras de elogio. Pero su incursión, inesperada por cierto, en el campo de la narrativa, no ha hecho otra cosa que agrandar y fortalecer aquel concepto que siempre tuve de él. Hace unos minutos, he dicho, acabo de leer “La melodía del tiempo”, la más larga -según él- de sus canciones; en ella nuestro autor se vuelca, en cuerpo y espíritu, en el vivir diario de un pueblo de Castilla (nunca he dudado que es el suyo) siguiendo el latido de los días y de los años, el ritmo vital, sencillo y entrañable, de tres generaciones, haciendo frente a la vida con sus realidades y con sus problemas; almas transparentes y diversas en un ambiente, para nosotros harto conocido -el de la Alcarria del Tajo y de los Pantanos- siempre a la vista desde Castejón, como mirador ideal hacia una dilatada panorámica de ambas provincias, Cuenca y Guadalajara, que el autor dibuja con su palabra e intenta disimular con el nombre de El Castro, su pueblo, que por situación pudo serlo en tiempos lejanísimos y es muy probable que lo llegaría a ser.
       
  El libro no es de los que se caen de las manos, como tantos actuales, sino más bien lo contrario; por mi parte he dedicado todo el tiempo necesario para internarme en él, no sólo leerlo, sino vivirlo, y emparejar pasajes y paisajes con tantas vivencias de las que fui testigo por aquellos mismos tiempos y en mi propio pueblo.
         Con relación a esto, me viene a la memoria la desilusión que me produjo cuando una “amable” lectora me aseguró, hace ya bastantes años, que se había leído de un tirón uno de mis primeros libros: el “Viaje a la Serranía de Cuenca”. Lo consideré un error. El primer libro de José Luis Perales se presta a meterse en situación, a vivirlo y a admirarlo, como todo lo que el hace y dice en sus canciones. En su lectura me he vuelto a encontrar con el talento, el ingenio y la sensibilidad, de lo que nos dice en tantas de sus inspiradas canciones. Amante de su tierra y perfecto conocedor del medio rural castellano, vivido en primera persona. Siempre con el corazón por delante, que para un escritor nunca es un defecto, sino una hermosa virtud.
         “La melodía del tiempo” lo ha editado Plaza y Janés y, como es de suponer, os recomiendo su lectura. Más a los que confiáis en la personalidad del autor y en el embrujo de las tierras y pueblos de la Alcarria. 

“La melodía del tiempo” concluye con el siguiente párrafo, que transcribo literalmente:
        
«De nuevo pasaron frente a la casa de sus padres. La casa donde sesenta y tantos años atrás, él, José Pedraza Salinas, había nacido, mientras la nieve, aquel día, cubría las calles y los tejados del pueblo.
         La conversación entre los dos amigos fue dando paso a los silencios. El paseo por El Castro no daba para más y ya lo habían recorrido todo calle por calle hasta el cementerio. Allí descansaban los cuerpos convertidos en polvo de sus padres, de sus abuelos y el resto de la familia. La puerta de hierro estaba abierta, pero José no quiso entrar. Allí no quedaba nada de los que tanto había querido. Era ya hora de marcharse, para posiblemente -dijo- no volver.
-¿Para no volver más? –preguntó Juan.
-Es posible –contestó José.
-¿Y tu casa? ¿Y el molino?
- Los fantasmas de los que vivieron entre esas paredes siguen ocupando su espacio.
-¿Los muertos? -Preguntó Juan.
- Sí, los muertos -respondió José. Ellos siguen ocupando su casa y su molino, y no seré yo quien los destierre del lugar que ellos eligieron para quedarse.»