lunes, 7 de marzo de 2016

EN LA CIUDAD ENCANTADA


       «En el mismo tenderete donde se sacan las entradas, me compro como recuerdo una postal que representa la toma de Cuenca en el año 1177 por el rey de Castilla Alfonso VIII. Delante de mí mar­cha un matrimonio joven, de simpá­tico acento andaluz, con un niño pequeñito, casi un bebé, colgado a la espalda. El niño al entrar va dormido como un bendito sobre los hombros de su padre. Poco más adelante hay un puesto hay un puesto curiosísimo, donde se venden fósiles originarios del Cretáceo y de otros tiempos ante­riores arrancados de los bancales de la sierra, piedrecitas de cuarzo cristalizado, manojos de té y bolsas de tila. La dueña sale del chamizo a la sombra en el que se esconde y se vuelve a entrar cada vez que los posibles clientes pasan de largo. A la altura de la primera de las piedras famosas, el Tormo Alto, co­mienzan a caer unas cuantas gotas finas que cesan inmediatamente. El Tormo Alto es quizás el ejemplar más representativo de todas las piedras de la Ciudad Encantada. Con él se abren las puertas de aquel insólito espectáculo de rocas trabajadas por la Natura­leza, y en su cima descansan, según dijo el poeta, los huesos convertidos en piedra del bravo pastor Viriato, símbolo, quimera o realidad, ¿qué importa?, del alma y del carácter de la Celtibe­ria, cuyo centro geográfico, aseguran, coincide con el eje verti­cal de este soberbio pedrusco.

       No faltan quienes aseguran que en la Ciudad Encantada se da la para­doja del desencanto. Es muy poco, ciertamente, lo que el confiado visitante que acude a este lugar por primera vez encuentre que literalmente se ajuste a la idea de una ciu­dad dormida. Ni hay nada siquiera que pueda entenderse que vino allí por arte de encantamiento, que jamás lo hubo, sino el milagro conti­nuo y permanente de los milenios, de los vientos y de las aguas, que, desde el día siguiente al de la Creación, se han venido entreteniendo en el arte del modelado, tomando como mate­ria prima para llevar a cabo su obra gigantesca la contextura caliza de este rincón de la Serranía de Cuenca; y aquí queda encarnada, como regalo del tiempo, esta magnífica exposición de figuras fantas­males que la imaginación popular ha ido catalogando con toda una serie de nombres a cuya concreta realidad por apa­riencia se quiso emparejar. Y así, unas veces con más y otras con menos fortuna, nos encontramos a la vuelta de cualquier pasadizo, perdidas en medio de este inmenso laberinto de rocas y de formas, las ingentes proas de unos transatlánticos encallados en el mar de hierba, unas mesas, un perro, una cara de hombre, un puente romano, una foca o un tobogán, un frutero, dos elefantes, unos osos...; y olor a romero, a pino, a jara, a menta y a lentisco, para deleite, no sólo de la vista, que aquí ya tiene hartos moti­vos conque deleitarse, sino para el olfato también, y para el oído que se hiere con el son atronador del silencio que sale de los volúmenes y de las formas en su alma de piedra.
       Inscritos en su libro de oro, cuenta la Ciudad Encantada con nombres de personajes tan ilustres como los de Eugenio d´Ors o Miguel de Unamuno, Gustavo Doré, cuya soledad y profundo misterio llevaría después a los fondos increíbles de sus grabados, y músi­cos como Maurice Ravel, Manuel de Falla y Claude Debussy, por mencionar sólo unos pocos muy anteriores en el tiempo al impara­ble torrente turístico de las últimas décadas.
       El joven matrimonio andaluz se ha sentado a descansar en un rellano pasada la ojiva del "convento". El niño, ajeno por com­pleto al extraño mundo por el que le pasean sus progenitores, chupa del biberón con voracidad, como si no hubiera comido ni bebido en su vida.
       - ¡Ya ve usted -dice la madre-, si no hay quien le haga tomar una gota! Lo vamos a tener que traer por aquí todos los días, a ver si se asusta de los monstruos y le da por comer.
       - Eso es el aire de los pinos, señora; o el cansancio, cual­quiera sabe. Los niños enseguida se cansan.
       - ¿Del cansancio?... De eso nada, mi alma. Su padre, el pobrecito, es el que tiene las espaldas derretías de llevarlo encima. El, nada; él va como un rey.
       - ¿Qué les parece todo esto?
       - Muy bien. Nos parece muy bien; aunque para venir una per­sona sola de noche y dormir aquí, tiene que dar una pizca de miedo, ¡vamos, digo yo! Que lo mismo está uno tan tranquilo oyen­do el canto de los buhos o soñando con los angelitos, y, de bue­nas, va y se espabila un bicho de esos y amaneces en el otro mundo hecho papilla en la panza de un cocodrilo. »
(De mi libro "Viaje a la Serranía de Cuenca")