jueves, 29 de noviembre de 2012

NOCHE DE TORMENTA EN UÑA




Fragmento de mi libro "Viaje a la Serranía de Cuenca", publicado en 1983 después de un viaje a ese bello rincón de España realizado el año anterior. La fotografía corresponde a la Laguna de Uña, tomada aquella misma tarde. El fragmento pertenece al final del capítulo IV, "Por el valle donde la piedra duerme"

      «Cuando la noche ha cerrado en las afueras de Uña, el pueblo presenta todo el aspecto de un paraíso en calma. La calle es una delicia a estas horas de pícaros y maleantes. Los murmullos del río se sienten en la oscuridad como ronquidos mudos de una natu­raleza adormilada. El cielo se alumbra, cada vez con mayor insis­tencia, de culebrinas que pasan sobre los montes dejando al des­cubierto, por un brevísimo instante cada una, el rostro fantasmal de las risque­ras, presentes, aunque no visibles, en el vacío espectacular de la noche.
       De vez en cuando, los faros de algún automóvil que regresa de la capital alumbran los bordes del puente. Son los coches de los veraneantes que conocen como la palma de la mano los caminos de la Serranía, y prefieren las horas de vigilia para viajar a sus anchas.
       El revoltillo atmosférico, que de alguna manera se había venido anun­ciando a lo largo del día, toma al cabo de un rato serios síntomas de amenaza. La jornada desde el amanecer había sido indecisa, y al final parece decidirse por la vía del espec­táculo aprovechando las horas en las que los hombres duer­men, cuando el ambiente general de la sierra se cierne en una estreme­cedora quietud, en una soledad inusitada: sin luna, sin estre­llas, sin otra señal de vida que el desesperado y arrítmico croar de las ranas en la vega y el sollozo del río.
       Un relámpago por el poniente divide en dos el oscuro cielo de Uña. Le sigue el restallido estrepitoso del trueno que reco­rre, unos segundos después, su mismo camino, y repetirán seguida­mente los ecos de los montes en un albo­roto colectivo de natura­leza irritada.
       El pueblo se ha quedado a estas horas todavía más sólo. La tupida masa oscura de la chopera ha comenzado a rugir zarandeada por la fuerza del venda­val. A través de la luz de las farolas brillan al caer las primeras gotas que se clavan en la piel como finísimas agujas de hielo. Sobre el pavimento duro de la expla­nada se estrellan, revueltas en la lluvia, algunas bolitas de granizo. Un nuevo trallazo de luz descarga en el cielo, al que sigue lo mismo que antes el es­truendo de la tormenta. El aguacero arrecia.
       En el bar de La Laguna quedan aún media docena de clientes que toman coñac y contemplan cariacontecidos lo novedoso del espectáculo a través de la cristalera. Uña, sacudido en la oscu­ridad de la noche por la furia de la tor­men­ta ha tomado tintes de paraíso, de leyenda tardomedieval, de lugar común en donde fra­guar, al ampa­ro de la propia soledad, tremendos aconteceres de fábu­la con fondo delicado y romántico, idílicas componendas vividas entre sí por ninfas enamora­dizas y faunos mitológicos con el corazón de piedra.
       - ¿Podría ya subir a la habitación?
       - Cuando usted quiera -me dice el dueño del bar-. El servi­cio lo tiene nada más salir al pasillo. Si desea madrugar, me lo dice y le damos un toqueci­to.
       - Muchas gracias. Creo que despertaré por mi cuenta; pero si por una de aquellas no me ve aquí de pie allá sobre las siete y media, usted me da un aviso. Buenas noches.
       En la cómoda habitación que me tocó en suerte, me siento a escuchar durante unos minutos el incesante soniquete del agua sobre los cristales de la ventana. Afuera, el aspecto de la calle se va tranquilizando a medida que el nubarrón suelta de su entra­ña la carga de electricidad y de agua que almacenó a lo largo del día. Con los efectos del cansancio sobre los huesos y los no menos sedantes del rumor de la lluvia, el sueño llaga muy pronto, plácido, reparador, un sueño de niño harto de retozar a su antojo, hasta la madrugada.»


martes, 20 de noviembre de 2012

"GUADALAJARA Y CUENCA" de Quadrado y de la Fuente



            Para mi uso Guadalajara y Cuenca son las dos provincias más parecidas de nuestra comunidad autónoma, y las que más trato mantienen entre sí sus habitantes de las cinco que forman la región de Castilla La Mancha; de hecho, ambas participan de una comarca común, la Alcarria, que con la Mancha, son las dos comarcas naturales más importantes de todo el Centro de España.

          Pues bien, aparte del presente blog, y ciento cincuenta años antes de que éste existiera, un importante autor del siglo XIX, don José María Quadrado, escribió un libro sobre ellas en conjunto que formó parte de la serie España: sus monumentos y artes, su naturaleza e historia, al que puso como título el nombre de las dos “Guadalajara y Cuenca”, que llevaría el número dos, de los tres que dedicó a Castilla la Nueva; el primero era Madrid y el tercero sería Toledo y Ciudad Real. La primera edición, de 1853, fue aumentada y actualizada con bellos dibujos de Pascó y algunas fotografías de la época en 1885 por Vicente de la Fuente. Un libro que debió de desaparecer enseguida, y que a pesar de su interés quedaría recluido en bibliotecas públicas y particulares, condenado al olvido, y del que tan sólo andaba por ahí alguna ligera reseña, como ésta del Marqués de Lozoya, quien al referirse a la edición completa de la obra, con todas las provincias de España, señaló cómo “su bello lenguaje penetrado de espiritualidad, de emoción, de humanismo…, caso singular, único, al cual es difícil encontrar otro equiparable en su tiempo”.
            En 1978, Ediciones El Albir de Barcelona, sacó al mercado una edición facsimil realmente encomiable. Una edición numerada, de mil ejemplares, de la que tuve la suerte de conseguir uno de ellos, que conservo con un cuidado y un afecto muy especial.

            Este año de 2012, la Editorial Aache de Guadalajara, decidida a apostar por la publicación de libros sobre la provincia alcarreña y sobre el resto de las provincias de la región castellanomanchega en formato digital, ha sacado a la luz, y a la venta, un CD con el texto y las ilustraciones del libro de Quadrado y de la Fuente, sobre cada una de las cinco provincias de la antigua Castilla la Nueva, es decir, Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara, según aprendimos en la escuela, que al menos para mí son libros entrañables que debemos tener y conservar, más todavía los que somos y vivimos en estas tierras, que por lo general y de una manera u otra tenemos el alma y el corazón muy pegados a ellas. La presentación es magnífica, y la reproducción de las ilustraciones originales, dibujos de Pascó y antiguas fotografías, perfecta.   

(En las fotografías: Carátulas de "Guadalajara y Cuenca" en edición digital, y los dibujos de Pascó donde aparecen el primitivo Puente de San Pablo, de Cuenca, y la iglesia de San Ginés de Guadalajara)     

sábado, 27 de octubre de 2012

LA GUADALAJARA DE AMADO NERVO


            
Dentro de unos meses se cumplirán los primeros cien años desde aquel 1913 en que un mexicano ilustre, el poeta Amado Nervo, visitó esta pequeña urbe castellana de nuestros amores y de nuestros pecados. De aquella visita casual a Guadalajara, ignorada para tantos, dejó escritas media docena de páginas únicamente, que vienen a ser un valioso documento para los que vivimos hoy, para los que hemos conocido una Guadalajara diferente a aquella otra de la que él nos habla, pero no tan distinta como para negarse a reconocer con asombro que las calles, los monumentos, las costumbres y las personas, hayan podido cambiar tanto en menos de un siglo.
            A uno, que disfruta hasta lo indecible descubriendo alguna cosa nueva cada día que amanece, le vino a las manos hace tiempo la crónica del autor de la "Amada inmóvil" en un tomo de edición reciente en el que se recogen sus obras completas. Aprovechó el autor modernista su viaje para llevar al papel la impresión, escrita en bellísima prosa, que le produjo esta ciudad junto al Henares donde encontró, como ahora veremos, tantas cosas interesantes para ver y de las que escribir.
            «De la estación -dice el autor al comienzo de su trabajo, refiriéndose, naturalmente, a la del ferrocarril- la carretera bordeada de olmos nos conduce, ondulante y en suave ascenso a la ciudad. Hay troncos que deben medir dos metros de circunfe­rencia. Yérguense derechos, poderosos, con no sé qué de monacal en el aspecto... Para que el encanto sea mayor, el Henares aquí corre límpido, luciendo sus cristales de un verde profundo, en el fondo de un cauce que recuerda el del Tajo, aunque en éste no haya bravas rocas, sino taludes de tierra roja, que con facilidad se desmoronan.» Luego habla de un molino que las aguas del río se encargan de mover apenas se pasa el puente, y que es, sin duda, el que da nombre y sirve de parcial escenario a uno de los dramas románticos de José Zorrilla "El molino de Guadalajara", sin que de él haya venido a quedar apenas el recuerdo de sus ruinas en la memoria de algunas de las personas más ancianas del lugar. Después, el autor continúa: A la derecha, al lado de una vieja iglesia linajuda, se levanta, capaz, limpia, albeante, la Academia de Ingenieros... La Academia de Ingenieros es el alma de Guadalajara, que sin ella y sin su famoso Parque de Aerostación, bostezaría perennemente con el tedio y la modorra provincianos. Ni qué decir que ni lo uno ni lo otro existen ya, que desaparecieron durante los penosos años del desmantelamiento, y que la ciudad -es muy posible que así fuera- quedaría por unas cuantas décadas adormilada, ahogada en la penuria, viendo cómo sus propios hijos la iban abandonando con los ojos puestos en la vecina Capital de España, por no tener nada mejor que ofrecerles.
            El palacio de los Duques del Infantado impresionó durante el viaje al ilustre huésped, lo mismo que impresiona a quienes lo descubren hoy: Yo no conozco edificio más admirable -dice- en esta España de los admirables edificios: por lo que insinúa, por lo que sugiere, por su poder invencible de evocación. La reseña se corresponde por su merecimiento con la cosa reseñada. Sin salir del palacio mendocino, Amado Nervo subraya en su crónica que dentro de las salas y alojamientos se educaban y guarecían doscientas niñas "huérfanas de las guerras peninsulares y coloniales", alojadas como reinas y bajo los cuidados de unas cuantas hermanas de la Orden de la Sagrada Familia. A continua­ción, se detiene en proferir elogios en honor de las diferentes estancias palaciegas, de sus bellísimas pinturas murales, de sus ricos artesonados, y de los azulejos de Talavera que recubrían los muros a manera de friso. Los tapices, que ya no debían de existir por aquel entonces, "ahora los sustituyen por un papel pintado de tonos oscuros".

            El viajero continúa su camino para detenerse en la iglesia de Santa María. Luego de describirla en su exterior de forma somera, el poeta dice que allí «existe otra de las maravillas de Guadalajara: la Virgen de las Batallas, que Alfonso VI, el soberano del Cid, llevaba consigo dondequiera. Es una estatuita sedente, como de setenta centímetros de altura, con el Divino Infante en los brazos.» Al hacer mención de la capilla lateral a la nave, refiriéndose, claro está, a la del Santísimo de la concatedral, el autor escribe: Una capilla anexa, llena de severidad y de penumbra, sirve de panteón a los Duques de Rivas. Allí duermen, "esperando la resurrección", como he leído alguna vez en ciertos epitafios, desde don Nuño Guzmán y don Gómez Suárez (1501), hasta los padres del autor de "El moro expósito". Como puede verse, aun no libre de ciertas imprecisiones propias de un primer contacto, como pudiera ser el hecho de atribuir al retablo mayor de la ahora concatedral de Santa María ciertas reminiscencias del Greco, cuando sus tallas y relieves nada tienen que ver con las figuras espiritualizadas y deformes del pintor candiota, el relato es, no obstante, sugestivo y no falto de valor teniendo en cuenta que se trata de una visión fugaz, lógica en un turista que viene de paso, aunque en esta ocasión el visitante sea un personaje excepcional, cuyo nombre mereció inscribirse en el listín de las grandes celebridades nacidas en la América Hispana.
 
            Nuestro hombre pudo observar con sus propios ojos y en su mejor estado, lo que después de los destrozos de la guerra civil ahora no nos es posible: los bellísimos mausoleos de don Pedro Hurtado de Mendoza y de su mujer, doña Juana de Valencia, en ambos lados del presbiterio en la iglesia de San Ginés. Y así, mucho más afortunado que nosotros, Amado Nervo apuntó en su cuaderno de viaje unos cuantos detalles referentes al desaparecido templo de San Esteban, situado en la plaza que ahora lleva ese mismo nombre, y del que el autor cuenta, no poco sorprendido, lo siguiente: En San Esteban, iglesia limpia y modernizada de uno de los conventos de Guadalajara (calle de San Bartolomé) dizque está enterrado nada menos que Alvar Fáñez de Minaya, el que llevó los famosos presentes aquellos, de parte del Campeador, al Rey don Alfonso, el formidable compañero y primo del Cid, el conquistador, en fin, de la ciudad... Yo busco en vano huellas del sepulcro, tembloroso de emoción. Entre las penumbras de la tarde, solo encuentro el de Beltrán de Azagra: "Aquí está sepultado -dice la inscripción de la hornacina (crucero de la izquierda)- el magnífico caballero Francisco Beltrán de Azagra, hijo de los muy magníficos señores Diego Beltrán de Azagra y doña María Teresa Lozano y Bobadilla. Murió a veinticuatro días del mes de noviembre de 1547". El magnífico caballero duerme abrazado a su espada, en su apetecible sosiego de más de tres centurias. Aunque en algún lugar debió aparecer escrito, ni en el desapare­cido templo de San Esteban de Guadalajara, ni en el monasterio de Uclés en la Mancha conquense, reposan los restos del fiel Alvar Fáñez, sino en San Pedro de Cardeña, junto a los de otros muchos guerreros y amigos del Cid, aunque muy bien hubiera podido tener en cualquier templo de la ciudad su sitio como reconquistador que lo fue de la misma.
     
       Un detalle simpático recoge el poeta mejicano al final de su breve trabajo al que tituló "La Guadalajara de acá", y que, debido a su interés costumbrista creo conveniente, como válido documento que es, la transcrip­ción literal del mismo. Dice así:
            «Al salir de nuevo a la Calle Mayor, un tropel de niños me rodea:
            - ¡Caballero, un cuarto para la Maya!
            Y me tienden minúsculas bandejas...
            Las Mayas son niñas a las cuales, en algunos pueblos de España, visten graciosamente, lo más majas posibles, el día de la Cruz de Mayo. Siéntanlas en una especie de trono, y los chicuelos del barrio piden cuartos para ellas, con los cuales ofrecen después una merienda suculenta.
            Tengo la fortuna de ver a dos Mayas en dos portales oscuros. Son las dos criaturas monísimas. Están allí muy adornadas, inmóviles, hieráticas (la Maya no debe hablar ni reírse), rígidas y graves como vírgenes españolas. Doy mi óbolo para cada una, y cumplido este deber con nuestra dama la Tradición -¡muy señora mía!-, me encamino, por la cinta de plata de la carretera hacia la estación.»
            Honor y gratitud, cuando menos al poeta,  casi un siglo después de su viaje casual a la “Guadalajara de acá”, y que como tantos que a lo largo de los últimos siglos pasaron por ella, dejó señal perdurable, a la que, tiempo por medio, gusta echar mano en un intento de conjuntar, en el paisaje donde ahora nos movemos, a la imaginación con el recuerdo. 

(En las fotografías podemos ver: El Palacio de los Duques del Infantado; el puente de piedra sobre el río Henares; y la imagen aludida por Amado Nervo, conocida por La Virgen de las Batallas)

domingo, 14 de octubre de 2012

Nª Sª DE MANJAVACAS, PATRONA DE MOTA DEL CUERVO


            Durante una semana casi completa del pasado verano, y por motivos que no vienen al caso, he vivido en la villa-ciudad manchega de Mota del Cuervo. Sólo recordaba de La Mota -como decimos por allí- sus famosos cántaros de cuidada alfarería que, en carros de mulas abarrotados de material, llevaban a vender por nuestros pueblos cuando éramos niños. Alguna visita fugaz, por añadidura, a sus famosos molinos de viento, y creo que nada más, fue mi experiencia anterior con relación a este importante lugar de la Mancha Conquense. ¡Ah, sí!, también que éste es el pueblo natal de la madre y del abuelo de Manolito el “Gafotas”, simpático personaje de la literatura infantil contemporánea.

            No sé mucho del origen y antigüedad de Mota del Cuervo, y muy poco de su pasado. Sí, en cambio, de la vieja devoción que en el pueblo profesan a su patrona, Nuestra Señora de la Antigua de Manjavacas, cuyo estupendo santuario he tenido ocasión de visitar y de admirar en la inmensa llanura cervantina.

            Naturalmente que no llegué a conocer la primitiva imagen de la Patrona de Mota del Cuervo. La actual -bellísima, por cierto- es una reproducción de aquella del siglo XVI, que transportaron según la creencia popular por los caminos que conducían desde Valencia a Toledo; pero que al llegar al paraje conocido por Manjavacas, a siete u ocho kilómetros de distancia de La Mota, el carro de tiro que transportaba la sagrada imagen, se detuvo, resultando inútil todo esfuerzo por hacerlo avanzar. La gente intuyó que era voluntad del Cielo que se la venerase en aquel mismo lugar; por lo que allí se levantó un santuario, que siglos después sería pasto de las llamas, junto a la imagen de la Virgen, durante la guerra de 1936. La imagen actual, así como el grandioso santuario y edificios anejos, son en el tiempo posteriores a la Guerra de Liberación.

            La costumbre entre sus devotos es la de trasladar la imagen a hombros, desde el santuario hasta el pueblo, en una determinada fecha cada verano. Los anderos, que son las personas que llevan las andas, cubren el trayecto corriendo, y la gente que les acompaña, también, a pie, a caballo, y algunos montados en tractores el día de la romería. Suelen tardar entre 35 y 40 minutos en cubrir todo el trayecto (el record hasta hoy está en treinta y cinco), al que asisten las autoridades y miles de romeros.

            La imagen de la Virgen de Manjavacas es venerada en una extensa comarca manchega. El Papa Pablo V concedió indulgencia plenaria, en las condiciones requeridas, cada vez que se visitara la imagen de la Virgen en su santuario.       

martes, 2 de octubre de 2012

DE PASO POR LOS PUEBLOS DEL ALTO REY


                                
            La temporada estival, a lo largo y a lo ancho de esos tres meses (nada más) que viene a durar en las sierras de esta provincia, permite acercarse hasta ciertos rincones del medio rural que, unas veces porque el tiempo no acompaña, y otras porque la pereza se hace dueña del ánimo y debilita los deseos de tirarse al camino, uno prefiere quedarse en casa al margen de todo riesgo. No es aconsejable, creo yo, ponerse al servi­cio de la comodidad en este sentido, pero lo cierto es que así ocurre, y a veces con demasiada frecuencia.
            Hace algunas semanas decidí dedicar una tarde a recorrer, un poco a la ligera, aquel grupo de pueblecitos serranos que asientan al pie del Alto Rey por sus distintas vertientes. Es un viaje fugaz, que puede hacerse en un día cualquiera y aún sobra tiempo para volver a casa con una hora de sol. Yo lo hice en una tarde y no hube de correr demasiado para catar el ambiente, para comparar sobre todo el presente y el pasado de los cuatro pueblos que visité, en los que, por cierto, pude advertir una evolución distinta en cada uno de ellos durante los diez o quince años que hace que no había vuelto por allí.
            Aldeanueva de Atienza fue el primero que visité entrando por los Condemios y por la carretera pinariega del merendero que hay junto al arroyo Pelagallinas. El cambio habido en Aldeanueva durante las dos últimas décadas ha sido diametral, yo creo que excesivo. Su vieja condición de pueblo negro lo ha dejado de ser, y eso puede ser hasta un mal que arrastre en su propio perjuicio. Apenas algún casillo situado en las afueras, alguna paridera a mitad de vertiente, o alguna vivienda medio ruinosa, nos sirven hoy como único botón de muestra con el que adivinar su pasado. Aldeanueva de Atienza es en este momento un pequeño paraíso donde pasar el verano; un pueblo de casa nuevas, de tejados ocres con algún ligero matiz que los distingue, de cómodos chalés escondidos entre las huertas y los frondosos frutales del barranco, pequeñas mansiones levan­tadas con materiales del momento que han convertido el valle en sólo un espejismo de lo que fue en otro tiempo. Sólo aque­llas laderas de piedra y matorral permanecen, el manar abun­dante de la fuente a la caída, y la brisa suave de las cinco, nos traen a la memoria la imagen del pueblo viejo.

            Villares de Jadraque, o simplemente Villares, es otra cosa. Ha cambiado mucho en su favor desde que no lo veo. Al pueblo de campesinos y pastores que conocí por primera vez en la década de los setenta, le han dado la vuelta como a un calcetín. Lo han hecho poniendo en práctica el sentido común y la buena voluntad al dar la vuelta al pueblo. En nada y para nada se ha trastocado en este cambio su serio compromiso con la arquitectura tradicional de la comarca, con el entorno y con el paisaje. La piedra de pizarra -con las características pintas argentíferas propia de la zona- se han empleado con rigor en los muros de las nuevas viviendas, comenzando por la que debe dar ejemplo, la casa-ayuntamiento, y que son muchas con una elegancia y un empaque indiscutibles. Queda tal cual lo era antes la pequeña iglesia de San Miguel, con su primiti­va espadaña mirando hacia el último sol. La Plaza de la Igle­sia, el Parque, y la Plaza de la Fuente, escalonadas por orden descendente a como aquí se enumeran, son un ejemplo claro del bien hacer. En la Plaza de la Fuente continúan manando aque­llos dos chorros de agua potable que hace muy poco cumplieron su primer siglo, y al lado el antiguo lavadero, donde buscan refugio los hombres de más edad en las tardes de sol.
            La Plaza Mayor de Gascueña de Bornova era como una espe­cie de zoco moruno la tarde que anduve por allí. Estaba llena de camiones y furgonetas, de turismos y de maquinaria de albañi­lería en funcionamiento. Sigue señero y espléndido como fondo a la plaza el edificio del ayuntamiento, con su arboli­llo tierno en mitad, y un cartel colocado en la esquina donde se lee: "La Estancia del Bornova. Casa Rural". Huertas, muchas huertas alrededor del pueblo, y robles en la media distancia. Una campana para llamar a los fieles y una pequeña cruz a la altura del tejado, dan cuenta de que la ermita que hay junto al lavadero sigue prestando funciones de parroquia desde hace años, desde que se hubo de abandonar la iglesia (tardorrománi­ca en su origen) por razones de seguridad que hay sobre un alti­llo en las afueras del pueblo.
            Prádena de Atienza, más escondido que los demás pueblos de aquella sierra, es la otra cara de la moneda. Sigue siendo el pueblo de pastores y de campesinos que conocí cuando mi primer viaje en un ochenta por ciento. Es casi todo igual. Alguien me dijo que para mayor comodidad de los vecinos algu­nas de las casas las han ido arreglando por dentro; pero en su aspecto exterior, en lo que los ojos del visitante pueden ver cuando llega hasta él, ha cambiado muy poco. Prádena conserva con autenticidad casi absoluta el estilo rural propio de la sierra. Un pueblo en cuesta, donde las casas a distinto nivel siguen manteniendo algo así como el valor irremplazable de la primera edición de los llamados pueblos negros, precisamente ahora, cuando tanto se pretende de cara al exterior y tan poco se procura mantener el valor de lo auténtico.
            Nos consta que el pueblo de Prádena, metido dentro de un anfiteatro de montañas y de peñas altísimas, no tuvo entrada ni salida para vehículos hasta una época muy reciente, hasta el año 1965 en que los vecinos hicieron su propia carretera a prestación personal por riguroso. En ese mismo año entró al pueblo el primer vehículo a motor. Tal vez haya sido esa la causa de haber perdido, por el momento, el tren en marcha de la modernidad. Sería bueno que a medida que el pueblo se vaya adaptando a las nuevas maneras de vivir, lo haga guardando en lo posible lo que es suyo: su estampa, su originalidad, su carácter; pues eso es lo que queda como de más valor en el recuerdo de quienes pasan por allí.

(En las fotos: Panorámica del pueblo de Gascueña de Bornova, y de la Plaza de Villares) 

viernes, 21 de septiembre de 2012

UN DÍA EN LA BAJA SERRANÍA DE CUENCA



            La temporada de vacaciones, con sus largos días del verano, es el momento más indicado para recorrer mundo, el mundo que nos rodea y aun el que de forma relativa queda próximo a nosotros como oferta que valga la pena aprovechar. España toda, y muy especialmente las dos Castillas, son siempre un destino que jamás defrauda, y menos aún cuando la distancia nos permita llevar a término los viajes de ida y de regreso en una misma jornada, cosa que por nuestra situación en el centro de España nos permite un sinfín de posibilidades. Hoy, amigo lector, aprovechando el día, vamos a dar una vuelta por la Baja Serranía de Cuenca, tierra de encantos infinitos, la parte menos conocida de ese capricho natural de nuestra comunidad autónoma, en donde estoy seguro mucho tendremos que ver y que admirar.
            Hemos madrugado un poco. Cuando la mañana acaba de abrir, nos encontramos en la ciudad de Cuenca, ciudad Patrimonio de la Humanidad y bella como pocas. La conocemos bien. Cumpliendo con el plan de viaje la hemos pasado de largo. Las irregularidades naturales nos van saliendo al paso en los indicadores de carretera, como una provocación invitando romper el programa previsto. Hay un momento en el que las Torcas nos quedan a cuatro pasos y debemos optar también por pasarlas de largo. Las Torcas son un fenómeno geológico verdaderamente espectacular: hundimientos del terreno mayores que una plaza de toros, envueltos en la leyenda y que forman parte del inmenso tapiz de la Serranía. Pequeños pueblos a un lado y al otro que son paisaje y que son historia. Carboneras de Guadazaón, Pajaroncillo, Cañete, Moya, y así hasta las vegas del Cabriel, y del Turia muy joven aún, que bordean las serrezuelas de Jabalambre, con alturas en su tramo aragonés que rayan los dos mil metros sobre el nivel del mar.
            A mano derecha Carboneras de Guadazaón. Las altas temperaturas comienzan a hacerse notar. Nos hemos detenido un momento para tomar una instantánea de la portada plateresca del viejo convento de Dominicos. Piedra convertida en un delicado trabajo de blonda. En su interior nos han dicho que están los enterramientos de los señores marqueses de Moya, personajes señeros de la España de los Reyes Católicos, dejados hoy al olvido. La fidelidad de los Marqueses fue gratificada por la reina Isabel con el título de nobleza con el que han pasado a la Historia, y después con la Santa Hijuela -perteneciente a los Corporales de Daroca, de los que hemos hablado en alguna otra ocasión en este mismo espacio-, y que se venera en la iglesia de Santo Domingo, la que en vida asistió como párroco el poeta Carlos de la Rica, de tan feliz memoria.

            Hemos dejado atrás, como extendido en la suave vertiente, el pueblo de Carboneras. Una hora más tarde, después de haber cruzado por Pajaroncillo, el pueblo de las famosas formaciones cretácicas que llaman “Las Corbeteras”, entramos en Cañete.

En Cañete
            La villa de Cañete es la capitalidad de la Baja Serranía. La naturaleza bravía de sus contornos y el peso de su historia, han convertido a este lugar en un enclave memorable. Dos detalles de su pasado han inscrito su nombre en el libro de la Historia. El principal de ellos es el hecho de haber nacido allí en el año 1390, el Condestable de Castilla y Maestre de Santiago, don Álvaro de Luna; uno de los personajes más significativos y novelescos de nuestro siglo XV, al que la historia ha tratado con manifiesta parcialidad, y al que el reino de Castilla tuvo tanto que agradecer. Un busto en bronce recuerda en la plaza de su pueblo natal la personalidad de aquel hijo preclaro; “santo de mi devoción” cuya vida y obra, siguiendo las principales crónicas de la época, se han llevado cuando menos un año de mi vida, que al final reflejé en un libro al que titulé sencillamente El Condestable. El segundo detalle al que me refiero podría ser la singular importancia de la villa de Cañete como escenario de operaciones en las Guerras Carlistas.
            Murallas y monumentos multicentenarios avalan la importancia de este lugar, a los que por razón de espacio se hará referencia de manera sucinta. Y así, como dato arquitectónico de especial relevancia, nos podremos referir a la portada renacentista de la iglesia de San Julián, obra de finales del siglo XVI o principios del XVII; a sus murallas, de origen árabe, reedificadas en el siglo XII y restauradas en el XIX; a varias de sus puertas de entrada a los distintos barrios que así mismo nos informan de su antigüedad de siglos en impecable estampa: la de San Bartolomé, la de la Virgen junto a la ermita patronal de Nuestra Señora de la Zarza, la de las Eras, con arcadas al gusto musulmán. Y sobre la población toda, sus calles y sus huertas, los restos de muralla de su viejo castillo dominando el paisaje.

Moya y la Virgen de Tejeda
            Otro importante bastión en el más completo estado de ruina nos sorprenderá a primeras horas de la tarde a lo largo de una leve colina, por cuyos pies, carretera adelante, dejaremos atrás. Nos detenemos sólo el tiempo preciso para tomar unas fotografías en la media distancia. Estamos hablando de lo que hoy queda de la histórica ciudad de Moya, cabecera que fue de su extinto marquesado. Murallas y ruinas por doquier, rudimentos de su castillo y la espadaña a todos los vientos de la que fue su iglesia de la Santísima Trinidad, es lo que desde nuestro puesto en la carretera alcanzamos a ver a lo largo del elevado horizonte, en contraste con el intenso azul del cielo de la tarde.
            La que alguien calificó como ciudad fantasma de Moya, fue abandonada por sus habitantes poco después de las Guerras Carlistas, de manera que podemos decir que de ella sólo queda constancia en la piedra y en algunos documentos de archivo que, probablemente, sólo interesen a los especialistas, a los eruditos e historiadores de la comarca, y a los espíritus románticos capaces de encontrar entre sus muros derruidos un soplo de alimento para el espíritu. Durante la primera Guerra Carlista asentaron en el pueblo algunas familias liberales, y en épocas más cercanas a nosotros sirvió de refugio provisional y clandestino a los miembros del maquis que pulularon por toda la comarca.

            Todavía quedan dos o tres horas de sol cuando llegamos al pueblecito de Garaballa, situado en la vega de un arroyo que se conoce como Ojos de Moya. Hemos dejado atrás otro importante lugar de la Baja Serranía, Landete, en el que no dudo hubiera valido la pena detenerse; pero el tiempo no da para tanto. Hemos tomado allí un refrigerio y hemos continuado el viaje. Garaballa es un pueblo pequeño, que surgió en torno al monumento religioso más frecuentado por las buenas gentes de la comarca en una extensión de centenares de kilómetros de distancia, debido a su fama. Asiduos visitantes al santuario de Nuestra Señora de Tejeda son los vecinos de los pueblos y villas no sólo de la provincia de Cuenca, sino de las vecinas de Valencia y de Teruel. Una artística cruz de término se alza en los jardines que hay junto al santuario. Nos pone sobre aviso un señor, veraneante por su aspecto, de que no es el mejor momento para visitar el santuario, porque sólo hace unos días entraron los amigos de lo ajeno y robaron una pintura muy querida del altar mayor. Asumimos la situación y permanecemos dentro de la iglesia el menor tiempo posible.
            Es ésta una iglesia en la que, con sólo entrar, uno se da cuenta del exquisito fervor de la gente de estos entornos, de su importancia como centro de peregrinaciones con antigüedad de siglos y de generaciones. La imagen venerable  de la Virgen de Tejeda ocupa su camarín junto al retablo mayor. Una lamparilla alumbra en algún lugar; el silencio es absoluto.
            De la importancia del santuario, no sólo por cuanto a la devoción de las gentes y su significado, sino también por cuanto al arte y misterio que en él se encierra, alguien lo ha llegado a considerar con el repetido título de “La Capilla Sixtina de la Serranía”. El origen de esta devoción se cifra en los primeros años del siglo XIII, cuando asegura la tradición que la Virgen María se apareció sobre un tejo. La primera ermita se debió de construir hacia el año 1205, siendo San Julián obispo de Cuenca. El templo actual, magnífico y de refinado estilo al gusto renacimiento, se debió de construir en la segunda decena del siglo XVII, y en cuyo entorno comenzó a surgir el pueblecito de Garaballa a partir de entonces. Junto al santuario mariano nos ha sorprendido, en unas instalaciones anexas, un servicio, con bastante buen aspecto, de hostelería para peregrinos, devotos y visitantes.
            El sol acaba de esconderse por los ligeros altos de poniente cercanos al santuario. Hay que plantearse la vuelta a casa como actividad a cumplir más inmediata. Las carreteras son buenas. Entre dos luces o poco después llegamos a Cuenca. Son casi las diez de la noche. Una hora o poco más disfrutando de la noche en la capital vecina. Tierras y pueblos de la Alcarria a la luz del cuarto creciente, y en casa poco después, cerca de la una. El mejor momento para sacudirse el peso de una jornada intensa que, como siempre, suelo recomendar a los lectores.

(En las fotos: Santuario de la Virgen de Tejeda, portada plateresca del convento de dominicos en Carboneras, y un aspecto del extinto pueblo de Moya) 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

LA CAMPIÑA


Se trata de una de las cuatro comarcas características de Guada­lajara. La menor en extensión de todas ellas. La comarca triguera por excelencia que, puestos a situarla en el mapa pro­vincial, dejando siempre un poco los límites a gusto del lector o del estudioso, habría que hacerlo poniéndole como lindero al Sur el curso del Henares a su paso por la capital, al Norte las pri­meras estribaciones del Macizo de Ayllón, al Este la Alcarria Alta, y al Oeste la provincia de Madrid.

Los pueblos de la Campiña tienen una media de población bastante más elevada que el resto de las tierras de Guadalajara; ello se debe a la clemencia de las temperaturas y a la generosi­dad del terreno de labor. Son pueblos situados en campo llano por lo general, de aspecto monótono, con palacetes de ladrillo algu­nos de ellos y con iglesias del siglo XIII y del XVI como carac­terísticas más destacables. De cuando en cuando, las tierras de la Campiña regalan a la vista alguna que otra depresión, o pro­longado vallejo por el que atraviesa algún río o pequeño arroyue­lo, como el Dueñas, el Sorbe, el Torote o el Jarama, los cuales, lo mismo que el Henares, acaban por verter en el Tajo su conteni­do.

Los apretados campos de cereal, con la cadena alpina de Somosie­rra y del Macizo de Ayllón como telón de fondo, son una de las más típicas estampas de la Campiña guadalajareña. Comarca de costumbres ancestrales vivas aún, de gentes hidalgas y hacen­dosas, entroncadas, tal y como nos lo dan a entender algunos de los monumentos que todavía subsisten, con el corazón, nada menos, de la España Medieval.
Humanes, y Mohernando, cabecera que fue de señorío en tiempo de los Eraso, allá por los años del Imperio; El Casar, conocida por la importancia de sus cosechas, su artístico Calva­rio del siglo XVI, y su condición de mirador sobre las cuencas del Jarama; Uceda, la vieja villa de la Varga,  con su antigua iglesia románica convertida en cementerio;  prisión en otro tiempo, por caprichos de la Historia, del Cardenal Cisneros y del Duque de Alba; Azuqueca de Henares, la de las altas chimeneas fabriles en pleno Corredor; Yunquera y Cogolludo, son con mucho las poblacio­nes campiñesas de mayor relevancia. El resto son pueblecitos que se sostienen al amparo de estos otros mayores, en los que se conserva, con relativa pureza, una buena parte de los valores culturales y folclóricos de la antigüedad.

La villa de Cogolludo se alza sobre una leve colina de blancal al norte de la comarca campiñesa. Posee esta villa una estructura muy particular, apiñada como un "cogollo" que alza, al cabo, sobre el apretado caserío, las torres de Santa María y de San Pedro. Es todo un espectáculo del Renacimiento más incipiente la fachada de su Palacio de los Duques de Medinaceli, situado como fondo a la vistosa Plaza Mayor. Es obra del arqui­tecto men­docino Lorenzo Vázquez, y entre su exquisita y curiosa ornamentación aparecen majorcas de maíz, como primera manifesta­ción dentro de la arquitectura peninsular de los productos de allende el Atlántico. Se cree que por aquellos mismos años en que se construyó el palacio ‑finales del siglo XV‑ la participación directa del duque de Medinaceli en la aventura americana de Cris­tobal Colón, fue personal y directa.
 
La Campiña concluye para dar paso a la Serranía en el pan­tano de Alcorlo, bajo cuya presa se deja ver un estrecho entre dos cortes rocosos que es todo un espectáculo. Las viviendas del antiguo pueblecito de Alcorlo son desde hace varios años, por debajo de las aguas del embalse que lleva su mismo nombre, ha­bitáculo de barbos en alevín, de alguna que otra trucha y de ejemplares de la fauna fluvial que bajan desde la sierra.
(En las fotos: Detalle urbano de la villa de Yunquera, antigua iglesia de la Varga en la villa de Ucea, y escudo de los duques de Medinaceli en la fachada del palacio de Cogolludo)
 

lunes, 13 de agosto de 2012

LAS MADERADAS


Debido a su indudable interés, como una importante actividad del pasado en nuestras dos provincias (Guadalajara y Cuenca), transcribo literalmente, respetando la distracción ortográfica propia de la época, el texto íntegro del interesante artículo escrito por D. Pedro Pérez Juana en el Semanario Pintoresco Español, que fue incluido en el “Manual del bañista” de los baños de Trillo, compuesto por D. Basilio Sebastián Castellanos de Losada (Anticuario de la Biblioteca Nacional) y publicado en el año 1851. En él se habla de la vida y del duro trabajo de los gancheros, para conducir las maderadas de la serranía y pinares de Cuenca, al Real sitio de Aranjuez, desde donde después se llevarían a Madrid por medios terrestres. El texto, que se acompaña de una fotografía de los “gancheros” del río Escabas, es el siguiente:


«Los tratantes en maderas de construcción, compran pinares en las sierras de Cuenca, que mandan cortar y labrar durante el invierno, y a principio de abril hacen conducir las maderas a los ríos Tajo y Guadiela a costa de brazos y con carros por parajes intransitables, entregándosela a los madereros, luego que está en el río, para que la conduzcan. Desde que entra la madera en el río, hasta que llega al desembarco de Aranjuez, tarda una maderada de cuatro a cinco meses, según la más o menos agua que lleva el río, por los malos pasos y contratiempos que suelen acontecer en el viaje.
 
Valencianos naturales de Chelva, a los que denominan gancheros por el instrumento que usan, son los encargados de la conducción, bajo las órdenes de un jefe práctico al que están enteramente subordinados los 300 hombres que se emplean en este servicio. Su taje uniforme consta de zaragüelles, faja encarnada, polainas blancas, pañuelo encarnado a la cabeza, y por arma una vara larga con un gancho en la punta que es el instrumento con que rigen las maderadas. Cada cuadrilla se compone de ocho hombres con su jefe, que es un cuadrillero, su ranchero y una acémila. Al frente de todas las cuadrillas va un mayoral al mando del jefe principal de los gancheros, y detrás de todas las cuadrillas sigue lo que llaman la tienda, que viene a ser la administración que procura las raciones de los gancheros, tomándolas y pagándolas en los pueblos por donde pasan.

La viga mayor que se denomina capitana de la maderada, va la última adornada con ramas verdes en señal de su grandeza y majestad, siguiendo a veces a cincuenta mil palos y vigas menores, que van empujando los gancheros franqueando la corriente y los escollos del acuático camino. Cada uno de los gancheros gana tres reales diarios, los cuadrilleros cuatro, los mayorales diez, los rancheros uno y medio, teniendo todos ración de pan, vino y aceite. Los sitios más difíciles para el paso de las maderas, y por consiguiente los más pintorescos en que pueda ver la maderada el bañista, son: cerca de La Isabela, el de los Chorros, media legua del molino de Buendía, y el de la Olla de Bolarque. Por el primer punto, en distancia de media legua, tarda en pasar la maderada seis días a casa de los muchos y grandes peñascos que hay en el río, puntos por los que parece imposible puedan pasar las vigas. Sólo la práctica de los gancheros, y la suficiencia de l TIO JOAQUÍN de CHELVA, que así se llama el actual capataz, pueden salvar pasos tan difíciles, que asustarían a los más sabios ingenieros del mundo. Durante este difícil tránsito, sitúan los madereros su cuartel general en el sitio de la Virgen de los Desamparados, Santuario bellísimo y pintoresco por su posición, en la llamada Sierra de Enmedio, en el que tiene Buendía su celestial Patrona.
 
Al pasar la maderada por este delicioso sitio, le animan los gancheros con sus ranchos y luminarias, y luego que cenan, manda el jefe tocar las campanas del Santuario, cuyos sonidos repiten los ecos de las sierras, y todos los valencianos se dirigen a la ermita, en la que elevan a la Virgen cánticos de alabanza por haberles librado hasta allí de los peligros del río, pidiéndola los proteja en los malos pasos que les falta por recorrer (Ningún día de fiesta se quedan los madereros sin misa, yendo a buscarla aunque sea a cuatro leguas de distancia).
 
Desde el espresado Santuario sigue la espedición a la Olla de Bolarque, en la que tienen que trabajar también bastante, si bien allí les ayuda ya el agua del Tajo, que unido, con el Guadiela, forma un caudal muy respetable. Salvado este paso, el resto del camino, en el que aún tardan unos cuarenta días por lo menos, les ofrece ya menos fatigas y dificultades-
 
No llevan los madereros más equipaje que la ropa puesta, pero cada quince días le llega a todos, desde Chelva, el Ropero, con la muda de cada uno, la cual les remite la familia en un taleguito con su señal, y en él nueces, castañas, manzanas u otra chuchería, recuerdo de una esposa, de una madre o de una querida,. La llegada del Ropero, se comunica por estraordinario a todas las cuadrillas, y por toda la margen del río resuenan los gritos de alegría con que reciben al nuncio de sus familias- En caso de alguna desgracia o avería, se entienden las cuadrillas haciendo señales con los ganchos que le sirven de telégrafos, y son tan diestros nadadores y tan ligeros, que voltean las vigas en el agua, sosteniéndose en las esquinas, guardando un admirable equilibrio. Al correr por el río por cima de una viga y con su garfio en la mano, parece cada uno un Dios Neptuno, según nuestro amigo. Sin embargo de su destreza, algunas veces suelen suceder desgracias de consideración a estas pobres gentes, ya por una avenida imprevista, en cuyo caso es incomparable su trabajo e inapreciable su mérito, ya de algún descuido en sus pasos peligrosos.
 
Las maderadas llegan generalmente a Aranjuez en agosto o en septiembre, y su desembarque es tan vistoso y tan curioso, que bien merece se haga un viaje desde Madrid para verle, máxime hoy en que tan poco cuesta por el camino de hierro y para saber las fatigas que cuesta a los gancheros el conducir cada madero de construcción que se gasta en la corte, en la que habrá pocos que lo conozcan. El tío Joaquín de Chelva, cuyo talento y práctica alaba con justicia nuestro amigo, es hoy día la notabilidad principal de España en este ejercicio, y es de sentir que los años le tengan tan cercano del sepulcro; pero siempre se le recordará por los suyos con admiración y respeto. Durante la temporada de baños suelen pasar pocas maderadas por Trillo y la Isabela, pero el bañista alcanzará a ver aún algunas cuadrillas a su paso por el Tajo hacia Sacedón, o en alguno de los parajes citados.»

jueves, 9 de agosto de 2012

CALLES DE PASTRANA, UN PASEO POR LA ESPAÑA DEL RENACIMIENTO



Señora y bien señora lo es de todas las Alcarrias. Pastrana. La Villa de los Duques. La que se introdujo en las páginas de la Historia impulsada por dos nombres de mujer: Ana y Teresa. A Pastrana hay que vivirla, e imaginarla caminando por aquella encrucijada de calles angostas y cuestudas en cualquiera de sus barrios. Eran aquellos tiempos, antiguos como ella, en los que se vieron envueltos dentro del complicado juego del vivir de cada día, hombres y mujeres de las más distintas condiciones y procedencias, gentes de diferentes credos, de razas dispares, comprometidos, en cambio, en un a tarea común: la de embellecer la villa al amparo y a costa de sus señores duques.
Ana y Teresa. Ana de Mendoza, la Éboli diríamos ahora, un carácter de bronce irresistible; una mujer que había nacido para sembrar la discordia por donde pisaran sus pies, y, sobre todo, había nacido para sufrir, para ser víctima de las circunstancias, de sus propias circunstancias, desde que fue niña… Y Teresa de Jesús, Teresa la Grande, demasiada Teresa para haber nacido mujer y para ser santa, maestra de espiritualidad donde las haya, doctora insigne de la Iglesia, renovadora eficiente de la Orden del Carmelo, “fémina inquieta y andariega”, y mujer de Dios sobre todas las cosas.

La sombra de estas dos damas, a las que la casualidad quiso poner frente a frente, precisamente aquí, se mece de día y de noche sobre Pastrana como latido de su viejo corazón de Señora de la Alcarria.
 
Los tres barrios de Pastrana

Por cualquiera de las calles de Pastrana se respiran al pasar los viejos aires de la España del Renacimiento. “Pastrana recuerda, de una manera imprecisa, a Toledo, y algunas veces, a Santiago de Compostela”, dejó escrito como primera impresión de la villa C.J.Cela, el día que descubrió Pastrana.

Son tres, contados y diferentes, los barrios que aquí recuerdan al visitante la vida española en la Castilla del siglo XVI, tal como fue o como nosotros la imaginamos: Albaicín, Palacio, y el viejo barrio cristiano de San Francisco, que muestra como culmen la voluminosa fábrica de la Colegiata.

En el barrio de Palacio queda abierta, mirando a todos los soles de la Alcarria, la Plaza de la Hora, con sólo tres caras y una sólida barbacana que da vista hacia la vega del Arlés. El nombre de esta señorial plaza, le viene dado por haber sido una hora cada día el tiempo que a la desdichada Princesa de Éboli se le permitía contemplar el mundo desde la famosa reja que todavía existe; y así durante largos años de prisión en su propio palacio, que hubo de cumplir por expreso mandato del rey Felipe II hasta el día de su muerte. De la Plaza de la Hora, sale bajo arco de piedra la Calle Mayor que llega hasta la plazuela de la Colegiata.

El Albaicín, como antes se ha dicho y es fácil adivinar por su nombre, es el barrio morisco, el barrio en el que residieron los granadinos acarreados por los primeros duques para instalar en la villa la industria de la seda. Fue el barrio de los tejedores y de los artesanos, cuyo producto, hasta bien entrado el siglo XVIII, gozó de justa estima en los mercados de toda la península y de ultramar. No faltan quienes aseguran que “Las Hilanderas” de Velázquez representan un telar del viejo barrio morisco de Pastrana.
El Albaicín se encuentra al noreste de villa, separado del resto de la población por la carretera que baja hacia la vega. Al volver de una curva, con su galana estampa de piedra sillar orientada al saliente, se encuentra la recia mansión, dos veces centenaria, de Moratín. El autor de la “Comedia nueva” pasó largas temporadas en Pastrana. Su abuela paterna, doña Inés González Cordón, dama bellísima, hija de modestos labradores, era natural de Pastrana. Se dice que don Leandro Fernández de Moratín escribió en su casa de la Alcarria “La Mojigata” y una buena parte de “El sí de las niñas”.


En el barrio de San Francisco destaca como edificio principal la iglesia Colegiata. Es el barrio con más sabor a siglos que tiene la villa. Muy cerca de la plazuela de la Iglesia y del Ayuntamiento está la plaza de los Cuatro Caños, nombre que le presta su fuente en forma de copa estriada de la que penden cuatro chorros sobre un pilón octogonal de piedra labrada. Hasta hace muy poco se creyó que la fuente de los Cuatro Caños era obra del siglo dieciocho, pero en la reciente restauración se ha descubierto, y así queda a la vista de todos inscrita sobre la piedra del pilón, la de 1588 como año de su construcción, lo cual viene a despejar al respecto todas las dudas. Cuenta la tradición que en una de las más antiguas viviendas -ahora restaurada- de esta típica plaza, habitó durante algún tiempo la reina doña Berenguela de Castilla, madre del rey Fernando III el Santo.

Y a partir de aquí callejones perdidos en cuesta, aleros envejecidos que casi se tocan unos con otros, dejando entre su oscuro maderaje un simple firlacho de luz por el se cuela a intervalos el cielo azul de la Alcarria, sin permitir siquiera que el sol llegue a besar las piedras del pavimento. Esquinas con la señal acaso de candilejas que alumbraron, en las noches de lejanas centurias, alguna cruz de palo o el nicho sombrío donde los antiguos colocaron a devoción, como protector de sus vidas y de sus hogares, la imagen de algún bienaventurado. En la Calle de la Palma luce su portada de dovelas la Casa de la Inquisición, con escudo incluido; y en la del Heruelo la Casa de los Canónigos, y a cuatro pasos de allí la del Dean, mientras que el Callejón del Toro llega en vertiente hasta la Plaza de la Hora.
Por todas partes, aunque la villa poco a poco va cambiando de aspecto, la presencia viva de pasados siglos, hecha recuerdo en casonas anónimas y en conventos donde el tiempo parece haberse detenido para siempre.

Los monumentos

Es ahí, en sus monumentos, donde se manifiesta de manera más real el poso de las glorias pasadas. El Palacio Ducal, ahora restaurado y para tantos desconocido; la Iglesia Colegiata, con su famosa colección de tapices flamencos de Alfonso V de Portugal -la más importante del mundo en estilo y época-, y la cripta enterramiento de varios de sus duques; el Convento Franciscano, antes de Carmelitas, fundado por Santa Teresa, dedicado hoy a menesteres bien distintos, quedan ahí para hablar de ellos en otra previsible ocasión. En ésta es el alma silente de Pastrana, sus calles y sus rincones más característicos, los que nos han entretenido el tiempo y el espacio del que disponemos.

En lzs fotografías: La Plaza de la Hora, la Fuente de los Cuatro Caños, y la Casa de la Inquisición en la calle de la Palma.



miércoles, 1 de agosto de 2012

TRES MUSEOS, TRES


Cuenca por sí sola, sin necesidad de acudir al obligado recurso de lo que le dejó la Historia, es toda ella un verdadero museo. A pesar de todo, la capital por una parte con la pesada carga de vicisitudes que hubo de soportar, y la provincia a la que sirve de cabecera por otra, paso obligado de toda suerte de pueblos y de civilizaciones desde que el hombre colocó por primera vez su planta en la Meseta, resultan ser asiento de infinitos y variados objetos de valor histórico y artístico que en sus tierras han ido apareciendo.
Los tres museos más importantes que tiene Cuenca están recogidos en un radio insignificante de la ciudad alta, muy juntos los tres, aprovechando para su emplazamiento nobles casonas o palacetes de vieja raíz en las callejuelas que avecinan con la Catedral. Uno de ellos, el Museo Diocesano de Arte Sacro, queda incluido dentro del complejo de edificios y salones anejos al Palacio Episcopal. Los otros dos: el Museo Arqueológico Provincial, y el Museo de Arte Abstracto Español, quedan a muy corta distancia de aquel.
Por seguir un orden, cronológico en este caso según su contenido, comenzaremos a hacer una leve referencia de cada uno de ellos por el Museo Arqueológico Provincial. Se encuentra instalado en la calle del Obispo Valero, bajando desde la Plaza Mayor hacia las Casas Colgadas. En sus diferentes estancias aparecen expuestas buenas colecciones de vasijas, enseres, cerámicas, esculturas, y pequeños objetos de metal pertenecientes a las distintas épocas de la Historia, y aun anteriores a ella. Tal vez sean piezas estrella de la arqueología conquense guardadas allí los diferentes hallazgos recogidos en las excavaciones de sus tres ciudades romanas: Segóbriga, Valeria y Ercávica. Son piezas de excelente belleza las estatuas de varios patricios togados del siglo I procedentes de Segóbriga, así como el busto romano de Lucio cesar niño, también del siglo I, extraído de Ercávica. Aparte de todo ello es interesante el muestrario de piezas de metal en pequeño tamaño, y otros objetos de interés procedentes de la España ibera, visigoda y musulmana, que hay repartidos por las distintas salas.
El Museo Diocesano de Arte Sacro se halla anejo al Palacio Episcopal. En él se recoge lo más valioso de cuanto ha existido en iglesias y conventos de la diócesis. Varias de las obras pictóricas, esculturas, y otros objetos de reconocido mérito, estuvieron hasta hace algunos años ocupando sus lugares en capillas de la Catedral y en otras iglesias y conventos de la diócesis. Todo a mano para admirar la ingente maravilla del arte religioso de los últimos siete siglos custodiado por la Iglesia de Cuenca. En este museo comparten el interés del visitante las ricas obras en valor material con las de arte propiamente dicho, y con aquellos otros objetos en los que su valor no va mucho más allá de lo puramente emotivo o testimonial, como piezas recuerdo ligadas directamente con personajes que, a lo largo de su historia, rigieron los destinos de la diócesis. Es el caso de tantas custodias y cálices salidos de los talleres de orfebrería conquenses, y, muy concretamente, el "báculo de San Julián", de excelso bronce dorado y ricos esmaltes de Limoges, a lo que hay que unir su cuidada ejecución por hábiles artesanos bajomedievales.
Dos bellos lienzos del Greco, una "Oración en el Huerto" procedente del convento de la Merced de Huete, y un "Cristo con la Cruz", enriquecieron el bagaje artístico de la Catedral y ahora el de su museo. Hay un díptico bizantino del siglo XIV, conocido por el relicario de "los Déspotas de Epiro", con una treintena de iconos y rica pedrería cuyo valor es incalculable; tablas de Juan de Borgoña y de Yáñez de la Almedina; otra tabla renacentista de Gerard David en la que se ve "El Calvario"; otro "Calvario" más que dicen de Alfonso VIII, pero este en soberbia talla del siglo XIII; más custodias y cruces procesionales de los Becerril; dos pequeños detalles escultóricos de Mariano Benlliure; ternos, casullas, dalmáticas, y tantas piezas más de marcado interés, cuya relación sobre el papel resultaría fría y, por tanto, improcedente.

El tercero de los tres museos más importantes que tiene Cuenca, está situado en el interior de una de las Casas Colgadas. Sí, las Casas Colgadas son el piadoso santuario que desde 1966 sirve de albergue a la nueva concepción de las formas, es decir, al Museo de Arte Abstracto Español. ¿Habrá algo más inconcreto que aquellas viejas rinconeras de leyenda en donde todo cabe? ¿Algo más irracional y etéreo en este mundo nuestro del dos y dos son cuatro, que la Cuenca de Hércules, en donde es de buena ley que la luz se convierta en noche y los vientos de la sierra en retorcida forja? Ahí precisamente quiso el pintor Fernando Zóbel que atravesara por tiempos infinitos el océano de las estaciones y de los siglos su colección de formas y de colores abstractos, producto en exclusiva del genio hispano sacado de órbita, si es que se ha de tomar como referencia la tradicional concepción artística de nuestros clásicos. Precisamente ahí asienta lo más selecto de nuestra producción en el terreno de lo inverosímil. Un privilegio para Cuenca y un escenario simpar en donde exponer, ya en el último peldaño del precipicio, la materia increíble e inex¬presiva tornada en imagen; convertida en meditación sobre las riscos en los que se asegura la ciudad, en sueño inadmisible que, aun pareciendo un contrasentido, coincide sin embargo con la más rigurosa realidad.
Nombres tan señeros en el arte de vanguardia como los de Chillida, Millares, Saura, Rivera, Sempere, Gustavo Torner, Tapies, Palazuelo, el propio Zóbel, y tantos más, completan el nutrido catálogo de autores cuyos trabajos más significativos se guardan en este museo, como en permanente exposición, muestra de una de las maneras de concebir el arte más representativo del siglo en que vivimos.



martes, 24 de julio de 2012

DE MORENGLOS A LA SIMA DE PAREDES


Ha sido éste un periplo por la comarca más septentrional de la provincia, que me ha ocupado toda la tarde. Se nota cómo en estas fechas la duración de los días ha descendido de manera considerable. En cambio, son tardes de final de verano que invitan a viajar. Tardes transparentes que animan a salir de casa o del sitio donde agotes las vacaciones, teniendo siempre, eso sí, una ruta prevista.
Conozco aquellas tierras después de haber viajado por ellas en repetidas ocasiones, pero no me importa volver. Los pueblos nunca se terminan de conocer, ofrecen siempre algo nuevo, más todavía en estas fechas, cuando los veraneantes se acaban de marchar en buena parte y los pueblos intentan acomodarse a su propio ser, a lo que en realidad serán a partir de ahora, hasta que despunte el próximo verano.
Hoy me he marcado como primer destino pasar una hora, o poco más, en un pueblecito apartado de las sierras del norte: Alcolea de las Peñas, para concluir mientras dure la tarde en los rayanos con la otra Castilla.

Alcolea de las Peñas -creo que lo he dicho en alguna otra ocasión- es uno de los pueblos más escondidos, y como tal, uno de los más sugerentes y misteriosos que tiene esta provincia de Guadalajara. Alcolea del las Peñas es un pueblo antiguo, cuyas bellezas resultan difíciles de explicar, precisamente porque son bellezas peculiares, suyas propias, muy poco comunes. He visitado Alcolea de las Peñas en dos o tres ocasiones y en todas ellas he descubierto alguna cosa nueva.

El pueblo está situado casi en los límites con la provincia de Soria, entre Cincovillas y Paredes de Sigüenza, ligeramente desviado a mano derecha, al que se sube por una carretera local, estrecha, que parte muy cerca del muro que todavía se conserva en pie del antiguo torreón de Morenglos. Casi nada consta de este mágico lugar, desaparecido hace varios siglos; las cuevas horadadas en la roca y las cuatro o seis sepulturas abiertas sobre la dura superficie de la peña, junto a las ruinas del torreón de la que fue su iglesia, son el único testimonio que ha venido a quedar de aquel viejo poblado. Se ha dicho que la iglesia de San Juan del Mercado de la cercana villa de Atienza se reconstruyó en el siglo XVI, sobre otra románica del XII, con piedras y sillares acarreados desde aquí, desde la iglesia medieval de Morenglos. Algo más arriba queda, a un par escaso de kilómetros de distancia, el pueblo de Alcolea de las Peñas. Al pie del caserío de Alcolea pasa el arroyo que lleva su mismo nombre, afluente del Salado, con el que juntará sus aguas por los llanos de Cercadillo.


Alcolea de las Peñas, aun dentro de su actual pequeñez: una veintena de habitantes con carácter fijo a mucho contar, es un pueblo de rico historial y con infinitos detalles que conviene conocer. A poco de acabar la Guerra de la Independencia, y tal vez por haber tenido algo que ver en la lucha contra el intruso invasor, el rey Fernando VII le otorgó el título de villa en 1817. Las "cuevas" en cuyo interior se distinguen algunos departamentos, pasillos y ventanales sobre el precipicio, dentro del mismo pueblo, son conocidas por el vecindario como La Cárcel; de tan interesante particularidad se cuentan cosas increíbles, pero verdaderas, como la del preso que en tiempos muy lejanos se arrojó sobre el barranco y salvó su vida al quedarle enganchado el cuerpo entre las ramas de los árboles que todavía suelen crecer en el fondo del precipicio. La iglesia gótico-renacentista del lugar, obra del siglo XV, tiene un curioso garitón al poniente que recuerda la arquitectura civil de aquellos tiempos.

Hay un pastor sentado junto a la carretera. Le acompaña el fiel caniche, ojo avizor, a cuatro pasos de su dueño mirando al grueso del ganado. Las ovejas carean aburridas los primeros rebrotes de la rastrojera. El pastor me mira indiferente al pasar a su lado. Ladra el perro.

El empalme hacia Tordelrábano se abre también a mano derecha. En Tordelrábano es posible que dentro de unos días no queden más de una docena de personas viviendo de manera continua. En Tordelrábano hubo un tiempo en el que dejó de celebrarse la fiesta patronal de San Roque por falta de público. Es un pueblo bonito, a mí me lo parece, y tranquilo, muy tranquilo, con varias de sus casas plantadas sobre un duro pedestal de roca. Los huertos de la Cerrada, de la Poza y de la Fuente, fueron durante mucho tiempo para los vecinos de Tordelrábano un recurso fundamental para seguir tirando.

La carretera continúa con dirección a los Altos de Barahona. Estamos a dos leguas de la provincia de Soria. No se ve ni una sola persona a nuestro alrededor, ni algo que se mueva a excepción de los matujos secos que hay junto al camino y de algún gavilán haciendo cabriolas en el finísimo azul de estos cielos de la sierra.

El pueblo de Rienda nos coge a trasmano. En Rienda aparece la primera salina de las muchas a que da lugar el río que nace por aquellos contornos, y que en otros tiempos vino a suponer una importante fuente de trabajo y de riqueza para toda esta comarca, hoy pobre y deshabitada.
 
Sin duda, la condición especial del día, impropio de las fechas en las que nos encontramos, debe de influir en el semblante mortecino y solitario de estas tierras. Allá, al fondo, señaladas por la luz de un claro que se abrió entre el cielo plomizo de la tarde, se ven las casas de Paredes, las elegantes casonas de Paredes con la airosa espadaña de su iglesia de San Julián Confesor -el santo parricida que tienen por Patrón- como gallardete levantado al favor de todos los vientos. Estos campos de Paredes de Sigüenza, y los otros no lejanos de la provincia de Soria, jugaron, según los historiadores y los eruditos especializados en temas medievales, un papel importante en la primitiva literatura escrita en lengua castellana.


La sima de Paredes de Sigüenza queda a cincuenta metros de distancia desde la carretera, más o menos; la tengo ahora delante de mí. Llego hasta sus bordes con una mal disimulada precaución. El viento frío del noroeste sopla sobre estos llanos de labor que rodean al pueblo. No se ve una sola alma por el campo ni por los alrededores del pueblo. Gran parte de los veraneantes que hubo en la comarca marcharon de nuevo a la ciudad empujados por los cambios de temperatura a medida que la tarde va de caída. Tomo un par de fotografías desde diferentes ángulos y me las llevo para mostrar a los lectores alguna de ellas. El pueblo queda a 1002 metros de altura sobre el nivel del mar y a 88 kilómetros de distancia desde Guadalajara. A medida que la tarde cae, el frío se hace más intenso y el silencio es todavía mayor. De un momento a otro las sombras empezarán a apropiarse de pueblos y paisajes. En el campanario de la iglesia todavía se aprecia un leve reflejo del último sol de la tarde.
 

(En las fotos: “La Cárcel” de Alcolea de las Peñas; lo que todavía queda del torreón de Morenglos, y un aspecto de la “Sima” en Paredes de Sigüenza)

Pues bien; hace algunos años, quizás treinta o alguno más, en las inmediaciones del pueblo de Paredes, cerca de lo que todavía queda de una importante calzada romana, que según indicios bastante precisos pasó por allí, se produjo un fenómeno geológico importante que apenas tuvo resonancia, pero que no por eso carece de interés al menos como algo novedoso por estas latitudes. Un trozo de terreno de forma circular, y con una superficie equivalente al ruedo de una plaza de toros, se hundió de improviso hacia el interior de la tierra, dando lugar a una poza formidable que al instante se llenó de agua, y que allí está. Los lugareños la reconocen por "la sima", cuando por su origen no parece tal ni nada que se le parezca, sino más bien una torca, de menores proporciones que las famosas de la Baja Serranía de Cuenca, debida a una causa similar a la que dio origen a aquellas, es decir, a la continua erosión del subsuelo por las corrientes de agua subterránea, que acaban por producir hundimientos de este tipo, a veces en cadena, si bien separados en el tiempo por montones de años, o de siglos, hasta salpicar el paisaje de barranqueras, todas circulares y profundas, como ha ocurrido con las cuarenta o más que se reparten entre los bosques de pinar de la Serranía de Cuenca, y de las cuales, una en el término municipal del pueblecito de La Frontera, se produjo en el pasado siglo, quiero recordar que en el año1927, y que por muy poco no se tragó a un campesino con su yunta de mulas que en ese instante se encontraba faenando por los alrededores.