lunes, 14 de diciembre de 2009

PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD


«Salimos los tres y nos dirigimos por la Carretería hasta un vetusto puente sobre el río llamado Huécar, el cual une la ciudad vieja con los arrabales. Como poseo un gran sentido topográfico, andando me enteraba de la estructura de aquella ciudad celtíbera, visigoda, arábiga o no sé qué, asentada en varios montículos rocosos. El conjunto del viejo caserío escalonado en diferentes anfiteatros, donde al parecer los cimientos de unas casas pisaban las techumbres de las otras, era de lo más pintoresco que yo había visto en mi vida».("De Cartago a Sagunto" Pérez Galdós)
Parecen escritas esta misma tarde las palabras del autor de los "Episodios Nacionales". Don Benito Conocía Cuenca, como la conocieron después don Miguel, don Pío, don Eugenio D´Ors, y tantos autores de renombre del pasado siglo, sin contar a los de la propia Cuenca.
Hace años que los caprichos del destino arrancaron de mí el cordón umbilical que con candores de juventud me unía a la ciudad de Cuenca. Suelo andar por ella con asiduidad, no obstante. A Cuenca no es posible olvidarla. La costumbre se ha convertido en una necesidad vital para la retina y para el corazón. Acabo de llegar de Cuenca en un viaje fugaz, más rápido de lo acostumbra­do, que apenas me permitió gozar por unas horas de aquella singulari­dad suya que, pasado el tiempo, ha venido a colocarla sobre el pedestal de honor que sólo consiguen por mérito propio las ciudades más bellas del Planeta, y Cuenca lo es. Ha sido desde siempre una de las ciudades más hermosas de la Tierra, esa es la verdad, aunque ahora se le está comenzan­do a reconocer universal­mente en razón de estricta justicia.
Ocurre a veces que los pueblos, lo mismo que las personas, llevan consigo la señal de su sino como parte fundamental e inseparable de su propia esencia. Cuenca -lo saben bien los conquenses- es una ciudad marcada desde el amanecer del mismo día en que comenzó a existir, una ciudad carismática sobre la que se ha de volcar la mirada, cuando no los ojos del espíritu, que también son precisos para compren­derla; una ciudad urbanística­mente disparatada, pero sublime, un sueño de locos; novedosa donde las haya en cuanto a su trazado, y quimérica por sus rincones irrepetibles, por la situación y por la estructura de sus edificios, tantos de ellos convertidos en mito. Cuando en el resto del mundo -incluidas las grandes ciudades de los países más adelantados- el hábitat no iba más allá de las viviendas familiares de dos o tres plantas a los sumo, en algunos barrios de Cuenca la gente vivía en rascacielos, en casas superpuestas sobre las peñas con abierto desprecio al vértigo. Ahí están aún para comprobarlo, y bien que valdría la pena hacerlo.
La leyenda dice que a Cuenca la fundo Hércules en persona, único viviente capaz de imaginar y de llevar a término semejante maravilla. Aseguran otros que fue fundada el mismo día y a la misma hora que la ciudad de Roma, sin que haya podido saberse quién fue en realidad su verdadero artífice. La Historia, más rigurosa en sus apreciaciones y más difícil de convencer, parece no estar en todo de acuerdo con el origen mitológico que, de una manera u otra, le atribuye la fábula. Se cree que fueron los moros los primeros que se establecieron entre las hoces de una forma estable y organizada, dando lugar a aquella primera Cunca que nos presentan los estudiosos situada en las alturas, y que a medida que iba avanzando la Reconquista, crecía de arriba hacia abajo partiendo del cerro del Castillo.
Debido a su peculiar situación, y a toda esa serie de encantos adheridos que la entornan: aire, agua y piedra, y de los que jamás habrá que considerar extraño al paisaje, sino por el contrario muy principal, Cuenca es una ciudad naturalmente hermosa. La princesa Zaida, hija del moro Almutamid, prisionera, concubina, y esposa después del rey Alfonso VI, tuvo a Cuenca -no falta de razón- como el más valioso tesoro de su dote.
Han pasado los siglos, ocho o más desde que Cuenca tomó categoría de ciudad importante. En ella siguen comandando sobre vidas y haciendas los soberbios crestones de piedra, los violentos roquedales de su contorno, las aguas verdes de sus ríos con olor a sierra, en perfecta simbiosis con el ser y el hacer de la ciudad vieja; no podía ser menos. Los conquenses de muchos siglos atrás fueron moldeando la metrópoli con arreglo al abstracto escenario de sus hoces y a la espina pedregosa que quedaba entre ellas, lomera informe sobre la que Cuenca se fue derramando, siglo a siglo, hasta caer, ya en su final, sobre el valle del Júcar, donde encontraron sitio -ancha es Castilla- las modernas industrias y los barrios discordes surgidos al amor del progreso durante los últimos cincuenta años. Siempre, eso sí, con la ciudad histórica y monumental sobre los hombros que amparan, a un lado y a otro, los cortes vertiginosos abiertos bajo los farallones de caliza que salvaguardan desde la altura, como testas de sus dioses penates, los cauces de los ríos.
A distancia, sobre el arracimado caserío de la Cuenca mora, judía, medieval, renacentista y barroca, de los añosos callejones en cuesta, destaca el emblemático torreón de Mangana, desde donde en tiempos lejanos rezó a gritos el muecín, y más tarde fue contando, una por una, las horas en calma de la ciudad el reloj más familiar y más reconocido de los conquenses, cuyas campanadas se multiplican por dos, o por diez, al restallar en el silencio de la noche su son metálico contra las peñas de la hoz para que el eco las devuelva y juegue con ellas.
A paso lento, pero pisando sobre la base firme de sus visiones irrepetibles, la vieja Cuenca ha comenzado a despertar de aquel letargo que le duró siglos. El escondido joyel de la Castilla de leyenda, donde el pasado y el presente se combinan maravillosamente, prevalece intacto, como si el tiempo no hubiera corrido, atenién­dose siempre con rigor a la primera condición con la que fue creada: los caprichos de la madre Naturaleza, principal razón de la Cuenca única; hoy, patrimonio de todos los hombres.
("Nueva Alcarria", 9 de mayo de 1997)

sábado, 5 de diciembre de 2009

EL SEÑORÍO DE MOLINA


Ocupa toda esta comarca -la más oriental de la provincia- una extensión muy próxima a la tercera parte del conjunto total de las tierras de Guadalaja­ra, es decir, unos 4.000 kilómetros cuadrados. Sus límites territoriales quedan perfectamente defini­dos por razones históricas, si bien, se le agregaron posteriormen­te, cuando la reorganización administra­tiva en partidos judicia­les, algunos municipios más de la comarca de Maranchón.
Una inmensa paramera ocupa gran parte de las tierras del Señorío, con una altitud media que sobrepasa los 1.100 metros, en donde se han llegado a registrar (cuarenta grados negativos) las tempera­turas más bajas de España.
Son sus sierras principales las de Aragonci­llo y Caldereros, que lo dividen en zonas bien diferenciadas que a su vez se repar­ten en las famosas sexmas, según sus peculiaridades y caracterís­ticas más destacadas, y que son: Sexma del Pedregal, en donde quedan las minas de hierro de Sierra Menera; Sexma del Sabinar, boscosa, con abundancia de sabi­nas, de pinos silvestres y de maro­jos; Sexma de la Sierra, la más espectacular paisajísticamente de todas ellas, en donde se puede incluir una buena parte de la comarca natural del Alto Tajo; Sexma del Campo, vertiente hacia Aragón en la tierra más meridional del Señorío, con los términos cerealistas de La Yunta, Campillo de Dueñas y Tortuera. Los ríos más sobresalientes, aparte del joven Tajo, son el Gallo o río de la ciudad de Molina, el Mesa y el Cabrillas.
Molina de Aragón es el centro y la capitali­dad de todo el Señorío de su nombre; Villel de Mesa, Milmarcos, Tartanedo, Checa, Corduente, Alustante y Orea, son sus poblaciones principales, si bien, el número de habitantes, salvo en la propia Molina, ha descendido considerable­mente en las últimas décadas.
Como detalle característico de estas tierras, merecen refe­rencia especial los palacetes o casonas solar de rancio abolengo que aparecen por toda la comarca molinesa, detalle que no suele faltar en cada una de las villas y lugares del Señorío, marcadas por escudos nobiliarios en memoria de las muchas familias de hidalgos que por allí vivieron. Así mismo dan carácter a sus pueblos los típicos pairones moline­ses, a modo de cruceros, que presiden y guardan las entradas de casi todos los caminos de acceso a cada lugar, dedicados siempre a uno o varios santos protectores.
Los municipios que se agregaron en 1834 al partido judicial de Molina, pero que no formaron parte de su histórico Señorío son los siguientes: Anquela del Ducado, Balbacil, Ciruelos, Clares, Codes, Luzón, Maranchón, Mazarete, Peñalén, Poveda de la Sierra, Tobillos y Turmiel. Tampoco el pueblo de La Yunta, situado en los rayanos con tierras de Aragón, fue considerado como parte del Señorío, debido a que los señores de Molina lo donaron a la Orden de San Juan, lo que le permitió regirse bajo administración y jurisdicción propias.

(En la fotografía: "El río Gallo a su paso por el puente románico de Molina de Aragón")

lunes, 30 de noviembre de 2009

EL PINTOR DE PALACIO



Manuel Amores Torrijos es un maestro de Cuenca, nacido en Torrubia del Campo, que cuenta con el impagable mérito de haber descubierto la partida de bautismo del pintor Juan Bautista Martínez del Mazo, al que hasta ese momento se había considerado como conquense, pero sin que se conociera con certeza el lugar exacto de su nacimiento.
Rastreando por sacristías de iglesias y de conventos, obtuvo por fin el merecido fruto a su insistente trabajo de investigación; y así sabemos que -según consta en un documento encontrado por él en los archivos de la iglesia de San Pedro, casco antiguo de la ciudad en el barrio alto- nuestro pintor, hijo de Hernando y Lucía, nació en Cuenca en el mes de mayo de 1605, considerando que su partida de bautismo lleva la fecha del domingo 22 de ese mismo mes y año.
Tan importante hallazgo llevó a Manuel Amores a estudiar posteriormente la época en la que vivió el pintor; los ambientes de la ciudad de Cuenca y de la Corte por aquellos años; la relación de los reyes con la familia del pintor Diego Velázquez, con cuya hija Francisca contrajo matrimonio en 1633; y, desde luego, a conocer a fondo la obra pictórica de Martínez del Mazo.
Como feliz consecuencia y remate a su intensa labor de investigación, Amores Torrijos escribiría una novela a la que enseguida se le otorgó el premio "Novela Histórica Ciudad de Valeria", a la que dio el título de El pintor de Palacio, de carácter biográfico sobre este artista, que si no figura entre esa media docena de pintores españoles más conocidos y mejor considerados universalmente, que encabeza su propio suegro y maestro, sí que por la calidad de su obra, dentro del firmamento de nombres memorables del Siglo de Oro, puede contarse como una de sus estrellas más brillantes, a la par de la del propio Velázquez.
El pintor de Palacio es una estupenda novela, escrita en primera persona con el pintor como protagonista, magníficamente estructurada, con un contenido histórico interesantísimo, que conviene conocer y considerar; pues lleva sobre la espalda -a la del autor me refiero-, como así se refleja en cada una de sus trescientas páginas, muchas horas de trabajo y de investigación responsable.
Transcribo como detalle a los lectores una página cualquiera de El pintor de Palacio, de Manuel Amores Torrijos, novela publicada por Editorial Alfonsípolis, C.B. en el año 2005.


(El Detalle)

«Por la primavera de ese mismo año 1606, mis padres abandonaban el barrio de San Martín y sus rascacielos para trasladarse al de San Pedro, mas aristocrático y poblado por gente de una mayor relevancia social, sobre todo la residente en la calle que daba nombre al barrio.
Desde la nueva casa, asomada cual dama curiosa y fisgo­na a la Hoz del Huécar, divisaba en su plenitud el portentoso paisaje que arrebataba mis sentidos y me transportaba a la inmaterial, a la ilógica fantasía de las formas y los colores. Cuenca ha sido para mí la amazona del vértigo cabalgando un corcel de piedra. La valquiria montada en una nube caliza. Ni los jardines colgantes de Babilonia hubieran sido capaces de superar tanta belleza.


Cómo deseaba, desde bien pequeño, atrapar, transportar y dejar bien amarrado en el lienzo todo aquel tropel de sen­saciones y vivencias. Pero tan múltiples y dispares magnificencias naturales, que eran percibidas y gozadas por mi espíritu, sobrepasaban a mi pobre humanidad y huían de la mano y del juicio cuando intentaba materializarlas con los colores de la paleta. Siempre me salía una obra incompleta, inanimada, castrada, en nada comparable a una naturaleza viva que no era capaz de plasmar ni trasladar a ningún arte material, ni tampoco me sería posible describirla aun con las palabras mas hermosas escritas por los vates mas sutiles y de espíritu mas elevado. Por eso, siendo como he sido un pintor prolífico en obra paisajística, nunca me atreví a dejar constancia del pa­norama de mi Cuenca natal, pues haberlo intentado hubiera sido como profanar algo irrepetible no sujeto a representa­ciones. En este aspecto, si las Hoces que rodean la ciudad, en lo que se refiere al concepto estético, podría decir que son dos collares de esmeraldas, para mi arte se convirtieron en dogales que ataron mis manos y en dos murallas en donde se estrelló una y otra vez mi imaginación.


Hasta tal punto me hechizó aquella visión paisajística, que con tozudez intentaría perpetuarla en repetidas ocasiones. Para ello, pasados los años, haría un gran sacrificio económi­co -siempre fui tan parco en dineros como prolijo en gastos para la mantenencia de mi abundante prole- y compre una vivienda en Cuenca, la familiar, cercana a la catedral en la calle de la Torre de las Campanas, acaso la que brindaba me­jores vistas. Lástima que fueran tan escasas las ocasiones en que pude extasiarme contemplando la maravilla que desde ella se me ofrecía.»

sábado, 28 de noviembre de 2009

LA BATALLA DE GUADALAJARA ( y I V )


Durante los días del 18 al 23, la suerte en el correr de los acontecimientos mostró, no obstante, su cara y su cruz a las tropas republicanas; su cara, porque cuando en la mañana del día 18 preparaban un fuerte ataque en la carretera de Francia, se encontraron con que no tenían enemigo con quien luchar, pues las fuerzas voluntarias habían retrocedido sin haber sido vistas hasta la línea imaginaria Argecilla-Cogollor, en donde habían recibido desde su mando central la orden de retirarse; y su cruz, porque a la vista de la flojedad mostrada por las tropas franquistas, se montó un ataque violentísimo por parte de todas las Brigadas Internacionales, desde el norte de Brihuega hasta la carretera de Francia, al que la División Littorio respondió sacrificándose hasta el heroísmo, dando como resultado, después de dos días de lucha despiadada, que la ganancia de terreno por parte de los brigadistas no compensó con el número de bajas que se produjo en sus filas.
Mientras tanto, y a la vista del fracaso habido en las tropas nacionales a las que servían de apoyatura desde el valle del Henares, a la División Soria se le creó una situación más que comprometida que debería solucionar con urgencia. Habían quedado sus líneas muy avanzadas, ya por el valle del Badiel; pero ahora, con toda el ala izquierda al descubierto al haber tenido que abandonar los voluntarios su posición por la carretera del Francia, su seguridad estaba comprometida temerosamente. A pesar de la grave situación en la que se encontraban, pensó Moscardó no ceder un paso, pero cumpliendo órdenes tajantes del general Mola retrocedió hasta quedarse a la altura de las Divisiones voluntarias, dejando libre todo el valle de Muduex y Utande, que el ejército gubernamental volvió a ocupar sin mayores complicaciones.
El empeño de las tropas nacionales se había visto frustrado, dejando en la estacada por fuerza mayor a miles de personas entre muertos y heridos en el corto espacio de una semana. La guerra es así. Aunque los autores no se ponen de acuerdo al fijar la cifra de caídos, tanto en un lado como en otro, podríamos hablar de 1.500 muertos por cada ejército y 3.000 heridos tanto en un bando como en el otro. La cifra de prisioneros, redondeando e igualando también como parece que se desprende de los diferentes documentos consultados, anduvo en torno a los 300 en cada parte. Triste balance para una batalla que, como la guerra toda, se pudo y se debió evitar.
Durante los días del 19 al 22 las brigadas gubernamentales tomaron con cierta facilidad algunos de los pueblos de la comarca, tras la retirada de las tropas franquistas. Villaviciosa de Tajuña, Gajanejos y Masegoso fueron recuperados el día 19; no así Copernal y Padilla de Hita, al otro lado, donde los divisionarios de Moscardó repelieron el ataque.
Al final todo quedó igual. La Batalla de Guadalajara tuvo una repercusión internacional extraordinaria, en donde hubo tanto que perder y nada que ganar. Nuestra tierra se vio asolada como consecuencia de los bombardeos, y varios pueblos que sirvieron de escenario a los acontecimientos tardaron décadas en recuperar su imagen y en olvidar las escenas que vieron los ojos de sus hombres y mujeres, testigos inocentes de tanto horror. Al respecto me viene a la memoria lo que hace años me contó un anciano de Hontanares, pueblecito tranquilo y saludable de aquella comarca, que dijo recordar “como si hubiera sido ayer” el dantesco espectáculo de un camión vaciando en mitad de la plaza todo un cargamento de cadáveres, que después serían enterrados en una fosa común.

Entre los corresponsales de guerra llegados a España desde otros países para dar cuenta al mundo de nuestra Guerra Civil, se contó como el más notable de todos ellos a Ernest Hemingway, futuro Premio Nobel y amigo de España, que, aunque afín a la causa republicana, vio con sus propios ojos y pisó “in situ” días después los campos calcinados en donde estallaron las bombas, reventaron los obuses, silbaron las balas y se mezcló con el aire limpio del campo de la Alcarria el último aliento de los moribundos. Su crónica acerca de lo que había visto se publicó en el diario estadounidense The New Republic el 5 de mayo de aquel año, casi dos meses después de la batalla. La crónica de Hemingway es todo un documento cargado de realismo que debe figurar entre los artículos de guerra más importantes del periodismo mundial. Debido a su extensión tan sólo incluyo, como final a esta serie de trabajos sobre la Batalla de Guadalajara, la segunda mitad de dicha crónica, que extraigo de mi libro “Guadalajara en la Literatura” que tuve a bien incluir como pieza de oro entre los grandes autores que a lo largo de la Historia han escrito sobre esta tierra. Hemingway termina su crónica con los siguientes párrafos:
«El autor de estos despachos ha pasado cuatro días estudiando la batalla de Brihuega, recorriendo el terreno con los jefes que la dirigieron, con los oficiales combatientes que tomaron parte en ella, verificando las posiciones, siguiendo las huellas de los blindados, y afirma sin reservas que Brihuega tendrá un lugar entre las batallas decisivas de la historia militar del mundo.
Nada es más terrible ni más siniestro que el rastro dejado por un carro de asalto. Un huracán tropical deja tras de sí un caprichoso trazo de completa destrucción, pero las dos huellas paralelas que el carro de asalto imprime en el barro rojo, conducen a escenas de muerte premeditada peores que las provocadas por un huracán.
Los bosques de encinas situados al nordeste del palacio de Ibarra, muy cerca de un brusco recodo de la carretera de Brihuega y Utande, todavía están llenos de muertos italianos que no han sido recogidos por los sepultureros; las huellas de los carros de asalto llevan al lugar en que murieron, no cobardemente, sino defendiendo posiciones hábilmente preparadas para ametralladoristas y fusileros, en las que fueron descubiertos por los carros de asalto y donde aún yacen. Este bosque de encinas, estos campos incultos, son rocosos y los italianos se vieron forzados a construir parapetos de piedra en lugar de intentar cavar un suelo que no mellaban el pico y la pala.
Y con horrible eficacia, los obuses disparados por los cañones de setenta carros de asalto que acompañaban a la infantería al combate en la batalla de Brihuega, haciendo volar en mil pedazos esos bloques de piedra apilados, crearon una verdadera pesadilla de cadáveres. Los pequeños blindados italianos, armados solamente con ametralladoras, resultaron impotentes ante los más pesados carros blindados gubernamentales, equipados con cañones y ametralladoras, como guardacostas enfrentados a cruceros acorazados.
Aquellos resultados que presentan la acción de Brihuega como una victoria exclusiva de la aviación, con columnas enteras libradas sin combatir a la desbandada y al pánico, se ven rectificados por un estudio del campo de batalla.
Fue una batalla de siete días, duramente disputada, con la lluvia y la nieve utilizando la mayor parte del tiempo los transportes motorizados. El último día, durante el ataque final que rompe el frente de las tropas italianas y las pone en fuga, las condiciones atmosféricas apenas permitían a los aviones levantar vuelo; y ciento veinte aparatos, sesenta blindados y alrededor de diez mil soldados gubernamentales derrotan a tres divisiones italianas de cinco mil hombres cada una. Es esta coordinación entre aviones, blindados e infantería lo que lleva hoy la guerra a una nueva fase. Es posible que esto no les guste, y quizás quieran ver en ello propaganda, pero yo he visto el campo de batalla, los prisioneros y los muertos.»
Uno busca la explicación lógica al porqué de esta batalla después de lo mucho visto y leído, sobre todo a la participación tan numerosa de soldados italianos, nada menos que cuatro Divisiones incluida la Littorio de Bergonzoli. Al cabo uno saca como conclusión, creo que no muy descaminada, que el Duce (Benito Mussolini) quiso apuntar en su haber la toma de Madrid en la Guerra de España, un enfrentamiento entre compatriotas con ideologías diferentes que a él ni le iba ni le venía lo más mínimo, y mucho menos a los miles de italianos que dejaron allí sus familias y aquí sus vidas. La Batalla de Guadalajara vista desde esa perspectiva fue un producto de la ambición. Mussolini vio a priori la victoria conseguida con su apoyo militar, y con ella la toma de Madrid, y con la toma de Madrid el final de la guerra, y con el final de la guerra vio a Franco convertido en su fiel servidor. Nada resultó ser así.
Después de los sesenta y seis años que se cumplen por estas fechas, la Batalla de Guadalajara no deja de ser más que una página luctuosa en nuestra historia que debemos conocer, por lo menos para dar solidez a nuestra conciencia de horror a todo cuanto suponga violencia, venga de donde venga, pues la Historia, aunque nos siga costando trabajo reparar en ello, sigue siendo maestra de la vida.

lunes, 23 de noviembre de 2009

LA BATALLA DE GUADALAJARA ( I I I )



El día 11 caía Trijueque en manos de los grupos más avanzados de la 3ª División de Voluntarios. La Primera, al mando del general Rossi, acude con toda prisa a Brihuega para efectuar el relevo de tropas. En el mando nacional se marca como objetivo principal la toma de Torija, que sobre el papel, y peor aún sobre el terreno, no habría de resultar nada fácil. La toma de Torija suponía que la 3ª División avanzase por la carretera de Francia, y que la 2ª, situada en las posiciones ya dichas al sur y suroeste de Brihuega, se apoderase del palacio de Ibarra, del palacio de Don Luis y de toda la zona de encinas que hay entre uno y otro palacio. Una vez conseguido eso, sería posible acercarse con relativa facilidad hasta Torija, donde las fuerzas del CTV podrían ser mucho más potentes al unirse en un solo punto los efectivos de las dos Divisiones.
Las condiciones del terreno seguían siendo pésimas para la batalla. El temporal de agua, de viento y de frío, restaba capacidad física y anímica en las tropas por ambos bandos. En el ejército franquista la situación era todavía peor, ya que no le fue posible recibir ayuda de la aviación nacional por encontrarse embarrada en los aeropuertos de tierra en Almazán, y los carros de combate sólo podían caminar por carretera, pues a pleno campo se clavaban y se quedaban inmóviles en el barro arcilloso. Trijueque volvió a pasar en cuestión de horas a manos del ejército republicano; el batallón Garibaldi con guerreros italianos, más otros tres más de la 15 Brigada Internacional, escondidos sus hombres entre las encinas, ocuparon la zona boscosa junto a la carretera de Brihuega, obligando a una buena parte de los efectivos de la 2ª División que acudían a tomar Torija cumpliendo órdenes, a refugiarse y a hacerse fuertes en el palacio de Ibarra, donde llegó a darse el caso (en la guerra vale todo) de que los republicanos, haciendo uso de octavillas impresas y de enormes altavoces que se oían por todo el campo, invitaron, previo pago, a rendirse a los soldados italianos allí atrincherados, ofreciéndoles, además de poner su vida a salvo, la cantidad de cincuenta pesetas para todo el que se pasase al ejército enemigo, y cien si lo hacían provistos de armamento. La lucha entre súbditos italianos encuadrados en ambos bandos fue cruel, sangrienta e ineficaz, tanto para unos como para otros.
La División Soria de Moscardó seguía su paseo de triunfo en acción paralela. Tomó Cogolludo y bajó hasta Espinosa, pasando por Hita hasta Torre del Burgo. Bien es cierto que los efectivos republicanos con los que Moscardó se fue encontrando al paso estaban visiblemente menguados, pues las tropas gubernamentales se habían concentrado en su gran mayoría en el frente abierto contra las tres divisiones de voluntarios italianos.
El día 12, las divisiones motorizadas del CTV fueron prácticamente eliminadas de la contienda cerca de Brihuega por la aviación rusa al servicio del ejército republicano, que operaba desde aeropuertos de Madrid y de otros en Guadalajara, que, aunque improvisadas, contaban por lo menos con pistas de cemento desde donde los aviones podían despegar. En este día, y no lejos de Brihuega, se produjo la muerte del general Luizzi, jefe del Estado Mayor del Cuerpo de Voluntarios.
El grueso de la batalla, según los indicios y la situación de los ejércitos contendientes, parecía lo más lógico que tuviese por escenario los campos embarrados próximos a Trijueque, pero no fue así. Por una parte el batallón de la Fiame Nere que había ocupado el palacio de Ibarra, y por otra los tres batallones del ejército republicano que se habían ocultado en el bosque que rodea a este palacio, fueron el fulminante que hizo estallar la más potente explosión del choque hasta aquel momento.
Los tres batallones de brigadistas escondidos entre la espesura del bosque recibieron el día 13 la orden de asaltar el edificio. La aviación al servicio de las fuerzas gubernamentales comenzó a bombardear de manera impetuosa a las fuerzas enemigas que se habían ido infiltrando en vanguardia. El hecho de no encontrar resistencia por parte de la aviación franquista, debido a no poder despegar de su aeropuerto en la provincia de Soria, aumentó su confianza. Cuentan los cronistas, siempre con información de primera mano, que el heroísmo con el que lucharon los italianos refugiados en el palacio de Ibarra fue digno de pasar a la historia. Dos compañías pertenecientes a batallones próximos se desgajaron en auxilio de los sitiados, pero todo fue inútil. El enfrentamiento con todas las de perder por parte de los atrincherados dentro del edificio, llegó hasta la lucha cuerpo a cuerpo. «Cuando los contraatacantes entraron el Palacio de Ibarra -dice uno de aquellos cronistas-, reconquistado tras dos días y medio de lucha encarnizada, varias docenas de cadáveres de bravos dieron testimonio del valor con que los voluntarios italianos habían honrado su fama y su orgullo de combatientes». Un acto aislado de heroísmo colectivo que costó muchas vidas y que no aportó gran cosa al resultado final de la batalla, y mucho menos de la guerra que aún duraría dos años más.
Mientras tanto, la División Littorio del ejército italiano que comandaba el general Anibale Bergonzoli, avanzó desde Sigüenza hacia la línea de combate, a fin de impedir la efectividad de los contraataques del ejército republicano en el sector de Trijueque, pero sin haber tomado en consideración lo suficiente el estado del terreno, imposible para la lucha después de una semana completa de lluvia intensísima, por lo que tuvieron que limitarse a ocupar en todo momento el firme de la carretera de Francia en su intento de aproximarse a la línea de combate. Las consecuencias del mal estado del terreno las sufrieron enseguida, pues todo vehículo que se salía del asfalto se quedaba inmóvil dentro del barrizal, por lo que en la carretera se formó un embotellamiento de hombres y de camiones, de cañones y de cisternas para el servicio, de parques y de cocinas, que nada más pudieron hacer que emplearse en su propia defensa, ya que las Brigadas Internacionales se encontraban muy bien situadas, y en condiciones, si no óptimas, si muy favorables para impedir el intento y forzar el repliegue de este sector de reserva de la 3ª División hasta entonces un tanto alejado del conflicto.
La nueva situación creada obligó a aumentar por uno y otro lado el número de efectivos, y así, mientras que la 1ª División acudía con varios batallones en auxilio de la Littorio, por el bando enemigo se incorporaron nuevas fuerzas de refresco, tales como la Brigada Internacional número 77, traída desde Albacete en misión de apoyo.
Los voluntarios del CTV resistieron con tenacidad, pero tuvieron que abandonar su posición a la vista del importante número de bajas sufridas y de armamento perdido. La situación había cambiado por completo en el corto espacio de dos jornadas. Resultaba utópico pensar en un avance hacia Guadalajara como estaba previsto ante la realidad del momento. Lo más aconsejable era pensar en una retirada “honrosa”, ya que habían sido muchos más de los debidos los actos de heroísmo, las muertes gratuitas, y los campos de la Alcarria estaban saturados de tanta sangre mezclada con el agua incesante del temporal. Aunque, dada la proximidad y el ímpetu del ataque enemigo, hasta el despegue del frente por abandono resultaba complicado. Los italianos hubieron de esperar hasta que cerrara la noche para replegarse, después de haber dejado atrás envuelto en el fango parte del material y del equipo de supervivencia que llevaban. Lo mismo hicieron los que habían quedado vivos en el palacio de Ibarra, reconocida la derrota a mano de sus compatriotas los brigadistas del batallón Garibaldi.
La División Soria de Moscardó seguía avanzando en su intento, y aunque suponía un peligro para el ala izquierda de las Brigadas Internacionales, su presencia por entonces en las vegas de Torre del Burgo no dejaba de ser un peligro remoto.
Durante las dos jornadas siguientes no cesaron de sonar los clarines de retirada para las fuerzas franquistas del Cuerpo de Tropas Voluntarias. La entrada en escena, aunque demasiado tarde, de la División de Moscardó, hizo posible restaurar la situación después de que el ejército nacional hubiese perdido casi todo en aquel frente. La recuperación de Brihuega quedaba pendiente en intención para los republicanos y con ese fin fueron tomando medidas, tomando posiciones sobre el terreno recuperado, acumulando nuevos efectivos para un ataque en exceso violento que se produciría poco después sobre la Villa de los Jardines.
El relato de los hechos que supusieron la vuelta de Brihuega al mando gubernamental lo tomo literalmente de los apuntes de campaña que Hans Kahle, comisario de la Brigada Internacional número 12, dejó escritos, y que con referencia al “Día del bombardeo” que todavía recuerdan los brihuegos de más edad, debió de ocurrir más o menos así:
«En la tarde del 18 de marzo -escribe Hans- aniversario de la Comuna de París, se dio la orden de ataque. Se pusieron en marcha sesenta tanques a la orden de las Brigadas internacionales que debían atacar. Una flota de ochenta aviones bombardeaba copiosamente, veinte minutos antes de comenzar el ataque, las líneas enemigas. Los puntos decisivos de resistencia del enemigo han sido anulados por el fuego preciso y destructor de nuestra magnífica artillería. Muy sorprendido y evidentemente nervioso, el adversario tentaba en mano su suerte con un ataque de flanco en dirección a Brihuega, que se estrelló contra el fuego, y el contraataque de los Batallones “Thaelemann” y “Edgar André”, de la 11 Brigada internacional. ¡El camino de Brihuega estaba libre! Muy avanzada la jornada, los batallones de “El Campesino” y de la 12 Brigada se apoderaban, por asalto, de Brihuega, último punto de apoyo de los fascistas».
El relato transcrito del comisario Hans tal vez peque de parcial, sobre todo por provenir de la mano que lo escribió, juez y parte; no obstante, y después de haberlo contrastado con otras fuentes, no resulta en nada exagerado, sino que muy por el contrario a mi parecer se quedó corto, pues nada dice de las 56 piezas de artillería que completaban la escena (a no ser que estuvieran incluidos en los sesenta tanques que se citan), ni de la segunda pasada sobre el cielo de Brihuega de 15 aviones que dejaron caer sobre la villa y sus tierras cercanas cerca de cuatrocientas bombas, ni de los efectivos que desde posiciones próximas intervinieron en la toma a fuego, tales como la brigada Lister por el este y la División anarquista de Cipriano Mera por el oeste, según se puede leer en otros autores.
Una vez que la villa de Brihuega había sido recuperada por las fuerzas del ejército gubernamental, el cuerpo de voluntarios se vio obligado a abandonar lo antes conseguido y volver sobre sus pasos a fin de evitar un posible aislamiento de tropas, con las previsibles consecuencias. Ante la realidad final, y con los resultados sobre el terreno obtenidos tras los duros enfrentamientos de los últimos días, las tres Divisiones italianas del CTV, más la División Littorio, recibieron orden de retirada. Algunos destacamentos cubrieron el franco izquierdo a lo largo del río Tajuña, con el fin de facilitar el retroceso. La retirada de voluntarios por la carretera de Francia fue más lenta, aunque simultánea.

(Continuará)

viernes, 20 de noviembre de 2009

LA BATALLA DE GUADALAJARA ( I I )


La aviación disponible, italiana también casi toda ella, era de trece aviones de bombardeo, cincuenta y uno de caza, y doce aviones de reconocimiento. Los hombres al servicio del ejército nacional pudieron ser los correspondientes a una Brigada fuerta en la División Soria, españoles en su mayoría, y unos 30.000 entre las cuatro divisiones del CTV, casi todos italianos.
Por cuanto al ejército republicano tuvo en principio un dispositivo provisional de unos 7.000 hombres, pertenecientes a la CNT casi todos ellos, al mando de Cipriano Mera. Cuando la batalla tomó mayores proporciones, aquel dispositivo inicial se vio incrementado hasta quedar de la manera siguiente:
- La ya dicha División Guadalajara al mando de Cipriano Mera, con once batallones de 500 hombres cada uno, cubriendo el frente por el Henares y los valles de Jadraque, con el fin de frenar el avance de la División Soria.
- La 11 Brigada internacional Thaelemann, alemana, al mando de Ludwig Reen.
- La Brigada Lister del “Campesino” y las internacionales 12, 15 y 35.
- El batallón italiano Garibaldi, con la presencia de algunos otros que llamaron “Spartacus”, “Pasionaria”, “Comuna de París”, “Largo Caballero”, entre varios más cuyos nombres apenas se citan.
Contaba este ejército con 86 tanques, 30 aviones de bombardeo, y 90 más entre los caza y los aviones de observación, tanques y artillería con unos 30.000 hombres en total, por referirnos a una cifra aproximada.
La ofensiva comenzó en la madrugada del día 8 de marzo con un alarde de artillería que duró cuarenta minutos. La División Soria que mandaba Moscardó avanzó por caminos paralelos a la carretera de Francia desde Sigüenza hacia Taracena, con los cerros de Jadraque en mitad difíciles de salvar con pocos hombres. Fue un choque duro que hizo ceder por su base el ala izquierda del ejército republicano. La baterías de la División Soria acallaron muy pronto el fuego de las ametralladoras enemigas situadas en lugares estratégicos. Todo parecía confirmar lo que se pensó en principio, es decir, que la toma de Madrid no ofrecería excesivas dificultades al ejército franquista. En tanto la Segunda División voluntaria, la Fiamme Nere, situada con todos sus efectivos en la comarca de Torremocha del Campo, emprendía su avance a primeras horas de la mañana en medio de una niebla intensa que iría cambiando poco después en chubascos intermitentes de agua muy fría.
Se cumplieron, pues, los fines propuestos por el ejército nacional en aquel primer encuentro, por lo menos hasta la hora del medio día. La defensa republicana situada por tierras de Mirabueno, Almadrones y Las Inviernas, se desarticuló, y los voluntarios italianos se filtraban por todas partes, viendo cómo por delante de ellos los soldados enemigos se retiraban llevándose consigo todo su armamento pesado. La temperatura había descendido a tres grados bajo cero a media mañana y los aguaceros se habían convertido en temporal cerrado, haciendo de los campos y de los caminos un inmenso fangal.
Esa misma mañana comenzaron a verse en el frente republicano tanques rusos en cantidades con las que no se contaba, lo que hacía pensar en un plan de contraofensiva previsto por el mando de Madrid. A primeras horas de la tarde fueron apareciendo algunos aviones de observación, seguidos de cuatro escuadrillas de caza y de otras dos de bombardeo, procedentes de los aeropuertos republicanos de Madrid. Los soldados voluntarios esperaron pacientes una refriega aérea que no se llegaría a producir, pues los aviones legionarios del mando nacional no pudieron despegar de los improvisados aeropuertos de la provincia de Soria a consecuencia del barro, situación adversa de tal importancia, que no sería el motivo menor por el que el resultado final de la batalla fue el que fue y no otro.
Debido al mal tiempo y a sus consecuencias para el enfrentamiento, no era posible planear por una y otra parte el despliegue de tropas tal y como la situación requería. Mientras que la División Soria seguía su avance por las vegas del Henares, y las tropas del coronel Marzo de la misma División tomaban Cogolludo, las otras dos de voluntarios italianos en el ejército nacional, siempre a lo largo de la carretera de Francia (Nacional II) tenían que concentrarse de forma precaria con hombres y materiales en muy poco espacio, pues hombres y maquinarias de guerra se estorbaban unos a otros sin atreverse a salir del asfalto debido al mal estado del terreno a causa del barro, hasta el punto que el mando del Cuerpo de Tropas Voluntarias, Mario Roatta, pensó al caer la tarde en una parada en el combate y en una nueva orientación de las tropas, habida cuenta de que ya desde el primer día las cosas no apuntaban tan fáciles como en un principio se pensó.
Como resultado al final del día, se había producido un avance de los soldados del general Coppi en veinte kilómetros por la carretera con dirección a Madrid, algunos menos por la de Almadrones a Brihuega, a lo que se habría de añadir la toma de dos municipios de Hontanares y Alaminos.
La lección que el primer día de batalla dejó para ambos ejércitos contendientes fue la de que con la improvisación y las excesivas confianzas en asuntos tan comprometidos como es una guerra, no se va a ninguna parte; eso por cuanto al ejército nacional. A los republicanos les sirvió la jornada para ver luz a lo largo del túnel, pues ante la situación creada restauró sus efectivos formando el IV Cuerpo del Ejército, con tropas escogidas al mando del teniente coronel Jurado.
La lluvia torrencial y las bajas temperatura arreciaron sobre la Alcarria desde la madrugada. Con las primeras horas del día 9 las columnas comenzaron a moverse. Aun contando con las inclemencias del tiempo, o precisamente por eso, en ambos ejércitos se pensó que la jornada podría ser decisiva. Era mucho lo que unos y otros se jugaban en aquel enfrentamiento que, al cabo, habría de resultar más sangriento que efectivo pensando en el posible final de la guerra. El mando de la División Soria de Moscardó, digamos que paralelo y un poco al margen del escenario principal de la batalla, seguía su marcha ocupando campos y pueblos por el valle del Henares de manera ordenada y regular.
El mando nacional mientras tanto, arriba, en la carretera de Francia, da la consigna de ocupar la carretera de Almadrones a Masegoso y dirigirse con la mayor rapidez posible hacia Brihuega, lo que suponía que las divisiones 2ª y 3ª del Cuerpo de Tropas Voluntarias asumiesen la orden desde las primeras horas de la mañana y se apartasen hacia la izquierda con un objetivo único: la toma de Brihuega. Los ánimos en el ejército franquista subieron de tono en este día con relación al anterior, ya que los pueblos de Almadrones, Cogollor, Masegoso y toda la faja de tierra que forman los llanos y vegas situados al norte del Tajuña fueron tomados con facilidad, mientras que el ejército republicano seguía replegándose con menos orden, por lo menos en apariencia, que lo había hecho durante el día anterior.
La posición de las tropas gubernamentales en este segundo día de batalla fueron las siguientes: la División Lister, en la que estaban recogidas la 11ª Brigada Internacional alemana Thaelemann, la Brigada del Campesino, otra Brigada vasca y la Primera Brigada Comunista, se fue situando en la carretera de Francia, entre los pueblos de Trijueque y Torija. La División Lacalle se instaló en el frente del Henares, y la División anarquista de Cipriano Mera, con la Brigada Luckastel, el batallón italiano Garibaldi y la Brigada 72, se distribuyó la labor de bloqueo de la zona en dos frentes: en la carretera de Brihuega a Torija las primeras, y en un tramo de la carretera de Masegoso a Cifuentes la Brigada 72.
Aunque es cierto que a las tropas italianas del CTV les resultó la jornada como lo más parecido a un paseo militar, cometieron el grave error de no inspeccionar a su paso las zonas de encinar que había junto a la carretera ni las cotas altas cercanas a Brihuega. Llegada la noche Brihuega había sido ocupada por la 3ª División italiana Penne Nere, en tanto que una buena parte del ejército defensor republicano quedaba en los puntos más elevados que rodean a la villa, a un lado y al otro de la vega del Tajuña.
El mando republicano dio órdenes en Guadalajara para que el repliegue se diera por concluido, para que se organizase el frente y las tropas se preparasen para el contraataque. La reacción se debió producir contra las dos alas del Cuerpo de Ejército Voluntario en el sector de Brihuega: en los llanos de Torija por el norte, y en los altos de la vega del Tajuña por el sur. La villa quedaba en medio.
Las tropas de la 3ª División consiguen volar el polvorín del ejército rival y los voluntarios entran con sones de triunfo en las calles de Brihuega al clarear el día, incluso avanzan en ataque hasta más allá de las afueras; pero cuando empiezan a abrirse paso por la zona boscosa que hay a mano derecha con intención de adueñarse del palacio de Ibarra, se ven sorprendidos por los primeros contraataques, violentos y bien dirigidos, que habían sido ordenados horas antes por el mando republicano de Guadalajara. La sorpresa obligó a detenerse a las líneas atacantes. Poco después se repetirían los contraataques, y aunque de forma lenta, el ejército republicano fue ganando algunas posiciones. Al mismo tiempo (una de arena y otra de cal) llegaba hasta los batallones de voluntarios la noticia de que Moscardó había ocupado todos los pasos de la comarca de Jadraque, incluido el pueblo, y seguía avanzando por aquellos altiplanos al sur de Miralrío, lo que venía a decir en tal momento que el flanco izquierdo del ejército republicano se encontraba prácticamente derrotado.
Mientras tanto en el sector de Trijueque, donde los italianos se habían situado formando cuña junto a la carretera, la resistencia del ejército enemigo fue tan dura que el mando voluntario vio necesario aumentar el número de sus efectivos para repeler el ataque, lo que obligó a las tres Divisiones del CTV a adelantar posiciones. El número de bajas italianas y la densidad y el orden apreciado en el fuego enemigo, nada tenían que ver con la aparente flojedad mostrada por el ejército republicano durante los días anteriores.

(Continuará)

lunes, 16 de noviembre de 2009

LA BATALLA DE GUADALAJARA ( I )


Durante los meses de febrero y marzo del año 2006 publiqué en el diario “Nueva Alcarria” un estudio, creo que interesante, acerca de la Batalla de Guadalajara; aquel sonado enfrentamiento de la Guerra Civil entre españoles que costó tantas vidas, que retrasó el final de la guerra, y que el tiempo, sabio como es, se está encargando de convertir en historia.
En la presente, y en otras páginas sucesivas, vuelvo a entregar a los lectores todo lo que allí escribí, con el fin de informarles acerca de aquellos días terribles, de sus consecuencias, y de influir en el ánimo de los españoles, si es que fuera posible, para que acontecimientos como aquellos no vuelvan a repetirse.

LA BATALLA DE GUADALAJARA
Hace tiempo que me pregunto por qué no me informaba a fondo y le clavaba el diente, de una vez por todas, a un asunto que tuvo tanta repercusión mundial, y del que fue el campo de Guadalajara con algunas de sus villas y lugares el escenario en donde los hechos de aquella semana terrible se produjeron. Hechos que quedaron registrados en la Historia Militar del Mundo, y que ahí están, dando el nombre de esta provincia a una batalla, singular por las circunstancias que en ella concurrieron, y que trajo como consecuencia principal que la Guerra de España se prolongase por dos años más, con todo el bagaje de muertes injustas e injustificadas, de odio y de desolación, que una guerra de aquel calibre llevaría consigo.
Van a cumplirse sesenta y nueve años de aquel horrible enfrentamiento que el mundo conoce como la Batalla de Guadalajara. No sé si es mucho o es poco el tiempo transcurrido desde entonces como para que las heridas de la guerra hayan cicatrizado lo suficiente después de dos o de tres generaciones, y que todo lo que entonces sucedió se haya asentado en las páginas de la Historia como una pincelada más del doloroso lienzo que comenzó a pintarse en el Paraíso Terrenal y que sigue sin concluir desde que el mundo es mundo, cada vez de manera más sofisticada, más universal y más cruel.
He leído mucho durante los dos últimos meses acerca de aquella sangrienta batalla. He procurado informarme lo mejor que me ha sido posible. He bebido agua amarga en fuentes de las dos tendencias: simpatizantes con el bando nacional unos, y más afines al bando republicano otros. Bien es cierto que, aparte apreciaciones visiblemente partidistas y simpatías por uno u otro bando, todos coinciden en lo fundamental del hecho bélico: discrepan en cifras, en posturas de unos y de otros, pero están de acuerdo en todo lo demás, es decir en el resultado y en las circunstancias especiales que coincidieron en los combates, en la bravura y el desprecio a la vida de propios y de extraños, que en el campo de Guadalajara rayó a niveles muy altos, lo cual facilita la labor en buena parte cuando tanto tiempo después se toma pluma y papel para contar a los guadalajareños de hoy algo tan importante como que aquí hubo una batalla de la que nadie habla ya, pero que no por eso deja de ser algo fundamental en nuestra Historia, en la de Historia de Guadalajara que por razones obvias la gente debe conocer.
Ni qué decir que pretendo buscar el más absoluto equilibrio al referirme a los hechos, no sólo en lo que pueda contar hoy, que más bien será poco, sino en lo que queda por escribir en este montón de cuartillas dispuestas para rellenar, huyendo de toda visión subjetiva por dos razones principalmente: primero, porque el tiempo transcurrido me parece suficiente como para no herir susceptibilidades, y segundo, porque como autor responsable de lo que aquí se pueda decir, confieso que durante aquella semana del mes de marzo de 1937, y aun por años después, no contaba ni siquiera como proyecto en el mundo de los vivos.
Procuraré incluir como aportación gráfica alguna fotografía de muy baja calidad por cierto, pero tomadas entonces y allí, que he podido extraer de algunos trabajos, italianos varios de ellos, y de las que se conservan en el archivo de imágenes de la Guerra Civil en la Biblioteca Nacional. Supla el interés de las escenas representadas a la deficiente calidad de algunas de las que irán apareciendo, que no sólo han sido un descubrimiento para mí, sino un verdadero tesoro.
En el proceso de la Batalla de Guadalajara, incluso en su resultado, tuvieron mucho que ver la climatología y especial condición del terreno: campo llano, bosques de encinas, composición arcillosa de las tierras por las que rodaron los tanques, patinaron los cañones y murieron los hombres…, y la lluvia, la lluvia que embarra los campos haciéndolos intransitables, enfría los cuerpos y los espíritus, sin que jamás se la pueda dejar por indiferente.
Dicho todo esto, y pudiendo adelantar que serán cuatro las semanas consecutivas que dedicaré a un tema tan propio y tan interesante, nos disponemos a entrar en materia.

* * * * * *
Días antes las cuentas no le habían salido bien al ejército franquista en los valles del Jarama; costó muchas vidas sin que con aquel duro enfrentamiento se hubiese resuelto nada a favor de un bando ni del otro. Sería éste el tercer intento de tomar Madrid con un anillo de fuerzas alrededor hasta que se rindiera obligado por el hambre y la miseria. No obstante, las fuerzas nacionales conservaban aún parte el optimismo que les produjo la toma fácil de la ciudad de Málaga en fechas todavía recientes y el avance, sin demasiadas complicaciones, de la División Soria mandada por el general Moscardó, que se aproximaba por el ala derecha tomando pueblos y ocupando importantes espacios de la Alcarria Alta.
Era el día 8 de marzo del 37. Los odios por una y otra parte habían venido tomando cuerpo desde hacía ya ocho meses que estalló la guerra, siendo el balance hasta aquel momento la muerte de cientos de miles de víctimas inocentes y más de media España asolada y baldía, sin demasiadas esperanzas de que el conflicto entre españoles pudiera terminar en un espacio de tiempo más o menos corto. Eran los desmanes de una guerra en la que, como siempre, fueron muchos los que perdieron y muy pocos los que ganaron a costa del sufrimiento de los demás. En España, entre los tres años del conflicto y los que cayeron después en las cárceles una vez terminada la guerra, se aproximo bastante la matanza al millón de compatriotas, muchos de ellos religiosos o idealistas, campesinos y gentes de bien, que muy poco tenían que ver con los intereses que allí se dilucidaban. Las guerras son desde tiempos muy antiguos la peor de las plagas que un país puede sufrir, y la que padeció el nuestro fue un ejemplo demasiado sangrante que conviene olvidar, pero que deberá servirnos de lección a perpetuidad -confiamos en que sí- para que no se repita en nuestro suelo nada semejante, ni siquiera tampoco su sombra. En el caso concreto al que aquí nos referimos, los muertos también se contaron por millares, si bien españoles fueron los menos e italianos los más, lo que en modo alguno nos puede servir de consuelo.
Los ejércitos nacionales contaban con que todo se resolvería con una victoria rápida, y no fue, por ello, la discreción su mejor aporte al duro enfrentamiento que tendría lugar precisamente aquí, en parajes tan próximos a nosotros que años después ponemos delante de los ojos, sin pararnos a pensar que tiempo atrás aquellas tierras fueron insaciables esponjas empapadoras de sangre.
El general Miaja, jefe del estado Mayor Republicano, supo muy bien de los preparativos del adversario por noticias que le llegaban de todas partes, y tomó las medidas oportunas desde Madrid ordenando que se hiciesen obras de fortificación entre las vegas del Henares y del Tajuña, con nidos de ametralladoras protegidos para consolidar sus líneas. Por su parte el ejército franquista, ya en aquel momento, había situado su fuerza en puntos estratégicos de la Alcarria y del Valle del Henares.
Los efectivos con los que contaba el ejército nacional al iniciarse aquella trágica semana estaban formados por:
- La división Soria al mando del general Moscardó, cuya misión en un principio no era otra que la de forzar, siguiendo más o menos la dirección de la vega del Henares y la vía del ferrocarril, los duros pasos de Jadraque, romper con ímpetu el flanco izquierdo del enemigo, y facilitar la marcha del Cuerpo de Tropas Voluntarias (El CTV italiano) a lo largo de la carretera de Francia (Ahora autovía).
- La Segunda División Voluntaria “Fiame Nere” o Llamas Negras, enviada por Mussolini al mando del general Coppi. Situada en las inmediaciones de Torremocha del Campo y pueblos adyacentes. Ante la posterior dificultad para el avance por la carretera general, sería reforzada con dos grupos más de batallones, el 4º y el 5º, mas dos compañías de tanques ligeros y tres grupos de artillería ligera.
- La Tercera División Voluntaria “Penne Nere” o Plumas Negras, que se situó algo más allá, entre las comarcas de Aguilar de Anguita y de Medinaceli; reforzada luego con dos compañías más de carros blindados, una de moto-ametralladoras, cuatro grupos de artillería y dos baterías de 20 mm. Su misión era seguir a la división Segunda y sustituirla en el ataque una vez que se hubiera conseguido la ruptura del frente enemigo, ocupar la carretera que va desde Almadrones a Brihuega, y ocupar aquella importante villa de la Alcarria.
- Las Divisiones Littorio, al mando del general Anibale Bergonzoli y Primera Dio lo vuole” del general Rossi, quedaban de momento como reserva, a disposición del Mando nacional del Cuerpo del Ejército.
(Continuará)

martes, 10 de noviembre de 2009

SAN CLEMENTE


Muy cerca de los ocho mil habitantes debe de contar hoy como población de hecho la segunda en importancia de las villas que la provincia de Cuenca, al margen de la capital, tiene en tierras de la Mancha. La primera sería Tarancón, según el censo. Una de las ciudades menos conocidas de nuestra región, ésta de San Clemente, y una, en cambio, de las más prósperas y que más tienen que decir, por lo que consideramos oportuno presentarla en este escaparate que, con una periodicidad indeterminada, traemos a nuestros lectores en esta sección de andar y ver por las tierras de nuestro entorno.
Los modernos medios de transportes son rápidos y cómodos, de ahí que procuremos ampliar, también en la distancia, las rutas de lo que consideramos nuestro. Castilla-La Mancha es una comunidad autónoma consolidada, y buena cosa es que hagamos lo posible, cada cual en lo que esté de su parte, por conocerla y, si se cuenta con medios adecuados, también por darla a conocer.
El río Rus, manchego de nombre y de condición -¡Voto a Rus!, dice Sancho alguna vez- es parte de la vida de San Clemente y, desde luego, enseña de su origen, de su manera de estar, incluso de sus devociones más arraigadas como veremos más adelante.
Hubo autores, dentro de la importante cantera de historiadores conquenses, que dejaron en sus escritos al referirse a esta villa manchega -Fermín Caballero y Torres Mena entre ellos- noticia de una lápida antiquísima, desaparecida quizás a consecuencia de las guerras, en la que se podía leer. "Aquí yace el honrado caballero Clemente Pérez de Rus, el primer hombre que hizo casa en este lugar e le puso el nombre de San Clemente. Falleció en la era del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, mil y ciento treinta y seis años". Siglo XII, como puede verse, y Clemente de nombre su fundador, que impuso al recién creado caserío en los llanos manchegos el del santo de su onomástica. Nada queda de aquel primitivo poblado en la villa actual, pues lo más antiguo que subsiste como monumento, quiero recordar que es la que allí dicen la Torre Vieja, antigua, señorial y almenada, que es probable se construyera en la primera mitad del siglo XV, siendo rey de Castilla Juan II y señor de aquellas tierras don Juan Pacheco, Marqués de Villena, quien consiguió para San Clemente el título de villa en el año 1445.
Pero es, sobre todo, la ciudad tal y como ahora la vemos lo que en este momento nos interesa. El San Clemente con el que dio comienzo el siglo XXI es una ciudad próspera, cuyos recursos especialmente destacables para el vivir diario de sus habitantes son los que se derivan de la agricultura, sobre todo del cultivo y explotación de la vid, del ganado, del comercio y de los servicios. Fue, y todavía lo sigue siendo, cabecera de partido judicial y capitalidad de una comarca extensa, lo que se deja sentir de manera notoria en el comercio. Una de sus calles céntrica, la calle Boteros, peatonal, tiene a derecha e izquierda establecimientos comerciales de todo tipo ocupándola a lo largo de toda ella. En el extrarradio son varias las factorías y cooperati­vas que existen en pleno funcionamiento, de las que se surten a lo largo del año, casi sin excepción, la mayor parte de los pueblos de la comarca, especialmente por cuanto se refiere a la fabricación y elaboración de vino, productos alimenticios, y talleres mecánicos orientados a la venta, tratamiento y reparación de maquinaria agrícola.
En los hoteles, mesones y restaurantes de San Clemente, como en casi todos los de la tierra manchega, a uno le pueden servir a la hora de comer, si así lo desea, lo más selecto de la cocina tradicional de aquellas tierras, a saber: morteruelo, atascaburras de bacalao, migas ruleras, gazpacho y pisto manchego, además de cualquier plato de la cocina nacional propio de otras regiones; y como detalle de su exquisita repostería, la famosa tarta de las monjas clarisas; productos todos ellos con cierta reminiscencia quijotesca, sabrosos, fuertes y atrevidos, como lo es por lo general la cocina manchega, tal vez la más conocida a nivel internacional de todas las cocinas españolas debido a la universal obra de Cervantes.
Dignos de ser visitados en San Clemente son, entre algunos otros, el edificio del Ayuntamiento en la Plaza Mayor, obra renacentista del siglo XVI, con dos plantas y dos series superpuestas de siete arcos cada una, y escudo imperial como remate en el centro; la iglesia parroquial de Santiago; la iglesia de la Compañía de Jesús; el Pósito, con el majestuoso, aunque mal llamado, "arco romano", pues data del siglo XVII; la ermita de la Cruz Cerrada, el convento de Trinitarias, el palacio del Marqués de Valdeguerrero, la antigua Audiencia Real... Todo un amplísimo escaparate de documentos en piedra que hablan del pasado esplendoroso de la villa y de las muchas familias de apellido ilustre que la habitaron en tiempos pretéritos.
Y así, traída a colación la nobleza sanclementina de otros siglos, es éste el momento de recordar a nuestros lectores en tierras de la Alcarria que, miembro de una de aquellas familias con un fuerte tinte de nobleza, en concreto de la casa de los Quiroga, nació en San Clemente el 27 de abril de 1811 Lolita Quiroga Capopardo, en religión Sor Patrocinio, la venerable "Monja de las llagas", quien, después de una vida activa al servicio de Dios y de su Orden, encontró la muerte en Guadalajara a la edad de ochenta años, y en una capilla lateral de la iglesia guadalajareña de las Concepcionistas Franciscanas (Iglesia del Carmen), reposan sus restos esperando la hora final del toque de trompeta.
A ocho kilómetros de distancia desde San Clemente, se encuentra en pleno campo manchego el santuario de la Virgen de Rus, centro principal de devoción mariana para aquella comarca que la venera por Patrona. Existe la costumbre de llevar a hombros hasta San Clemente la imagen de la Patrona desde su santuario el domingo de Pentecostés, para ser devuelta cuarenta días más tarde. Los cuatro banzos de las andas subastan en el ayuntamiento, previo anuncio, y la puja sube a cifras que sobrepasan el millón y los dos millones de pesetas. Se forman grupos de veinticuatro banceros que se van turnando de cuatro en cuatro a lo largo del recorrido. Durante el resto del año, el santuario de Rus y las praderas de sus alrededores, son lugar de esparcimiento para las gentes de la comarca que, al reclamo de la venerada imagen, suelen acudir hasta allí con bastante frecuencia.
Ni qué decir que, como nota final a este haz de renglones escritos sobre la marcha, el deseo de quien lo dice es invitarles a visitar la Mancha del río Rus, pieza importante en el puzle de nuestra región, y de paso invitarles sobre todo a que conozcan San Clemente, una villa del Siglo de Oro, enseña y capitalidad de todas aquellas tierras.
(En la fotografía, aspecto actual de un palacio renacentista de San Clemente)

jueves, 5 de noviembre de 2009

MONS. ASENJO, ARZOBISPO DE SEVILLA


No todos los días ni todos los años, una provincia de escasa población como cualquiera de las nuestras, puede ofrecer al mundo una personalidad de la talla de don Juan José Asenjo Pelegtrina, un guadalajareño conocido y querido por todos, que esta misma mañana ha sido nombrado de manera oficial por la Santa Sede como Arzobispo de Sevilla, sucediendo al Cardenal D.Carlos Amigo, cuya renuncia por motivos de edad ha sido aceptada por S.S. Benedicto XVI.
Es una grata noticia no solo para la Iglesia, sino para la ciudadanía en general de la provincia de Guadalajara, su tierra natal, donde dejó al marchar tantos amigos, entre los que tengo el inmerecido honor de contarme.
Con el fin de no caer en cualquier error de forma al ofrecer la noticia, transcribo literalmente los datos que con motivo de tal nombramiento hace públicos la Conferencia Episcopal Española y que son los siguientes:

«La Nunciatura Apostólica en España comunica a la Conferencia Episcopal Española (CEE) que a las 12,00 horas de hoy, jueves 5 de noviembre, la Santa Sede ha hecho público que el Papa Benedicto XVI ha aceptado la renuncia al gobierno pastoral de la archidiócesis de Sevilla presentada por el Cardenal Carlos Amigo Vallejo, el pasado 23 de agosto, en conformidad con el canon 401, párrafo 1, del Código de Derecho Canónico.
Le sucede como Arzobispo metropolitano en dicha sede, en conformidad con el canon 409, párrafo 1, Mons. D. Juan José Asenjo Pelegrina, quien fue nombrado Arzobispo Coadjutor de Sevilla el 13 de noviembre de 2008 y tomó posesión el pasado 17 de enero.

Mons. D. Juan José Asenjo Pelegrina nació en Sigüenza (Guadalajara) el 15 de octubre de 1945. Fue ordenado sacerdote en 1969. Es Licenciado en Teología por la Facultad Teológica del Norte de España, sede de Burgos (1971). Amplió estudios en Roma donde realizó, desde 1977 hasta 1979, los cursos de Doctorado en Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, y las Diplomaturas en Archivística y Biblioteconomía en las Escuelas del Archivo Secreto Vaticano y de la Biblioteca Apostólica Vaticana.
Los primeros años de su ministerio sacerdotal los desarrolló en su diócesis de origen, en Sigüenza-Guadalajara, donde trabajó en la enseñanza y en la formación sacerdotal. Estuvo vinculado especialmente al Patrimonio Cultural como Director del Archivo Artístico Histórico Diocesano (1979-1981), Canónigo encargado del Patrimonio Artístico (1985-1997) y Delegado Diocesano para el Patrimonio Cultural (1985-1993).
En 1993 fue nombrado Vicesecretario para Asuntos Generales de la CEE, cargo que desempeñó hasta su ordenación episcopal, el 20 de abril de 1997, como Obispo Auxiliar de Toledo. Tomó posesión de la diócesis de Córdoba el 27 de septiembre de 2003.
Mons. Asenjo fue Secretario General y Portavoz de la CEE de 1998 a 2003; Copresidente de la Comisión Mixta Ministerio de Educación y Cultura-Conferencia Episcopal Española para el seguimiento del Plan Nacional de Catedrales, de 1998 a 2003, y el Coordinador Nacional de la V Visita Apostólica del Papa Juan Pablo II a España (3 y 4 de mayo de 2003). Desde el año 2005 es Presidente de la Comisión Episcopal para el Patrimonio Cultural.»

martes, 3 de noviembre de 2009

DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA (y III)


OLIVARES DE JUCAR: LA NUEVA AVE FENIX EN LAS TIERRAS CON­QUENSES

Emprendemos el viaje de regreso por la carretera de Alcá­zar. La llanura manchega comienza a perder suavidad a medida que avanzamos entre las rastrojeras y los girasoles, entre los olivos y las carrascas del camino. Al otro lado de una vega que los hábiles hortelanos suelen regar con agua extraída del subsuelo, surge al volver de una curva el pueblo de Olivares, encaramado a lo largo de una loma que limita la grandiosa fábrica diecio­chesca de su iglesia parroquial. Media docena de vericuetos, que suben salvando las difíciles formas del terreno, nos dejarán por fin en la plaza de la gasolinera. Esta es su calle principal que coince­de con la antigua carretera de Cuenca. Unos ancianos charlan sentados a la sombra de la acera y en los bancos del jardinillo. Cruza el pueblo a todo correr una ambulancia sonando estrepitosa la sirena camino de la capital. En las calles silencio, mucho silencio, a estas horas trágicas, soñolientas, que hay entre el sol y la tarde.

Olivares de Júcar fue, antes de las aguas del pantano, uno de los pueblos más prósperos de la provincia. Obligado por las circunstancias, Olivares se despobló mucho antes de que lo hicieran tantos y tantos lugares más de la Castilla rural y viajera empujada por vientos modernistas. Los viejos lo cuentan en tono de añoranza, de resignación mal contenida, con la mente, con el corazón y con los ojos puestos en otro tiempo que, para mal suyo, no volverá nunca.
‑ La ribera fue todo. Cuando nos quitaron la ribera mataron el pueblo. ¡Qué tablares de habichuelas! ¡Y de patatas! ¡Cuánta fruta se perdió debajo del agua! Aquello fue una pena, una pena muy grande. La gente se tuvo que ir a buscar el pan donde pudo.
Pero la actual realidad del pueblo es bien distinta. Olivares sufrió en sus carnes como pocos el golpe fatal del despoblamiento a partir de 1950, en que el embalse de Alarcón comenzó a sepultar por vez primera su más importante medio de vida. De los 1.900 habitantes de hecho que tuvo por aquellas fechas, ha descendido a sólo 850 que lo pueblan hoy, dedicados en su mayoría al cultivo del campo que, alternando la especie, siembran de cereales y de girasol en su totalidad cada año. Existen en el pueblo ciento cinco tractores, lo que supone en el cómputo general, uno por cada ocho personas, y quince máquinas cosechadoras encargadas de pulir en dos semanas, una en julio y otra en septiembre, los cuarenta y nueve kilómetros cuadrados del término municipal, no todos, naturalmente, aptos para la explota­ción agrícola.
‑ Mire, mire. La cosa es que ahora se le vuelven a sacar buenos cuartos a la ribera. Como el pantano está vacío, se han hecho grupos de vecinos y lo siembran de pipas, y sin abono ni trabajo casi, este año nadie sabe lo que se va a subir de allí. Claro, que son de todo el pueblo y tampoco pueden tocar a mucho; pero la tierra esa donde estuvo el agua tanto tiempo es buenísi­ma.

Olivares de Júcar se dejó escapar tradiciones tan estima­bles como "los mayos", que aquí se cantaron siempre acompañados de acordeón y de almirez, y "la ranra". La ranra era una herman­dad simpática y pintoresca de hombres del pueblo que actuaba exclusiva­mente durante la víspera y los dos primeros días de la fiesta patronal del Santo Niño. Los componentes de la ranra solían vestir con sombrero negro y una flor mientras recorrían las calles del pueblo al son de la pita y del tamboril. Iban armados de trabucos que cargaban por la boca y disparaban en de‑ terminados momentos de la procesión al grito de ¡Viva el dulcísi­mo nombre de Jesús!, mientras que uno de ellos hacía malabarismos corriendo la pesada bandera con un solo brazo. Todo se fue y es de esperar que no para siempre, pues ésta, como muchas más costumbres ancestrales que son parte fundamental de la identidad de un pueblo, podrían volver a enraizar con un mínimo solamente de buena voluntad y de amor al pasado.
‑ Pero no quieren. A los de ahora no los sacas del bar. Menos mal a que el boleo está empezando a funcionar otra vez. Aquí se ha boleado mucho, mucho. Yo creo que el día que falten los cuartos, no van a tener más remedio que volver a lo de antes. Eso de ser todo el mundo millonario no es marcha.
El Tío Saturnino se quedó apurando el tema con otros ancianos a la puerta del bar. Por las calles en sombra las mujeres hacen costura en pequeños corrillos de vecindad y hablan conversaciones ininteligibles, sin mirarse unas a otras. En una de estas calles recónditas está la panadería de los hermanos Augusto y Arturo Domínguez, en donde se hacen, en plan industrial de pequeña empresa, los populares "rolletes", viejo bocado de las navidades olivareñas. Los rolletes fueron en su tiempo parte obligada de la repostería de invierno, de carácter exclusivamen­te local, una golosina casera, saludable, quizás un poco empalagosa a la hora del consumo, que hizo preciso para suplir la tal deficiencia alguna copita de anís en las mañanas anteriores y en las posteriores a la Nochebuena. Ahora, los "rolletes" se hacen durante todo el año y se consumen, por sistema, lejos de su lugar de origen. Así lo contaba Augusto saboreando una de aquellas riquísimas rosquillas que sacó de una de las cajas sobrantes del precintado.
‑ Se llevan muchos los de aquí, sobre todo los que vienen de fuera; pero donde más se llevan es a las tiendas para venderlos, de los pueblos limítrofes y de Madrid.
‑ ¿Tenéis idea de lo que se vende cada año?
‑ Es difícil, pero de doce mil kilos seguro que no baja. Los envasamos en cajas de dos kilos. Lo bueno que tienen es que no se echan a perder, se conservan todo el año como si tal cosa.
‑ ¿Y la gente del pueblo sigue todavía haciéndolos?
‑ Casi no. Las mujeres de aquí saben hacerlos, pero los compran hechos. Para Nochebuena siempre hay dos o tres que vienen y se hacen su cesta, igual que antes, aunque la mayoría prefieren llevarse una caja y cuando se les termina vienen a por otra ¡Ea!.

Desde el horno se llega muy pronto hasta el atrio de la iglesia. Por el pretil se contempla al atardecer uno de los espectáculos a campo abierto más serenos que recuerdo. Dejando a un lado la Vega, que baja desde el poniente siguiendo el cauce de la rambla, el sol alumbra con nítida transparencia, tiñendo de gualda y de violeta la llanura inmensa de campos de cultivo que acabará escapándose de la vista allá, muy lejos, al otro lado del panta­no, en los montes de encinas que ocultan, tras la sombra gris señalada con una recta geométrica­mente perfecta de varios kilóme­tros de extensión, la antigua carretera general y el puente sobre el Júcar que, a pesar de los años bajo la superficie de las aguas, sigue sirviendo el paso a los que van y a los que vienen desde la una a la otra parte del río.
Tenemos a la espalda la portada neoclásica de la iglesia. El templo parroquial de Olivares nos habla de una población numerosa en tiempos que nadie recuerda. Es una iglesia sin historia, sencillamente hermosa, sin más que resaltar que sus tres naves ‑una dividida en capillas‑ y el grandioso retablo mayor que conserva impecable su dorado del XVIII y preside la imagen de Nuestra Señora de la Asunción, titular de la parroquia. En otro retablo menor, muy reciente, al fondo de la primera nave, está la imagen menuda del Santo Niño, quien con su estandarte albo en la mano derecha vela las horas y los días de este simpá­tico pueblo conquense cuyo patronazgo ostenta desde tiempo inmemorial.
Con la caída de la tarde el pueblo comienza a vestirse de fiesta. Las cuadrillas de mozalbetes y de jovencitas quinceañeras se bajan a pasear por las curvas en sombra de la carretera. Muy cerca del cruce de caminos que parten desde Olivares para Madrid y para Cuenca por La Parrilla, las muchachas trabajan en un pequeño taller de tejido, manejando con increíble habilidad los hilos del telar, los nudos de color, la urdimbre y las tijeras en una alfombra palaciega que acabara, si no hay quien dé más, en los salones de cualquier potentado de la Wall Street o en la modesta residencia de alguno ‑vaya usted a saber‑ de los sacrifi­cados padres de la Patria.
‑ Trabajamos para una casa que no nos paga casi nada, pero las chicas, antes que marcharse a servir, prefieren quedarse en el pueblo haciendo esto. No merece la pena.
En las eras, los montones de trigo empiezan a confundirse entre los olmos oscuros y las luces mortecinas de la tarde. El sol alumbra enrojecido, como un disco enorme colocado sobre los llanos de la Lastra. Las piedras del campana­rio y el Cerro de los Muertos reciben los últimos rayos color naranja, y el pueblo se pierde por fin en la penumbra, salpicado de lámparas en las esquinas, de cara a la noche.
(FINAL)

sábado, 31 de octubre de 2009

DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA (I I)


LA ALMARCHA: MORADA DEL DIOS AIRON

El asfalto de la general de Valencia exhala unos gases pastosos con el calor de agosto. Diríase que la moderna civiliza­ción ha sustituido con este vaho las polvaredas cervantinas de otro tiempo en los caminos de la Mancha. Una importante instalación metálica, dedicada a la transformación y almacenado de las semillas de girasol, nos abre las puertas del pueblo. Los nuevos estableci­mientos hoteleros a que dio lugar la venida de la carretera, están comenzando a recibir gentes de paso que llegan en camión y en automóviles de la más dispar procedencia. La Almarcha, fundada por los árabes sobre un poblado romano ya existente, es ante todo un pueblo agrícola, un pueblo que en ningún momento llegó a perder el tren de los modernos sistemas y cuenta hoy, como consecuen­cia, con una economía saneada y un porvenir seguro a corto y a largo plazo.
Hurgar en la historia de La Almarcha es perderse en el último rincón de la noche de los tiempos. Motivos fundados hay para pensar que esta zona de la Mancha fue asiento para la tribu celtíbera de los Usetanos, incondicionales del dios Airón, cuya morada creyeron estaba en el fondo del pozo que todavía lleva su nombre. No obstante, por cuanto a épocas certeras que de algún modo hayan podido tener relación con éste o con aquel aconteci­miento, La Almarcha sigue el ritmo de la historia al compás que le marcó la villa madre, El Castillo, a cuyas tierras perteneció hasta 1672 en que le fue posible la ansiada indepen­dencia por real privilegio de doña Mariana de Austria, viuda regente de Felipe IV.

Al entrar en La Almarcha uno se encuentra con un pueblo típicamente manchego, de casas bajas, de patios amplios a los que se entra después de atravesar unas portonas enormes, cubiertas casi todas ellas por el característico tejadillo que vimos tantas veces en las ilustraciones de aquellos volúmenes infantiles del Quijote. Los escudos familiares en piedra noble vuelven a presi­dir, con idénticos motivos heráldicos, las paredes encaladas de varias casonas del pueblo. Sobre una de estas fachadas, enjalbe­gada con un blanco de cal fortísimo que el sol devuelve a los ojos, hay una placa oscura que recuerda el nacimiento del insigne escritor y diputado en Cortes don José Torres Mena, autor del libro "Noticias Conquenses" publicado hace más de cien años. Por una calleja empinada se llega a la escalinata que sube hasta la iglesia. Dos mujeres llenan pacientemen­te sus vasijas en el grifo de una fuente pública.
‑ La sequía ¿Verdad?
‑ Si señor; ahora es que nos la cortan.
‑ ¿Podrían decirme por donde se va hasta el Pozo Airón?
‑ Pues mire, baje usted hasta la plaza y siga por el camino de la ermita de San Bartolomé, que allí lo tiene detrás de un cerro pequeño.
‑ Aquel agua será mala, ¿no?
‑ Para beber sí es mala, pero va muy bien para cosa de epidemias de la piel, de los ojos y eso. Este año puede que esté más bajo.

La distancia es mínima hasta el Pozo Airón. Desde las afueras del pueblo se ve cómo los remolques de los agricultores, cargados de trigo, aguardan su turno en la explanada del silo. Nos sale al paso a la izquierda del camino la ermita blanca de San Bartolomé, en el lugar mismo donde cuenta la tradición que el apóstol se apareció sobre una zarza a cierto pastor que apacenta­ba por aquellos contornos. Los almarcheños celebran cada verano con singular júbilo las fiestas en su honor, y le honran desde hace siglos en este tranquilo lugar al que suelen acercarse con frecuencia.
La laguna aparece muy pronto, al pie de un cerrillo de tierras rojizas y yeso cristalizado en donde crece la aliaga, dando vista a la fertilísima llanura de Los Ardalejos. El Pozo Airón tiene una superficie no mayor a la de una plaza de toros, bordeado en sus orillas por matorrales que favoreció la humedad. La leyenda habla de que no posee fondo conocido, que no es posible en sus aguas la vida animal y que, como se dijo, sus entrañas fueron habitáculo de añosas deidades presentes todavía en la toponimia del paraje. En su tiempo, el Pozo Airón atrajo el interés personal del emperador Carlos I y del rey Felipe II, quienes llegaron a La Almarcha exprofeso para visitar la laguna; Cervantes lo menciona en el "Viaje al Parnaso", y en su entorno toma cuerpo uno de los romances más populares de la Castilla medieval: la Leyenda de don Bueso. Don Bueso, lugarteniente en La Almarcha del rey moro de Sevilla, cuenta la leyenda que fue aquí golpeado en la nuca mortalmente por la más bella mujer de su harén y tragado por las aguas. El Pozo Airón es hoy un lugar olvidado y hasta un poco romántico, en el que los vencejos y las golondrinas bajan a beber en pleno vuelo y viven en sus orillas una especie poco común de las ranas ínfimas, muy curiosas, con membranas interdigitales en sus patas que se tiran al agua asustadas cuando alguien llega.

(Continuará)

lunes, 26 de octubre de 2009

DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA ( I )


En el verano del año 1980 me encargó José Luís Muñoz, director de la revista “Olcades” sobre temas conquenses, un trabajo más o menos extenso acerca de Olivares, y un poco de su comarca como pórtico de las tierras manchegas. Se publicaría con el título "De sol a sol donde la Mancha acaba". Lo hice con mucho gusto, y con mucha ilusión, entre otras cosas porque me daba la oportunidad de pasar toda una jornada recorriendo calles, hablando con personas, y aprendiendo cosas de marcado interés con el exclusivo fin de darlo a conocer a los muchos lectores de aquella publicación, no sólo de Cuenca, sino del resto de España y de otros lugares del mundo donde haya conquenses; es decir, en todas partes.Han pasado más de veintiocho años desde entonces, demasiado tiempo como para que las cosas, las situaciones y las personas, no hayamos cambiado bastante. Algunas de las buenas gentes con las que me encontré, ni siquiera viven.“Olcades” se publicaría después en tres tomos, y en forma de libro que me gusta conservar como un verdadero tesoro. Cuenca, su campo, sus pueblos, su historia, las gracias y desgracias de las que nuestra tierra ha sido testigo a través de los tiempos, es algo que produce verdadera pasión el conocerlo.En la presente página, y en las dos que irán apareciendo en semanas sucesivas, me he propuesto transcribir literalmente íntegro aquel trabajo: El Castillo de Garcimuñoz, La Almarcha, y Olivares como final, fueron el escenario por el que en aquella ocasión transcurrieron mis pasos, que ahora me gusta recordar, y brindar a los posibles lectores en lengua española de todo el mundo a través del blog de nuestro pueblo. Nada mejor.


DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA ( I )


Con el mapa provincial delante de los ojos, el autor de este trabajo se ha tirado al camino para colarse un poco a hurtadillas por la inmensa portona que cierra y que abre los campos de la Mancha. Pudo ser la del alba, o más tarde quizás. La del alba —bien lo sabía el bueno de don Alonso Quijano— es la hora de la Mancha. Es en ese instante preciso del amanecer cuando la universal llanura saca a la luz del día su balumba de hechizos y de encantamientos con profundo olor a mies, bajo un cielo límpido entre grana y azul mar, que limita allá en la lejanía un horizonte monótono, sin variación apenas. Por los caminos polvo­rientos de la Mancha todavía se vislumbra al amanecer la figura estilizada, soñadora, etérea, del Ilustre Hidalgo a lomos de un Rocinante inmate­rial, en espera —quién sabe hasta cuándo— de desfacer el último entuerto que fluyere, antes del final de los tiempos, del alma de su tierra.


EL CASTILLO DE GARCIMUÑOZ: SOMBRA Y LUZ DE LA LITERATURA CASTELLANA.

Colocado encima de una loma, rodeando con sus casas encala­das la histórica fortaleza del Marqués de Villena, el castillo invita al viajero a dar comienzo aquí, al pie de sus muros, la proyectada andadura que espera le ocupe todas las horas del día hasta la caída del sol. La enorme masa de sillería está sola, sumida para siempre en el sueño inacabable de los siglos. Pesa la piedra noble sobre el otero, contemplando así, una mañana más desde lo alto, el paulatino despertar de la villa. Un perro errabundo mordisquea la piel apelmazada de una cabra muerta que ha conseguido sacar por entre los escombros. Las golondrinas se cuelan en vuelo suave por los ventanales en restauración. Los ancianos más madrugadores van acudiendo a paso lento en busca de la primera sombra del transfor­mador de corrientes.

‑ ¡Ea! Ya tenemos todo hecho ─me dicen─. Nos juntamos aquí todos los días y nos pasamos la mañana hablando de lo que sale, sin meternos con nadie. Por la tarde, cuando el sol se va por aquella otra parte, nosotros nos sentamos detrás.

‑ Buen castillo, sí señor.

‑ ¿No lo había visto nunca? No está mal. Los entendidos dicen que tiene mucha historia. Lo afea un poco la piedra que le están poniendo en las ventanas. Yo creo que le debían dar algo para que pareciese viejo ¿No le parece a usted?

‑ ¿Lo suelen enseñar a la gente?

‑ Hombre, si busca al señor cura y se lo quiere enseñar, entonces lo podrá ver. Lo de allá es la iglesia y esta otra parte está ahora vacía; antes teníamos aquí el cementerio. Cuando las excavaciones encontraron debajo cimientos y ajuares de cuando los moros.

Dejando a un lado las tremendas proporciones de la fortale­za, que ya por sí sola justifica la presencia del visitante, el castillo conserva incólume el recuerdo vivo del poeta de las "Coplas", como así reza una lápida adosada a la puerta principal, y que fue erigida en 1944 por la Real Academia Española a expensas y por iniciativa del Duque de Alba. Sobre el mármol rojo, situada a la derecha de la artística portada del siglo XV, se puede leer:"RECUERDA CAMINANTE QUE A LAS PUERTAS DE ESTE CASTILLO SE "VINO LA MUERTE" SOBRE EL POETA QUE MEJOR LA HA CANTADO EN NUESTRA LENGUA, EL CAPITAN JORGE MANRIQUE, EN EL AÑO DE MCDLXXVII CUANDO PELEABA POR SU REINA ISABEL LA CATOLICA"

Con un error injustificado a la hora de señalar con fecha la muerte del poeta, que no acaeció según parece en 1477, sino dos años después, peleando como es sabido contra los ejércitos del Marqués de Villena, defensor de la causa de Juana la Beltra­neja, el recuerdo material de los padres de la Lengua perpetúa la memoria del insigne guerrero y del hombre de letras, cuya refe­rencia volverá a ocuparnos en más de una ocasión recorriendo las calles y los alrededores de la villa.

El Castillo de Garcimuñoz entona desde las mil bocas de piedra vieja el bellísimo himno de su nobleza ancestral, de su historia imperecedera. En las calles del pueblo uno acaba por perderse muchos siglos atrás en el tiempo. Aquí, las casonas blasonadas de sillería donde habitaron hombres y familias ilus­tres que nadie recuerda; allá, la sublime filigrana artesanal de hierro forjado que cubre las ventanas, buscando como remate las más finas alusiones a la fe, a las artes o a la guerra. Por la calle Mayor sube una señora pregonando a toque de trompeta la mercancía con la que acaba de arribar el furgón de un vendedor ambulante.

‑ ¡Fruta de todas clases y pescado en la Plaza del Horno!, ¡Está fresca, mujeres, está fresca!


En una pequeña tienda que es a la vez estanco, en la calle Mayor, me indican dónde puedo ver a don Teodoro. El cura me recibe en su casa y me hace sentar al lado de una mesa llena de libros. Don Teodoro Bonilla es un hombre estudioso que dedica una parte considerable de su tiempo a la investigación histórica y literaria en torno al enclave en donde vive.

En la mesa redonda de don Teodoro hay, entre un montón de libros, de documentos y de recortes de prensa, distintas ediciones de "El Conde Lucanor". A don Teodoro no le gusta, me di cuenta enseguida, que el periodis­ta ignore tan impunemente la relación personal con el Castillo del propio autor del "Libro de Patronio".

‑ No, no, no. Ese es el peor mal que tenemos los castellanos. Si en vez de ser aquí hubiera sido en Cataluña donde vivió don Juan Manuel, estoy seguro de que ahora mismo tendría un monumento en cada pueblo.

‑ Quiere usted decir que el Infante pasó por aquí.

‑ Quiero decir que estuvo aquí y que vivió más de treinta años en el Castillo; los más importantes, por cierto, de toda su producción literaria. Lo que me llevó a defender la teoría de que "El Conde Lucanor" se escribió en este pueblo, cosa que hasta el momento nadie me ha rebatido. Aquí tuvo su casa y aquí pasó más de la mitad de su vida. Eso se puede demostrar documentalmen­te siempre que se quiera.

‑¿Es que no les parece suficiente el ser éste el lugar de cita entre el poeta Jorge Manrique y su cantada, la muerte?

‑ No, y aún hay más. Don Juan Manuel fundó en su propia casa un convento en el que estuvieron los Agustinos hasta 1834. Así que, si considera­mos que Fray Luis de León pasase, como lógicamente debió de ser, muchas temporadas en Belmonte, y siendo éste el convento agustino más cercano, cabe pensar que con frecuencia acudiría también por aquí. De tal manera que, con la relación personal y prolongada de don Juan Manuel, con la muerte de Jorge Manrique, y con la estancia más que posible de Fray Luis en este pueblo, yo creo que todo aquel que quiera penetrar un poco en serio en la Literatura Castellana, no tendrá más remedio que pasar por aquí.

Fue la noble villa manchega cabeza de una zona extensísima de tierras y de pueblos que el rey Alfonso VIII de Castilla conquistó para la cristiandad en 1177, a la vez que tomaba posesión por las armas de la que ahora es capital de provincia. Don Teodoro me acompañó por algunos de los lugares más significa­tivos y me fue explicando gentilmente, sobre la marcha, pormeno­res de lo que en su día debieron ser aquellos retazos de historia antigua que, en piedra sobre todo, cuando no en el recuerdo solamente, son testigos mudos de tanta gloria pasada.

Aquí estuvo también el gran Jamete, el del famoso arco de la catedral de Cuenca. Estando aquí, recibió Jamete por medio de un cura francés varios libros del propio Erasmo. Aún queda por ahí destrozada alguna escultura que lo recuerda.

‑ ¿Cómo fue el instalar la iglesia en medio del castillo?

‑ Bueno, aquello fue para cubrir una necesidad que surgió al hundirse la primitiva iglesia de San Juan en el año 1630. Aquel arco que se ve allá lejos es lo único que se conserva de ella. Después se edificó la nueva aprovechando parte del castillo a finales del XVII, aunque no se inauguró hasta el siete de junio de mil setecientos ocho.

En la parte de fortaleza que el templo deja libre, detrás siempre del muro que delimita la iglesia, se ven los restos de una antigua alcazaba árabe sobre la que, sin duda, debió cons­truirse el castillo. Hasta 1975 fue aquella escueta superficie de terreno el cementerio municipal, donde, durante los últimos siglos, los muertos fueron encontrando su cobijo definitivo entre piedras morunas o en los ventanales y en las oquedades del grueso murallón.

La antigua iglesia de San Juan estaba situada en un alcor desde el que se domina un magnífico panorama de campo abierto, variadísimo, y la vista general del pueblo en sentido opuesto a través de una curiosa ojiva, todavía en pie, reliquia de la primitiva iglesia.

‑ Desde aquí se distinguen perfectamente lo que fueron los dos barrios en la Edad Media: el moro y el judío. Aquellas paredes de sillería que se ven por encima pertenecieron a la casa y a la iglesia de don Juan Manuel. Aún quedan los argos del claustro.


A estas alturas de la provincia de Cuenca pisamos tierra de transición entre la vertiente Mediterránea, cuyas aguas se encarga de recoger el vecino Júcar, y la Atlántica, a la que surte el Záncara que podríamos encontrar a cuatro leguas, poco más, de paso hacia la Alberca. Por el camino de la Nava se llega muy pronto al monolito que marca, según la creencia popular ‑no la de los estudiosos que parece ser se inclinan por las mismas puertas del castillo‑ el sitio exacto donde fue herido de muerte Jorge Manrique. El hecho se recuerda al borde del camino con un sencillo monumento de piedra labrada y una cruz de hierro asida al muro. Hay en la base del altar que le sirve de peana un hueco en el que se guardó al principio de ser construido un ejemplar impreso de las "Coplas a la muerte de su padre", para que el caminante dedicase, tras su lectura, unos minutos siquiera a considerar la fugacidad de la vida terrena y la importancia de conseguir con buen tino la otra sin final que viene después, más allá de la muerte.

‑ ¿Le gusta? Ahí dicen que mataron a uno.

‑ Ya, ya. Pues no sabía yo que tenían aquí esto.

‑ Se llamaba don Jorge. Según oídas debía ser un señor muy importante, que hacía poesías. Creo que le pegaron un lanzazo y se fue a morir por allá, por la parte de Santa María. El simpático campesino de El Castillo siguió caminando con su cargamento de matas de garbanzos a lomo de una burrilla gris, retozona, satisfecho de haber sabido estar a la altura de las circunstancias, de haber sido capaz de servir como es debido al viajero que continúa allí, sentado a la sombra del monolito, encerrado en sí mismo, con la mirada fija en las tierras de labor y en los olivares que se tuestan alineados al sol del mediodía.

(Continuará)

martes, 20 de octubre de 2009

EN LA CIMA DEL ALTO REY


Lugares míticos o sagrados, no lo sé, pero existe toda una convicción que suele atribuir a los puntos más elevados de cada comarca ciertas afinidades misteriosas, rayanas a menudo con lo sobrenatural. Su nombre por sí mismo: Santo Alto Rey de la Majestad, definidor y sonoro, y la severa ermita erigida sobre el último crestón rocoso de su cima, son detalles que en todo caso invitan a perpetuar esta creencia.
El Alto Rey es para quienes habitan en la comarca la Montaña Sagrada. Las gentes de todos los pueblos en varias leguas a la redonda la nombran con respeto, casi con veneración. En su cima, a más de 1.850 metros de altura y sobre pedestal de roca, se da culto en la ermita una vez al año al Santo Alto Rey de la Majestad y a Santa María Reina de los Ángeles. Tienen su fiesta y romería a finales de verano.
El Alto Rey es cumbre de leyenda. Así informó al Dr.Kaestner en pasados siglos un erudito de Atienza que había sido cartero en Jadraque y conocía con detalles aquella serra­nía: "Lo mejor para visitar el santuario del Alto Rey, desde Guadalajara, es seguir la ruta de Atienza por Cogolludo. Es indispensable hacer a caballo un buen trecho de camino. No hay posibilidad de hospe­darse en las cercanías de la ermita, guarda­da de noche por un gato, que de día se oculta entre los escom­bros de unas ruinas cercanas, donde aparece una calavera cubier­ta con la piel de un hombre muerto".

En una tarde limpia, el espejo del día refleja desde los contornos de la pequeña ermita por el poniente los cerros pardales de Cantalo­jas, los pinares de Galve con su castillo sobre la muela, las crestas oscuras de Somosierra, y entre una finta de bosque y de blancales calinos, el campo de los Condemios y de Campisábalos, con infinidad de generadores eléctricos que giran a igual ritmo a capricho del viento; y como fondo, ya en la lejanía a las puestas del sol: el Pico de Grado en tierras de Segovia. Al norte y al saliente todo un rosario de puebleci­tos menudos que conforman, cada uno en su lugar preciso, la Serranía de Atienza; Albendiego en su vallejo de álamos; Somoli­nos allá en la limpia vaguada del Borno­va, amparado por cerros viejos de buena talla; la aldehuela de Ujados al fondo del inmenso valle; Miedes la señorial, difuminada como una mancha en ocre encendido al pie mismo de la paramera por la que anduvo El Cid; y Atienza más a lo lejos, con su castillo roquero de eterno bogar por salvaguar­da, testigo fiel de la inmortal tierra de Castilla. Al mediodía el gozo indefinible de los pueblecitos que asientan a pie de la montaña: Bustares, el de las tiernas praderas de robledillo suelto; Las Navas, El Ordial, Gascueña, los reflejos lejanos del pantano de Pálmaces, y más aún hasta perderse de vista, los campos al desnudo de media provincia de Guadalajara, dibujando legua a legua un inmenso tapiz de tonalidades pardas y frías.
A uno se le ocurre pensar, siempre que muy de tarde en tarde asciende hasta la cumbre del Alto Rey, en los caballeros Templa­rios que por estas rocas cimeras de la montaña santa debieron andar hace más de ocho siglos, y en los cantos de maitines a las del alba de los Canónigos Regulares de San Agustín, guerreros como sus antecesores, que a temporadas y cuando la climatología les era propicia, tuvieron por costumbre ascender por aquí desde la bellísima ermita de Santa Coloma buscando el sosiego y la paz de las alturas.

Siento verdadera devoción por estos perfiles serranos que fueron en tiempos ya idos imagen cotidiana de mi primera juventud. Los años se van, mientras que los hechizos de la Naturaleza se ofrecen ante nuestros ojos con el sello inalterable de la mañana de la Creación, como el primer día; acusando, quizás, el sopor de los artilugios que el hombre del siglo XX dio en colocarle sobre la cima en aras del progreso.
La brisa que se cierne sobre la altura amaina cuando la tarde va de caída. Las sombras arrasan en un decir amén los campos y los pueblos. Las luces encarnadas del repetidor y de las antenas metálicas de los militares, empiezan a acrecentar el misterio de la noche dispuesta envolver en tinieblas la Montaña Sagrada. Urge descender al mundo en donde vive la gente, a los pueblecitos de alrededor, desde donde suben rectas hasta perderse en la oscuridad, las columnas de humo de las chimeneas.
Desde la cumbre todo sigue igual que hace cien, o que hace mil años. Acaso hayan sido los hombres y las circunstancias que los rigen los únicos que han cambiado desde el corazón de la Edad Media. La montaña y el campo son los mismos.