sábado, 31 de octubre de 2009

DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA (I I)


LA ALMARCHA: MORADA DEL DIOS AIRON

El asfalto de la general de Valencia exhala unos gases pastosos con el calor de agosto. Diríase que la moderna civiliza­ción ha sustituido con este vaho las polvaredas cervantinas de otro tiempo en los caminos de la Mancha. Una importante instalación metálica, dedicada a la transformación y almacenado de las semillas de girasol, nos abre las puertas del pueblo. Los nuevos estableci­mientos hoteleros a que dio lugar la venida de la carretera, están comenzando a recibir gentes de paso que llegan en camión y en automóviles de la más dispar procedencia. La Almarcha, fundada por los árabes sobre un poblado romano ya existente, es ante todo un pueblo agrícola, un pueblo que en ningún momento llegó a perder el tren de los modernos sistemas y cuenta hoy, como consecuen­cia, con una economía saneada y un porvenir seguro a corto y a largo plazo.
Hurgar en la historia de La Almarcha es perderse en el último rincón de la noche de los tiempos. Motivos fundados hay para pensar que esta zona de la Mancha fue asiento para la tribu celtíbera de los Usetanos, incondicionales del dios Airón, cuya morada creyeron estaba en el fondo del pozo que todavía lleva su nombre. No obstante, por cuanto a épocas certeras que de algún modo hayan podido tener relación con éste o con aquel aconteci­miento, La Almarcha sigue el ritmo de la historia al compás que le marcó la villa madre, El Castillo, a cuyas tierras perteneció hasta 1672 en que le fue posible la ansiada indepen­dencia por real privilegio de doña Mariana de Austria, viuda regente de Felipe IV.

Al entrar en La Almarcha uno se encuentra con un pueblo típicamente manchego, de casas bajas, de patios amplios a los que se entra después de atravesar unas portonas enormes, cubiertas casi todas ellas por el característico tejadillo que vimos tantas veces en las ilustraciones de aquellos volúmenes infantiles del Quijote. Los escudos familiares en piedra noble vuelven a presi­dir, con idénticos motivos heráldicos, las paredes encaladas de varias casonas del pueblo. Sobre una de estas fachadas, enjalbe­gada con un blanco de cal fortísimo que el sol devuelve a los ojos, hay una placa oscura que recuerda el nacimiento del insigne escritor y diputado en Cortes don José Torres Mena, autor del libro "Noticias Conquenses" publicado hace más de cien años. Por una calleja empinada se llega a la escalinata que sube hasta la iglesia. Dos mujeres llenan pacientemen­te sus vasijas en el grifo de una fuente pública.
‑ La sequía ¿Verdad?
‑ Si señor; ahora es que nos la cortan.
‑ ¿Podrían decirme por donde se va hasta el Pozo Airón?
‑ Pues mire, baje usted hasta la plaza y siga por el camino de la ermita de San Bartolomé, que allí lo tiene detrás de un cerro pequeño.
‑ Aquel agua será mala, ¿no?
‑ Para beber sí es mala, pero va muy bien para cosa de epidemias de la piel, de los ojos y eso. Este año puede que esté más bajo.

La distancia es mínima hasta el Pozo Airón. Desde las afueras del pueblo se ve cómo los remolques de los agricultores, cargados de trigo, aguardan su turno en la explanada del silo. Nos sale al paso a la izquierda del camino la ermita blanca de San Bartolomé, en el lugar mismo donde cuenta la tradición que el apóstol se apareció sobre una zarza a cierto pastor que apacenta­ba por aquellos contornos. Los almarcheños celebran cada verano con singular júbilo las fiestas en su honor, y le honran desde hace siglos en este tranquilo lugar al que suelen acercarse con frecuencia.
La laguna aparece muy pronto, al pie de un cerrillo de tierras rojizas y yeso cristalizado en donde crece la aliaga, dando vista a la fertilísima llanura de Los Ardalejos. El Pozo Airón tiene una superficie no mayor a la de una plaza de toros, bordeado en sus orillas por matorrales que favoreció la humedad. La leyenda habla de que no posee fondo conocido, que no es posible en sus aguas la vida animal y que, como se dijo, sus entrañas fueron habitáculo de añosas deidades presentes todavía en la toponimia del paraje. En su tiempo, el Pozo Airón atrajo el interés personal del emperador Carlos I y del rey Felipe II, quienes llegaron a La Almarcha exprofeso para visitar la laguna; Cervantes lo menciona en el "Viaje al Parnaso", y en su entorno toma cuerpo uno de los romances más populares de la Castilla medieval: la Leyenda de don Bueso. Don Bueso, lugarteniente en La Almarcha del rey moro de Sevilla, cuenta la leyenda que fue aquí golpeado en la nuca mortalmente por la más bella mujer de su harén y tragado por las aguas. El Pozo Airón es hoy un lugar olvidado y hasta un poco romántico, en el que los vencejos y las golondrinas bajan a beber en pleno vuelo y viven en sus orillas una especie poco común de las ranas ínfimas, muy curiosas, con membranas interdigitales en sus patas que se tiran al agua asustadas cuando alguien llega.

(Continuará)

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