martes, 20 de octubre de 2009

EN LA CIMA DEL ALTO REY


Lugares míticos o sagrados, no lo sé, pero existe toda una convicción que suele atribuir a los puntos más elevados de cada comarca ciertas afinidades misteriosas, rayanas a menudo con lo sobrenatural. Su nombre por sí mismo: Santo Alto Rey de la Majestad, definidor y sonoro, y la severa ermita erigida sobre el último crestón rocoso de su cima, son detalles que en todo caso invitan a perpetuar esta creencia.
El Alto Rey es para quienes habitan en la comarca la Montaña Sagrada. Las gentes de todos los pueblos en varias leguas a la redonda la nombran con respeto, casi con veneración. En su cima, a más de 1.850 metros de altura y sobre pedestal de roca, se da culto en la ermita una vez al año al Santo Alto Rey de la Majestad y a Santa María Reina de los Ángeles. Tienen su fiesta y romería a finales de verano.
El Alto Rey es cumbre de leyenda. Así informó al Dr.Kaestner en pasados siglos un erudito de Atienza que había sido cartero en Jadraque y conocía con detalles aquella serra­nía: "Lo mejor para visitar el santuario del Alto Rey, desde Guadalajara, es seguir la ruta de Atienza por Cogolludo. Es indispensable hacer a caballo un buen trecho de camino. No hay posibilidad de hospe­darse en las cercanías de la ermita, guarda­da de noche por un gato, que de día se oculta entre los escom­bros de unas ruinas cercanas, donde aparece una calavera cubier­ta con la piel de un hombre muerto".

En una tarde limpia, el espejo del día refleja desde los contornos de la pequeña ermita por el poniente los cerros pardales de Cantalo­jas, los pinares de Galve con su castillo sobre la muela, las crestas oscuras de Somosierra, y entre una finta de bosque y de blancales calinos, el campo de los Condemios y de Campisábalos, con infinidad de generadores eléctricos que giran a igual ritmo a capricho del viento; y como fondo, ya en la lejanía a las puestas del sol: el Pico de Grado en tierras de Segovia. Al norte y al saliente todo un rosario de puebleci­tos menudos que conforman, cada uno en su lugar preciso, la Serranía de Atienza; Albendiego en su vallejo de álamos; Somoli­nos allá en la limpia vaguada del Borno­va, amparado por cerros viejos de buena talla; la aldehuela de Ujados al fondo del inmenso valle; Miedes la señorial, difuminada como una mancha en ocre encendido al pie mismo de la paramera por la que anduvo El Cid; y Atienza más a lo lejos, con su castillo roquero de eterno bogar por salvaguar­da, testigo fiel de la inmortal tierra de Castilla. Al mediodía el gozo indefinible de los pueblecitos que asientan a pie de la montaña: Bustares, el de las tiernas praderas de robledillo suelto; Las Navas, El Ordial, Gascueña, los reflejos lejanos del pantano de Pálmaces, y más aún hasta perderse de vista, los campos al desnudo de media provincia de Guadalajara, dibujando legua a legua un inmenso tapiz de tonalidades pardas y frías.
A uno se le ocurre pensar, siempre que muy de tarde en tarde asciende hasta la cumbre del Alto Rey, en los caballeros Templa­rios que por estas rocas cimeras de la montaña santa debieron andar hace más de ocho siglos, y en los cantos de maitines a las del alba de los Canónigos Regulares de San Agustín, guerreros como sus antecesores, que a temporadas y cuando la climatología les era propicia, tuvieron por costumbre ascender por aquí desde la bellísima ermita de Santa Coloma buscando el sosiego y la paz de las alturas.

Siento verdadera devoción por estos perfiles serranos que fueron en tiempos ya idos imagen cotidiana de mi primera juventud. Los años se van, mientras que los hechizos de la Naturaleza se ofrecen ante nuestros ojos con el sello inalterable de la mañana de la Creación, como el primer día; acusando, quizás, el sopor de los artilugios que el hombre del siglo XX dio en colocarle sobre la cima en aras del progreso.
La brisa que se cierne sobre la altura amaina cuando la tarde va de caída. Las sombras arrasan en un decir amén los campos y los pueblos. Las luces encarnadas del repetidor y de las antenas metálicas de los militares, empiezan a acrecentar el misterio de la noche dispuesta envolver en tinieblas la Montaña Sagrada. Urge descender al mundo en donde vive la gente, a los pueblecitos de alrededor, desde donde suben rectas hasta perderse en la oscuridad, las columnas de humo de las chimeneas.
Desde la cumbre todo sigue igual que hace cien, o que hace mil años. Acaso hayan sido los hombres y las circunstancias que los rigen los únicos que han cambiado desde el corazón de la Edad Media. La montaña y el campo son los mismos.

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