viernes, 30 de marzo de 2012

CUENCA, FERVOR EN PIEDRA Y AGUA


La media tarde pasa sobre Cuenca como una inmensa esponja de cristal que se va prendiendo en los farallones de las hoces y en las cumbres de los cerros que cercan la ciudad. Hoy es Jueves Santo.
            A fe que me gustaría conocer si Alfonso VIII de Castilla, el reconquistador de Cuenca, llegó a vivir la experiencia de estas tardes de abril, calmosas y encendidas a un tiempo de las sobremesas conquenses, con el espectáculo provocador de la ciudad vieja como telón de fondo. Pienso que no. De haberla vivido estoy seguro de que hubiese hecho de ella su feudo, o cuando menos se hubiese dignado visitarla con una frecuencia mayor después de su reconquista. Tengo la impresión -y si no es así, que la Historia me los sepa perdonar- de que a pesar de aquel famoso Fuero que en su día le entregó como agasajo, el rey Alfonso consiguió por fin entrar en Cuenca en la memorable fecha del San Mateo del año 1177, pero que a Cuenca no le fue posible entrar en él, ni entonces ni durante el resto de su vida.
            La vieja Cuenca acaba de vivir el instante justo en el que el minarete de Mangana deja caer sobre los tejados ocres del Seminario que brillan con el sol, sobre el afilado chapitel de la torre del Salvador, sobre el espejo verde de las aguas del Júcar, sobre las sombras de los hocinos y de las choperas en sabia, sobre la espadaña del Hospital y sobre las almas de los conquenses, los cuatro impactos inapelables del bronce de las horas. De un momento a otro se tirarán al vuelo, a la vera del río, las campanas de la iglesia patronal de la Virgen de la Luz, de donde están saliendo los primeros pasos.
       
  Las calles se han convertido en un decir amén en un  reguero infinito de encapuchados. Un grupo de nazarenos arrastran los bordes del sayal de su túnicas por el pasadizo de las Casas Colgadas; otros ensayan, en un destartalado caserón de la calle del Agua, los acordes a cuatro voces del célebre Miserere de Pradas -divino canto de penitencia tan conquense como las Hoces, como la propia torre de Mangana o como el Recreo Peral- que habrán de rizar, mañana mismo, al paso del Cristo muerto cuando haya cerrado la noche. Bajo los clementes soles del Jueves Santo, la ciudad hace lo posible por mantener el fervor, que desde antiguo distinguió a su Semana Mayor.
            Cuenca entera, toda Cuenca, la de la Plaza Mayor y Carretería, la de los Tiradores y la del Puente de San Antón, se ha vestido de negro, de grana, de blanco marfil y de púrpura, de verde pinar y de morado penitente, para echarse a la calle bajo el envoltorio de sus caperuzas.
            La única procesión que Cuenca saca a la calle en la tarde del Jueves Santo, se está comenzando a organizar sobre el puente de San Antón y sobre las primeras costanillas que apuntan hacia la Catedral. Las campanas de las iglesias, el sonido desgarrado de las cornetas y el redoblar de los tambores, ahuyentan todo rumor para dar paso a la piedad popular, a las indefinibles cadencias del agua y de la piedra, de la verticalidad y del misterio, de lo que Cuenca es su verdadera sede. Si fuera posible sopesar en una balanza el equilibrio de la ciudad, a la hora en que se pone en camino la procesión de Jueves Santo, la ciudad se desplomaría por el Puente de la Trinidad.


            Luego, allí ya se sabe, horas y horas de subida y de descenso por aquellos pasadizos y rincones en penumbra que son el alma de Cuenca. Cuando el sol desparece, ya en la bajada, los sonidos de la comitiva irrumpen sobre el silencio inundando la noche. Los espíritus se recogen con las tinieblas, y la procesión -sobre el hombro de los cofrades la Oración en el Huerto, el Jesús con la Caña, la Verónica, el Cireneo, Nuestro Padre Jesús del Puente, la Virgen de la Soledad bajo lujoso dosel, y otras imágenes más, todas conmovedoras y entrañables- encuentra su apoteosis en vistosidad y respeto.
            La brisa fría de la tarde se acabará apagando al paso de las cofradías por las calles más céntricas de la capital. Son las once de la noche. El corazón de los conquenses se dulcifica con la sola contemplación de los pasos por Carretería. La noche termina por cerrar sobre el más profundo de los misterios que tiene Cuenca. Por encima del caserío adormilado de los barrios altos, de las rocas, y de las calles que todavía sienten lejanos los últimos redobles de los tambores: la luna, que acaba de llenar, cubre a la ciudad con un manto sutil de plata envejecida, asomándose al mundo por encima del Cerro del Socorro.             

viernes, 23 de marzo de 2012

LA VIEJA FÁBRICA DE PAPEL (In memoriam)

            Las ruinas -si no venerables, sí de un grato e histórico recuerdo- que tantas veces hemos visto al pasar por los aledaños del pueblo de Gárgoles, me han traído a la memoria una vez más aquella lejana España de la Ilustración en que se alzaron de nueva planta, para introducir en ellas lo que llegó a ser una de las fábricas de papel más importantes que hubo en aquella época, o por lo menos así se desprende del tamaño del edificio y de la repercusión que tuvo entre los grandes autores que la conocieron y de la cual, con más o menos detalle, dejaron noticia escrita.
            Las piedras son siempre un documento mudo que pasa por encima de los hombres y de las circunstancias que tantas veces condicio­nan la vida de los hombres.
            Hace algunas fechas que anduve por allí. Los muros desgrana­dos entre la maleza de la antigua fábrica de papel me llevaron mucho más atrás en el tiempo; más o menos a las dos últimas décadas del siglo XVIII que es cuando aquella industria debió de funcionar con sus dos molinos parejos, uno destinado a la fabricación de papel fino destinado a la escritura, y otro para el papel de estraza, ambos movidos por las aguas del arroyo que, a instancias de su fundador, el obispo de Sigüenza don Juan Díaz de la Guerra, atravesó a manera de caz bajo las paredes de la factoría para que sus aguas sirvieran de fuerza motriz, como así fue.

            De entre los diversos personajes de renombre que conocieron en plena actividad la fábrica de papel por aquellos años, y de cuya visita dejaron la correspondiente reseña en sus diarios, conviene referir llegado este punto el breve texto de Antonio Ponz en su "Viaje de España", que dice así: «El Señor Obispo de Sigüenza, habiendo considerado por su parte el aprovechamiento que de esta agua casi perdida podía sacarse, tomó la plausible resolución de hacer un molino de papel junto a Gárgoles introdu­ciendo el riachuelo en el mismo molino. Apenas se habló de la fábrica, quando ya supimos que estaba acabada, y que se hacía papel de varias suertes: tal es la eficacia del zelos Prelado, y su deseo de ocupar las gentes en exercicios útiles á la Nación. Ha tenido el gusto de que hayan aplaudido las calidades del papel los que lo han usado: y se puede esperar que esta industria adquiera incremento y mucha perfección».

            El papel que por aquel entonces salía de las fábricas españolas lo fue de una calidad excelente, como bien demuestran los muchos libros impresos y los documentos que han llegado hasta nosotros editados precisamente por aquellos años, en el primer impulso editorial del Siglo de las Luces, que comenzó por instalar en Madrid imprentas famosas, como la de M.Rodríguez y Compª, de la Plazuela del Biombo, y otras muchas en las que cabe suponer se abastecían del producto manufacturado por fábricas como ésta, y aun por otras más antiguas sitas en las provincias próximas a la capital de España. Es lástima que en un imaginario museo dedicado a realidades artesanales de esta tierra nuestra en épocas precedentes, no podamos contemplar y palpar alguna muestra del papel alcarreño de la fábrica de Gárgoles, cuando tantos archivos y librerías de viejo estén repletas de él como soporte de obras escritas en producto callado y anónimo.

            No hay nada que al pasar junto a los muros derruidos del edificio haga pensar al ajeno, ni siquiera remotamente, que aquellos arcos interiores, bajo cuya cúpula se encierra quizás alguna vieja máquina de labor; que aquellos ventanales vacíos que miran al camino como los de las antiguas ventas; que aquel cúmulo de vegetación silvestre que ha crecido a su alrededor al amparo de la humedad de la vega, no sea sino el esqueleto de alguna vieja casona de labradores, o el palacete olvidado de cualquier ricohombre, romántico y calavera, que levantó su mansión como capricho en medio del campo, y como capricho la dejó poco después a merced del entorno natural de la vega del río Cifuentes.

            Pero volvamos al relato documental que nos dejaron algunas de las mejores plumas de entonces. Fue Jovellanos quien con mayor impulso hizo perpetuo aquel paraje a través de su prosa. Las obras del autor de "El Pelayo" son hoy documentos valiosos, sobre todo si aparecen en sus célebres "diarios" pueden considerarse irremplazables, no sólo por la categoría humana y social de quien lo escribe, que ya sería bastante, sino por la objetividad que se desprende como norma principal de todos ellos. La provincia de Guadalajara, y en especial las villas de Jadraque y de Cifuentes con sus respectivos entornos, es privilegiada en la obra de Jovellanos por razones de amistad con un ilustre personaje de nuestra tierra que en esta ocasión ni siquiera viene al caso. De su "Diario noveno"(años1798-1801) es el siguiente fragmento que aquí recogemos en relación con el tema que nos ocupa:

            «A las seis tomamos el coche madama Vera (doña María Josefa Jover, murciana), el barón viudo de Les (don Juan Zazo, oficial de la Secretaría de guerra) D...Pantoja, capellán de honor de la Orden de alcántara, y yo; mi ayuda de cámara a caballo, y un guía del país. Buena mañana. A la fábrica de papel de Gárgoles, propia del Hospital de San Mateo de Sigüenza, arrendada por don Santiago Grimand en 20.000 reales anuales, y dirigida por él mismo con actividad y buena inteligencia; la vimos despacio. Vimos no sólo muestras de todas las clases de papel que se fabrican, sino de lo empaquetado para el consumo, que me ha parecido bien unido, bien encolado y blanco; el de imprenta, el de marquilla y marca, y varias clases de escribir; todo igual. Me ofreció más indivi­duales noticias, que pondré aquí»

            Noticias -agrego yo- que ahora nos hubieran sido útiles y que bien nos hubiera gustado conocer, pero que luego no puso, o por lo menos no he sido capaz de encontrar en el resto de sus diarios.

            Han pasado doscientos veintitrés años desde aquel de 1774 en que el Obispo Albañil puso a funcionar aquella fábrica de papel en propiedad y a beneficio del hospital seguntino de San Mateo. Produjo a pleno rendimiento hasta 1835, año en el que al considerarla como un bien de la Iglesia fue incluida en la siniestra Ley de Mendizábal, lo que supuso su debilidad paulatina hasta el cierre definitivo a principios del siglo XX, y su ruina posterior que ha llegado hasta nosotros como parte de un legado sentimental, económico venido a menos, histórico...; tómese como se quiera, pero ahí está, ocupando su página correspondiente en el libro de oro de nuestra historia personal, capítulo de desdichas, junto al vecino monasterio de Ovila, el de Bonaval, el de Monsalud, o las en otro tiempo fábricas de vidrio de Tamajón y El Recuenco, o las resineras del Ducado, tan nuestras y tan olvidadas, casi tan ajenas a nosotros por haber sido cubiertas con el tamo del tiempo.
(Fotografía del libro "El río de las cien fuentes" de Francisco García Marquina)

sábado, 17 de marzo de 2012

TRESJUNCOS


 
            Nunca había estado en Tresjuncos hasta el verano del años 2010 que pasé por allí a conocerlo, junto a su vecino Osa de la Vega, en viaje especial con el exclusivo fin de tomar datos en ambos pueblos con relación al tristemente famoso “Crimen de Cuenca” en el primer centenario del suceso al que dio nombre.
            Tenía algunos amigos y conocidos de Tresjuncos, desde mis años de estudiante en Cuenca; pero a los que les he perdido la pista definitivamente después de tantos años.
            Ahora, este importante lugar manchego cuenta con cierta preferencia en nuestro blog con motivo de otro aniversario, el X de la muerte de Camilo José Cela que, mucho antes que yo, pasó por Tresjuncos y dejó escrito para la posteridad uno de los mejores artículos de sus andanzas viajeras por tierras de España.
            Pese a todo, lo considero poco conocido entre mis paisanos los conquenses, incluso entre los propios habitantes de Tresjuncos. Creo que se publicó en el diario “Ofensiva” de Cuenca allá por los años cincuenta,  y después en sus Obras Completas, de donde lo extraigo con todos los honores y transcribo para quienes lo quieran leer, un ejercicio que les aconsejo. 
                   TRESJUNCOS
            «El pueblo de Tresjuncos está en la Mancha de Cuenca. Al pueblo de Tresjuncos acaban de darle un premio por su aseo y galanura. Al escritor le gustaría contar aquí una fabulilla ejemplar, una tierna y sosegada parábola en la que se hablase de rosas en el estercolero y de bellas y tímidas perlas en el muladar hediondo.
            Tresjuncos, como manchego, es pueblo de secano. Según don Pascual Madoz, Tresjuncos, por todo tener, tiene varios pozos de malas aguas. Al cabo del siglo transcurrido desde la información de don Pascual, Tresjuncos sigue sin agua para lavarse la cara, incluso sin agua para beber. En Tresjuncos no hay fuentes públicas y los pozos, si alguna vez los hubo, se han cegado. Los tresjunqueños -bachuilleres, les llaman los de Villamayor de Santiago y los de Hontanaya, los de Fuentelespino de Haro y los de Osa de la Vega- han de caminar un cuarto de legua para ir por agua y han de desandar lo andado para traerla. Las casas de Tresjuncos, albas como palomas, se adornan con el geranio y la pasionaria, con el clavel y la albahaca, con las fucsias como sangre de toro, las calas blancas y verdes y las begonias de diminutas flores de color de rosa, que pintan sus honestas pinturas sobre la cal.
            Tresjuncos es pueblo de fabulosos tesoros escondidos. En el cerro de la Butrera, que tiene el corazón de onzas de oro, los tresjunqueños empezaron a arañar la costra de la tierra y desenterraron elegantes ánforas romanas y preciosos pisos de mosaico multicolor y brillador. Esto fue en el 1949 y el año siguiente recibieron orden de parar: Estas cosas hay que hacerlas científicamente -les dijeron-; estense ustedes quietos, que seguiremos escarbando nosotros como Dios manda y con arreglo a las costumbres de la ciencia.
            A los diez años de la orden, los tresjunqueños no han visto todavía un azadón científico -¡ay, cerro de la Butrera, quién te tuviera en la faltriquera!-, pero no desesperan de escucharlos golpear algún día. Los tresjunqueños jamás desesperan, ni e esto ni de nada.
            Mientras espera, como el olmo seco de don Antonio, quizás otro milagro de la primavera, el pueblo de Tresjuncos -¿se dijo ya lo de la azucena y el vertedero?-, con el agua que no tiene, se adorna y se acicala y se compone, quién sabe si para recibir­los.
            El escritor piensa que el pueblo de Tresjuncos, el honesto pueblecillo manchego en el que el Turco rapa barbas, y el Pele toca el acordeón, y Calabala levanta casas y tapias, y Cavite lee el papel de la solfa, y el Pelola escarda cebollinos, es el símbolo de las viejas e ilustres virtudes que el tiempo -y peor para el tiempo- se va encargando de desterrar.
            Al escritor le sosiega el alma el escribir, a veces, unas tranquilas páginas sobre la paz que aún queda, como un avecica que se esconde, en los minúsculos objetos que engrandece su propia e inmensa paz. El escritor cree que fue Salustio quien dijo, en su latín preciso, aquello de que concordia res parvae crescunt. Tresjuncos, alumbrado por su paz, da actual relieve a las permanentes palabras de Salustio.»
  (En la fotografía, el Ayuntamiento de Tresjuncos en su actual imagen)                           

jueves, 8 de marzo de 2012

LA ALCARRIA DEL POETA LEÓN FELIPE

                                
            La sombra del poeta León Felipe se mece sobre los campos de la Alcarria que avecinan por el cono sur las aguas del Tajo. Acabo de atravesar, sin detenerme siquiera a pisar sus calles, el pueblo de Almonacid de Zorita, una de las villas con mayor contenido histórico, monumental y humano, de todas cuantas asientan a lo largo y a lo ancho en el mapa provincial de Guadalajara.
            Aun contando con la tópica diafanidad de las tierras de la Alcarria, cuando estoy lejos de él siempre me imagino a este pueblo bajo un cielo neblinoso y acerado, como un sedimento del destino anclado en los fondos de una dilatada hoya de olivar, de campos de mies, de tierras color limón que tiñen las flores gigantes de los girasoles. Hoy, no obstante, la estampa de Almonacid y la de sus tierras colindantes se muestra diferente; todo es luz por dentro y por fuera de sus históricas puertas de piedra; el cielo se nota acristalado y de un azul purísimo; a uno y a otro lado del camino el orden lo domina todo, es la calma y el endémico bienestar de la Alcarria quienes todavía, y gracias a Dios sean dadas, andan presentes por aquí. Tal vez el sol, a estas horas de la media mañana, resulte molesto; pienso que, si por un momento dejase de funcionar el motor del automóvil, se oiría el sonar de los grillos en la cuneta, el cantar de las chicharras en las copas de los árboles.
            Hace muchos años -tres cuartos de siglo ya- anduvo por estos lugares, respirando los mismos aires que yo respiro y contemplando con sus ojos los mismos panoramas que alcanzan a ver los míos, un hombre simpar, el poeta León Felipe. Pocos lugares, pocos ambientes, pocos paisajes le hubieran acogido mejor de lo que lo hizo Almonacid, un pueblo donde jamás faltó un amable rincón para un poeta:

            Sin embargo...
            en esta tierra de España
            y en un pueblo de la Alcarria
            hay una casa
            en la que estoy de posada
            y donde tengo, prestadas,
            una mesa de pino y una silla de paja.

            Años antes al 1919 en que anduvo por aquí había sido cómico ambulante y presidiario por motivos económicos, y boticario de profesión a partir de entonces, que fue lo que le trajo por estos horizontes planos de nivel, al pie de la suave serrezuela de Altomira en la que no habría pensado nunca. Y aquí, con muchas horas por demás y sosiego de espíritu por demenos, afloraron los primeros versos de su vida, los latidos que dieron inicio a una existencia larga y fructífera vivida, para mal suyo y mal nuestro, fuera de España.

            Nadie fue ayer
            ni va hoy
            ni irá mañana hacia Dios
            por este camino que yo voy.
            Para cada hombre guarda
            un rayo nuevo de luz el sol
            y un camino virgen
            Dios.

            Metido en la ancianidad, cuando Versos y oraciones del caminante, su primer poemario, se había perdido entre la espesa nube de un olimpo remoto y olvidado; cuando la hora de Almonacid apenas si debiera contar en los más escondidos rincones de su cerebro, el poeta en tierras de México donde pasó la mitad de su vida y le llegó la muerte, aún dejaría escrito y se publicarían después en alguna parte frases como éstas, jirones del recuerdo que a pesar de los años -casi medio siglo- quiso arrancar de las más secretas profundidades de su alma en vísperas de la hora suprema, de aquel 18 de septiembre de 1968 en que discretamente se apartó del mundo: Un pueblo claro y hospita­lario. Las gentes generosas y amables...¡Y tenía un sol! Ese sol de España que no he vuelto a encontrar en ninguna parte del mundo y que ya no veré nunca. Me hospedaron unas gentes muy buenas, con las que yo no me porté muy bien. Y ahora quiero dejarles aquí, a ellas y a aquel pueblo de Almonacid de Zorita... a toda España, éste mi último poema. La última piedra de mi zurrón de viejo pastor trashumante.
            De nuevo Almonacid, sus monumentos, sus recuerdos, sus gentes, su farmacia todavía en pie que sigue siendo memoria viva del poeta. Ignoro si aún existe la ventana aquella por la que el solitario farmacéutico solía ver:

            ...ese pastor que va detrás de las cabras
            con su enorme cayada,
            esa mujer agobiada
            con una carga
            de leña en la espalda,
            esos mendigos que vienen
            arrastrando sus miserias, de Pastrana,
            y esa niña que va a la escuela
            de tan mala gana.

            La niña -sigue el poema- que cada mañana aplastaba su naricilla chata contra el cristal, y que meses después...

            en una tarde muy clara,
            por esta calle tan ancha,
            al través de la ventana,
            vi cómo se la llevaban
            en una caja muy blanca...

            Hoy paso de largo extramuros de Almonacid. El pueblo queda adentro. Tiempo habrá de referirse a otros aspectos de la pequeña ciudadela de esta Alcarria del Tajo, tan renovada, tan distinta, tan acogedora como escribió el poeta muchos años antes. Un poco por razones de estricta justicia, y no menos porque el verano y la casualidad me han invitado a ello, la visión de Almonacid en estas líneas se ha hecho a través del prisma humano del poeta León Felipe; un nombre para recordar, una pluma de oro dentro de la lírica española de nuestro siglo, que encontró los caminos del arte por esta Alcarria en los que aún se adivina su sombra.

(En la fotografía, la farmacia de Almonacid de Zorita, la misma que regentó el poeta)