domingo, 24 de abril de 2011

CRIPTA ENTERRAMIENTO DEL FUERTE DE SAN FRANCISCO



Se abrieron días atrás las puertas de la cripta-enterramiento de los Mendozas en el Fuerte de San Francisco para poder ser vista por el público. La restauración no ha ido mucho más allá de ser una limpieza a fondo, la reposición de algunos mármoles en donde hizo falta, y dejarla, en fin, en unas condiciones aptas para ser visitada sacándola del lamentable estado de ruina en el que se encontró, quizás desde las horas siniestras de su profanación y desmantelamiento a manos de los soldados franceses de Napoleón, ahora a punto de cumplirse los dos primeros siglos.
El origen del monasterio de San Francisco en la capital alcarreña, se puede fijar en tiempos de la reina doña Berenguela de Castilla como casa de los caballeros Templarios, y más tarde como asiento de la Orden Franciscana. A finales del siglo XIV, esta casa fue convertida en cenizas por un incendio, y levantada más tarde a expensas del almirante don Pedro Hurtado de Mendoza, nombre al que hay que unir el del Marqués de Santillana como sus dos principales mecenas. Durante varios siglos continuaron siendo los Mendozas, en su rama ducal del Infantado, los que contaron como sus principales protectores.
Uno de los muchos personajes de esta noble familia, don Juan de Dios Mendoza y Silva, allá por los años finales del siglo XVII, encargó la construcción de un mausoleo familiar en Guadalajara, según diseño del arquitecto Felipe Sánchez, tomando por modelo el panteón de Reyes del monasterio de El Escorial. La planta de este enterramiento mendocino tiene forma de elipse, con ocho pilastras en su entorno, entre las que se fueron colocando los nichos con series de sarcófagos en orden vertical y con una capilla anexa para los funerales de un deslumbrante barroquismo, rica en mármoles, yesos y jaspes, algunos de ellos, como en toda la cripta, dañados por las humedades y el abandono del que ha sido víctima durante doscientos años. La bóveda y la linterna de la capilla anexa al mausoleo, es una exposición magnífica del esplendor y del gusto artístico de sus creadores.
Los sarcófagos fueron abiertos, destruidos varios de ellos o rotos, por los soldados gabachos en su afán de llevarse de nuestro país todo lo que ofreciese algún valor artístico o material; y en ese estado es en el que se sigue presentando hoy a los ojos del visitante.
El ejército francés se sirvió del monasterio como centro estratégico militar, y una vez acabada la Guerra de la Independencia, la Desamortización y otros avatares de un pasado lejano, ha sido el ejército español el que lo ha venido utilizando para sus servicios hasta tiempos recientes, siendo a partir del año 2000 cuando, el ayuntamiento de la ciudad, con alguna pequeña aportación de los gobiernos nacional y regional, emprendió la costosa tarea de su dignificación.
Los restos de los nobles allí enterrados fueron recogidos después de su profanación, y trasladados a una fosa común en otra cripta mendocina: la de la iglesia colegial de Pastrana, junto a los que en aquel lugar se guardan de los Príncipes de Éboli y de algunos más de sus primeros duques. Enterramiento que corrió mejor suerte y que también vale la pena ser visto.

martes, 12 de abril de 2011

CUENCA, ESTRELLA DE PASIÓN



Faltan unos días tan sólo para que se consume el plenilunio de abril y toda Cuenca brille como un girón de plata encendido en la noche del Jueves Santo. La interminable hilera de capuces y tulipas aboca, después de ocho horas de andar por la ciudad vieja, en la iglesia de la Luz desde donde partió cuando apuntaba la tarde. El sonido estruendoso de los tambores viene y va de un cerro al otro de los que rodean a Cuenca, multiplicando por cien a cada golpe el impacto marcial de los redobles que preceden a cada uno de los misterios de la Pasión que procesionan a hombros de la comitiva.
El alma nazarena de la ciudad se mantiene despierta, se ha encendido entre las sombras que se estiran al pie de las viejas casonas verticales, descascarilladas, que hace siglos crecieron en la margen del río. El Júcar baja manso, como un espejo por entre los troncos todavía desnudos de los álamos. En el fondo de las aguas se retrata entre sombras el torreón erguido de la antigua alcazaba; se baña la luna desviando su reflejo, piadoso y tibio, hacia la imagen doliente del Ecce Homo de San Andrés, que sólo es busto y lleva los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos clavados en la oscuridad de la noche, a su paso por los barandales de hierro del puente de San Antón.

Han sonado desde Mangana las campanadas de las doce sobre la ciudad penitente. Todavía faltan por llegar dos hermandades, las más concurridas de la procesión vespertina del Jueves Santo: las de Nuestro Padre Jesús y la de Nuestra Señora de la Soledad del Puente. Al sonar de las horquillas de los nazarenos sobre el duro suelo, toda Cuenca se hace silencio.
Desde el confín de Carretería llegan hasta el oído atónito del espectador los compases del San Juan del maestro Cabañas, marcha procesional por excelencia de la Semana Santa de Cuenca, que con el Miserere de Pradas, que mañana gemirá ante el Cristo muerto, conforman la expresión musical más auténtica del sentir de los conquenses en su Semana Santa.
Cuenca, la ciudad entera, almas y paisajes, agua y piedra, se transfigura en profundas resonancias bíblicas a esas horas cruciales que separan la noche del jueves de la madrugada del Viernes Santo. El latir arrítmico de su corazón de ciudad vieja se paraliza al paso de El Jesús. Se llama El Jesús, a la imagen macerada y grave de Nuestro Padre Jesús del Puente, obra magnífica del escultor José Capuz, que paseo por primera vez la ruta procesional de las calles de Cuenca en la tarde del Jueves Santo de 1941, y desde entonces se ha hecho acreedor de una riada de devociones, de una riqueza infinita de fervor popular que se manifiesta callada, pero expectante, cada año en esta misma fecha.

La luz tibia de la luna del Jueves Santo, que juega a esconderse entre las nubes y a volver a salir sobre la ciudad y sobre los campos, convierte a Cuenca en un nuevo Getsemaní, tan frío que hiela hasta el último rincón de los pliegues del alma, como aquel que nos refiere la Escritura Santa en el que, en noche como hoy, Cristo sudó sangre.
Henos ahora ante la talla bajo lujoso palio de la Virgen de la Soledad. Todo el manto es una estela de dorados sobre el terciopelo que manos hábiles bordaron convirtiéndolo en una verdadera joya. La procesión está a punto de concluir. La bella imagen es obra del escultor conquense Luís Marco Pérez, el de los bellos rostros. Se estrenó en 1942 para una hermandad fundada en las postrimerías del siglo XVIII. La filigrana de plata repujada que reviste en derredor las andas de la Virgen, arroja destellos sobre la negra caperuza de los penitentes que la alzan sobre sus hombros. Tal vez sea ésta la imagen más elegante y más ostentosa de todas las que salen de las iglesias durante su Semana Mayor a recorrer las calles de Cuenca. Con un crujido de madera seca y un golpe brusco, las puertas del templo se han cerrado al fin. El dolor y el silencio han quedado dentro.

Sobre el cerro de la Majestad que corona el horizonte, al otro lado de la ermita patronal donde se dejaron los pasos, una luminaria escapada de las tinieblas, alumbra las cruces desnudas de un Calvario cargado de misterio, un Calvario que es poesía en sangre viva y que es fervor en la noche de Cuenca, estrella de pasión que se adormece y que volverá a despertar cuando canten los primeros gallos de la Serranía, muy de madrugada, al son de los tambores destemplados y al grito rasgado de los clarines con el Jesús de las Seis.

martes, 5 de abril de 2011

GALERÍA DE NOTABLES (VI): LA PRINCESA DE ÉBOLI

Su nombre fue Ana de Mendoza y de la Cerda. Nació en Cifuen­tes el año 1540, y murió en Pastrana en 1592. Hija de Diego Hurtado de Mendoza, conde de Melito. Contrajo matrimonio a los doce años, en 1552 -que no se llegaría a consumar hasta siete años más tarde- con Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli.

Cuando al morir su esposo en 1573 se retiró al convento carmelita de Pastrana, era dueña de una gran fortuna. En el convento que fundara Santa Teresa a petición suya, pasó tres años especialmente agitados. Allí se impuso el nombre de Ana de la Madre de Dios y creó infinidad de problemas tanto a las monjas como a la madre fundadora, de manera que hubo de intervenir el monarca, Felipe II, aconsejándole que abandonase el convento y dedicara su vida a la atención de sus hijos, que fueron diez. Poco después regresó de nuevo a la Corte. La leyenda nos la presenta hermosa, aunque tuerta de un ojo por accidente infantil ocurrido junto al castillo de Cifuentes.

La leyenda negra la convierte en amante del rey Felipe II, y de su secretario Antonio Pérez, con quien mantuvo secretas negocia­ciones de orden político. Parece ser que el monarca, al conocer algunas de estas secretas escaramuzas, ordenó la detención de Antonio Pérez y de la propia Princesa de Éboli el 28 de julio de 1579, con lo que desapareció de raíz el que bien se hubiera podido llamar Partido Ebolista. Doña Ana de Mendoza estuvo encerrada en la fortaleza de Santorcaz durante dos años, y a partir de 1581 fue confinada a su palacio de Pastrana, en donde permaneció hasta su muerte acaecida en febrero de 1592. Los restos mortales de la Prince­sa de Éboli, así como los de su esposo Ruy Gómez de Silva, se encuen­tran en el panteón familiar de la colegiata de Pastrana, mandada reconstruir por su hijo el obispo Fray Pedro González de Mendoza.