miércoles, 29 de mayo de 2013

Bien por D.Álvaro de Figueroa


            Doy por sabido que con este nombre nos estamos refiriendo a uno de los personajes del pasado más unidos, durante su vida y durante su muerte, a la provincia y a la ciudad de Guadalajara. Aunque nació en Madrid, fue aquí donde residió durante largos periodos de su vida, donde obtuvo los votos que en repetidas ocasiones le llevaron al Parlamento, y donde reposan sus restos desde 1950 en el magnífico panteón familiar de nuestro cementerio.

            Naturalmente que me estoy refiriendo al Conde de Romanones, de quien con ocasión de haber sido restaurado su monumento en la capital, al cumplirse el primer centenario de su erección,  fue noticia tal vez un poco desapercibida por el público, pero que merece la pena detenerse en ella, al menos para que las generaciones de jóvenes guadalajareños que apenas han oído hablar de él, se sitúen en el pasado y sepan que Guadalajara dio a España un Presidente del Gobierno, de los más famosos debido a las múltiples circunstancias que rodearon a su persona: como cacique en el mejor de los sentidos, como manipulador de voluntades porque el momento se prestaba a ello, y por sus salidas, de entre las que sobresale aquella de “¡jo, qué tropa!” con la que se despachó en ocasión de haber recibido la promesa de una lluvia de votos por sus más leales, y el resultado que dieron las urnas no fue el esperado.

           Pero, fallos y debilidades humanas fuera, el Conde de Romanones fue un hombre que nunca se olvidó de Guadalajara, y en lo que estuvo de su parte se esforzó por poner las cosas en orden, precisamente en un momento de nuestro pasado en el que todo estaba bastante desordenado y, como siempre, también la educación. El analfabetismo en todo el país alcanzaba, según  lugares, a más de un cincuenta por ciento de sus habitantes varones, y a cerca de un ochenta en sus mujeres. Los maestros no eran más allá que normales ciudadanos del lugar que con una prueba muy elemental se les permitía instruir a los niños sin otro beneficio que lo que, a manera de donativo, solían darles los ayuntamientos y los padres de sus alumnos.

            Don Álvaro de Figueroa, Conde de Romanones, al ser nombrado Ministro de Instrucción Pública en 1901, conocida la situación y tomando por modelo de lo que sucedía a escala general las escuelas rurales de Guadalajara, tomó el toro por los cuernos, dignificó la profesión en sus primeros pasos, y situó al Magisterio Español como cuerpo estatal con todos sus derechos legales y todas su obligaciones. 

       Un paso importante para la culturización de España que aunque despacio -porque la profesión docente nunca ha sido considerada en justa correspondencia con su labor social- las cosas han cambiado, al menos por cuanto a conocimientos básicos se refiere; aunque en el ranking de la OCDE andemos insertos en lugar no deseable; pero esa es otra historia.

            Los maestros de toda España pidieron y colaboraron en la ejecución de este monumento nacional tras el decreto de su creación como cuerpo del Estado, y ahí lo tenemos, restaurado por el Consistorio local: “Al Excmo. Sr. Conde de Romanones, el Magisterio Público de España”, con el pláceme de todos los docentes que son y que hemos sido, empezando por mí, naturalmente.   

jueves, 23 de mayo de 2013

¡GUAPA! ¡GUAPA! ¡y GUAPA!



            Motivos exclusivamente familiares dieron conmigo el pasado lunes en la ciudad manchega de San Clemente, importante localidad conquense a la que en 1445 el Marqués de Villena, don Juan Pacheco, le concedió el título de villa con jurisdicción sobre las cuatro aldeas situadas en su entorno, de las que ya en el siglo XV fue cabecera. El San Clemente que todos conocemos tiene su origen en las primeras décadas del siglo XII, según cuentan que estaba escrito sobre una lápida de piedra encontrada en las inmediaciones de la ermita de Rus, y de cuyo texto dejaron noticia José Torres Mena y Fermín Caballero, dos de los más celebrados historiadores del pasado de la provincia de Cuenca. La referida inscripción rezaba lo siguiente: “Aquí yace el honrado caballero Clemente Pérez de Rus, el primer hombre que hizo casa en este lugar e le puso el nombre de San Clemente. Falleció en la era de Nuestro Señor Jesucristo, mil y ciento treinta y seis años.”

            Aunque la autenticidad de la lápida en cuestión haya quedado en entredicho (nadie la ha visto después -que yo sepa- ni se tenga noticia de su paradero-, de lo que no hay duda es de la relación de aquel supuesto personaje con el San Clemente real por razón de su nombre y del segundo de sus apellidos: Clemente y Rus. Nombre que asímismo lleva el arroyo que cruza la ciudad, el arroyo Rus, que por primera vez he visto con su corriente de agua de los mejores tiempos.
            Pues bien, el pasado lunes fue un día grande para San Clemente en honor de su Patrona. De madrugada, portadores y fieles en general procedieron al traslado a hombros hasta su santuario de la venerada imagen de Nuestra Señora de Rus, y horas después lo harían en caminata de regreso hasta el convento de Carmelitas con la Virgen de los Remedios, que sustituyó como Señora del santuario a la imagen de su titular y Patrona, mientras ésta pasaba su temporada anual en la iglesia del pueblo.

            No conocía este acontecimiento festivo, tan señero y principal para San Clemente y para algunos pueblos más de su comarca. Los traslados desde y hasta el santuario de la Virgen de Rus -nueve kilómetros de distancia, a hombros de portadores- llevan en sí la mayor parte del interés de la fiesta. Los establecimientos oficiales y las tiendas están cerrados. La gente se echa a la calle o a la carretera para acompañar y vitorear a su Virgen de Rus tanto a las llegadas como a las despedidas. A un lado y al otro de la calle hay puestos de refrescos repletos de clientes. Es la gran fiesta de todos: ancianos y jóvenes, hombres maduros con sus niños sobre los hombros o en los brazos de sus madres para ver a la Virgen, son parte del paisaje local cuando llega la procesión con el dosel engalanado sobre cuatro columnas donde va la imagen -bellísima, ciertamente- de la Madre común en cualquiera de sus dos advocaciones. Los gritos de ¡¡Viva la Virgen de Rus!!, y de ¡Guapa! ¡Guapa! ¡Guapa!, se oyen por todo el trayecto, a la vez que la banda de música suena a ritmo de pasodoble y se jalea a la imagen patronal sobre las andas al compás de la música.

            ¡Ah, sí! Se me había olvidado dejar constancia de que los portadores que llevan y traen a hombros la imagen de la Virgen, lo hacen corriendo en medio de la procesión de gente que los sigue. Hubiera sido obviar un dato fundamental en esta importante fiesta tradicional, tan unida a la esencia de la ciudad, una de las más distinguidas y prósperas de toda la Mancha.
            Sólo me resta considerar en su valor el acontecimiento, y recomendar a los lectores que lo conozcan siempre que tengan ocasión.   

(En las fotos: un momento de la entrada de la Virgen; imagen de la Virgen de Rus; y Monumento a los portadores.)