sábado, 27 de octubre de 2012

LA GUADALAJARA DE AMADO NERVO


            
Dentro de unos meses se cumplirán los primeros cien años desde aquel 1913 en que un mexicano ilustre, el poeta Amado Nervo, visitó esta pequeña urbe castellana de nuestros amores y de nuestros pecados. De aquella visita casual a Guadalajara, ignorada para tantos, dejó escritas media docena de páginas únicamente, que vienen a ser un valioso documento para los que vivimos hoy, para los que hemos conocido una Guadalajara diferente a aquella otra de la que él nos habla, pero no tan distinta como para negarse a reconocer con asombro que las calles, los monumentos, las costumbres y las personas, hayan podido cambiar tanto en menos de un siglo.
            A uno, que disfruta hasta lo indecible descubriendo alguna cosa nueva cada día que amanece, le vino a las manos hace tiempo la crónica del autor de la "Amada inmóvil" en un tomo de edición reciente en el que se recogen sus obras completas. Aprovechó el autor modernista su viaje para llevar al papel la impresión, escrita en bellísima prosa, que le produjo esta ciudad junto al Henares donde encontró, como ahora veremos, tantas cosas interesantes para ver y de las que escribir.
            «De la estación -dice el autor al comienzo de su trabajo, refiriéndose, naturalmente, a la del ferrocarril- la carretera bordeada de olmos nos conduce, ondulante y en suave ascenso a la ciudad. Hay troncos que deben medir dos metros de circunfe­rencia. Yérguense derechos, poderosos, con no sé qué de monacal en el aspecto... Para que el encanto sea mayor, el Henares aquí corre límpido, luciendo sus cristales de un verde profundo, en el fondo de un cauce que recuerda el del Tajo, aunque en éste no haya bravas rocas, sino taludes de tierra roja, que con facilidad se desmoronan.» Luego habla de un molino que las aguas del río se encargan de mover apenas se pasa el puente, y que es, sin duda, el que da nombre y sirve de parcial escenario a uno de los dramas románticos de José Zorrilla "El molino de Guadalajara", sin que de él haya venido a quedar apenas el recuerdo de sus ruinas en la memoria de algunas de las personas más ancianas del lugar. Después, el autor continúa: A la derecha, al lado de una vieja iglesia linajuda, se levanta, capaz, limpia, albeante, la Academia de Ingenieros... La Academia de Ingenieros es el alma de Guadalajara, que sin ella y sin su famoso Parque de Aerostación, bostezaría perennemente con el tedio y la modorra provincianos. Ni qué decir que ni lo uno ni lo otro existen ya, que desaparecieron durante los penosos años del desmantelamiento, y que la ciudad -es muy posible que así fuera- quedaría por unas cuantas décadas adormilada, ahogada en la penuria, viendo cómo sus propios hijos la iban abandonando con los ojos puestos en la vecina Capital de España, por no tener nada mejor que ofrecerles.
            El palacio de los Duques del Infantado impresionó durante el viaje al ilustre huésped, lo mismo que impresiona a quienes lo descubren hoy: Yo no conozco edificio más admirable -dice- en esta España de los admirables edificios: por lo que insinúa, por lo que sugiere, por su poder invencible de evocación. La reseña se corresponde por su merecimiento con la cosa reseñada. Sin salir del palacio mendocino, Amado Nervo subraya en su crónica que dentro de las salas y alojamientos se educaban y guarecían doscientas niñas "huérfanas de las guerras peninsulares y coloniales", alojadas como reinas y bajo los cuidados de unas cuantas hermanas de la Orden de la Sagrada Familia. A continua­ción, se detiene en proferir elogios en honor de las diferentes estancias palaciegas, de sus bellísimas pinturas murales, de sus ricos artesonados, y de los azulejos de Talavera que recubrían los muros a manera de friso. Los tapices, que ya no debían de existir por aquel entonces, "ahora los sustituyen por un papel pintado de tonos oscuros".

            El viajero continúa su camino para detenerse en la iglesia de Santa María. Luego de describirla en su exterior de forma somera, el poeta dice que allí «existe otra de las maravillas de Guadalajara: la Virgen de las Batallas, que Alfonso VI, el soberano del Cid, llevaba consigo dondequiera. Es una estatuita sedente, como de setenta centímetros de altura, con el Divino Infante en los brazos.» Al hacer mención de la capilla lateral a la nave, refiriéndose, claro está, a la del Santísimo de la concatedral, el autor escribe: Una capilla anexa, llena de severidad y de penumbra, sirve de panteón a los Duques de Rivas. Allí duermen, "esperando la resurrección", como he leído alguna vez en ciertos epitafios, desde don Nuño Guzmán y don Gómez Suárez (1501), hasta los padres del autor de "El moro expósito". Como puede verse, aun no libre de ciertas imprecisiones propias de un primer contacto, como pudiera ser el hecho de atribuir al retablo mayor de la ahora concatedral de Santa María ciertas reminiscencias del Greco, cuando sus tallas y relieves nada tienen que ver con las figuras espiritualizadas y deformes del pintor candiota, el relato es, no obstante, sugestivo y no falto de valor teniendo en cuenta que se trata de una visión fugaz, lógica en un turista que viene de paso, aunque en esta ocasión el visitante sea un personaje excepcional, cuyo nombre mereció inscribirse en el listín de las grandes celebridades nacidas en la América Hispana.
 
            Nuestro hombre pudo observar con sus propios ojos y en su mejor estado, lo que después de los destrozos de la guerra civil ahora no nos es posible: los bellísimos mausoleos de don Pedro Hurtado de Mendoza y de su mujer, doña Juana de Valencia, en ambos lados del presbiterio en la iglesia de San Ginés. Y así, mucho más afortunado que nosotros, Amado Nervo apuntó en su cuaderno de viaje unos cuantos detalles referentes al desaparecido templo de San Esteban, situado en la plaza que ahora lleva ese mismo nombre, y del que el autor cuenta, no poco sorprendido, lo siguiente: En San Esteban, iglesia limpia y modernizada de uno de los conventos de Guadalajara (calle de San Bartolomé) dizque está enterrado nada menos que Alvar Fáñez de Minaya, el que llevó los famosos presentes aquellos, de parte del Campeador, al Rey don Alfonso, el formidable compañero y primo del Cid, el conquistador, en fin, de la ciudad... Yo busco en vano huellas del sepulcro, tembloroso de emoción. Entre las penumbras de la tarde, solo encuentro el de Beltrán de Azagra: "Aquí está sepultado -dice la inscripción de la hornacina (crucero de la izquierda)- el magnífico caballero Francisco Beltrán de Azagra, hijo de los muy magníficos señores Diego Beltrán de Azagra y doña María Teresa Lozano y Bobadilla. Murió a veinticuatro días del mes de noviembre de 1547". El magnífico caballero duerme abrazado a su espada, en su apetecible sosiego de más de tres centurias. Aunque en algún lugar debió aparecer escrito, ni en el desapare­cido templo de San Esteban de Guadalajara, ni en el monasterio de Uclés en la Mancha conquense, reposan los restos del fiel Alvar Fáñez, sino en San Pedro de Cardeña, junto a los de otros muchos guerreros y amigos del Cid, aunque muy bien hubiera podido tener en cualquier templo de la ciudad su sitio como reconquistador que lo fue de la misma.
     
       Un detalle simpático recoge el poeta mejicano al final de su breve trabajo al que tituló "La Guadalajara de acá", y que, debido a su interés costumbrista creo conveniente, como válido documento que es, la transcrip­ción literal del mismo. Dice así:
            «Al salir de nuevo a la Calle Mayor, un tropel de niños me rodea:
            - ¡Caballero, un cuarto para la Maya!
            Y me tienden minúsculas bandejas...
            Las Mayas son niñas a las cuales, en algunos pueblos de España, visten graciosamente, lo más majas posibles, el día de la Cruz de Mayo. Siéntanlas en una especie de trono, y los chicuelos del barrio piden cuartos para ellas, con los cuales ofrecen después una merienda suculenta.
            Tengo la fortuna de ver a dos Mayas en dos portales oscuros. Son las dos criaturas monísimas. Están allí muy adornadas, inmóviles, hieráticas (la Maya no debe hablar ni reírse), rígidas y graves como vírgenes españolas. Doy mi óbolo para cada una, y cumplido este deber con nuestra dama la Tradición -¡muy señora mía!-, me encamino, por la cinta de plata de la carretera hacia la estación.»
            Honor y gratitud, cuando menos al poeta,  casi un siglo después de su viaje casual a la “Guadalajara de acá”, y que como tantos que a lo largo de los últimos siglos pasaron por ella, dejó señal perdurable, a la que, tiempo por medio, gusta echar mano en un intento de conjuntar, en el paisaje donde ahora nos movemos, a la imaginación con el recuerdo. 

(En las fotografías podemos ver: El Palacio de los Duques del Infantado; el puente de piedra sobre el río Henares; y la imagen aludida por Amado Nervo, conocida por La Virgen de las Batallas)

domingo, 14 de octubre de 2012

Nª Sª DE MANJAVACAS, PATRONA DE MOTA DEL CUERVO


            Durante una semana casi completa del pasado verano, y por motivos que no vienen al caso, he vivido en la villa-ciudad manchega de Mota del Cuervo. Sólo recordaba de La Mota -como decimos por allí- sus famosos cántaros de cuidada alfarería que, en carros de mulas abarrotados de material, llevaban a vender por nuestros pueblos cuando éramos niños. Alguna visita fugaz, por añadidura, a sus famosos molinos de viento, y creo que nada más, fue mi experiencia anterior con relación a este importante lugar de la Mancha Conquense. ¡Ah, sí!, también que éste es el pueblo natal de la madre y del abuelo de Manolito el “Gafotas”, simpático personaje de la literatura infantil contemporánea.

            No sé mucho del origen y antigüedad de Mota del Cuervo, y muy poco de su pasado. Sí, en cambio, de la vieja devoción que en el pueblo profesan a su patrona, Nuestra Señora de la Antigua de Manjavacas, cuyo estupendo santuario he tenido ocasión de visitar y de admirar en la inmensa llanura cervantina.

            Naturalmente que no llegué a conocer la primitiva imagen de la Patrona de Mota del Cuervo. La actual -bellísima, por cierto- es una reproducción de aquella del siglo XVI, que transportaron según la creencia popular por los caminos que conducían desde Valencia a Toledo; pero que al llegar al paraje conocido por Manjavacas, a siete u ocho kilómetros de distancia de La Mota, el carro de tiro que transportaba la sagrada imagen, se detuvo, resultando inútil todo esfuerzo por hacerlo avanzar. La gente intuyó que era voluntad del Cielo que se la venerase en aquel mismo lugar; por lo que allí se levantó un santuario, que siglos después sería pasto de las llamas, junto a la imagen de la Virgen, durante la guerra de 1936. La imagen actual, así como el grandioso santuario y edificios anejos, son en el tiempo posteriores a la Guerra de Liberación.

            La costumbre entre sus devotos es la de trasladar la imagen a hombros, desde el santuario hasta el pueblo, en una determinada fecha cada verano. Los anderos, que son las personas que llevan las andas, cubren el trayecto corriendo, y la gente que les acompaña, también, a pie, a caballo, y algunos montados en tractores el día de la romería. Suelen tardar entre 35 y 40 minutos en cubrir todo el trayecto (el record hasta hoy está en treinta y cinco), al que asisten las autoridades y miles de romeros.

            La imagen de la Virgen de Manjavacas es venerada en una extensa comarca manchega. El Papa Pablo V concedió indulgencia plenaria, en las condiciones requeridas, cada vez que se visitara la imagen de la Virgen en su santuario.       

martes, 2 de octubre de 2012

DE PASO POR LOS PUEBLOS DEL ALTO REY


                                
            La temporada estival, a lo largo y a lo ancho de esos tres meses (nada más) que viene a durar en las sierras de esta provincia, permite acercarse hasta ciertos rincones del medio rural que, unas veces porque el tiempo no acompaña, y otras porque la pereza se hace dueña del ánimo y debilita los deseos de tirarse al camino, uno prefiere quedarse en casa al margen de todo riesgo. No es aconsejable, creo yo, ponerse al servi­cio de la comodidad en este sentido, pero lo cierto es que así ocurre, y a veces con demasiada frecuencia.
            Hace algunas semanas decidí dedicar una tarde a recorrer, un poco a la ligera, aquel grupo de pueblecitos serranos que asientan al pie del Alto Rey por sus distintas vertientes. Es un viaje fugaz, que puede hacerse en un día cualquiera y aún sobra tiempo para volver a casa con una hora de sol. Yo lo hice en una tarde y no hube de correr demasiado para catar el ambiente, para comparar sobre todo el presente y el pasado de los cuatro pueblos que visité, en los que, por cierto, pude advertir una evolución distinta en cada uno de ellos durante los diez o quince años que hace que no había vuelto por allí.
            Aldeanueva de Atienza fue el primero que visité entrando por los Condemios y por la carretera pinariega del merendero que hay junto al arroyo Pelagallinas. El cambio habido en Aldeanueva durante las dos últimas décadas ha sido diametral, yo creo que excesivo. Su vieja condición de pueblo negro lo ha dejado de ser, y eso puede ser hasta un mal que arrastre en su propio perjuicio. Apenas algún casillo situado en las afueras, alguna paridera a mitad de vertiente, o alguna vivienda medio ruinosa, nos sirven hoy como único botón de muestra con el que adivinar su pasado. Aldeanueva de Atienza es en este momento un pequeño paraíso donde pasar el verano; un pueblo de casa nuevas, de tejados ocres con algún ligero matiz que los distingue, de cómodos chalés escondidos entre las huertas y los frondosos frutales del barranco, pequeñas mansiones levan­tadas con materiales del momento que han convertido el valle en sólo un espejismo de lo que fue en otro tiempo. Sólo aque­llas laderas de piedra y matorral permanecen, el manar abun­dante de la fuente a la caída, y la brisa suave de las cinco, nos traen a la memoria la imagen del pueblo viejo.

            Villares de Jadraque, o simplemente Villares, es otra cosa. Ha cambiado mucho en su favor desde que no lo veo. Al pueblo de campesinos y pastores que conocí por primera vez en la década de los setenta, le han dado la vuelta como a un calcetín. Lo han hecho poniendo en práctica el sentido común y la buena voluntad al dar la vuelta al pueblo. En nada y para nada se ha trastocado en este cambio su serio compromiso con la arquitectura tradicional de la comarca, con el entorno y con el paisaje. La piedra de pizarra -con las características pintas argentíferas propia de la zona- se han empleado con rigor en los muros de las nuevas viviendas, comenzando por la que debe dar ejemplo, la casa-ayuntamiento, y que son muchas con una elegancia y un empaque indiscutibles. Queda tal cual lo era antes la pequeña iglesia de San Miguel, con su primiti­va espadaña mirando hacia el último sol. La Plaza de la Igle­sia, el Parque, y la Plaza de la Fuente, escalonadas por orden descendente a como aquí se enumeran, son un ejemplo claro del bien hacer. En la Plaza de la Fuente continúan manando aque­llos dos chorros de agua potable que hace muy poco cumplieron su primer siglo, y al lado el antiguo lavadero, donde buscan refugio los hombres de más edad en las tardes de sol.
            La Plaza Mayor de Gascueña de Bornova era como una espe­cie de zoco moruno la tarde que anduve por allí. Estaba llena de camiones y furgonetas, de turismos y de maquinaria de albañi­lería en funcionamiento. Sigue señero y espléndido como fondo a la plaza el edificio del ayuntamiento, con su arboli­llo tierno en mitad, y un cartel colocado en la esquina donde se lee: "La Estancia del Bornova. Casa Rural". Huertas, muchas huertas alrededor del pueblo, y robles en la media distancia. Una campana para llamar a los fieles y una pequeña cruz a la altura del tejado, dan cuenta de que la ermita que hay junto al lavadero sigue prestando funciones de parroquia desde hace años, desde que se hubo de abandonar la iglesia (tardorrománi­ca en su origen) por razones de seguridad que hay sobre un alti­llo en las afueras del pueblo.
            Prádena de Atienza, más escondido que los demás pueblos de aquella sierra, es la otra cara de la moneda. Sigue siendo el pueblo de pastores y de campesinos que conocí cuando mi primer viaje en un ochenta por ciento. Es casi todo igual. Alguien me dijo que para mayor comodidad de los vecinos algu­nas de las casas las han ido arreglando por dentro; pero en su aspecto exterior, en lo que los ojos del visitante pueden ver cuando llega hasta él, ha cambiado muy poco. Prádena conserva con autenticidad casi absoluta el estilo rural propio de la sierra. Un pueblo en cuesta, donde las casas a distinto nivel siguen manteniendo algo así como el valor irremplazable de la primera edición de los llamados pueblos negros, precisamente ahora, cuando tanto se pretende de cara al exterior y tan poco se procura mantener el valor de lo auténtico.
            Nos consta que el pueblo de Prádena, metido dentro de un anfiteatro de montañas y de peñas altísimas, no tuvo entrada ni salida para vehículos hasta una época muy reciente, hasta el año 1965 en que los vecinos hicieron su propia carretera a prestación personal por riguroso. En ese mismo año entró al pueblo el primer vehículo a motor. Tal vez haya sido esa la causa de haber perdido, por el momento, el tren en marcha de la modernidad. Sería bueno que a medida que el pueblo se vaya adaptando a las nuevas maneras de vivir, lo haga guardando en lo posible lo que es suyo: su estampa, su originalidad, su carácter; pues eso es lo que queda como de más valor en el recuerdo de quienes pasan por allí.

(En las fotos: Panorámica del pueblo de Gascueña de Bornova, y de la Plaza de Villares)