Dentro de unos meses
se cumplirán los primeros cien años desde aquel 1913 en que un mexicano
ilustre, el poeta Amado Nervo, visitó esta pequeña urbe castellana de nuestros
amores y de nuestros pecados. De aquella visita casual a Guadalajara, ignorada
para tantos, dejó escritas media docena de páginas únicamente, que vienen a ser
un valioso documento para los que vivimos hoy, para los que hemos conocido una
Guadalajara diferente a aquella otra de la que él nos habla, pero no tan
distinta como para negarse a reconocer con asombro que las calles, los
monumentos, las costumbres y las personas, hayan podido cambiar tanto en menos
de un siglo.
A uno, que disfruta
hasta lo indecible descubriendo alguna cosa nueva cada día que amanece, le vino
a las manos hace tiempo la crónica del autor de la "Amada inmóvil" en
un tomo de edición reciente en el que se recogen sus obras completas. Aprovechó
el autor modernista su viaje para llevar al papel la impresión, escrita en
bellísima prosa, que le produjo esta ciudad junto al Henares donde encontró,
como ahora veremos, tantas cosas interesantes para ver y de las que escribir.
«De la estación -dice
el autor al comienzo de su trabajo, refiriéndose, naturalmente, a la del
ferrocarril- la carretera bordeada de
olmos nos conduce, ondulante y en suave ascenso a la ciudad. Hay troncos que
deben medir dos metros de circunferencia. Yérguense derechos, poderosos, con
no sé qué de monacal en el aspecto... Para que el encanto sea mayor, el Henares
aquí corre límpido, luciendo sus cristales de un verde profundo, en el fondo de
un cauce que recuerda el del Tajo, aunque en éste no haya bravas rocas, sino
taludes de tierra roja, que con facilidad se desmoronan.» Luego habla de un
molino que las aguas del río se encargan de mover apenas se pasa el puente, y
que es, sin duda, el que da nombre y sirve de parcial escenario a uno de los
dramas románticos de José Zorrilla "El molino de Guadalajara", sin que de él haya venido a quedar apenas
el recuerdo de sus ruinas en la memoria de algunas de las personas más ancianas
del lugar. Después, el autor continúa: A
la derecha, al lado de una vieja iglesia linajuda, se levanta, capaz, limpia,
albeante, la Academia de Ingenieros... La Academia de Ingenieros es el alma de
Guadalajara, que sin ella y sin su famoso Parque de Aerostación, bostezaría
perennemente con el tedio y la modorra provincianos. Ni qué decir que ni lo
uno ni lo otro existen ya, que desaparecieron durante los penosos años del
desmantelamiento, y que la ciudad -es muy posible que así fuera- quedaría por
unas cuantas décadas adormilada, ahogada en la penuria, viendo cómo sus propios
hijos la iban abandonando con los ojos puestos en la vecina Capital de España,
por no tener nada mejor que ofrecerles.
El palacio de los
Duques del Infantado impresionó durante el viaje al ilustre huésped, lo mismo
que impresiona a quienes lo descubren hoy: Yo
no conozco edificio más admirable -dice-
en esta España de los admirables edificios: por lo que insinúa, por lo que
sugiere, por su poder invencible de evocación. La reseña se corresponde por
su merecimiento con la cosa reseñada. Sin salir del palacio mendocino, Amado
Nervo subraya en su crónica que dentro de las salas y alojamientos se educaban
y guarecían doscientas niñas "huérfanas de las guerras peninsulares y
coloniales", alojadas como reinas y bajo los cuidados de unas cuantas
hermanas de la Orden de la Sagrada Familia. A continuación, se detiene en
proferir elogios en honor de las diferentes estancias palaciegas, de sus
bellísimas pinturas murales, de sus ricos artesonados, y de los azulejos de
Talavera que recubrían los muros a manera de friso. Los tapices, que ya no
debían de existir por aquel entonces, "ahora
los sustituyen por un papel pintado de tonos oscuros".
El viajero continúa
su camino para detenerse en la iglesia de Santa María. Luego de describirla en
su exterior de forma somera, el poeta dice que allí «existe otra de las maravillas de Guadalajara: la Virgen de las Batallas, que
Alfonso VI, el soberano del Cid, llevaba consigo dondequiera. Es una estatuita
sedente, como de setenta centímetros de altura, con el Divino Infante en los
brazos.» Al hacer mención de la capilla lateral a la nave, refiriéndose,
claro está, a la del Santísimo de la concatedral, el autor escribe: Una capilla anexa, llena de severidad y de
penumbra, sirve de panteón a los Duques de Rivas. Allí duermen, "esperando
la resurrección", como he leído alguna vez en ciertos epitafios, desde don
Nuño Guzmán y don Gómez Suárez (1501), hasta los padres del autor de "El
moro expósito". Como puede verse, aun no libre de ciertas
imprecisiones propias de un primer contacto, como pudiera ser el hecho de
atribuir al retablo mayor de la ahora concatedral de Santa María ciertas
reminiscencias del Greco, cuando sus tallas y relieves nada tienen que ver con
las figuras espiritualizadas y deformes del pintor candiota, el relato es, no
obstante, sugestivo y no falto de valor teniendo en cuenta que se trata de una
visión fugaz, lógica en un turista que viene de paso, aunque en esta ocasión el
visitante sea un personaje excepcional, cuyo nombre mereció inscribirse en el
listín de las grandes celebridades nacidas en la América Hispana.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg9uHLEbr_ARna_IR7Bz1aYofzoau2GGRvtzOf4tU_lZmCEt4PcE51aipKKRQUn0bOQmrnIvhDK4L6zLB8GkyhlAq_NHbP5UiC3dV-hxSdJLuiGxXMfY00dQ9aR7DZ8l4ul3cYR5rGn30M/s400/Amado+Nervo+3.jpg)
Un detalle simpático
recoge el poeta mejicano al final de su breve trabajo al que tituló "La Guadalajara de
acá", y que, debido a su interés costumbrista creo conveniente, como
válido documento que es, la transcripción literal del mismo. Dice así:
«Al salir de nuevo a la Calle Mayor, un tropel de niños
me rodea:
- ¡Caballero, un cuarto para la Maya!
Y me tienden minúsculas bandejas...
Las Mayas son niñas a las cuales, en algunos pueblos de
España, visten graciosamente, lo más majas posibles, el día de la Cruz de Mayo.
Siéntanlas en una especie de trono, y los chicuelos del barrio piden cuartos
para ellas, con los cuales ofrecen después una merienda suculenta.
Tengo la fortuna de ver a dos Mayas en dos portales
oscuros. Son las dos criaturas monísimas. Están allí muy adornadas, inmóviles,
hieráticas (la Maya no debe hablar ni reírse), rígidas y graves como vírgenes
españolas. Doy mi óbolo para cada una, y cumplido este deber con nuestra dama
la Tradición -¡muy señora mía!-, me encamino, por la cinta de plata de la carretera
hacia la estación.»
Honor y gratitud,
cuando menos al poeta, casi un siglo
después de su viaje casual a la “Guadalajara de acá”, y que como tantos que a
lo largo de los últimos siglos pasaron por ella, dejó señal perdurable, a la
que, tiempo por medio, gusta echar mano en un intento de conjuntar, en el
paisaje donde ahora nos movemos, a la imaginación con el recuerdo.
(En las fotografías podemos ver: El Palacio de los Duques del Infantado; el puente de piedra sobre el río Henares; y la imagen aludida por Amado Nervo, conocida por La Virgen de las Batallas)
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