lunes, 28 de mayo de 2012

ALARILLA A VUELO DE PÁJARO

            Permitirse el placer de dar una vuelta por el Cerro de la Muela, es un ejercicio que se debería practicar con cierta frecuencia. La subida en coche, siempre que la pista no esté helada, resulta relativamente cómoda; sólo la fuerte inclinación del pavimento en alguno de los tramos presenta cierto inconveniente fácilmente superable. En las mañanas luminosas y en los serenos atardeceres de la Alcarria, nada hay mejor que contemplar el mundo desde aquella escogida plataforma natural desde donde todo es distinto. Para no pocos barceloneses es verdad de fe que la última de las tentaciones de Cristo de las que nos habla la Biblia (Mat. 4.9) tuvo lugar en el Tibidabo, “te daré”, donde el demonio propuso a Jesús que se postrara de hinojos delante de él y le adorase, y como compensación a tan sublime acto de obediencia le daría todo lo que se alcanza a ver desde allí, con la ciudad al pie y el mar al otro lado. Estoy seguro de que quienes defienden la tal teoría, fruto de la imaginación de algún iluminado, jamás han contemplado el mundo en plácidas tardes de otoño, desde el Cerro de la Muela.
            Tan escondido está el pueblo entre los cerros del Colmillo y de la Muela, que no se deja ver hasta que no se está en él. Desde Humanes hay que atravesar el llano del mediodía, cruzar el Henares que pasa por mitad y en cuyas aguas tranquilas se reflejan como en un espejo las tierras y los árboles, y después, dar casi completa la vuelta al cerro de la Muela hasta que nos salga al paso la moderna ermita de la Soledad, como primer anuncio junto al campo antes de subir a la plaza que alcanzaremos enseguida. La distancia desde la capital se cubre, viajando en coche, en no más veinte o de veinticinco minutos, bien dirigiéndose a Humanes por Fontanar y Yunquera, o por Cañizar y Torre del Burgo desde Torija. Desde Guadalajara resulta más cómoda y recomendable la primera ruta.
            Alarilla es un pueblo hermoso, que al paso de los tiempos ha ido cambiando en su favor durante los últimos treinta años. Uno piensa que los pocos habitantes que han ido quedando deben de sentirse a gusto allí: lugar tranquilo y de abiertos horizontes, bellísimos alrededores, y resguardado de los perniciosos vientos de poniente por La Muela, su eterno vigía y protector, que allá por la media tarde lo cubre de sombras.
            - Y que lo diga usted. Aquí, si queremos que por la tarde nos dé el sol, nos tenemos que ir hasta eso de detrás del juego de pelota. Por las mañanas y al medio día nos salimos a tomar el sol a la plaza, o adonde quiera cada uno.
            La plaza de Alarilla tiene en mitad una fuente redonda, con farola sostenida por el rollo concejil que durante muchos años ha servido de asiento a la gente mayor. Junto al rollo se levanta, fino él y burlando las alturas, el típico mayo, como prueba material de que en los pueblos todavía se suelen seguir los viejos mandatos de la costumbre.
            Tras el rollo y en la misma plaza queda el edificio del ayuntamiento, con sus órdenes y avisos escritos junto a la puerta, y en frente el angosto callejón de Abrazamozas, ahora me ha parecido más estrecho todavía que otras veces.
            Hay mucha gente joven, con equipaje de excursionista junto al juego de bolos, a cuatro pasos de la plaza. Se ve que no son de allí y que han venido al pueblo en grupo numeroso. Desde que hace bastantes años se puso a funcionar la primera pista de lanzamiento en lo alto del cerro, la afluencia de gente joven en Alarilla, sobre todo en los fines de semana, es importante. Una manera al fin de que la vida en el pueblo no vaya desapareciendo paulatinamente, después de la huída de población tan generalizada, que comenzó a mitad del pasado siglo en el medio rural y que ha dejado en nuestra provincia pueblos y comarcas prácticamente vacíos.
            Cuentan los más viejos del lugar que el primitivo poblado de Alarilla estuvo en el sitio que dicen El Campanillo, pero que las hormigas lo acabaron destruyendo; que hay unas cuevas por allí en las que nadie ha llegado a su final, y de las que se han sacado piedra, lápidas y enseres, como si fueran restos de alguna extraña civilización desaparecida. Detalles inexplicables de este tipo son muy corrientes no sólo en Alarilla, sino en otros pueblos más de la provincia en todas sus comarcas. Es la voz del misterio, de la leyenda, desaparecida en parte porque nunca nos hemos propuesto llegarla a controlar, pero que no por eso deja de ser una de las piedras claves de nuestra cultura autóctona.
            A quienes visitan Alarilla por primera vez les aconsejo que suban hasta el pórtico de la iglesia. Casi con toda seguridad la encontrarán cerrada, pero se trata de un ejemplar curioso de la arquitectura de compromiso que se llevó a cabo en España durante los años de posguerra; en este caso guardando algunos de los elementos que se pudieron conservar de la anterior iglesia destruida, y supliendo otros con formas románicas verdaderamente chocantes. En su interior hay un mural de gran tamaño pintado sobre el ábside, que representa “La Asunción de la Virgen”, obra de un pintor mejicano que cayó por el pueblo hace más de medio siglo.
      
El parapentódromo
            Pero la novedad en Alarilla -aunque después de tanto tiempo en uso, ya no lo sea tanto- es para quienes no lo conocen el acontecer deportivo que, casi todos los días del año en los que el tiempo lo permite, tiene lugar en la explanada que corona el Cerro de la Muela y en el espacio libre más próximo. No sé si la palabra correcta sería “parapentódromo” para referirse al sitio desde donde se lanzan al espacio los aficionados al deporte del parapente; en el diccionario de la R.A.E. no figura como tal, aunque pienso que alguna vez debería tenerse en cuenta, a la vista del importante incremento que esta actividad deportiva ha llegado a tomar entre los jóvenes amigos del riesgo, e incluso entre la gente mayor. Lo cierto es que en una tarde cualquiera de fin de semana, el Cerro de la Muela se puebla de coches y de practicantes de este deporte, acompañados por lo general de sus familias, que cuando menos pueden disfrutar, como así es, del saludable ambiente de la altura, a lo que hay que añadir la panorámica completa que se divisa desde allí en todas las direcciones: el bello espectáculo de la Alcarria Alta al caer la tarde, con su diversidad de ocres y de sienas, punteado con el verdioscuro gris de los olivos, y abriendo el horizonte en completa claridad hasta los altos de Trijueque, con el cerro de Hita en mitad como principal referencia; y al norte y noreste las montañas serranas que en la lejanía comanda el Ocejón, con el cerro del Colmillo a nuestro lado, y los pueblos, como blancos caseríos aquí y allá, siendo el más cercano a nosotros el propio Alarilla, ahí a nuestros pies por debajo de las peñas, a estas horas de la tarde tomado por las sombras.


            Y aquí, bajo las rocas que sostienen la cruz de piedra, cuentan los que lo conocieron que había un refugio en tiempo de guerra, con habitaciones encaladas de un blanco riguroso, donde poderse librar de los bombardeos y servir de observatorio sobre un espacio amplísimo; pero que terminada la guerra se tuvo que tapar, se terraplenó la puerta para evitar ser ocupado por gentes ambulantes.
            Hoy, todo aquello es un lugar para el disfrute, adonde los más arriesgados acuden en infinidad de ocasiones a lo largo del año, y que si en sus inicios llamó la atención a las gentes de la comarca, ahora no es otra cosa que un elemento añadido, pero imprescindible, en el paisaje general de esta comarca, tan singular y tan diversa, testigo de la unión en plena vega de dos de nuestros ríos más importantes: el Henares, que viene de tierras de Sigüenza, y el Sorbe, portador de las ricas aguas que bajan de la sierra.
            En tardes en las que el tiempo acompaña, el altiplano de la Muela toma cierto aspecto festivo. Entre los deportistas, que con el aire que allí se recoge a los cuatro vientos intentan elevar su voluminoso paraguas de colorines; sus familias, con niños incluidos que juegan a placer; y los curiosos, que a veces suben a pie desde el pueblo, y otras en vehículos para evitar la escalada, aquello toma un ambiente la mar de atrayente y familiar, que como no podía ser menos, aprovecho para recomendar a nuestros lectores. No olvidando que en la noche del cinco de enero, Sus Majestades los Magos de Oriente se permiten bajar hasta la vega colgados en parapente con todo su séquito, rodeados de bengalas encendidas y de luz en medio de la oscuridad de la noche, dando lugar a un espectáculo emotivo y único que nadie debería perderse.

viernes, 11 de mayo de 2012

"Patetismo y alegría"


Es el título de un bello artículo de César González Ruano, que se ajusta como un guante a la mano a la vida de Cuenca en el año 1956, justo el mismo en el que fue escrito. Quiero recordar cómo en el mes de febrero de aquel año las temperaturas alcanzaron en Cuenca los 22 grados negativos, y los estudiantes, que nos lavábamos y nos peinábamos con agua clara del grifo, llegábamos a clase con bolitas de hielo en la cabeza. Yo cursaba segundo de Magisterio en la Escuela Normal “Fray Luis de León”; estaba de pensión en una peluquería de señoras de la Calle de los Tintes, número 29, “Peluquería Luisita” se llamaba. Durante varias semanas entretuvo a la ciudad el rodaje de la película “Calle Mayor”, con José Suárez y Betsy Blair como protagonistas, que al cabo de los días paseaban por Carretería como todo hijo de vecino, sin sorprender a nadie. A mí me llamaba especialmente la atención algunas tardes un señor con bigote fino que escribía cuartillas al otro lado del cristal en el café Colón. Era don César González Ruano, una intelectualidad de su tiempo que, por aquellos años, solía pasar alguna que otra temporada en Cuenca contemplando las hoces, disfrutando del paisaje y del ambiente provinciano en “una de las ciudades más extraordinarias de nuestro país”, escribiendo sobre las mesas de mármol de los bares de Carretería, fumando y tomando cafés.

            El artículo que transcribo a continuación lo escribió en aquel año, quiero pensar que en alguno de aquellos atardeceres en que los estudiantes paseábamos, calle arriba y calle abajo, entre la multitud, como única distracción a nuestro alcance. En cualquier caso, ahí está el obsequio a la ciudad, sacado de entre otros muchos, que tienen la virtud de no envejecer con el paso del tiempo.

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      "Patetismo y alegría"

            «Cuenca es una de las ciudades más extraordinarias de nuestro país. No sólo no es de ningún modo inferior a la mejor ciudad castellana de fama más dilatadamente universal, sino que por la gracia de Dios tiene una disposición natural tan impresionante y fantástica como no se encuentra en otra. Contemplarla desde sus arrabales por la Hoz del Júcar o por la Hoz del Huécar, es un impar espectáculo: Cuenca resurge bajo los cielos de luz dramática como una aparición que sobrecoge. Toda ella tiene algo de fantástico castillo amurallado y cuesta trabajo comprender cómo la misma naturaleza ha construido esta muralla altísima con rocas que dan el perfecto contorno de torreones desmoronados, de almenas, de inmensos muros de construcción militar acabadísima.
            La Cuenca histórica está arriba, y es un puro laberinto de iglesias y de palacios. Abajo, sobre el antiguo arrabal, se formó ya en el siglo XIX la Cuenca moderna, cuya arteria principal se llama hoy expresiva mente «Carretería». Abajo la ciudad tiene escaso interés, pero es suficientemente cómoda. Allí están los hoteles, los cafés y los cines. Arriba, en tomo más o menos a la catedral y al Ayuntamiento, la ciudad es un dédalo de calles entre dormidas y bellas, con cuestas terribles y mucho carácter. Pasada la catedral, sube hasta el antiguo castillo la gran calle de los señores, la calle de San Pedro, en la que casi todas las casas son palacios. Estos nobles caserones blasonados han ido sufriendo la mezquindad, desidia y avaricia de los tiempos. De alguno de ellos no queda prácticamente sino su fachada, pero esta pina y noble calle da una idea perfecta de la importancia que tuvieron las familias de ayer y de cómo sería la vida en la ciudad.
            Cuenca debió vivir pensando en la muerte. En la honda y trágica España la muerte fue una empresa de caballeros. Pensar en la muerte, ennoblece la vida. Tener miedo a la muerte es cosa de bellacos.
           En la catedral, en las infinitas iglesias que hay en Cuenca, se ve cómo trabajaba esta gente para la muerte. Cada capilla fue construida con una ilusión que quizá no se puso nunca en la construcción de una casa. Incluso en un pequeño y modesto cementerio se nota esta voluptuosidad cristiana de la muerte. La mínima sacramental de San Isidro, en la cresta de un monte, es un ejemplo. Si Valéry hizo su «Cementerio marino», este cristiano ya la vez pagano cementerio pide un poeta que escriba un «Cementerio serrano».
            Tal vez el primer encanto que se advierte en Cuenca para quienes quieran ver algo más que un baile o una película, sea el de su patetismo. Tal vez así deban ser las cosas. Tampoco Ávila fue nunca Deauville, ni Toledo jugó a competir con Ostende, ni Segovia pretendió emular a Niza, ni Trujillo rivalizar con Capri. (Cuando Rodenbach escribió su «Brujas la muerta», un mentecato, celoso de la vida progresiva de la ciudad, publicó un «Brujas la viva».)
            Conforme se va viviendo en Cuenca, ocurre, sin embargo, un extraño fenómeno: no es que su patetismo se vaya perdiendo por ir ganando menos a presión la costumbre; es que, debajo o por encima de ese patetismo, se va valorando una rara alegría cósmica. Desde luego esto no es homogéneo y únicamente patético. Sólo una primera impresión podría afirmamos, sin distingos, en esa idea. Se advierte algo aquí como una alegría a la vez feroz y culta. Casi diríamos que la severidad tiene respingos y contactos sensuales. Cuenca no es, en casi nada, neta mente castellana. Queda en ella un vago sentimiento moro ­que me la hizo comparar muchas veces a Granada- y un bravo acento que yo diría aragonés. Afirmaciones son éstas en cuyo riesgo expositivo he pensado mucho y que no hago, por cierto, a la ligera. Más arriesgado se nos hace que muchos viajeros hayan comparado a Cuenca con Lassa, la capital del Tibet, y parece que no es ningún disparate.
            De esta concéntrica y profunda alegría de Cuenca, se irá dando cuenta quien en ella profundice y establezca contacto. Pero esta alegría no me asombraría demasiado que viniera, en noble genealogía, de la muerte misma. Los pueblos más aparente y superficialmente alegres me han parecido los más desoladoramente tristes. Y en cambio...»