viernes, 11 de mayo de 2012

"Patetismo y alegría"


Es el título de un bello artículo de César González Ruano, que se ajusta como un guante a la mano a la vida de Cuenca en el año 1956, justo el mismo en el que fue escrito. Quiero recordar cómo en el mes de febrero de aquel año las temperaturas alcanzaron en Cuenca los 22 grados negativos, y los estudiantes, que nos lavábamos y nos peinábamos con agua clara del grifo, llegábamos a clase con bolitas de hielo en la cabeza. Yo cursaba segundo de Magisterio en la Escuela Normal “Fray Luis de León”; estaba de pensión en una peluquería de señoras de la Calle de los Tintes, número 29, “Peluquería Luisita” se llamaba. Durante varias semanas entretuvo a la ciudad el rodaje de la película “Calle Mayor”, con José Suárez y Betsy Blair como protagonistas, que al cabo de los días paseaban por Carretería como todo hijo de vecino, sin sorprender a nadie. A mí me llamaba especialmente la atención algunas tardes un señor con bigote fino que escribía cuartillas al otro lado del cristal en el café Colón. Era don César González Ruano, una intelectualidad de su tiempo que, por aquellos años, solía pasar alguna que otra temporada en Cuenca contemplando las hoces, disfrutando del paisaje y del ambiente provinciano en “una de las ciudades más extraordinarias de nuestro país”, escribiendo sobre las mesas de mármol de los bares de Carretería, fumando y tomando cafés.

            El artículo que transcribo a continuación lo escribió en aquel año, quiero pensar que en alguno de aquellos atardeceres en que los estudiantes paseábamos, calle arriba y calle abajo, entre la multitud, como única distracción a nuestro alcance. En cualquier caso, ahí está el obsequio a la ciudad, sacado de entre otros muchos, que tienen la virtud de no envejecer con el paso del tiempo.

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      "Patetismo y alegría"

            «Cuenca es una de las ciudades más extraordinarias de nuestro país. No sólo no es de ningún modo inferior a la mejor ciudad castellana de fama más dilatadamente universal, sino que por la gracia de Dios tiene una disposición natural tan impresionante y fantástica como no se encuentra en otra. Contemplarla desde sus arrabales por la Hoz del Júcar o por la Hoz del Huécar, es un impar espectáculo: Cuenca resurge bajo los cielos de luz dramática como una aparición que sobrecoge. Toda ella tiene algo de fantástico castillo amurallado y cuesta trabajo comprender cómo la misma naturaleza ha construido esta muralla altísima con rocas que dan el perfecto contorno de torreones desmoronados, de almenas, de inmensos muros de construcción militar acabadísima.
            La Cuenca histórica está arriba, y es un puro laberinto de iglesias y de palacios. Abajo, sobre el antiguo arrabal, se formó ya en el siglo XIX la Cuenca moderna, cuya arteria principal se llama hoy expresiva mente «Carretería». Abajo la ciudad tiene escaso interés, pero es suficientemente cómoda. Allí están los hoteles, los cafés y los cines. Arriba, en tomo más o menos a la catedral y al Ayuntamiento, la ciudad es un dédalo de calles entre dormidas y bellas, con cuestas terribles y mucho carácter. Pasada la catedral, sube hasta el antiguo castillo la gran calle de los señores, la calle de San Pedro, en la que casi todas las casas son palacios. Estos nobles caserones blasonados han ido sufriendo la mezquindad, desidia y avaricia de los tiempos. De alguno de ellos no queda prácticamente sino su fachada, pero esta pina y noble calle da una idea perfecta de la importancia que tuvieron las familias de ayer y de cómo sería la vida en la ciudad.
            Cuenca debió vivir pensando en la muerte. En la honda y trágica España la muerte fue una empresa de caballeros. Pensar en la muerte, ennoblece la vida. Tener miedo a la muerte es cosa de bellacos.
           En la catedral, en las infinitas iglesias que hay en Cuenca, se ve cómo trabajaba esta gente para la muerte. Cada capilla fue construida con una ilusión que quizá no se puso nunca en la construcción de una casa. Incluso en un pequeño y modesto cementerio se nota esta voluptuosidad cristiana de la muerte. La mínima sacramental de San Isidro, en la cresta de un monte, es un ejemplo. Si Valéry hizo su «Cementerio marino», este cristiano ya la vez pagano cementerio pide un poeta que escriba un «Cementerio serrano».
            Tal vez el primer encanto que se advierte en Cuenca para quienes quieran ver algo más que un baile o una película, sea el de su patetismo. Tal vez así deban ser las cosas. Tampoco Ávila fue nunca Deauville, ni Toledo jugó a competir con Ostende, ni Segovia pretendió emular a Niza, ni Trujillo rivalizar con Capri. (Cuando Rodenbach escribió su «Brujas la muerta», un mentecato, celoso de la vida progresiva de la ciudad, publicó un «Brujas la viva».)
            Conforme se va viviendo en Cuenca, ocurre, sin embargo, un extraño fenómeno: no es que su patetismo se vaya perdiendo por ir ganando menos a presión la costumbre; es que, debajo o por encima de ese patetismo, se va valorando una rara alegría cósmica. Desde luego esto no es homogéneo y únicamente patético. Sólo una primera impresión podría afirmamos, sin distingos, en esa idea. Se advierte algo aquí como una alegría a la vez feroz y culta. Casi diríamos que la severidad tiene respingos y contactos sensuales. Cuenca no es, en casi nada, neta mente castellana. Queda en ella un vago sentimiento moro ­que me la hizo comparar muchas veces a Granada- y un bravo acento que yo diría aragonés. Afirmaciones son éstas en cuyo riesgo expositivo he pensado mucho y que no hago, por cierto, a la ligera. Más arriesgado se nos hace que muchos viajeros hayan comparado a Cuenca con Lassa, la capital del Tibet, y parece que no es ningún disparate.
            De esta concéntrica y profunda alegría de Cuenca, se irá dando cuenta quien en ella profundice y establezca contacto. Pero esta alegría no me asombraría demasiado que viniera, en noble genealogía, de la muerte misma. Los pueblos más aparente y superficialmente alegres me han parecido los más desoladoramente tristes. Y en cambio...»

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