sábado, 26 de noviembre de 2011

SINGULAR HISTORIA DE LA PRESA DE BOLARQUE


Una inscripción centenaria sobre el muro de la presa informa cómo las obras de la central hidráulica fueron inauguradas por el rey Alfonso XIII el día 23 de junio de 1910. A principios del pasado verano se cumplió el primer siglo de su existencia. De aquel importante momento han quedado algunas anécdotas, tales como el paseo en barca del rey sobre las aguas del pantano, donde no faltó el incidente imprevisto de una avería en el motor de la embarcación y que obligó, tanto al monarca como a los muy distinguidos personajes que le acompañaban, a regresar a remo hasta el punto de partida. Este tipo de sucesos fueron frecuentes en la vida de Alfonso XIII, pues es muy conocida la foto en la que aparece, en su viaje a las Hurdes, conduciendo un automóvil empujado por un pequeño grupo de lugareños. Nadie, ni siquiera los reyes, están libres de pasar por esos trances. Cien años después, fue su bisnieto, el príncipe Felipe, quien se hizo presente en aquel mismo lugar para dar realce, digamos que institucional, a tal acontecimiento ahora felizmente recordado.
            La presa de Bolarque cuenta con un historial poco conocido, pero lo más de interesante. Pensando en su origen hay que situarse en la segunda mitad del siglo XVI, cuando el emperador Carlos I nombró comendador de Zorita a fray Francisco Ortiz, un nombre para la historia, quien fijó su residencia habitual en Almonacid, y al poco de conocer la comarca se planteó la necesidad de convertir en productivas las importantes extensiones de terreno próximas a los cauces del Tajo y del Guadiela, con cuyas aguas podría verse resuelto su proyecto de enriquecer la zona, una antigua aspiración de los vecinos de Almonacid a la que nadie, hasta entonces, se había comprometido en hacer frente.

            La historia de la presa de Bolarque es, sobre todo, un homenaje o un canto a la perseverancia por parte del ya referido comendador, quien a pesar de las continuas dificultades vio concluido su propósito después de casi veinte años y de un sinfín de ejercicios de paciencia y de tesón frente a la adversidad, como de manera sucinta intentaré explicar.
            Previsto y asegurado el importe de los trabajos necesarios para la construcción de la presa, que debería correr a cargo de los vecinos, y contando con los oportunos permisos para realizarlos, se dio comienzo a las obras en el verano de 1569. Un año después una crecida del río, propiciada por la tormenta, se llevó por delante todo lo que se había hecho. Se volvieron a comenzar las obras, y tan sólo tres meses después otra crecida del río les obligó a empezar de nuevo. Era el otoño de 1570.
            El comendador, temple acerado ante la adversidad, no renuncio a su empeño y volvió a ordenar que se iniciasen los trabajos inmediatamente; ahora con el consejo de unos venecianos expertos en este tipo de realizaciones, empleando para arrancar las peñas una importante cantidad de pólvora. Con las mejores perspectivas en esta ocasión, y cuando el esfuerzo se vislumbraba como un éxito, otra riada en la primavera de 1571 arrastró con todo. Operaciones similares y nuevos fracasos, debidos al ímpetu de las aguas, se producirían un año después, cuando los trabajos de la presa se encontraban prácticamente acabadas y un gasto superior a los 1200 ducados. Vuelta a empezar, ahora haciendo uso de gruesos troncos de madera y potentes vigas acarreadas con ese fin desde la Serranía de Cuenca. Las obra se dio por concluidos con una estructura resistente a base de maderas, cal y canto (12 metros de altura y 14 de longitud, aproximadamente). La presa se vio llena por primera vez. Estamos en el año 1577.
            Pasaron algunos años y el furor de las aguas volvió a cebarse como en lo ya vivido años anteriores. El comendador, fijo en su empeño, volvió a emprender de nuevo las labores de reconstrucción, pero en lugar distinto, ahora en la desembocadura del Guadiela sobre el cauce del Tajo. Una obra todavía de mayor envergadura, que vino a costar otros 7.000 ducados. Una vez acabada, el remanso de las aguas llego a alcanzar más de cinco kilómetros desde la presa. Todo un éxito que no tardaría en cruzarse con las hieles de la adversidad una vez más; pues el 3 de diciembre de 1786, la nueva construcción fue arrastrada por las aguas cauce abajo.
            Por fin, en 1587, casi veinte años después de poner por primera vez manos a la obra en el ansiado proyecto, las obras se vieron concluidas feliz y definitivamente. Sirvió de mucho la orientación de un padre carmelita de Madrid, el padre Mariano, perito en ese tipo de empresas. Una nueva aportación de 3.000 ducados y un año más de trabajos. Los campos de junto al río se pudieron regar con nuevas infraestructuras y adecuados canales de distribución, como estaba previsto, y la economía experimentó el alza prevista como consecuencia en los pueblos de la zona.
            Las reformas posteriores han sido continuas, así como la instalación anexa de centrales hidráulicas al pie, que en diferentes periodos se han ido renovando y puesto al día. Pero eso sería tema distinto al que hoy y aquí hemos querido tratar.


lunes, 14 de noviembre de 2011

LA BEATA DE VILLAR DEL ÁGUILA


La lista de personajes curiosos que ha dado el mundo no tiene fin, y éste debió de ser en su tiempo y lugar uno de los que haya dejado una huella más profunda para la posteridad.

            Nos referimos a una labradora del pueblo de Villar del Águila, provincia y diócesis de Cuenca, que vivió en la segunda mitad del siglo XVIII, y de nombre Isabel María Herráiz; la que ha pasado a la historia con el bien conocido apelativo de la Beata de Villar del Águila.

            A la infeliz mujer no se le ocurrió nada mejor que considerarse -según ella por revelación del propio Jesucristo- como materia eucarística, es decir, que en su cuerpo se había producido la transustanciación propia del Sacramento, de manera que su persona, su carne y su sangre, no eran otra cosa sino la carne y la sangre de Jesucristo.

            Produce cierto sonrojo sólo pensar que estas cosas ocurriesen, y que además trascendiesen en nuestro país en un periodo tan avanzado de la civilización; y sobre todo que fuesen admitidas no sólo por la humilde masa del campesinado, sino por otras personas de mayor cultura entre las que no faltaron varios eclesiásticos y algunos religiosos, los cuales, con mejor o peor intención, entraron en el juego hasta el punto de venerarla y adorarla con culto de latría, o sea, con el culto qué sólo se da a Dios. Fue sacada en procesión por las calles y por el interior de la iglesia con velas encendidas, incensada como se inciensa a la Sagrada Hostia en el altar, y recibiendo a su paso las genuflexiones y reverencias que sólo se rinden a la divinidad

            Eran tiempos los suyos en los que hechos como estos podían y solían ocurrir, contando incluso con el respaldo de una parte considerable del respaldo popular; pero eran tiempos también en los que este tipo de osadías se castigaban con el mayor rigor, casi siempre con excesivo rigor, obligando a sus autores a pasar por el filtro inapelable del Tribunal de la Inquisición, del que Isabel Herráiz no se pudo librar, más si se tiene en cuenta que la popularidad que el hecho había llegado a adquirir, traspasó los límites de la Diócesis.

            Iniciado el proceso por el obispo Palafox, las Beata de Villar del Águila fue presentada ante el Tribunal de la Inquisición de Cuenca que, como cabía esperar, dictó sentencia condenatoria; por lo que fue llevada a prisión, donde fallecería poco después por enfermedad sin haberse visto acabado el proceso.

            Una estatua de la Beata fue quemada en público, y tras su muerte se tomó el acuerdo de que recibiera sepultura bajo los escalones de entrada de la iglesia de San Pedro, en la Cuenca alta, sita junto al Tribunal de la Inquisición, para que fuese pisada por los fieles al entrar y salir del templo. Tanto el cura de su pueblo como algunos religiosos acusados de complicidad, fueron desterrados a las Islas Filipinas.

(En la fotografía: Portada de la iglesia de San Pedro en Cuenca)

viernes, 11 de noviembre de 2011

LA LEYENDA DE LA REINA CLOTILDE


Existe una vieja tradición por la que sabemos cómo un paraje muy concreto de la comarca alcarreña pudo servir de escenario en el que tuvo lugar uno de los acontecimientos, no demasiado conocidos, de la historia medieval de la vieja Europa. Así se contó entre las gentes hasta su práctica desaparición en el decir popular, y así lo contamos como uno más de los novelescos aconteceres ocurridos en un lugar de la Alcarria.
    

            Desde luego que sí, que a la Historia como maestra de la vida hay que tratarla como merece ser tratada, y a la leyenda, que viene a ser su sombra, también según su merecimiento; pero sabiendo distinguir la una de la otra. La Historia está garantizada por documentos reales y verídicos, de papel o de piedra; la leyenda, en cambio, carece de ellos y flota en el decir de la gente de generación en generación sin una base sólida. No es lo mismo hablar de un hecho ocurrido en el pasado, por muy lejano que éste sea, pero que se puede demostrar documentalmente, que hablar o escribir de sucesos pretéritos ajustados en el tiempo, con nombres de personas reales a veces, ficticias otras, puro producto de la imaginación, a las que les falta la fuerza documental de lo fiable, el apoyo seguro sobre el que dejar caer el peso de los siglos que todo lo borran, o al menos lo nublan y lo oscurecen. La leyenda de la reina Clotilde en tierras de Guadalajara tiene un aliado en la tradición oral, pero se encuentra huérfana de un documento acredita­tivo que de ello de fe. Así que, consciente de esa importante deficiencia, lo paso a contar.


La leyenda

            Pues sucedió que allá por la segunda o tercera década del siglo VI, un rey visigodo de origen germano llamado Amalarico -nieto de Teodorico II, su antecesor en la complicada lista de reyes de aquel tiempo, hombre feroz, inteligente y astuto-, casó por conveniencias y pactos de nobleza con Clotilde, hija de Clodoveo y hermana de Childeberto, rey de los francos de París, a la sazón enemigos acérrimos del pueblo visigodo que hasta entonces, y aun después, habían sido los dueños y señores de los territo­rios que siglos atrás constituyeron el Imperio Romano, entre los que se encontraban, como sabido es, la propia Francia, Italia y España. Pues bien; el matrimonio por conveniencia entre Amalarico y la princesa Clotilde, no sólo fracasó en su intento de unir a dos dinastías extranjeras, entre las que había existido un odio visceral y permanente, sino que fue motivo de ruptura encarniza­da, dado que Amalarico -arriano de creencias, que había transigi­do con los católicos hispanorromanos en el terreno de la política- se mostró brutalmente intransigente con Clotilde, su mujer, ferviente católica, quien en modo alguno y aun a costa de su vida, quiso aceptar las ofertas heréticas de su marido ni ceder ante sus crueles presiones. Según el relato de un cronista de aquel tiempo llamado Gregorio de Tours, la princesa, como prueba evidente del mal trato que venía recibiendo de su esposo y rey, envió a su hermano Childeber­to en cierta ocasión un pañuelo empapado con su propia sangre, lo que fue bastante para que el rey de los francos, al saber la noticia y sospechar de su significado, acudiera inmediata­mente a vengar a su hermana, como así fue, venciendo al cruel Amalarico cerca de Narbona. El rey visigodo, derrotado y perseguido, huyó lo más lejos que le fue posible, pero no le sirvió de nada, pues fue capturado y asesinado en Barcelona el año 531.

            Se dijo que alguno de aquellos enfrentamientos habidos entre los esposos, en los que siempre salía perjudicada la parte más débil, trajo como consecuencia fatal el destierro de Clotilde.  Amalarico ordenó que la dejasen sola y abandonada en unos bosques perdidos -sin otra compañía que las fieras y las alimañas- que por entonces ocupaban las tierras próximas al río Guadiela, en lo que ahora son los campos colindantes con el pueblo de Córcoles, en la Alcarria. Su esposo el rey, a falta de otros argumen­tos, dado el cúmulo de virtudes que a lo largo de toda la vida adornaron a su mujer, se le ocurrió acusarla de adulterio, a sabiendas de que nadie podría defenderla con pruebas convincentes, y sí en cambio, alimentar la calumnia con testigos falsos pagados por él. Y allí la dejó, sin otro amparo que el sobrenatural merecimiento de su impecable condición de mujer honesta que, desde luego, no le faltó en aquella larga temporada de prueba.

            La curiosa leyenda de la reina Clotilde la refieren algunos autores de la antigüedad y ha venido prevaleciendo, aunque un poco olvidada, entre las gentes de la Alcarria.

            Dejamos a la infeliz protagonista de nuestra historia dónde y como la tradición nos la presenta: desnuda y atada a un árbol a la espera de que el frío, el hambre, la desesperación o las garras de las fieras, acabasen con su vida a poco tardar. Mas no fue así, sino más bien todo lo contrario al infame proyecto de su esposo el rey. Las alimañas y los animales salvajes de la comarca se encargarían de soltarle las ataduras, de proporcionarle alimentos y de regalarle vestido con la piel de otros depredadores muertos. Se encargarían así mismo de su seguridad en tanto que la luz se hiciera ver, y la justicia y la verdad resplandeciesen sobre el horror y la calumnia. Y resplandecieron; y los ejércitos franceses de su hermano en armas derrotaron al cruel Amalarico y le dieron muerte, como ya se ha dicho, por la intercesión de la Madre de Dios a la que ella había invocado en tan penoso trance y de la que era gran devota.

            Se ha dicho que la Virgen le pidió que se edificase en aquel mismo lugar una ermita o pequeño santuario en su memoria para conmemorar el portento. Y se construyó la ermita, y allí acudían con frecuencia enfermos afectos de rabia, de melancolía y de mal de corazón, que se iban viendo curados según su propia fe en aquella primera ermita a la que ya por entonces comenzaron a llamarle de Monsalud. Fue una primera ermita, sí, porque algunos siglos más tarde, y con el apoyo del rey castellano Alfonso VIII, lo que en aquel mismo lugar se erigió fue un formidable monasterio cisterciense, que muy pronto se llegaría a convertir, tal vez por la impactante impresión de la leyenda, o quizás por la misma fastuosidad del edificio, en sitio habitual de peregrinaciones y de romerías, famoso en aquellas tierras y por otras más alejadas de la comarca en las que cundió la fuerza sobrenatural del ya viejo suceso.


El monasterio

            El monasterio de Monsalud es hoy uno de los grandes hitos del pasado histórico y religioso de las tierras de Guadalajara. Es muy probable que fuese la leyenda de la reina Clotilde el origen de todo cuanto se hizo y se levantó en torno a aquel lugar. Dentro de sus muros deseó el rey Alfonso que se retirasen a descansar y a mentalizarse en espíritu de victoria, perdido casi por completo después de los desastres de Alarcos, la cabecera de la Orden de Calatrava antes de emprender la marcha hacia Las Navas de Tolosa, donde el rey de Castilla se apuntaría una de las mejores bazas que durante la Reconquista se ganaron al invasor musulmán.

            El monasterio de Monsalud, desde su fundación hasta el siglo XIX en el que fue obligado a atenerse a la ley de Desamortización, a sus órdenes y consecuencias, estuvo habitado por los monjes de San Bernanrdo, de los que pasado el tiempo prevalece viva huella sobre la piedra conventual en formas y en imágenes. Si bien su inicio se llevó a cabo hacia el último tercio del siglo XII, se fue completando hasta su conclusión en siglos posteriores, por lo que en lo que todavía queda de él se puedan comprobar formas románicas, ojivales, clasicistas, y sobre todo el recuerdo latente del espíritu monástico que se advierte dentro de sus muros. 

            La mano bienhechora del restaurador llegó últimamente a poner en orden, dentro de lo que ha sido posible, las viejas piedras de Monsalud. Por lo menos se ha conseguido que no fuera cundiendo el deterioro. Las gentes acuden por allí de tarde en tarde buscando las formas románicas de las arcadas y de los capiteles, la severa tranquilidad de los claustros, la solemne crucería de sus bóvedas... Pocos, muy pocos van hacia más allá en el tiempo, aunque la fuerza de la leyenda continúa moviéndose por encima de las ruinas cistercienses de Monsalud.

            La reina Clotilde es desde hace siglos una de las santas de la Iglesia. Ignoro si el sonado milagro de su liberación y custodia por los osos, frecuentes en aquellos tiempos por los campos y serrezuelas de la provincia, los lobos feroces y los zorros de la Alcarria contó a la hora del proceso. En todo caso ahí está. “Si non e vero, e ben trobato” Si no es verdad, es bonito. Cosas más difíciles se han visto en tiempos pasados que incluso la Historia suele avalar. En esta tarde tibia, de uno de los últimos atardeceres del me de octubre, las piedras de Monsalud se doran con el sol poniente. Por las veguillas de la Hoya del Infantado el mundo vive en paz, es todo silencio.

(En la fotografía: detalle interior del monasterio de Monsalud en la actualidad)