miércoles, 29 de octubre de 2014

PAISAJES DE AGUA DULCE

       

 Tiempo atrás, intentando buscar alivio a los calores con los que nos ha sorprendido el mes de septiembre, me entretuve en revisar durante un buen rato mi archi­vo de fotografías sacadas a campo abierto. Fotogra­fías de paisajes todas ellas, en las que el agua -y a veces también los caminos y las rocas- toman papel de protagonis­tas. No han sido muchas, sólo un par de docenas o tres a lo sumo las que he podido apartar, con el inútil propósito de que pudiesen servir de antídoto visual contra los rigores tardoveraniegos de esta tierra, donde a veces, cuando llegan estas fechas, las temperaturas se disparan y los cuerpos se hunden en una especie de aplana­miento del que es imposible escapar por medios ordinarios.
        Con la memoria como único recur­so, y en preocupante temporada de escasez de lluvias, uno ha viajado por los limpios caminos de la imaginación hasta el norte de la provincia, hasta los húmedos vallejuelos de la sierra del Ocejón por donde se retuer­cen los arroyos al caer serpenteando por entre las peñas; por los pueblos raya­nos de Sierra de Pela, donde todavía las fuentes corren abundantes derra­mando en los sombríos pilones de los abrevaderos sus dos, cuatro o seis chorros de un agua fresquísi­ma de la que nadie se aprovecha. Quien se deci­da a subir hasta Valverde, tendrá a poco más de media hora de camino desde las últimas casas, y por sendero bien marcados por los pies de los veraneantes y de los turistas que andan por aquel lugar a lo largo del año, la famosa chorrera de Despeña­la­gua. Allí el arroyo se desliza en cascada rugidora por la superficie lisa de las rocas, desde una altura nunca inferior a los treinta o cuaren­ta metros, para formar a la caída una nubecilla flotante en torno a la to­rrontera que humedece la piel y cala los huesos.
                                                                          

        En la Alcarria, a la sombra de los árboles, en la fresca alameda donde desagua de un modo violento el río Cifuentes, se refrescan con vasos de limón y cañas de cerveza los veraneantes de Trillo. La chorrera del Cifuentes alerta los días y adormece las noches en un rumor continuo que durante las horas de silencio se deja oír por todos los rincones. A cuatro pasos el Tajo desliza manso el acopio de aguas que consiguió reunir por las sierras de Poveda, de Buenafuente y de Huerta­pelayo. Las chimeneas de la central nuclear restallan en luminarias frías e inter­mitentes sobre el altiplano que se esconde al otro lado de las bodegas. El humo de las chimeneas de la central nuclear es un humo denso, un humo industrial de color blanquecino que los ecologistas acusan de mortífero, de devastador, o por lo menos de dañi­no para la vida del hombre. La chorre­ra del Cifuentes, rumorosa, no cesa mientras tanto en su sonora cantinela. Los gorriones se esconden y vuelven a salir por entre los líquenes, a riesgo de sucumbir arrollados por la furia de la catarata. Cuando alguien se acerca por allí con los brazos desnudos, la humedad y la sombra espesa del barran­co le ponen el vello de punta y las carnes de gallina.
        En tierras del Alto Señorío, las chorreras que el río Mesa dibu­ja a su paso por Algar, acallan su estruendo en tiempos de heladas y comienzan a bramar cuando entra la primavera. En Algar se han acostumbrado, lo mismo que en Trillo, al murmullo constante de la chorrera, y pienso que si algún día les llegase a faltar, es muy posible que los más viejos no se acostumbrarían a vivir allí, les faltaría el eterno soniquete de las aguas del río para conciliar el sueño. El Mesa saltarín que se deshace en charreteras blancas por los bajos de Algar, convierte al puebleci­to molinés en un pequeño paraíso, desco­nocido para casi todos y hermoso y acogedor tan sólo como él. Cuando apunta el verano, los ancianos de Algar bajan a la trucha y las mozuelas quinceañeras, que a Dios gracias jamás llegaron a faltar por aquellos lindos pueblecitos del, se entretienen en buscar fresas por los verdes bancali­llos del barranco.

        Otro rincón en campos de Molina, donde el agua y las rocas lo son todo, es el Puente de San Pedro, un clásico como el Hundido de Armallones o el Barranco de la Hoz, de la paisajística provin­cial, en donde la madre Naturaleza se ensaya en pintar cada mañana, a la salida del sol, uno de los cuadros más impresionantes que uno pueda imaginar. Son sus admiradores perpe­tuos los pinos equilibristas que sur­gen por entre las rendijas de las peñas, ofreciendo a la soberbia estampa de todo aquel conjunto la gracia infinita de su inocencia, aguantando el soplo de los cuatro vientos y la cellisca de todos los inviernos como heraldos de la mismísima Creación.
        Pero estamos a campo abierto esperando el instante del anochecer en un paraje escondido de la Trasierra. Las aguas del Lillas y del río de la Hoz se juntan poco más arriba. La corriente viene impetuosa llenándolo todo, jugando entre las piedras de pizarra por donde la gente dice que los lobos bajaban a beber. Los altos de Somosierra se levantan como a dos leguas de distancia al noroeste de estos prados que se extienden a la vera del río. Miro el paisaje a contraluz. Con el sol ya escondido, el agua ofrece al correr un brillo acristalado, un brillo encendido de azogue o de papel de plata como el de los ríos en los belenes de Navidad. Allá arriba, se alcanza a ver entre dos luces el caserón de piedra que hace unos veinte años mandaron construir las instituciones para los acampados, y los amigos del desorden han dejado ya en estado de ruina. Algún pescador recoge bártulos antes de que anochezca. El pescador regresa al coche de vacío; dice que así no puede ser, que entre los bañistas y los curiosos no dejan la pesca en paz y que prefiere volver al día siguiente de buena mañana.
        Por el cielo habrán comenzado a salir las primeras estrellas. De un momento a otro asomará su rostro brillante la luna llena sobre las copas del pinar y sobre las cimas grises de las montañas. El espectáculo, ya con la noche sobre los hombros, es conmovedor, una bendición de la Naturale­za, una ocasión única para recordar en tardes calurosas del estío, como en la de hoy, sentado junto a la mesa de mi escrito­rio, uno prefiere soñar despierto con tantos lugares que sus ojos vieron y que en este momento añora casi desesperadamente; aunque confía, no obstante, en volverlos a ver, y lo que es mejor, a sentir de nuevo dentro de poco, lo que no deja de ser un consuelo. Tiempo pues, para la esperanza.


Las fotografías representan: "Desembocadura del río Cifuentes en la villa de Trillo"; "Panorámica del río Tajo a su paso por el Puente de San Pedro";
y "El Lillas por Cantalojas en temporada de deshielo"