viernes, 29 de marzo de 2013

CUENCA: SEMANA MAYOR




            Acabo de escuchar el "Miserere" de Pradas en una estupenda grabación que el coro de la Diputación Provincial de Cuenca realizó hace más de veinte años, y que me ha servido como en bandeja la oportunidad de escribir acerca de la famosa Semana Santa de la ciudad vecina, tan cargada de añosos y entrañables recuerdos de juventud. El "Miserere" de Pradas, y la marcha procesional titulada "San Juan" del maestro Nicolás Cabañas, son de algún modo, si no los himnos porque en Cuenca no los hay, si los emblemas sonoros de su Semana Mayor. El "Misere­re" de Santiago Pradas -organista de la Catedral en el siglo XVIII- es un grito sublime de desgarrado dolor, que halla toda su plenitud cuando es interpretado a cuatro voces en plena calle y a ciertas horas, tarde y noche del Viernes Santo, sobre las escalinatas de la iglesia de San Felipe, allá en la Cuenca antigua que nos alza hasta la Plaza Mayor. Se cuenta -tal vez no sea cierto- que el compositor propinó a su mujer una paliza soberana porque no le salía la nota del lamento final del miserere, queriendo así tener próximo a él, incluso en lo físico, el grito angustia­do de un alma en pena, que le habría de servir para llevar al pentagra­ma el acorde apetecido, como así fue. Para los conquenses, el origen del miserere fue ese; pero, suponiendo que la anécdota atribuida al carácter violento del autor, fuese puro producto de la imaginación, ahí está el resultado como flotando de la misma naturaleza doliente, una obra maestra que con el paso de los años y de los siglos se ha hecho tan conquense como los farallones de las hoces, como el cerro del Socorro que domina la ciudad, como el moruno torreón de Mangana que le da las horas.
            La tradición semanasantera de Cuenca, en su aspecto conocido y documental, es anterior al siglo XVI. Cuenca, con sus callejue­las estrechas y empinadas, con sus rincones insólitos de vieja ciudad mágica, se viene trasformando cada año por estas fechas en un Barrio de Pasión. Su fama ha conseguido tal tamaño que, desde hace dos o tres décadas, se pasea con derecho propio por los calendarios y guías costumbristas de todo el orbe como acontecimiento único, declarado oficialmente de interés univer­sal. Una manifestación insuperable de fervor y de arte, en conexión perfecta con el paisaje y con el modo de ser de las gentes de Cuenca, imposible de trasladar, ni aun en su sombra, a otro escenario del Planeta, por muy exótico y afortunado que sea.

            El primer toque de clarín de la Semana Santa conquense suena en la madrugada del Domingo de Ramos, con la procesión de "La Borriquilla" desde la iglesia de San Andrés, para concluir en la Catedral pasado el medio día, luego de haber recorrido entre ramos y palmas una buena parte de las calles de la ciudad. Y desde ese instante, los desfiles procesionales serán, con mucho, los acontecimientos más importantes que ocurran a lo largo de la semana. Ello requiere una temporada previa de preparativos, de ensayos, de organización, y de subastas de los banzos entre los cofrades, que pagan cantidades increíbles por llevar durante horas y horas el peso de las imágenes sobre sus hombros. Son los actos preliminares que se repiten cada año; las cumplidas dosis de ambiente colectivo en el que se ven envueltos, sin excepción, todos los conquenses: ricos y pobres, hombres y mujeres, niños y ancianos, intelectuales y hombres del campo, creyentes y agnósticos, todos, porque la ciudad es pequeña en censo de población y los desfiles que habrá que sacar a la calle serán ocho, como siempre, con más de cuarenta hermandades entre todos ellos.
            Como datos significativos y de interés, pensando en aquellos que viven de lejos la Semana Santa de Cuenca y para quienes la desconocen, será bueno reseñar que la cofradía con mayor número de hermanos es la de "La Virgen de las Angustias", con 2.600 aproximadamente; que el número mayor de banceros que portan un solo paso es el de 66, para "La Santa Cena", y que el que menos hombros precisa es el "Ecce-Homo de San Andrés", que lleva solamente 16; que el pago menor a la cofradía por llevar un banzo (siempre con referencia a las procesiones de 1990) es de 4.000 pesetas por bancero en "El Cristo de Marfil", y el de mayor coste el de la hermandad de "La Virgen de la Soledad de San Agustín", por el que los portadores -y son treinta- hubieron de pagar cantida­des de hasta 105.000 pesetas cada uno. La duración media de las procesiones oscila entre las cuatro horas que viene a estar en la calle la del Domingo de Ramos, y las ocho que tarda en regresar a su iglesia de salida la de "Paz y Caridad" durante la tarde-noche del Jueves Santo. Como más llamativa, y fuera de contexto, la procesión "Camino del Calvario" o de Las Turbas, en la madrugada del Viernes. Como más vistosa, en arte y en número de imágenes, la procesión "En el Calvario", de media mañana a media tarde del Viernes Santo, que presenta un bellísimo desfile de pasos, casi todos ellos del imaginero conquense Luis Marco Pérez, en la que aparecen ocho Cristos diferentes. El máximo silencio y recogi­miento que será posible vivir en la ciudad en torno a una de sus procesiones, hay que buscarlo en la del "Santo Entierro", durante la noche del Viernes Santo, donde las notas del ya dicho miserere de Pradas parecen restallar en las tinieblas sobre las duras peñas de la hoz. Todo concluirá con la procesión del "Encuentro" en la mañana de Resurrec­ción, donde se juntan la imagen del Resucitado y la de su Santísima Madre que, en señal de gozo, jalean y bailan los banceros y cofrades a mitad de camino, abajo, en la ciudad nueva.

        
    Es muy probable que algún lector suspicaz, y con toda la razón del mundo, haya echado en falta a lo largo de este escrito a vuelapluma, una referencia siquiera de la más popular de todas las procesiones que en Cuenca se celebran durante la Semana Santa: la de Los Borrachos. Sí que se ha hecho mención a ella. Su verdadero nombre es el de "Camino del Calvario", que saca a la veneración pública cuatro de los pasos más queridos y más bellos de cuantos se guardan en las distintas iglesias. Entre ellos figura el "San Juan" de Marco Pérez, llamado "el guapo" sin que sea preciso decir por qué, imagen hacia la que los conquenses han mostrado un especial fervor a lo largo de su historia. Lo de "los borrachos" es un añadido que le van colocando los tiempos. Nació la cofradía -una de las más antiguas- como una representa­ción escénica de los insultos e injurias que la plebe profirió a Cristo a lo largo de la Vía Dolorosa. Así se admitieron Las Turbas en Cuenca desde muy antiguo, para realizar ese papel y dar un carácter más original a su Semana Santa, con miles de actores como personajes de comparsa que insultaban y se burlaban de las imágenes, con redoble malsonante de tambor y pitidos desacordes de bocina durante toda la procesión, tal y como el vulgo, desalmado y cruel, pudiera comportarse ante la presencia próxima del reo que conducen al patíbulo. Insultos -digámoslo así- respetuosos, de actor de teatro que entra en el cuerpo, pero no en el alma del personaje al que da vida, y que los propios turbos solían animar, no siempre, tirándose al coleto uno, o dos, o tres sorbetes largos de vino de la bota, para animar el espectáculo y cumplir con su papel según la costumbre; pero nada más. Los abusos extraprocesionales de hoy día están todos fuera de lugar. Los propios conquenses los sufren y los detestan en su inmensa mayoría; incluso el sentir popular del vecindario estudió en algún momento la posibilidad de suprimir la procesión, rompiendo el hilo tradicio­nal de su Semana Santa al prescindir de este desfile de Las Turbas que, precisamente, fue considerado como el más duro y peniten­cial de todos ellos, y al que conocieron en tiempos que todavía alguien recuerda con el viejo nombre de "El Jesús de las seis", por ser esa la hora de madrugada en la que suelen sacar las imágenes de la iglesia de El Salvador.  
  

martes, 12 de marzo de 2013

LOS "JUDÍOS" DE MONDÉJAR


       
     Estas fechas cercanas ya a la Semana Santa se ofrecen oportunas para sacar a la luz de su escondite subterráneo, al menos en el recuerdo, a ese simpático grupo de imágenes que desde hace varios siglos la villa de Mondéjar guarda escondidos en los bajos de la ermita de San Sebastián. Según se dice en la nota de presentación a un curioso folleto que anda por ahí dedicado a los “Judíos” de Mondéjar, son tres los motivos que la próspera villa alcarreña tiene para ofrecer a los viajeros que algún día decidieran perderse por allí, a saber: las venerables ruinas del convento de Franciscanos, la iglesia parroquial con su impresionante retablo mayor, y las múltiples escenas de la Pasión conocidas por “los Judíos”, o “los Pasos”, según otros. Uno piensa que a las tres razones aludidas habría que añadir una cuarta, no menos importante que las demás aunque de aspecto muy distinto, y que podría ser la visita a cualquiera de las modernas instalaciones que existen en el pueblo para la elaboración y tratamiento del vino, tan conocidas y tan justamente consideradas.  
            Mondéjar es uno de los pocos pueblos prósperos que cuenta en la actualidad la provincia de Guadalajara, excepción hecha de los llamados Pueblos del Corredor. La especial condición de sus tierras de labranza para ese tipo de cultivos, así como el carácter abierto y laborioso de sus pobladores, han venido a librar a Mondéjar de muchos de los graves problemas, sobre todo de tipo económico, que aquejan a una buena parte de la sociedad actual, y, por no salir de la norma, también a estas tierras de la Baja Alcarria.
            El mondejano de clase, el mondejano de Mondéjar, tiene un carácter distinto a lo que es frecuente por su entorno geográfico en varios kilómetros a la redonda. Se me ocurre pensar en un mestizaje entre el alcarreño de toda la vida y el manchego de al otro lado de la Nacional III;  pues, a decir verdad, aires de ambas comarcas neocatellanas soplan de madrugada y al caer la tarde por los viñedos de Mondéjar. Como resultado ahí está una raza trabajadora, honesta, emprendedora e inteligente, muy amante de lo suyo, religiosa por tradición, y -cómo lo diría yo- un poco tosca a veces en sus formas y modales, con las consabidas excepciones, claro está, que en cualquier caso nos sirven para confirmar la regla.
            Aparte de cuanto se dice en la presentación del folleto al que antes me referí, acerca de los tres motivos que aconsejan visitar Mondéjar, debo agregar que a cualquier persona amante de lo insólito, serán los Judíos el primer gancho que, de un modo u otro, le aten en lo sucesivo a la villa guadalajareña de los vinateros.

En la Ermita del Cristo
            Por las afueras del pueblo, a menos de un kilómetro de distancia, está la ermita de San Sebastián, o del Cristo, por guardarse allí también la venerada imagen del Patrón de la villa. La recuerdo blanca como las ermitas cordobesas a las que cantó Góngora. La verdad es que por parte de los mondejanos las devociones populares en la ermita de San Sebastián van dirigidas exclusivamente hacia la imagen del Cristo del Calvario. No obstante es allí, en una galería a manera de cripta o corredor, donde se suceden una detrás de otra las misteriosas celdas en las que se guardan -quiero recordar que en número de doce- los “Pasos” o escenas de la Pasión, a los que popularmente y con una antigüedad de siglos, la gente reconoce con el apelativo de Los Judíos.

            La historia de esta rareza escultórica de la que Mondéjar es depositaria desde mediados del siglo XVI, resulta bastante pobre en datos sobre los que uno pueda apoyarse y, por supuesto, confiar. Parece ser que ya existían algunas de estas imágenes, sin que se sepa cuántas, en el año 1581, puesto que en un documento fechado en ese mismo año, se daba cuenta al rey Felipe II de la existencia de “los pasos” en la ermita de San Sebastián, a los que se calificaban de “obra curiosa y de especial devoción por las capillas subterráneas que están muy contemplativas”. Pero la ejecución completa de la obra tendría lugar siglo y medio más tarde, en el año 1719, debida a un fraile jerónimo del convento de Lupiana aficionado al noble arte de la imaginería, no muy ducho, esa el la verdad, de nombre Fray Francisco de San Pedro. Acerca de la personalidad de su primer artífice, quisiera apuntar como posible predecesores del anónimo autor, a Juan de Artiaga y Gabriel Pinedo, maestros del manierismo castellano de los siglos XVI y XVII, cuyos trabajos de imaginería, de concepción y trazado tan elemental como éstas, adornan los retablos de varias iglesia rurales en la diócesis de Osma. En cualquier caso se sabe que los gastos corrieron a cuenta de un piadoso adinerado de la localidad llamado Alonso López Soldado.
           
            Son once en total, o doce si se tiene en cuenta la Dormición de la Virgen, las escenas que van llenando las diferentes capillas del subterráneo. El número total de figuras quizá supere las setenta, siendo la más repetida la que representa a Cristo en varios momentos de su Pasión y Muerte: El lavatorio de pies a los Apóstoles, La oración en el Huerto, la Santa Cena, la Flagelación, la Verónica, Cristo en el sepulcro, la Resurrección, son algunas de ellas.
            Las figuras viene a ser de tamaño natural aproximadamente. Oscilan entre los tres y los doce personajes por paso, según el momento de la Pasión a que se refieren. Algunas de las figuras se presentan infantilmente desproporcionadas, como es el caso de una en la que aparece la Virgen recostada y con un libro delante, donde la cabeza y las manos no andan de acuerdo con el tamaño del resto del cuerpo, sino que se ven mucho más grandes de lo que en buena medida les corresponde.
            Tras el último retoque, como restauración de los desperfectos sufridos durante la Guerra Civil, el hecho de su contemplación resulta interesante y pintoresco a la vez; la capa policroma que recubre a cada uno de los personajes va perfectamente de acuerdo con el resto de la figura, lo que da como resultado una visión singularmente extraña, entre la velada sátira que suponen los personajes de escayola y el tremendo drama religioso que representan, de la que las salva el simple hecho de su originalidad, de su antigüedad en el tiempo y del lugar donde se encuentran, motivos suficiente como para convertirlo en un legado digno de admiración y de ser cuidado y conservado a toda costa. Y visitado también, naturalmente.

            Aún guardo con singular afecto la memoria del señor Fidel Hernández, el antiguo espiquer de Los Judíos, el amable cicerone de la ermita de San Sebastián, ya fallecido, que una mañana tranquila del invierno de 1983 me fue mostrando, con la voz grabada en un pequeño magnetofón a pilas, las diferentes escenas que se guardaban en cada una de las celdas. El aparato, no sé por que razón, en un momento de la visita dejó de funcionar, y el señor Fidel me tuvo que hacer los comentarios a viva voz, improvisados sobre la marcha, lo que añadía a la visita un encanto todavía mayor.
            He vuelto en más ocasiones y en años distintos a visitar la cripta de Los Judíos. Debo asegurar que no me ha impresionado tanto en estas ocasiones como lo fuera la primera vez por faltar el factor sorpresa, tan necesario para valorar debidamente los sitios y las cosas que se desean conocer. Vale la pena viajar hasta Mondéjar y dedicar unos minutos a la cripta de Los Judíos. No sé cuáles serán los trámites a seguir para visitarla. Acaso tenga un horario previsto que desconozco. Aconsejo, ante la duda, llamar por teléfono a la parroquial, de la que depende, y concretar el momento en el que se puede visitar, dato del que no dispongo.
            Si resulta connatural en el hombre -en el hombre normal, me refiero- y por tanto un deber el hecho de valorar lo suyo, justo es que estas cosas, tantas veces únicas que tenemos al alcance de la mano y como cosa propia, llamen nuestra atención y sintamos interés por conocerlas. Guadalajara en particular, y en general toda Castilla, está salpicada de interesantes motivos como el que hoy nos ocupa; motivos que no son otra cosa que el reflejo permanente del espíritu de quienes nos precedieron, es decir, parte de nuestra historia, de nuestro pasado más o menos lejano, de nosotros mismos; por lo que su conocimiento y admiración jamás debieran ser cosa trivial, como no lo son, ni mucho menos, esta serie de grupos escultóricos guardados desde hace siglos en celdas subterráneas, convenientemente atendidas, que cuentan en el patrimonio artístico y cultural de la villa de Mondéjar como algo muy propio y no exento de valor; en estas fechas un referente del costumbrismo religioso-popular de nuestros antepasados, perdido en el misterio. Una rareza que bien vale la pena conocer; por lo que te animo, amigo lector, a que lo hagas.