Acabo de escuchar el
"Miserere" de Pradas en una estupenda grabación que el coro de la
Diputación Provincial de Cuenca realizó hace más de veinte años, y que me ha
servido como en bandeja la oportunidad de escribir acerca de la famosa Semana
Santa de la ciudad vecina, tan cargada de añosos y entrañables recuerdos de
juventud. El "Miserere" de Pradas, y la marcha procesional titulada
"San Juan" del maestro Nicolás Cabañas, son de algún modo, si no los
himnos porque en Cuenca no los hay, si los emblemas sonoros de su Semana Mayor.
El "Miserere" de Santiago Pradas -organista de la Catedral en el
siglo XVIII- es un grito sublime de desgarrado dolor, que halla toda su
plenitud cuando es interpretado a cuatro voces en plena calle y a ciertas
horas, tarde y noche del Viernes Santo, sobre las escalinatas de la iglesia de
San Felipe, allá en la Cuenca antigua que nos alza hasta la Plaza Mayor. Se
cuenta -tal vez no sea cierto- que el compositor propinó a su mujer una paliza
soberana porque no le salía la nota del lamento final del miserere, queriendo
así tener próximo a él, incluso en lo físico, el grito angustiado de un alma
en pena, que le habría de servir para llevar al pentagrama el acorde
apetecido, como así fue. Para los conquenses, el origen del miserere fue ese;
pero, suponiendo que la anécdota atribuida al carácter violento del autor,
fuese puro producto de la imaginación, ahí está el resultado como flotando de
la misma naturaleza doliente, una obra maestra que con el paso de los años y de
los siglos se ha hecho tan conquense como los farallones de las hoces, como el
cerro del Socorro que domina la ciudad, como el moruno torreón de Mangana que
le da las horas.
La tradición semanasantera de
Cuenca, en su aspecto conocido y documental, es anterior al siglo XVI. Cuenca,
con sus callejuelas estrechas y empinadas, con sus rincones insólitos de vieja
ciudad mágica, se viene trasformando cada año por estas fechas en un Barrio de
Pasión. Su fama ha conseguido tal tamaño que, desde hace dos o tres décadas, se
pasea con derecho propio por los calendarios y guías costumbristas de todo el
orbe como acontecimiento único, declarado oficialmente de interés universal.
Una manifestación insuperable de fervor y de arte, en conexión perfecta con el
paisaje y con el modo de ser de las gentes de Cuenca, imposible de trasladar,
ni aun en su sombra, a otro escenario del Planeta, por muy exótico y afortunado
que sea.
El primer toque de clarín de la
Semana Santa conquense suena en la madrugada del Domingo de Ramos, con la
procesión de "La Borriquilla" desde la iglesia de San Andrés, para
concluir en la Catedral pasado el medio día, luego de haber recorrido entre
ramos y palmas una buena parte de las calles de la ciudad. Y desde ese
instante, los desfiles procesionales serán, con mucho, los acontecimientos más
importantes que ocurran a lo largo de la semana. Ello requiere una temporada
previa de preparativos, de ensayos, de organización, y de subastas de los
banzos entre los cofrades, que pagan cantidades increíbles por llevar durante
horas y horas el peso de las imágenes sobre sus hombros. Son los actos
preliminares que se repiten cada año; las cumplidas dosis de ambiente colectivo
en el que se ven envueltos, sin excepción, todos los conquenses: ricos y pobres,
hombres y mujeres, niños y ancianos, intelectuales y hombres del campo,
creyentes y agnósticos, todos, porque la ciudad es pequeña en censo de
población y los desfiles que habrá que sacar a la calle serán ocho, como
siempre, con más de cuarenta hermandades entre todos ellos.
Como datos significativos y de
interés, pensando en aquellos que viven de lejos la Semana Santa de Cuenca y
para quienes la desconocen, será bueno reseñar que la cofradía con mayor número
de hermanos es la de "La Virgen de las Angustias", con 2.600
aproximadamente; que el número mayor de banceros que portan un solo paso es el
de 66, para "La Santa Cena", y que el que menos hombros precisa es el
"Ecce-Homo de San Andrés", que lleva solamente 16; que el pago menor
a la cofradía por llevar un banzo (siempre con referencia a las procesiones de
1990) es de 4.000 pesetas por bancero en "El Cristo de Marfil", y el
de mayor coste el de la hermandad de "La Virgen de la Soledad de San
Agustín", por el que los portadores -y son treinta- hubieron de pagar
cantidades de hasta 105.000 pesetas cada uno. La duración media de las
procesiones oscila entre las cuatro horas que viene a estar en la calle la del
Domingo de Ramos, y las ocho que tarda en regresar a su iglesia de salida la de
"Paz y Caridad" durante la tarde-noche del Jueves Santo. Como más
llamativa, y fuera de contexto, la procesión "Camino del Calvario" o
de Las Turbas, en la madrugada del Viernes. Como más vistosa, en arte y en
número de imágenes, la procesión "En el Calvario", de media mañana a
media tarde del Viernes Santo, que presenta un bellísimo desfile de pasos, casi
todos ellos del imaginero conquense Luis Marco Pérez, en la que aparecen ocho
Cristos diferentes. El máximo silencio y recogimiento que será posible vivir
en la ciudad en torno a una de sus procesiones, hay que buscarlo en la del
"Santo Entierro", durante la noche del Viernes Santo, donde las notas
del ya dicho miserere de Pradas parecen restallar en las tinieblas sobre las
duras peñas de la hoz. Todo concluirá con la procesión del
"Encuentro" en la mañana de Resurrección, donde se juntan la imagen
del Resucitado y la de su Santísima Madre que, en señal de gozo, jalean y
bailan los banceros y cofrades a mitad de camino, abajo, en la ciudad nueva.
Es muy probable que algún lector
suspicaz, y con toda la razón del mundo, haya echado en falta a lo largo de
este escrito a vuelapluma, una referencia siquiera de la más popular de todas
las procesiones que en Cuenca se celebran durante la Semana Santa: la de Los
Borrachos. Sí que se ha hecho mención a ella. Su verdadero nombre es el de
"Camino del Calvario", que saca a la veneración pública cuatro de los
pasos más queridos y más bellos de cuantos se guardan en las distintas
iglesias. Entre ellos figura el "San Juan" de Marco Pérez, llamado
"el guapo" sin que sea preciso decir por qué, imagen hacia la que los
conquenses han mostrado un especial fervor a lo largo de su historia. Lo de
"los borrachos" es un añadido que le van colocando los tiempos. Nació
la cofradía -una de las más antiguas- como una representación escénica de los
insultos e injurias que la plebe profirió a Cristo a lo largo de la Vía
Dolorosa. Así se admitieron Las Turbas en Cuenca desde muy antiguo, para
realizar ese papel y dar un carácter más original a su Semana Santa, con miles
de actores como personajes de comparsa que insultaban y se burlaban de las
imágenes, con redoble malsonante de tambor y pitidos desacordes de bocina
durante toda la procesión, tal y como el vulgo, desalmado y cruel, pudiera
comportarse ante la presencia próxima del reo que conducen al patíbulo.
Insultos -digámoslo así- respetuosos, de actor de teatro que entra en el
cuerpo, pero no en el alma del personaje al que da vida, y que los propios
turbos solían animar, no siempre, tirándose al coleto uno, o dos, o tres
sorbetes largos de vino de la bota, para animar el espectáculo y cumplir con su
papel según la costumbre; pero nada más. Los abusos extraprocesionales de hoy
día están todos fuera de lugar. Los propios conquenses los sufren y los detestan
en su inmensa mayoría; incluso el sentir popular del vecindario estudió en
algún momento la posibilidad de suprimir la procesión, rompiendo el hilo
tradicional de su Semana Santa al prescindir de este desfile de Las Turbas
que, precisamente, fue considerado como el más duro y penitencial de todos
ellos, y al que conocieron en tiempos que todavía alguien recuerda con el viejo
nombre de "El Jesús de las seis", por ser esa la hora de madrugada en
la que suelen sacar las imágenes de la iglesia de El Salvador.
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