Estas fechas cercanas ya a la Semana
Santa se ofrecen oportunas para sacar a la luz de su escondite subterráneo, al
menos en el recuerdo, a ese simpático grupo de imágenes que desde hace varios
siglos la villa de Mondéjar guarda escondidos en los bajos de la ermita de San
Sebastián. Según se dice en la nota de presentación a un curioso folleto que
anda por ahí dedicado a los “Judíos” de Mondéjar, son tres los motivos que la
próspera villa alcarreña tiene para ofrecer a los viajeros que algún día
decidieran perderse por allí, a saber: las venerables ruinas del convento de
Franciscanos, la iglesia parroquial con su impresionante retablo mayor, y las
múltiples escenas de la Pasión conocidas por “los Judíos”, o “los Pasos”, según
otros. Uno piensa que a las tres razones aludidas habría que añadir una cuarta,
no menos importante que las demás aunque de aspecto muy distinto, y que podría
ser la visita a cualquiera de las modernas instalaciones que existen en el
pueblo para la elaboración y tratamiento del vino, tan conocidas y tan
justamente consideradas.
Mondéjar es uno de los pocos pueblos prósperos que
cuenta en la actualidad la provincia de Guadalajara, excepción hecha de los
llamados Pueblos del Corredor. La especial condición de sus tierras de labranza
para ese tipo de cultivos, así como el carácter abierto y laborioso de sus
pobladores, han venido a librar a Mondéjar de muchos de los graves problemas,
sobre todo de tipo económico, que aquejan a una buena parte de la sociedad
actual, y, por no salir de la norma, también a estas tierras de la Baja Alcarria.
El mondejano de clase, el mondejano
de Mondéjar, tiene un carácter distinto a lo que es frecuente por su entorno
geográfico en varios kilómetros a la redonda. Se me ocurre pensar en un
mestizaje entre el alcarreño de toda la vida y el manchego de al otro lado de
la Nacional III; pues, a decir verdad,
aires de ambas comarcas neocatellanas soplan de madrugada y al caer la tarde
por los viñedos de Mondéjar. Como resultado ahí está una raza trabajadora,
honesta, emprendedora e inteligente, muy amante de lo suyo, religiosa por
tradición, y -cómo lo diría yo- un poco tosca a veces en sus formas y modales,
con las consabidas excepciones, claro está, que en cualquier caso nos sirven
para confirmar la regla.
Aparte de cuanto se dice en la
presentación del folleto al que antes me referí, acerca de los tres motivos que
aconsejan visitar Mondéjar, debo agregar que a cualquier persona amante de lo
insólito, serán los Judíos el primer gancho que, de un modo u otro, le aten en
lo sucesivo a la villa guadalajareña de los vinateros.
En la Ermita del Cristo
Por las afueras del pueblo, a menos
de un kilómetro de distancia, está la ermita de San Sebastián, o del Cristo,
por guardarse allí también la venerada imagen del Patrón de la villa. La
recuerdo blanca como las ermitas cordobesas a las que cantó Góngora. La verdad
es que por parte de los mondejanos las devociones populares en la ermita de San
Sebastián van dirigidas exclusivamente hacia la imagen del Cristo del
Calvario. No obstante es allí, en una galería a manera de cripta o
corredor, donde se suceden una detrás de otra las misteriosas celdas en las que
se guardan -quiero recordar que en número de doce- los “Pasos” o escenas de la
Pasión, a los que popularmente y con una antigüedad de siglos, la gente
reconoce con el apelativo de Los Judíos.
La historia de esta rareza
escultórica de la que Mondéjar es depositaria desde mediados del siglo XVI,
resulta bastante pobre en datos sobre los que uno pueda apoyarse y, por
supuesto, confiar. Parece ser que ya existían algunas de estas imágenes, sin
que se sepa cuántas, en el año 1581, puesto que en un documento fechado en ese
mismo año, se daba cuenta al rey Felipe II de la existencia de “los pasos” en
la ermita de San Sebastián, a los que se calificaban de “obra curiosa y de
especial devoción por las capillas subterráneas que están muy contemplativas”.
Pero la ejecución completa de la obra tendría lugar siglo y medio más tarde, en
el año 1719, debida a un fraile jerónimo del convento de Lupiana aficionado al
noble arte de la imaginería, no muy ducho, esa el la verdad, de nombre Fray
Francisco de San Pedro. Acerca de la personalidad de su primer artífice,
quisiera apuntar como posible predecesores del anónimo autor, a Juan de Artiaga
y Gabriel Pinedo, maestros del manierismo castellano de los siglos XVI y XVII,
cuyos trabajos de imaginería, de concepción y trazado tan elemental como éstas,
adornan los retablos de varias iglesia rurales en la diócesis de Osma. En
cualquier caso se sabe que los gastos corrieron a cuenta de un piadoso
adinerado de la localidad llamado Alonso López Soldado.
Son once en total, o doce si se
tiene en cuenta la Dormición
de la Virgen , las
escenas que van llenando las diferentes capillas del subterráneo. El número
total de figuras quizá supere las setenta, siendo la más repetida la que
representa a Cristo en varios momentos de su Pasión y Muerte: El lavatorio
de pies a los Apóstoles, La oración en el Huerto, la Santa Cena, la
Flagelación, la Verónica, Cristo en el sepulcro, la Resurrección, son algunas
de ellas.
Las figuras viene a ser de tamaño
natural aproximadamente. Oscilan entre los tres y los doce personajes por paso,
según el momento de la Pasión a que se refieren. Algunas de las figuras se
presentan infantilmente desproporcionadas, como es el caso de una en la que
aparece la Virgen recostada y con un libro delante, donde la cabeza y las manos
no andan de acuerdo con el tamaño del resto del cuerpo, sino que se ven mucho
más grandes de lo que en buena medida les corresponde.
Tras el último retoque, como
restauración de los desperfectos sufridos durante la Guerra Civil, el hecho de
su contemplación resulta interesante y pintoresco a la vez; la capa policroma
que recubre a cada uno de los personajes va perfectamente de acuerdo con el
resto de la figura, lo que da como resultado una visión singularmente extraña,
entre la velada sátira que suponen los personajes de escayola y el tremendo
drama religioso que representan, de la que las salva el simple hecho de su
originalidad, de su antigüedad en el tiempo y del lugar donde se encuentran,
motivos suficiente como para convertirlo en un legado digno de admiración y de
ser cuidado y conservado a toda costa. Y visitado también, naturalmente.
Aún guardo con singular afecto la
memoria del señor Fidel Hernández, el antiguo espiquer de Los Judíos, el amable
cicerone de la ermita de San Sebastián, ya fallecido, que una mañana tranquila
del invierno de 1983 me fue mostrando, con la voz grabada en un pequeño
magnetofón a pilas, las diferentes escenas que se guardaban en cada una de las
celdas. El aparato, no sé por que razón, en un momento de la visita dejó de
funcionar, y el señor Fidel me tuvo que hacer los comentarios a viva voz,
improvisados sobre la marcha, lo que añadía a la visita un encanto todavía
mayor.
He vuelto en más ocasiones y en años
distintos a visitar la cripta de Los Judíos. Debo asegurar que no me ha
impresionado tanto en estas ocasiones como lo fuera la primera vez por faltar
el factor sorpresa, tan necesario para valorar debidamente los sitios y las
cosas que se desean conocer. Vale la pena viajar hasta Mondéjar y dedicar unos
minutos a la cripta de Los Judíos. No sé cuáles serán los trámites a seguir
para visitarla. Acaso tenga un horario previsto que desconozco. Aconsejo, ante
la duda, llamar por teléfono a la parroquial, de la que depende, y concretar el
momento en el que se puede visitar, dato del que no dispongo.
Si resulta connatural en el hombre
-en el hombre normal, me refiero- y por tanto un deber el hecho de valorar lo
suyo, justo es que estas cosas, tantas veces únicas que tenemos al alcance de
la mano y como cosa propia, llamen nuestra atención y sintamos interés por
conocerlas. Guadalajara en particular, y en general toda Castilla, está
salpicada de interesantes motivos como el que hoy nos ocupa; motivos que no son
otra cosa que el reflejo permanente del espíritu de quienes nos precedieron, es
decir, parte de nuestra historia, de nuestro pasado más o menos lejano, de
nosotros mismos; por lo que su conocimiento y admiración jamás debieran ser
cosa trivial, como no lo son, ni mucho menos, esta serie de grupos escultóricos
guardados desde hace siglos en celdas subterráneas, convenientemente atendidas,
que cuentan en el patrimonio artístico y cultural de la villa de Mondéjar como
algo muy propio y no exento de valor; en estas fechas un referente del
costumbrismo religioso-popular de nuestros antepasados, perdido en el misterio.
Una rareza que bien vale la pena conocer; por lo que te animo, amigo lector, a
que lo hagas.
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