sábado, 31 de octubre de 2009

DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA (I I)


LA ALMARCHA: MORADA DEL DIOS AIRON

El asfalto de la general de Valencia exhala unos gases pastosos con el calor de agosto. Diríase que la moderna civiliza­ción ha sustituido con este vaho las polvaredas cervantinas de otro tiempo en los caminos de la Mancha. Una importante instalación metálica, dedicada a la transformación y almacenado de las semillas de girasol, nos abre las puertas del pueblo. Los nuevos estableci­mientos hoteleros a que dio lugar la venida de la carretera, están comenzando a recibir gentes de paso que llegan en camión y en automóviles de la más dispar procedencia. La Almarcha, fundada por los árabes sobre un poblado romano ya existente, es ante todo un pueblo agrícola, un pueblo que en ningún momento llegó a perder el tren de los modernos sistemas y cuenta hoy, como consecuen­cia, con una economía saneada y un porvenir seguro a corto y a largo plazo.
Hurgar en la historia de La Almarcha es perderse en el último rincón de la noche de los tiempos. Motivos fundados hay para pensar que esta zona de la Mancha fue asiento para la tribu celtíbera de los Usetanos, incondicionales del dios Airón, cuya morada creyeron estaba en el fondo del pozo que todavía lleva su nombre. No obstante, por cuanto a épocas certeras que de algún modo hayan podido tener relación con éste o con aquel aconteci­miento, La Almarcha sigue el ritmo de la historia al compás que le marcó la villa madre, El Castillo, a cuyas tierras perteneció hasta 1672 en que le fue posible la ansiada indepen­dencia por real privilegio de doña Mariana de Austria, viuda regente de Felipe IV.

Al entrar en La Almarcha uno se encuentra con un pueblo típicamente manchego, de casas bajas, de patios amplios a los que se entra después de atravesar unas portonas enormes, cubiertas casi todas ellas por el característico tejadillo que vimos tantas veces en las ilustraciones de aquellos volúmenes infantiles del Quijote. Los escudos familiares en piedra noble vuelven a presi­dir, con idénticos motivos heráldicos, las paredes encaladas de varias casonas del pueblo. Sobre una de estas fachadas, enjalbe­gada con un blanco de cal fortísimo que el sol devuelve a los ojos, hay una placa oscura que recuerda el nacimiento del insigne escritor y diputado en Cortes don José Torres Mena, autor del libro "Noticias Conquenses" publicado hace más de cien años. Por una calleja empinada se llega a la escalinata que sube hasta la iglesia. Dos mujeres llenan pacientemen­te sus vasijas en el grifo de una fuente pública.
‑ La sequía ¿Verdad?
‑ Si señor; ahora es que nos la cortan.
‑ ¿Podrían decirme por donde se va hasta el Pozo Airón?
‑ Pues mire, baje usted hasta la plaza y siga por el camino de la ermita de San Bartolomé, que allí lo tiene detrás de un cerro pequeño.
‑ Aquel agua será mala, ¿no?
‑ Para beber sí es mala, pero va muy bien para cosa de epidemias de la piel, de los ojos y eso. Este año puede que esté más bajo.

La distancia es mínima hasta el Pozo Airón. Desde las afueras del pueblo se ve cómo los remolques de los agricultores, cargados de trigo, aguardan su turno en la explanada del silo. Nos sale al paso a la izquierda del camino la ermita blanca de San Bartolomé, en el lugar mismo donde cuenta la tradición que el apóstol se apareció sobre una zarza a cierto pastor que apacenta­ba por aquellos contornos. Los almarcheños celebran cada verano con singular júbilo las fiestas en su honor, y le honran desde hace siglos en este tranquilo lugar al que suelen acercarse con frecuencia.
La laguna aparece muy pronto, al pie de un cerrillo de tierras rojizas y yeso cristalizado en donde crece la aliaga, dando vista a la fertilísima llanura de Los Ardalejos. El Pozo Airón tiene una superficie no mayor a la de una plaza de toros, bordeado en sus orillas por matorrales que favoreció la humedad. La leyenda habla de que no posee fondo conocido, que no es posible en sus aguas la vida animal y que, como se dijo, sus entrañas fueron habitáculo de añosas deidades presentes todavía en la toponimia del paraje. En su tiempo, el Pozo Airón atrajo el interés personal del emperador Carlos I y del rey Felipe II, quienes llegaron a La Almarcha exprofeso para visitar la laguna; Cervantes lo menciona en el "Viaje al Parnaso", y en su entorno toma cuerpo uno de los romances más populares de la Castilla medieval: la Leyenda de don Bueso. Don Bueso, lugarteniente en La Almarcha del rey moro de Sevilla, cuenta la leyenda que fue aquí golpeado en la nuca mortalmente por la más bella mujer de su harén y tragado por las aguas. El Pozo Airón es hoy un lugar olvidado y hasta un poco romántico, en el que los vencejos y las golondrinas bajan a beber en pleno vuelo y viven en sus orillas una especie poco común de las ranas ínfimas, muy curiosas, con membranas interdigitales en sus patas que se tiran al agua asustadas cuando alguien llega.

(Continuará)

lunes, 26 de octubre de 2009

DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA ( I )


En el verano del año 1980 me encargó José Luís Muñoz, director de la revista “Olcades” sobre temas conquenses, un trabajo más o menos extenso acerca de Olivares, y un poco de su comarca como pórtico de las tierras manchegas. Se publicaría con el título "De sol a sol donde la Mancha acaba". Lo hice con mucho gusto, y con mucha ilusión, entre otras cosas porque me daba la oportunidad de pasar toda una jornada recorriendo calles, hablando con personas, y aprendiendo cosas de marcado interés con el exclusivo fin de darlo a conocer a los muchos lectores de aquella publicación, no sólo de Cuenca, sino del resto de España y de otros lugares del mundo donde haya conquenses; es decir, en todas partes.Han pasado más de veintiocho años desde entonces, demasiado tiempo como para que las cosas, las situaciones y las personas, no hayamos cambiado bastante. Algunas de las buenas gentes con las que me encontré, ni siquiera viven.“Olcades” se publicaría después en tres tomos, y en forma de libro que me gusta conservar como un verdadero tesoro. Cuenca, su campo, sus pueblos, su historia, las gracias y desgracias de las que nuestra tierra ha sido testigo a través de los tiempos, es algo que produce verdadera pasión el conocerlo.En la presente página, y en las dos que irán apareciendo en semanas sucesivas, me he propuesto transcribir literalmente íntegro aquel trabajo: El Castillo de Garcimuñoz, La Almarcha, y Olivares como final, fueron el escenario por el que en aquella ocasión transcurrieron mis pasos, que ahora me gusta recordar, y brindar a los posibles lectores en lengua española de todo el mundo a través del blog de nuestro pueblo. Nada mejor.


DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA ( I )


Con el mapa provincial delante de los ojos, el autor de este trabajo se ha tirado al camino para colarse un poco a hurtadillas por la inmensa portona que cierra y que abre los campos de la Mancha. Pudo ser la del alba, o más tarde quizás. La del alba —bien lo sabía el bueno de don Alonso Quijano— es la hora de la Mancha. Es en ese instante preciso del amanecer cuando la universal llanura saca a la luz del día su balumba de hechizos y de encantamientos con profundo olor a mies, bajo un cielo límpido entre grana y azul mar, que limita allá en la lejanía un horizonte monótono, sin variación apenas. Por los caminos polvo­rientos de la Mancha todavía se vislumbra al amanecer la figura estilizada, soñadora, etérea, del Ilustre Hidalgo a lomos de un Rocinante inmate­rial, en espera —quién sabe hasta cuándo— de desfacer el último entuerto que fluyere, antes del final de los tiempos, del alma de su tierra.


EL CASTILLO DE GARCIMUÑOZ: SOMBRA Y LUZ DE LA LITERATURA CASTELLANA.

Colocado encima de una loma, rodeando con sus casas encala­das la histórica fortaleza del Marqués de Villena, el castillo invita al viajero a dar comienzo aquí, al pie de sus muros, la proyectada andadura que espera le ocupe todas las horas del día hasta la caída del sol. La enorme masa de sillería está sola, sumida para siempre en el sueño inacabable de los siglos. Pesa la piedra noble sobre el otero, contemplando así, una mañana más desde lo alto, el paulatino despertar de la villa. Un perro errabundo mordisquea la piel apelmazada de una cabra muerta que ha conseguido sacar por entre los escombros. Las golondrinas se cuelan en vuelo suave por los ventanales en restauración. Los ancianos más madrugadores van acudiendo a paso lento en busca de la primera sombra del transfor­mador de corrientes.

‑ ¡Ea! Ya tenemos todo hecho ─me dicen─. Nos juntamos aquí todos los días y nos pasamos la mañana hablando de lo que sale, sin meternos con nadie. Por la tarde, cuando el sol se va por aquella otra parte, nosotros nos sentamos detrás.

‑ Buen castillo, sí señor.

‑ ¿No lo había visto nunca? No está mal. Los entendidos dicen que tiene mucha historia. Lo afea un poco la piedra que le están poniendo en las ventanas. Yo creo que le debían dar algo para que pareciese viejo ¿No le parece a usted?

‑ ¿Lo suelen enseñar a la gente?

‑ Hombre, si busca al señor cura y se lo quiere enseñar, entonces lo podrá ver. Lo de allá es la iglesia y esta otra parte está ahora vacía; antes teníamos aquí el cementerio. Cuando las excavaciones encontraron debajo cimientos y ajuares de cuando los moros.

Dejando a un lado las tremendas proporciones de la fortale­za, que ya por sí sola justifica la presencia del visitante, el castillo conserva incólume el recuerdo vivo del poeta de las "Coplas", como así reza una lápida adosada a la puerta principal, y que fue erigida en 1944 por la Real Academia Española a expensas y por iniciativa del Duque de Alba. Sobre el mármol rojo, situada a la derecha de la artística portada del siglo XV, se puede leer:"RECUERDA CAMINANTE QUE A LAS PUERTAS DE ESTE CASTILLO SE "VINO LA MUERTE" SOBRE EL POETA QUE MEJOR LA HA CANTADO EN NUESTRA LENGUA, EL CAPITAN JORGE MANRIQUE, EN EL AÑO DE MCDLXXVII CUANDO PELEABA POR SU REINA ISABEL LA CATOLICA"

Con un error injustificado a la hora de señalar con fecha la muerte del poeta, que no acaeció según parece en 1477, sino dos años después, peleando como es sabido contra los ejércitos del Marqués de Villena, defensor de la causa de Juana la Beltra­neja, el recuerdo material de los padres de la Lengua perpetúa la memoria del insigne guerrero y del hombre de letras, cuya refe­rencia volverá a ocuparnos en más de una ocasión recorriendo las calles y los alrededores de la villa.

El Castillo de Garcimuñoz entona desde las mil bocas de piedra vieja el bellísimo himno de su nobleza ancestral, de su historia imperecedera. En las calles del pueblo uno acaba por perderse muchos siglos atrás en el tiempo. Aquí, las casonas blasonadas de sillería donde habitaron hombres y familias ilus­tres que nadie recuerda; allá, la sublime filigrana artesanal de hierro forjado que cubre las ventanas, buscando como remate las más finas alusiones a la fe, a las artes o a la guerra. Por la calle Mayor sube una señora pregonando a toque de trompeta la mercancía con la que acaba de arribar el furgón de un vendedor ambulante.

‑ ¡Fruta de todas clases y pescado en la Plaza del Horno!, ¡Está fresca, mujeres, está fresca!


En una pequeña tienda que es a la vez estanco, en la calle Mayor, me indican dónde puedo ver a don Teodoro. El cura me recibe en su casa y me hace sentar al lado de una mesa llena de libros. Don Teodoro Bonilla es un hombre estudioso que dedica una parte considerable de su tiempo a la investigación histórica y literaria en torno al enclave en donde vive.

En la mesa redonda de don Teodoro hay, entre un montón de libros, de documentos y de recortes de prensa, distintas ediciones de "El Conde Lucanor". A don Teodoro no le gusta, me di cuenta enseguida, que el periodis­ta ignore tan impunemente la relación personal con el Castillo del propio autor del "Libro de Patronio".

‑ No, no, no. Ese es el peor mal que tenemos los castellanos. Si en vez de ser aquí hubiera sido en Cataluña donde vivió don Juan Manuel, estoy seguro de que ahora mismo tendría un monumento en cada pueblo.

‑ Quiere usted decir que el Infante pasó por aquí.

‑ Quiero decir que estuvo aquí y que vivió más de treinta años en el Castillo; los más importantes, por cierto, de toda su producción literaria. Lo que me llevó a defender la teoría de que "El Conde Lucanor" se escribió en este pueblo, cosa que hasta el momento nadie me ha rebatido. Aquí tuvo su casa y aquí pasó más de la mitad de su vida. Eso se puede demostrar documentalmen­te siempre que se quiera.

‑¿Es que no les parece suficiente el ser éste el lugar de cita entre el poeta Jorge Manrique y su cantada, la muerte?

‑ No, y aún hay más. Don Juan Manuel fundó en su propia casa un convento en el que estuvieron los Agustinos hasta 1834. Así que, si considera­mos que Fray Luis de León pasase, como lógicamente debió de ser, muchas temporadas en Belmonte, y siendo éste el convento agustino más cercano, cabe pensar que con frecuencia acudiría también por aquí. De tal manera que, con la relación personal y prolongada de don Juan Manuel, con la muerte de Jorge Manrique, y con la estancia más que posible de Fray Luis en este pueblo, yo creo que todo aquel que quiera penetrar un poco en serio en la Literatura Castellana, no tendrá más remedio que pasar por aquí.

Fue la noble villa manchega cabeza de una zona extensísima de tierras y de pueblos que el rey Alfonso VIII de Castilla conquistó para la cristiandad en 1177, a la vez que tomaba posesión por las armas de la que ahora es capital de provincia. Don Teodoro me acompañó por algunos de los lugares más significa­tivos y me fue explicando gentilmente, sobre la marcha, pormeno­res de lo que en su día debieron ser aquellos retazos de historia antigua que, en piedra sobre todo, cuando no en el recuerdo solamente, son testigos mudos de tanta gloria pasada.

Aquí estuvo también el gran Jamete, el del famoso arco de la catedral de Cuenca. Estando aquí, recibió Jamete por medio de un cura francés varios libros del propio Erasmo. Aún queda por ahí destrozada alguna escultura que lo recuerda.

‑ ¿Cómo fue el instalar la iglesia en medio del castillo?

‑ Bueno, aquello fue para cubrir una necesidad que surgió al hundirse la primitiva iglesia de San Juan en el año 1630. Aquel arco que se ve allá lejos es lo único que se conserva de ella. Después se edificó la nueva aprovechando parte del castillo a finales del XVII, aunque no se inauguró hasta el siete de junio de mil setecientos ocho.

En la parte de fortaleza que el templo deja libre, detrás siempre del muro que delimita la iglesia, se ven los restos de una antigua alcazaba árabe sobre la que, sin duda, debió cons­truirse el castillo. Hasta 1975 fue aquella escueta superficie de terreno el cementerio municipal, donde, durante los últimos siglos, los muertos fueron encontrando su cobijo definitivo entre piedras morunas o en los ventanales y en las oquedades del grueso murallón.

La antigua iglesia de San Juan estaba situada en un alcor desde el que se domina un magnífico panorama de campo abierto, variadísimo, y la vista general del pueblo en sentido opuesto a través de una curiosa ojiva, todavía en pie, reliquia de la primitiva iglesia.

‑ Desde aquí se distinguen perfectamente lo que fueron los dos barrios en la Edad Media: el moro y el judío. Aquellas paredes de sillería que se ven por encima pertenecieron a la casa y a la iglesia de don Juan Manuel. Aún quedan los argos del claustro.


A estas alturas de la provincia de Cuenca pisamos tierra de transición entre la vertiente Mediterránea, cuyas aguas se encarga de recoger el vecino Júcar, y la Atlántica, a la que surte el Záncara que podríamos encontrar a cuatro leguas, poco más, de paso hacia la Alberca. Por el camino de la Nava se llega muy pronto al monolito que marca, según la creencia popular ‑no la de los estudiosos que parece ser se inclinan por las mismas puertas del castillo‑ el sitio exacto donde fue herido de muerte Jorge Manrique. El hecho se recuerda al borde del camino con un sencillo monumento de piedra labrada y una cruz de hierro asida al muro. Hay en la base del altar que le sirve de peana un hueco en el que se guardó al principio de ser construido un ejemplar impreso de las "Coplas a la muerte de su padre", para que el caminante dedicase, tras su lectura, unos minutos siquiera a considerar la fugacidad de la vida terrena y la importancia de conseguir con buen tino la otra sin final que viene después, más allá de la muerte.

‑ ¿Le gusta? Ahí dicen que mataron a uno.

‑ Ya, ya. Pues no sabía yo que tenían aquí esto.

‑ Se llamaba don Jorge. Según oídas debía ser un señor muy importante, que hacía poesías. Creo que le pegaron un lanzazo y se fue a morir por allá, por la parte de Santa María. El simpático campesino de El Castillo siguió caminando con su cargamento de matas de garbanzos a lomo de una burrilla gris, retozona, satisfecho de haber sabido estar a la altura de las circunstancias, de haber sido capaz de servir como es debido al viajero que continúa allí, sentado a la sombra del monolito, encerrado en sí mismo, con la mirada fija en las tierras de labor y en los olivares que se tuestan alineados al sol del mediodía.

(Continuará)

martes, 20 de octubre de 2009

EN LA CIMA DEL ALTO REY


Lugares míticos o sagrados, no lo sé, pero existe toda una convicción que suele atribuir a los puntos más elevados de cada comarca ciertas afinidades misteriosas, rayanas a menudo con lo sobrenatural. Su nombre por sí mismo: Santo Alto Rey de la Majestad, definidor y sonoro, y la severa ermita erigida sobre el último crestón rocoso de su cima, son detalles que en todo caso invitan a perpetuar esta creencia.
El Alto Rey es para quienes habitan en la comarca la Montaña Sagrada. Las gentes de todos los pueblos en varias leguas a la redonda la nombran con respeto, casi con veneración. En su cima, a más de 1.850 metros de altura y sobre pedestal de roca, se da culto en la ermita una vez al año al Santo Alto Rey de la Majestad y a Santa María Reina de los Ángeles. Tienen su fiesta y romería a finales de verano.
El Alto Rey es cumbre de leyenda. Así informó al Dr.Kaestner en pasados siglos un erudito de Atienza que había sido cartero en Jadraque y conocía con detalles aquella serra­nía: "Lo mejor para visitar el santuario del Alto Rey, desde Guadalajara, es seguir la ruta de Atienza por Cogolludo. Es indispensable hacer a caballo un buen trecho de camino. No hay posibilidad de hospe­darse en las cercanías de la ermita, guarda­da de noche por un gato, que de día se oculta entre los escom­bros de unas ruinas cercanas, donde aparece una calavera cubier­ta con la piel de un hombre muerto".

En una tarde limpia, el espejo del día refleja desde los contornos de la pequeña ermita por el poniente los cerros pardales de Cantalo­jas, los pinares de Galve con su castillo sobre la muela, las crestas oscuras de Somosierra, y entre una finta de bosque y de blancales calinos, el campo de los Condemios y de Campisábalos, con infinidad de generadores eléctricos que giran a igual ritmo a capricho del viento; y como fondo, ya en la lejanía a las puestas del sol: el Pico de Grado en tierras de Segovia. Al norte y al saliente todo un rosario de puebleci­tos menudos que conforman, cada uno en su lugar preciso, la Serranía de Atienza; Albendiego en su vallejo de álamos; Somoli­nos allá en la limpia vaguada del Borno­va, amparado por cerros viejos de buena talla; la aldehuela de Ujados al fondo del inmenso valle; Miedes la señorial, difuminada como una mancha en ocre encendido al pie mismo de la paramera por la que anduvo El Cid; y Atienza más a lo lejos, con su castillo roquero de eterno bogar por salvaguar­da, testigo fiel de la inmortal tierra de Castilla. Al mediodía el gozo indefinible de los pueblecitos que asientan a pie de la montaña: Bustares, el de las tiernas praderas de robledillo suelto; Las Navas, El Ordial, Gascueña, los reflejos lejanos del pantano de Pálmaces, y más aún hasta perderse de vista, los campos al desnudo de media provincia de Guadalajara, dibujando legua a legua un inmenso tapiz de tonalidades pardas y frías.
A uno se le ocurre pensar, siempre que muy de tarde en tarde asciende hasta la cumbre del Alto Rey, en los caballeros Templa­rios que por estas rocas cimeras de la montaña santa debieron andar hace más de ocho siglos, y en los cantos de maitines a las del alba de los Canónigos Regulares de San Agustín, guerreros como sus antecesores, que a temporadas y cuando la climatología les era propicia, tuvieron por costumbre ascender por aquí desde la bellísima ermita de Santa Coloma buscando el sosiego y la paz de las alturas.

Siento verdadera devoción por estos perfiles serranos que fueron en tiempos ya idos imagen cotidiana de mi primera juventud. Los años se van, mientras que los hechizos de la Naturaleza se ofrecen ante nuestros ojos con el sello inalterable de la mañana de la Creación, como el primer día; acusando, quizás, el sopor de los artilugios que el hombre del siglo XX dio en colocarle sobre la cima en aras del progreso.
La brisa que se cierne sobre la altura amaina cuando la tarde va de caída. Las sombras arrasan en un decir amén los campos y los pueblos. Las luces encarnadas del repetidor y de las antenas metálicas de los militares, empiezan a acrecentar el misterio de la noche dispuesta envolver en tinieblas la Montaña Sagrada. Urge descender al mundo en donde vive la gente, a los pueblecitos de alrededor, desde donde suben rectas hasta perderse en la oscuridad, las columnas de humo de las chimeneas.
Desde la cumbre todo sigue igual que hace cien, o que hace mil años. Acaso hayan sido los hombres y las circunstancias que los rigen los únicos que han cambiado desde el corazón de la Edad Media. La montaña y el campo son los mismos.

miércoles, 14 de octubre de 2009

HUÉLAMO


Me invitó a acompañarle desde Uña el chofer de un camión que subía a cargar madera a los pinares de Tragacete. Un hombre amable, con marcado acento aragonés, que por lo que pude adivinar conocía muy bien los caminos y los pueblos de la comarca. La mañana amenazaba con ponerse a llover. El texto es copia literal de un fragmento del capítulo titulado “Desde Uña a los Montes Univeresales”, sacado de mi libro “Viaje a la Serranía de Cuenca”, que fue publicado en 1983.

«Huélamo se deja ver a lo lejos por encima de las capotas de la chopera, abierto por el cabezo rocoso del Castillo, enseña de la vieja villa. Huéla­mo es un pueblo tendido en hori­zontal, una fila de casas blancas, techadas de la color del alma­gre en pleno declive de los cerros de La Hoya y del Bujedal, dibujan­do, como en un formidable anfiteatro de cara a la vega, las formas cónca­vas de la vertiente.
- Bueno, ahí lo tiene usted. Eso es Huélamo. Por mí puede seguir más adelante, pero si ha pensado quedarse aquí, mejor será que se dé prisa en subir aprovechando el claro. Como poco, media horica sí que se le va hasta que llegue arriba.
- Muchas gracias. La verdad es que no sé como agradecerle lo que ha hecho conmigo. Que haya suerte, y buen viaje.
Para subir hasta Huélamo hay que o cruzar un pequeño puente sobre el río. La mañana está fresca y se anda bien. El pueblo queda al final de una carretera que sube zigzagueando hasta alcanzar las primeras casas. Apenas entrar, un cartelón de azul desvaído por el tiempo, dice "Huélamo. Altura 1450 m. Distancia a la capital 60 k."
El pueblo está repartido, con arreglo a las posibilidades que le da el terreno, en calles largas y paralelas, escalonadas, una sobre otra, a veces entre­cruzadas por callejones empinados con un rancio sabor dieciochesco, donde se lucen con profusión en las fachadas de sus vetustas mansiones, las bien trabaja­das rejas y los balcones quedados ahí a perpetuidad por obra y gracia de aque­llos inimitables artesanos castellanos de hace un par de siglos.
La calle Real es la más importante que tiene Huélamo. Co­mien­za la calle Real en el edificio de las escuelas y no concluye hasta las puertas de la iglesia, al pie mismo del peñascal del Castillo. Como en tantas otras villas y ciudades marcadas por la Historia, al andar por las calles de Huélamo uno se encuentra con nombres evocadores: calle de la Fuente, del Peligro, del Pozuelo, de Santa Catalina, calle de las Fraguas..., y con el olor acre de los pueblos ganaderos, y con la paz, con la mucha y santa paz que estos lugares cargados de añoranzas tienen para ofrecer como lección permanente a los grandes de hoy, a los poderosos que dominan el mundo.
Se cree que con el nombre de Walmu ya existió Huélamo en la España del Califato, y que en su castillo se instaló el astuto moro Yayha, de la familia de los Zennun, que lo mandó edificar allá por los primeros años de la décima centu­ria. Cabecera de un pe­queño reino independiente, antes de que Abderramán III lo llama­se al orden.
En la calle Real me encuentro con el estanco, el despacho de pan y el bar de Vicente, todo en la misma casa. Vicente es un hombre joven, alto, de constitución fuerte y cara de buena salud como la mayor parte de la gente con la que me crucé en la Serranía. Viste un jersey deportivo de color granate, y habla con refinamiento y soltura sin quitarse para nada el cigarrillo de la boca.
- Buen pedrusco tienen ahí. Ese sí que no se lo quita nadie, ni se lo lleva el viento.
- Sí señor, con ese no hay miedo. Es muy antiguo. Dicen que si estuvo habitado cuando los moros.
- Por lo poco que he visto, me parece que ahondar en el pasado de Hué­lamo debe resultar interesante, ¿no?
- Ah, eso sí, claro que debe ser interesante. Para saber cosas de aquí hay que ir a buscarlas al archivo de Simancas. Allí, por lo visto, está todo escrito. Antiguamente, aquí estuvo la ciudad de Rochafría, y hasta hace muy poco el pueblo perteneció al obispado de Teruel en asuntos de iglesia. Cuando había alguna cosa que hacer de bodas y eso, ¡hala, a Teruel! Y andando, que entonces no había carrete­ra.
El establecimiento se ve que lo han hecho aprovechando los bajos de una casona antigua, y tiene todo el corte de las salas de mesón de aquellos tiempos en los que se andaba por aquestos mundos de Dios a pie o en coches de caba­llos. Es una pieza am­plia, aseada y acogedora, con dos ventanucos en la pared del fondo que dan a la vega, y a cuya luz los hombres juegan al tute en una mesa redonda, muy grande, en la que se colocan seis cómodamen­te.
- Pues dice usted; este pueblo podía ser, con mucho, el más rico de la provincia de Cuenca; pero no lo es porque el pinar es propiedad del ayunta­miento de la capital, ¿qué le parece?,Y ya ve si la tenemos lejos.
- ¡No me diga!
- Así es. Yo creo que el pinar debió de ser en tiempos propiedad de marqueses, duques y gentes de esas. No sé lo que pasaría, ni cómo lo harían; pero lo que sí es verdad es que no nos pertenece. Eso es grandísimo, y se va allá lejos a rayar con Teruel. A todo el pinar se le dice Sierracuenca.
En el bar de Vicente hay una vitrina de baratijas con re­cuer­dos de Huéla­mo para los turistas. Desde la ventana se ve brillar el sol tímidamente, un solecillo tenue y mortecino sobre los Vallejuelos.
- Aquí de lo que más se vive es del ganado. Seguro que de cinco mil cabezas no baja en este momento. Y eso no es nada com­parado con lo que el pueblo tenía antes. Ahora mismo, en cuestión de ganados Tragacete nos dobla; y ya ve, ese es una asunto en el que siempre hemos ido a la par, si no delante.
En la villa de Huélamo vio la luz por vez primera el valien­te capitán de los Tercios de Flandes, Julián Romero, maestre de campo del Emperador Car­los V, quien, batalla tras batalla, cayó muerto de su caballo en Gremona, carga­do de victorias y de hechos heroi­cos sobre sus espaldas; pero sin un ojo, sin oído, sin un brazo y sin una pierna. La Historia lo premió con el apelativo de "La mejor pica en Flandes" y el Greco lo inmortalizó en su obra.
Desde la calle se ven pastar las ovejas por las laderas del Bujedal. En la Serranía llaman bujedales a las escarpas pedrego­sas donde se cría el boj silvestre, buje dicen ellos. La iglesia está abierta. Es aquí, en la íntima soledad de estas iglesias pueblerinas donde se condensa, hasta poderla cortar a filo de navaja, la exquisita paz de los pueblos. Sobre el retablo mayor, único de la iglesia de Huélamo, se ve la bella imagen de su patrona la Virgen del Rosario, punto de devoción en el que convergen una buena parte de las miradas de los serranos. El templo lo ocupa una sola nave, amenazada en la cubierta por las goteras y por las humedades. Sobre la puerta de la sacristía hay un cuadro reciente que representa la apari­ción de la Virgen del Pilar al Apóstol Santiago en las orillas del Ebro.
El tiempo parece que se acaba por normalizar. La última consideración en Huélamo se hace desde el pie del Cas­tillo. Unos grajos con­templan al mismo tiempo que yo el soberbio espectáculo natural de la Serranía desde lo alto de la roca. La imagen es paradisíaca, indefinible. Lejos de nosotros los abrup­tos pica­chos, las impresionantes hondonadas aparecen cubiertas del verde azuloso y gris de los bosques. La visión tiende a difuminarse en la lejanía, en las cumbres más altas de las montañas, hasta que se hace imposible distinguir cuál es el cielo y cuál la tierra, ante un espectáculo tan inmenso y tan desbor­dan­te como aquel, muy por encima de la limitada capacidad del ojo huma­no.»

miércoles, 7 de octubre de 2009

PASTRANA


Villa señera de la provincia de Guadalajara, situada a orillas del Arlés a 45 kilómetros de la capital en la llamada Alcarria Baja. Tiene de derecho una población de 1.057 habitantes, siendo su altura sobre el nivel del mar de 760 metros. La extensión de su término es de 96,4 km².
El origen de Pastrana es muy antiguo, se pierde sin preci­siones ni seguridad en la penumbra de los siglos. Los historiado­res lo sitúan más allá de la dominación romana, tiempos en los que ya existía con el nombre de Palaterna y de Paterniana des­pués. Tuvo silla episcopal en el siglo VI, siendo San Avero su primer obispo. Cuando la dominación musulmana estuvo incorporada a Zorita, por lo que en 1174 el rey Alfonso VIII la entregó en donación a la Orden de Calatrava. En 1526 Pastrana fue vendida por el emperador Carlos I a doña Ana de la Cerda, consiguiendo una nieta suya, doña Ana de Mendoza y de la Cerda y su esposo Ruy Gómez de Silva, Príncipes de Éboli, el título de Duques de Pas­trana cuarenta y tres años después, otorgado por el rey Felipe II.
Se distinguen en la villa, sobre todos los demás, dos edifi­cios principales: el Palacio de los Duques en la llamada Plaza de la Hora, y la Iglesia Colegial en el barrio de San Francisco, cuyas obras inició en torno a una primitiva iglesia gótica el obispo Fray Pedro González de Mendoza, hijo de los príncipes de Éboli.
A un kilómetro de Pastrana, aguas abajo del río Arlés, se encuentra el Convento Carmelita, fundado por Santa Teresa en 1569. La carretera de Tarancón a su paso por Pastrana deja a mano izquierda el barrio morisco del Albaicín.
Pastrana es toda ella un libro abierto de la España Renacen­tista, y un joyel variadísimo en monumentos y obras de arte, recogidos muchos de ellos en el Museo Parroquial de la Colegia­ta. Allí se encuentra la magnífica colección de tapices del rey Alfonso V de Portugal, lo mejor de su época, así como varios recuerdos personales de Santa Teresa de Jesús, pinturas de Carre­ño y de Luis Fernández, imágenes de Salzillo, orfebrería religio­sa y arquetas plateadas con las mejores firmas del siglo XVII y XVIII. Magnífico el retablo parroquial de Matías Jimeno; la sillería de nogal del Coro, obra de Antonio Arteaga, y el Panteón de los Duques en una cripta justo por debajo del Altar Mayor, donde reposan los restos de los príncipes de Éboli, y de una buena parte de la familia Mendoza traídos desde su lujoso panteón de Guadalajara después de la profanación al que fue sometido por las hordas francesas de Napoleón.
Entrar en la iglesia de Pastrana es perderse en la propia Historia de la Castilla de los Austrias. Otros monumentos desta­cables pudieran ser el Convento de San Francisco, en donde cada año tiene lugar la Feria Apícola Regional; el antiguo Colegio de San Buenaventura; la Casa de Moratín y el Convento de San José.
Las calles de Pastrana ofrecen un tipismo muy singular, acorde con su pasado. Las calles del Heruelo, del Regachal, la Castellana, o la Plaza de los Cuatro Caños, son de ello una muestra palpable.
Las gentes de Pastrana son por lo general expertas en el cultivo de los huertos, siendo la Vega del Arlés uno de los rincones más productivos de la provincia. Se dan en sus mejores calidades la hortaliza, el cereal, las granadas y otros frutales, y el olivo en las vertientes que hunden hacia la villa. De entre sus más recientes industrias figuran las de peletería artesanal, fabricación de muebles de estilo, y, de un modo más lento, se está incrementando la industria hotelera para atender a los turistas y a los asambleistas que asisten a las diversas jornadas y congresos que suelen tomar como marco la Villa Ducal.
En Pastrana son fiestas mayores las de San Sebastián, la Virgen del Carmen, la Virgen de la Merced y Santa Teresa.
(De mi “Diccionario Enciclopédico de la provincia de Guadalajara)
(Fotografía: Interior de la cripta-enterramiento de los Duques de Pastrana en la colegiata)

jueves, 1 de octubre de 2009

"LAS TORCAS" EN LA BAJA SERRANÍA DE CUENCA


Las torcas, profundos hundimientos en la superficie de la tierra, han sido durante mucho tiempo motivo de preocupación y de estudio, con el fin de descubrir, o en un intento buscar al menos, alguna explicación lógica sobre la causa que las produjo, no ajena a suposiciones mágicas y a fuerzas indeterminadas de tipo extranatural, que tan sólo sirvieron para cristalizar en hermosas leyendas que, poco a poco, han ido desapareciendo del decir de las gentes.
Hace más de un siglo que los geólogos descartaron toda posibilidad de que aquellas tremendas hondonadas fueran, como alguien dijo, cráteres apagados de algún supuesto volcán, o producto de fuerzas extrañas a las de la Naturaleza, sobre las que la opinión de las gentes en los pueblos vecinos habían descargado el hecho. La razón que da luz al verdadero origen de Las Torcas es algo más complicada quizás, pero también mucho más esclarecedora, a la que la ciencia moderna ha prestado en todo momento su aprobación.
Fueron, sin duda, las aguas subterráneas las que, desde el lejano día de la Creación, y en labor constante de disolución sobre la masa caliza del subsuelo, dieron lugar a tremendas cavi­dades que al transcurso de muchos siglos de erosión se encontraron, al fin, con una capa superior dura e impermeable, sin el sufi­ciente apoyo en su base como para poderse sostener por sí sola en un determinado momento. Ello produjo, en tiempo inmemorial, una serie de sucesivos hundimientos del terreno, factibles de poder­se repetir en cualquier época ‑incluso en la nuestra‑, contando con que las aguas subterráneas siguen calladamente su labor de desgaste, como así lo confirma el hecho ocurrido en marzo de 1927, cuando un campesino del lugar de La Frontera, fue testigo presencial de la súbita desaparición de una viña que se tragó la tierra.
Si con posterioridad a la formación de la torca, coincide que una corriente de agua inunda el barranco a que dio lugar, se forma entonces una torca semejante a una laguna de las que, a diferencia de las secas que hay en el lugar de Los Palancares, hay media docena de ellas que admirar en las proximidades del pueblo de Cañada del Hoyo. Bellí­simos anfiteatros de fondo azul, donde la gente se baña a placer en los días de verano, con la brisa suave del pinar refrescando sus cuerpos y soplando sobre sus cabezas.
Las torcas secas tienen por lo general en el fondo abundan­te vegetación de pinos, dándose asimismo otras especies arbóreas distintas de aquellas, que suele favorecer la humedad y mantiene la sombra, a veces permanente, de los barrancos, entre las que se pueden contar los avellanos, las aliagas, la simple maleza o la hierba para pastos, lo que ha dado lugar en determinados casos al nombre actual por el que comúnmente se las conoce:
El Prado, la Aliaga, la Torca de las Avellanas. Otras, en cambio, suelen llevar por nombre el de las personas que las des­cubrieron, o el de aquellas que por accidente en los rigurosos inviernos de la Serranía, hubieran podido sucumbir despeñadas en su interior o sepultadas por algún alud, si no en cualquiera de sus frecuentes ventisqueros de nieve. Así podrían contarse entre otras las torcas del Tío Agustín la del Tío Señas, la del Tío Joaquín o la del Sastre. En ciertos casos fue su tamaño quien determinó el nombre, el Torcazo y el Torquete. Tambien se tuvo en cuenta al pensar en su nombre, la disposición o forma del barranco, tal como ocurre con la Torca Larga, el Medio Celemín, la Torca Honda, Las Mellizas, La Bañera, La Escaleruela, La Lla­nilla o la Torca Rubia, aunque tampoco se descarta que la leyen­da, o algún acontecimiento especial ahora desconocido, pudiera haber dado motivo al nombre que tiene; es el caso de la torca llamada de La Novia o la Torca del Lobo. No obstante, en cual­quiera de ellas hizo presa la fantasía por parte de pastores y de leñadores de otro tiempo, sin que a ninguna le falte su capítulo co­rrespondiente de misterios y desapariciones que los más ancianos de los pueblos vecinos suelen referir con emoción todavía.
Resulta impresionante, en la tremenda soledad de aquellos barrancos, escuchar el restallido del eco que va y que viene de pared en pared, de peña en peña, o el susurro al caer del agua de sus fuentes, como sucede en la conocida Torca del Agua.
(De mi guía de turismo “La Serranía de Cuenca”. Editorial Aache, 1992)