lunes, 26 de octubre de 2009

DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA ( I )


En el verano del año 1980 me encargó José Luís Muñoz, director de la revista “Olcades” sobre temas conquenses, un trabajo más o menos extenso acerca de Olivares, y un poco de su comarca como pórtico de las tierras manchegas. Se publicaría con el título "De sol a sol donde la Mancha acaba". Lo hice con mucho gusto, y con mucha ilusión, entre otras cosas porque me daba la oportunidad de pasar toda una jornada recorriendo calles, hablando con personas, y aprendiendo cosas de marcado interés con el exclusivo fin de darlo a conocer a los muchos lectores de aquella publicación, no sólo de Cuenca, sino del resto de España y de otros lugares del mundo donde haya conquenses; es decir, en todas partes.Han pasado más de veintiocho años desde entonces, demasiado tiempo como para que las cosas, las situaciones y las personas, no hayamos cambiado bastante. Algunas de las buenas gentes con las que me encontré, ni siquiera viven.“Olcades” se publicaría después en tres tomos, y en forma de libro que me gusta conservar como un verdadero tesoro. Cuenca, su campo, sus pueblos, su historia, las gracias y desgracias de las que nuestra tierra ha sido testigo a través de los tiempos, es algo que produce verdadera pasión el conocerlo.En la presente página, y en las dos que irán apareciendo en semanas sucesivas, me he propuesto transcribir literalmente íntegro aquel trabajo: El Castillo de Garcimuñoz, La Almarcha, y Olivares como final, fueron el escenario por el que en aquella ocasión transcurrieron mis pasos, que ahora me gusta recordar, y brindar a los posibles lectores en lengua española de todo el mundo a través del blog de nuestro pueblo. Nada mejor.


DE SOL A SOL DONDE LA MANCHA ACABA ( I )


Con el mapa provincial delante de los ojos, el autor de este trabajo se ha tirado al camino para colarse un poco a hurtadillas por la inmensa portona que cierra y que abre los campos de la Mancha. Pudo ser la del alba, o más tarde quizás. La del alba —bien lo sabía el bueno de don Alonso Quijano— es la hora de la Mancha. Es en ese instante preciso del amanecer cuando la universal llanura saca a la luz del día su balumba de hechizos y de encantamientos con profundo olor a mies, bajo un cielo límpido entre grana y azul mar, que limita allá en la lejanía un horizonte monótono, sin variación apenas. Por los caminos polvo­rientos de la Mancha todavía se vislumbra al amanecer la figura estilizada, soñadora, etérea, del Ilustre Hidalgo a lomos de un Rocinante inmate­rial, en espera —quién sabe hasta cuándo— de desfacer el último entuerto que fluyere, antes del final de los tiempos, del alma de su tierra.


EL CASTILLO DE GARCIMUÑOZ: SOMBRA Y LUZ DE LA LITERATURA CASTELLANA.

Colocado encima de una loma, rodeando con sus casas encala­das la histórica fortaleza del Marqués de Villena, el castillo invita al viajero a dar comienzo aquí, al pie de sus muros, la proyectada andadura que espera le ocupe todas las horas del día hasta la caída del sol. La enorme masa de sillería está sola, sumida para siempre en el sueño inacabable de los siglos. Pesa la piedra noble sobre el otero, contemplando así, una mañana más desde lo alto, el paulatino despertar de la villa. Un perro errabundo mordisquea la piel apelmazada de una cabra muerta que ha conseguido sacar por entre los escombros. Las golondrinas se cuelan en vuelo suave por los ventanales en restauración. Los ancianos más madrugadores van acudiendo a paso lento en busca de la primera sombra del transfor­mador de corrientes.

‑ ¡Ea! Ya tenemos todo hecho ─me dicen─. Nos juntamos aquí todos los días y nos pasamos la mañana hablando de lo que sale, sin meternos con nadie. Por la tarde, cuando el sol se va por aquella otra parte, nosotros nos sentamos detrás.

‑ Buen castillo, sí señor.

‑ ¿No lo había visto nunca? No está mal. Los entendidos dicen que tiene mucha historia. Lo afea un poco la piedra que le están poniendo en las ventanas. Yo creo que le debían dar algo para que pareciese viejo ¿No le parece a usted?

‑ ¿Lo suelen enseñar a la gente?

‑ Hombre, si busca al señor cura y se lo quiere enseñar, entonces lo podrá ver. Lo de allá es la iglesia y esta otra parte está ahora vacía; antes teníamos aquí el cementerio. Cuando las excavaciones encontraron debajo cimientos y ajuares de cuando los moros.

Dejando a un lado las tremendas proporciones de la fortale­za, que ya por sí sola justifica la presencia del visitante, el castillo conserva incólume el recuerdo vivo del poeta de las "Coplas", como así reza una lápida adosada a la puerta principal, y que fue erigida en 1944 por la Real Academia Española a expensas y por iniciativa del Duque de Alba. Sobre el mármol rojo, situada a la derecha de la artística portada del siglo XV, se puede leer:"RECUERDA CAMINANTE QUE A LAS PUERTAS DE ESTE CASTILLO SE "VINO LA MUERTE" SOBRE EL POETA QUE MEJOR LA HA CANTADO EN NUESTRA LENGUA, EL CAPITAN JORGE MANRIQUE, EN EL AÑO DE MCDLXXVII CUANDO PELEABA POR SU REINA ISABEL LA CATOLICA"

Con un error injustificado a la hora de señalar con fecha la muerte del poeta, que no acaeció según parece en 1477, sino dos años después, peleando como es sabido contra los ejércitos del Marqués de Villena, defensor de la causa de Juana la Beltra­neja, el recuerdo material de los padres de la Lengua perpetúa la memoria del insigne guerrero y del hombre de letras, cuya refe­rencia volverá a ocuparnos en más de una ocasión recorriendo las calles y los alrededores de la villa.

El Castillo de Garcimuñoz entona desde las mil bocas de piedra vieja el bellísimo himno de su nobleza ancestral, de su historia imperecedera. En las calles del pueblo uno acaba por perderse muchos siglos atrás en el tiempo. Aquí, las casonas blasonadas de sillería donde habitaron hombres y familias ilus­tres que nadie recuerda; allá, la sublime filigrana artesanal de hierro forjado que cubre las ventanas, buscando como remate las más finas alusiones a la fe, a las artes o a la guerra. Por la calle Mayor sube una señora pregonando a toque de trompeta la mercancía con la que acaba de arribar el furgón de un vendedor ambulante.

‑ ¡Fruta de todas clases y pescado en la Plaza del Horno!, ¡Está fresca, mujeres, está fresca!


En una pequeña tienda que es a la vez estanco, en la calle Mayor, me indican dónde puedo ver a don Teodoro. El cura me recibe en su casa y me hace sentar al lado de una mesa llena de libros. Don Teodoro Bonilla es un hombre estudioso que dedica una parte considerable de su tiempo a la investigación histórica y literaria en torno al enclave en donde vive.

En la mesa redonda de don Teodoro hay, entre un montón de libros, de documentos y de recortes de prensa, distintas ediciones de "El Conde Lucanor". A don Teodoro no le gusta, me di cuenta enseguida, que el periodis­ta ignore tan impunemente la relación personal con el Castillo del propio autor del "Libro de Patronio".

‑ No, no, no. Ese es el peor mal que tenemos los castellanos. Si en vez de ser aquí hubiera sido en Cataluña donde vivió don Juan Manuel, estoy seguro de que ahora mismo tendría un monumento en cada pueblo.

‑ Quiere usted decir que el Infante pasó por aquí.

‑ Quiero decir que estuvo aquí y que vivió más de treinta años en el Castillo; los más importantes, por cierto, de toda su producción literaria. Lo que me llevó a defender la teoría de que "El Conde Lucanor" se escribió en este pueblo, cosa que hasta el momento nadie me ha rebatido. Aquí tuvo su casa y aquí pasó más de la mitad de su vida. Eso se puede demostrar documentalmen­te siempre que se quiera.

‑¿Es que no les parece suficiente el ser éste el lugar de cita entre el poeta Jorge Manrique y su cantada, la muerte?

‑ No, y aún hay más. Don Juan Manuel fundó en su propia casa un convento en el que estuvieron los Agustinos hasta 1834. Así que, si considera­mos que Fray Luis de León pasase, como lógicamente debió de ser, muchas temporadas en Belmonte, y siendo éste el convento agustino más cercano, cabe pensar que con frecuencia acudiría también por aquí. De tal manera que, con la relación personal y prolongada de don Juan Manuel, con la muerte de Jorge Manrique, y con la estancia más que posible de Fray Luis en este pueblo, yo creo que todo aquel que quiera penetrar un poco en serio en la Literatura Castellana, no tendrá más remedio que pasar por aquí.

Fue la noble villa manchega cabeza de una zona extensísima de tierras y de pueblos que el rey Alfonso VIII de Castilla conquistó para la cristiandad en 1177, a la vez que tomaba posesión por las armas de la que ahora es capital de provincia. Don Teodoro me acompañó por algunos de los lugares más significa­tivos y me fue explicando gentilmente, sobre la marcha, pormeno­res de lo que en su día debieron ser aquellos retazos de historia antigua que, en piedra sobre todo, cuando no en el recuerdo solamente, son testigos mudos de tanta gloria pasada.

Aquí estuvo también el gran Jamete, el del famoso arco de la catedral de Cuenca. Estando aquí, recibió Jamete por medio de un cura francés varios libros del propio Erasmo. Aún queda por ahí destrozada alguna escultura que lo recuerda.

‑ ¿Cómo fue el instalar la iglesia en medio del castillo?

‑ Bueno, aquello fue para cubrir una necesidad que surgió al hundirse la primitiva iglesia de San Juan en el año 1630. Aquel arco que se ve allá lejos es lo único que se conserva de ella. Después se edificó la nueva aprovechando parte del castillo a finales del XVII, aunque no se inauguró hasta el siete de junio de mil setecientos ocho.

En la parte de fortaleza que el templo deja libre, detrás siempre del muro que delimita la iglesia, se ven los restos de una antigua alcazaba árabe sobre la que, sin duda, debió cons­truirse el castillo. Hasta 1975 fue aquella escueta superficie de terreno el cementerio municipal, donde, durante los últimos siglos, los muertos fueron encontrando su cobijo definitivo entre piedras morunas o en los ventanales y en las oquedades del grueso murallón.

La antigua iglesia de San Juan estaba situada en un alcor desde el que se domina un magnífico panorama de campo abierto, variadísimo, y la vista general del pueblo en sentido opuesto a través de una curiosa ojiva, todavía en pie, reliquia de la primitiva iglesia.

‑ Desde aquí se distinguen perfectamente lo que fueron los dos barrios en la Edad Media: el moro y el judío. Aquellas paredes de sillería que se ven por encima pertenecieron a la casa y a la iglesia de don Juan Manuel. Aún quedan los argos del claustro.


A estas alturas de la provincia de Cuenca pisamos tierra de transición entre la vertiente Mediterránea, cuyas aguas se encarga de recoger el vecino Júcar, y la Atlántica, a la que surte el Záncara que podríamos encontrar a cuatro leguas, poco más, de paso hacia la Alberca. Por el camino de la Nava se llega muy pronto al monolito que marca, según la creencia popular ‑no la de los estudiosos que parece ser se inclinan por las mismas puertas del castillo‑ el sitio exacto donde fue herido de muerte Jorge Manrique. El hecho se recuerda al borde del camino con un sencillo monumento de piedra labrada y una cruz de hierro asida al muro. Hay en la base del altar que le sirve de peana un hueco en el que se guardó al principio de ser construido un ejemplar impreso de las "Coplas a la muerte de su padre", para que el caminante dedicase, tras su lectura, unos minutos siquiera a considerar la fugacidad de la vida terrena y la importancia de conseguir con buen tino la otra sin final que viene después, más allá de la muerte.

‑ ¿Le gusta? Ahí dicen que mataron a uno.

‑ Ya, ya. Pues no sabía yo que tenían aquí esto.

‑ Se llamaba don Jorge. Según oídas debía ser un señor muy importante, que hacía poesías. Creo que le pegaron un lanzazo y se fue a morir por allá, por la parte de Santa María. El simpático campesino de El Castillo siguió caminando con su cargamento de matas de garbanzos a lomo de una burrilla gris, retozona, satisfecho de haber sabido estar a la altura de las circunstancias, de haber sido capaz de servir como es debido al viajero que continúa allí, sentado a la sombra del monolito, encerrado en sí mismo, con la mirada fija en las tierras de labor y en los olivares que se tuestan alineados al sol del mediodía.

(Continuará)

1 comentario:

GarciCultura dijo...

Saludos desde Castillo de Garcimuñoz!
Una grata sorpresa encontrarnos con este texto.

Gracias.