jueves, 26 de marzo de 2015

POESÍA EN CAMPOS DE LA MANCHA


Mi amigo Julián Cobo Moya, antiguo compañero de estudios y natural de Los Hinojosos -villa manchega rica en historias y en tradiciones-, residente en Alcalá de Henares al que no veía desde hace cerca de medio siglo, ha tenido el bonito gesto de regalarme, para celebrar nuestro reencuentro, un interesante libro de poemas. Poemas a corazón abierto de un autor brotado de manera espontánea del campo de la Mancha. José Chacón era su nombre, había nacido en Los Hinojosos en 1910 y falleció en Alcalá en 1988. Su destino por razones de nacimiento: el cultivo del cereal y de las vides en los campos de la familia; su vocación, en cambio, fue la Literatura, que nada o muy poco tenía que ver con lo que la vida había dispuesto para él, pues no deja de ser sorprendente que un muchacho nacido en un medio tan poco propicio, emplease muchas de las horas libres de su adolescencia y juventud en leer a los clásicos.

         Nuestro hombre preparó unas oposiciones al Ministerio de Justicia que consiguió superar con éxito, lo que le permitió desenvolverse en lo sucesivo contemplando horizontes nuevos, disfrutar de un ambiente más acorde con sus apetencias literarias, y así dar rienda suelta a las que fueron sus inquietudes de juventud, que al final cristalizaron en la publicación de media docena de libros, de los cuales éste, cuyo título es “Espigueo”, editado por la Diputación de Cuenca el pasado año, es el tema central del presente comentario.
            Lo componen 207 poemas por los que corre limpio el aire de la Mancha, aquel que movió molinos, que universalizó Cervantes y que en los versos de José Chacón mueve con ímpetu afectos a su tierra, a su familia, a su fe de cristiano viejo, valores en desuso que necesariamente debemos recuperar, si es que aspiramos a encontrar de nuevo nuestro lugar en la Historia.
            Nuestro poeta se desenvolvía con soltura por todos los caminos de la poesía; pero se encontraba muy a gusto escribiendo sonetos: ajustados, precisos, con las reglas de la métrica por delante como debe ser y al ritmo que, como buen lírico, marcaban los latidos del corazón. Con el título de la capital de su provincia -de nuestra provincia-, primero de los poemas que aparecen al abrir el libro, y con un guiño final a la Patrona y Alcaldesa de la ciudad, la Virgen de la Luz, que como cierre transcribo, concluye felizmente mi comentario a este bello poemario.


C U E N CA

No quiso Dios que te faltase nada:
blanquiazul en los pinos esquiadores,
crepúsculo sangrante en los alcores
y una verde pureza en la enramada; 

Regatuelos que rizan la hondonada;
dorados colmenares bullidores
de obreras alumbrando surtidores
en la rosa recién decapitada;

en la desmelenada Serranía,
música a flor de piel de la mañana
 en la peña rotunda y abadesa.

Y por si fuera poco todavía,
te dio la montaraza más lozana

que sería tu Luz y tu Alcaldesa.         

sábado, 21 de marzo de 2015

NUESTROS RÍOS: EL MESA




           Una amable lectora a la que no tenía el gusto de conocer, me sirvió en bandeja, sin pretenderlo, el poder escribir con cierta periodicidad acerca de los ríos que en todas direcciones, y en cualquiera de sus cuatro comarcas, surcan nuestra provincia. En carta personal me pidió doña Nieves que le informase (y así lo hice) sobre algunas cuestiones elementales que me planteaba en relación con el Mesa, uno de nuestros ríos de escaso relieve que, desde que el mundo es mundo, o por lo menos desde que el hombre habita la tierra, va dejando al pasar por tierras molinesas unos valles irrepetibles, pueblecitos pintorescos cargados de historia y de costumbres ya idas, en mitad de un entorno natural que nadie debiera morirse sin haber andado por ellos alguna vez. Yo lo hice en distintas ocasiones, y su estampa jamás ha escapado de mi memoria.
            No sé si alguien podría asegurar con certeza si aquí o allá, si es éste o es aquél, cuál de los pequeños manaderos que brotan en el vallejo de los huertos de Selas, debe considerarse en realidad como el nacimiento del río Mesa. Nadie podría asegurarlo; pero nace allí, teniendo por cuna, como casi siempre ocurre, unas piedras y unos hierbajos de humedal.
            Por la plana praderilla viaja el pequeño arroyo. Tiene las puestas del sol como destino inmediato. Corre lentamente con dirección a la pequeña villa de Anquela, la del Ducado. Sobre las casas blancas de Anquela, el pueblo en escalera, se solaza en la media mañana la iglesia de San Martín, y también desde lo alto, ahora mirando al norte y noreste, se deja ver en la caída un nuevo valle: el principio del Valle del Mesa propiamente dicho, por cuyo fondo escapa el joven arroyo después de haberse vuelto sobre sí, después de haber dado un giro violento al otro lado del pueblo porque así lo quieren los cánones de la ley física, de la ley que siempre se cumple porque no anda el hombre por medio, y así, sumiso y obediente, el arroyo continúa su viaje, digamos que en dirección opuesta, hacia Turmiel, recogiendo a menudo sobre su delicado lecho el sudor de las laderas por los suaves canalillos que de un lado y otro vienen hacia él.
            Turmiel al instante. El pueblo cae a mano izquierda, a muy escasa distancia del río. La carretera corta al pueblo por mitad a todo lo largo. En Turmiel vive de continuo muy poca gente, quince o veinte personas a lo sumo. Las torretas de los palomares, que antes fueron torres vigías, muestran sobre lo alto las piedras del abandono. El río se aparta del pueblo y de la carretera para jamás volverse a encontrar, prefiere seguir su camino a campo través. De allí en adelante parece no querer nada de hombres ni de pueblos. No volverá a encontrarse con carretera alguna hasta las inmediaciones de Mochales, donde se deja ver vitalizando un valle fecundo desde las primeras curvas del camino que baja desde Amayas. Según la época del año, la vega presenta por allí un aspecto diferente: blanco en primavera cuando los frutales están en flor, verde y carmín de hojas y cerezas cuando entra el verano, tristón y hasta un poco romántico en otoño, gélido y silencioso en invierno, pero siempre hermoso, provocador, exuberante o escuálido, qué más da; el milagro del agua que pasa se cumple en él escrupulosamente a lo largo de los días y de las estaciones.
            Mochales, medio escondido por los cerros y la vegetación de su propia vega, es la patria chica de la beata María Teresa del Niño Jesús y del alcalde Antonio Alba, muertos de manera violeta los dos: la primera por defender su fe como religiosa del convento carmelita de Guadalajara un 24 de julio de 1936; y el segundo por defender a su pueblo y a su patria contra la francesada en aquella guerra sin cuartel de 1808; para mayor humillación, murió ahorcado públicamente delante sus paisanos; la plaza del lugar, como no podía ser menos, lleva su nombre.
            El río Mesa, al que ya va mereciendo se le trate de usted cuando pasa por Mochales, brama y salta al pasar regando huertos, abriendo zanjas entre las peñas, distinguiendo y hermoseando un paisaje por pocos conocido.
            Hace años me pidieron para la radio —perdona amigo lector que entre en los pasillos de lo personal— que escribiera un guión sobre alguna comarca poco conocida de nuestro país. Elegí el Valle del Mesa para trabajar con él, y he de decir que gocé hasta lo indecible cumpliendo el encargo; pues no es nada frecuente el encontrarse con unas tierras vírgenes tan cargadas de encantos paisajísticos y con tanto interés humano por mucho que se busquen.
            Desde Mochales a Villel, la diferencia en altura de las plazas de ambos pueblos va más allá de los cincuenta metros, en tanto que la distancia que los separa apenas sobrepasa los tres kilómetros; ello quiere decir que serán muy pocos los remansos del cauce, que el agua corre en función de entrenamiento para saltar en cascada, como veremos después.
            La carretera sigue paralela al río camino de Villel, cruzándose de un lado al otro alguna vez antes de llegar al pueblo. Villel de Mesa se ofrece ante los ojos del espectador descolgado en la solana de un cerro albo que baja a refrescar sus pies en la ribera. Al otro lado del río Pequeño, frente a los jardines de la plaza, hay viejas heredades de hortaliza con las que los campesinos del lugar llenaron cada verano sus despensas. Ahora también, pero no tanto, La falta de manos jóvenes se echa de menos en estos recónditos paraísos que no hace tanto tiempo triplicaron su población sin que jamás faltase el alimento para todos. El río Pequeño vitaliza las huertas más próximas al pueblo. El río Pequeño nace allí mismo, debajo de una roca que los lugareños conocen como la Fuente de la Toba. Paralelo a él, y muy juntos los dos, baja el río Cavero, que es en realidad el río Mesa, pero con otro nombre a su paso por Villel. Se unen los dos poco más adelante. Las ruinas del castillo sobre unas peñas dominan el paisaje río abajo. El pueblo, con su plaza ajardinada y su histórica fortaleza que en mala hora arruinó el rayo el día de San Bartolomé de un año ya lejano, va quedando atrás, mostrando al caminante que se aleja la elegancia de sus viviendas más antiguas y los arcos de la iglesia allá en lo alto. Como fondo, el cerro de las Casas y el llano de la Cueva, bajo un cielo que tiñe de azul en las primeras charcas el agua del río, el Mesa adulto ya que adivina, no lejos de allí, las chorreras de Algar sobre las que ya se asoma.

            Algar de Mesa figura en los archivos de mi memoria como uno de los pueblos más bellos de toda la tierra molinesa. Imagínense al pequeño caserío, a manera de anfiteatro, colgado en escalón sobre la profunda vega o barranquera en la que ruge el agua  al despeñarse, de una en una, en las cascadas que dibuja el cauce del río al pasar. A veces, los ancianos del pueblo, cuando la ley lo permite, bajan hasta las praderillas que hay al lado del río y tiran el anzuelo de sus cañas en la espuma corriente que se forma al pie de las chorreras. Las truchas pican alguna vez y los pescadores se dan por bien pagados. El pueblo, Algar, acostumbrado al continuo soniquete de las aguas, se alza sobre la orilla izquierda, con la torre parroquial de su iglesia de Santo Domingo por enseña y las casas de los vecinos a un lado y a otro. Aguas abajo, siempre a la vera del río, la ermita patronal de la Virgen de los Albares, solitaria y silenciosa, con algún ramito de flores secas atado al ventanillo, marca el punto final de nuestro recorrido en este día, porque la provincia de Guadalajara acaba allí y preferimos ser respetuosos con lo que no es nuestro.
            El Mesa, que no entiende de límites ni de fronteras, sigue abriéndose camino por tierras de Aragón creando paisajes nuevos: Calmarza, Jaraba, el embalse de la Tranquera donde se une al Piedra (otro de nuestros ríos, al menos en su origen) en un cauce común, para concluir entregando sus aguas y su nombre al Jalón muy cerca de la villa de Ateca.