viernes, 31 de octubre de 2008

EL HAYEDO DE TEJERA NEGRA


EL PARQUE NATURAL TEJERA NEGRA

Es éste un paraje impresionante de alta montaña situado en el término munici­pal de Cantalojas (Guadalajara). Ocupa una extensión de 1.640 hectáreas de serranía boscosa y está considerado oficialmente y protegido como Parque Natural. Comparte con los de Montejo de la Sierra (Madrid) y Riofrío de Riaza (Segovia) su condición de bosque de hayas más meridional de Europa. Siendo éste el hayedo mayor en superficie de los tres antes dichos. En sus soberbias hondonadas de pastizal se alimentan durante varios meses del año cientos de vacas de cría en régimen de absoluta libertad. Otros animales salvajes encuen­tran en Tejera Negra el lugar ideal para su hábitat, tales como el águila real, el buitre leonado, el halcón abejero, el corzo, el jabalí, la nutria, el gato montés y el tejón, sin contar los reptiles dañinos, como la víbora.
Es posible que el aire de sus bosques y el agua de sus arroyos sean de lo más puro y saludable de todas las tierras de Guadalajara. Diecisiete especies vegetales se suelen dar con frecuencia en Tejera Negra, además de las hayas que le aportan fama. Son algunas de ellas el roble, el acebo, el serbal, el abedul, la jara, el pino y el cerezo silvestre.
Ya en el siglo XIII aparecen referen­cias escritas a este rincón de la geografía guadalajareña, precisa­mente en el Libro de la Montería de Alfonso X el Sabio, cuando dice:"Texera Negra es boen monte de oso et de puerco en todo tiempo".
Las hayas encuentran refugio en los valles umbríos y en las laderas de esta sierra donde apenas da el sol y la temperatura es baja. Esta especie arbórea tan singular, propia de países septentrionales, tiene como enemigos en Tejera Negra a los pinos silvestres de repoblación que ocupan su sitio impidiendo de alguna manera su reproducción natural por falta de espacio y de alimento. En un elevado porcentaje las hayas que allí existen son jóvenes a pesar de todo, si bien, quedan como muestra algunas docenas de ejemplares centena­rios, de rugosa piel y vacío corazón.
Los picos que cierran la caldera o anfiteatro del hayedo por el poniente tienen una altitud aproximada en la cumbre de 2000 metros sobre el nivel del mar, aunque algunos de ellos como el Alto del Porrejón (2012) y La Buitrera (2046), los sobrepasan.
Por el fondo bajan limpias a juntarse con el Sorbe, todavía lejano, las aguas del río Lillas que nace en aquellas sierras.

jueves, 30 de octubre de 2008

MOROS Y CRISTIANOS EN VALVERDE DEL JÚCAR



Vaya usted a saber cuál es su origen. Suposiciones, todas, pero sin base documental alguna en la que apoyarse respecto al año en que las dos compañías (moros y cristianos) salieron a la calle por primera vez. No obstante, es lo cierto que no muy lejos de nosotros el ciclo anual se abre con una de las fiestas más coloristas y estruendosas que uno pueda imaginar. Hablamos de Valverde de Júcar, una antigua villa situada en la margen izquierda del río -ahora pantano de Alarcón- sobre la línea divisoria de la Baja Serranía y de la Manchuela Conquense.
Quien esto escribe lo hace con un poco de rubor, dejando patente su propia culpa, pues, siendo natural de aquellas tierras y habiendo vivido en ellas tanto tiempo, ha sido la presente edición, la del mítico año 2000, la primera en su vida que se ha perdido por allí en fechas tan señaladas y con un significado tan íntimo, no sólo para los valverdeños, sino por extensión para todas las gentes de la comarca.
¿Se imaginan ustedes doscientos trabucos disparando a la vez al mismo grito de ¡fuego!? Es una experiencia hermosa de vivir en la mañana de cada 8 de enero, a lo largo de las tres horas que dura el festejo matinal y que los nativos conocen como el "Día del Santo Niño", eje central de la fiesta, que comenzó el día 4 con la Misa ofrecida por la Compañía de Cristiano, y terminará el día 10 con una comida de hermandad.
Sólo sé de la fiesta de Moros y Cristianos de Valverde de Júcar lo que he visto allí hace unas semanas. Alguien del pueblo me habló veladamente de su institución por uno de los señores de Valverde a raíz de las guerras contra los moros de Granada. Si ello fuera cierto, el acontecimiento festivo lo arrastra la tradición desde la última década del siglo XV. Como producto de un simple comentario, así lo expongo. Los "dichos" -larguí­simo relato de motivos encontrados entre los dos capitanes, el moro y el cristiano, desde lo alto de sus caballos a la vista de ambas Compañías- son estrofas con un inequívoco aire román­tico, como sacadas de la hábil pluma de don José Zorrilla, maestro en estas artes, o de alguno de sus imitadores contem­poráneos, pero muy en la línea de la lírica castellana de a mediados del siglo XIX, con algunos retoques posteriores bastante notorios. «Refrena esa lengua impía/ o yo sabré ¡vive Dios!/ formular entre los dos/ una nueva cortesía.» La redon­dilla, una de las casi trescientas que componen los "dichos" ¿No te parece, amigo lector, arrancada con todo cuidado del drama de Don Juan?
A media mañana se reúnen en la Plaza Mayor los componen­tes de ambas compañías, vestidos con trajes guerreros de época y preparados cada uno con sus respectivos trabucos. Los gene­rales ostentan el bastón de mando, y los generales de Dichos se presentan montados a caballo.
Sale de la iglesia la procesión, con la imagen del Santo Niño en andas que va cubierto con el gorro de caballero cris­tia­no. En la plaza aneja se produce el primer encuentro entre los guerreros de las dos compañías. La imagen del Niño, segui­da de autoridades y público queda en mitad. Los generales de dichos desde el lomo de sus caballos se increpan con largas peroratas, se desafían con razones de fe y se declaran la guerra. Los disparos al aire por uno y otro bando son inconta­bles. El suelo retumba. Al público, que sigue la escena con tapones de algodón en los oídos, se le aconseja no ponerse cerca de las paredes para evitar accidentes por algún posible desprendimiento. Gana la primera batalla la compañía mora. A la imagen del Santo Niño le quitan el gorro con el que salió de la iglesia y le ponen un turbante musulmán hecho a su medida. Los moros se lo llevan en andas hacia otra plazuela en el barrio alto donde se produce el segundo encuentro. Todo es allí muy similar al primer enfrenta­miento; tal vez más fuerte la lucha dialéctica entre los capitanes de los dos bandos. En esta ocasión son los cristianos quienes salen vencedores tras el estruendo de la pólvora. Quitan a la imagen el turbante musulmán y le colocan de nuevo el suyo.
En la Plaza Mayor, junto a la puerta de la iglesia, se da el tercer encuentro con todos los efectivos, cristianos y moros, situados en riguroso orden alrededor del ancho recinto. Aquí se produce el arrepentimiento del general de los moros con toda su escuadra, que se manifiesta en un centenar de versos encendidos de renuncia a su fe y de abrazo sin condiciones a todo el credo de la religión cristiana:

Para que veas que nada
me arredra en mi nuevo amor
y que soy merecedor
del Sacramento que pido,
me ofrezco reconocido
a tu divino Crea­dor...

Concluye el tercer encuentro con el abrazo estrecho entre los dos generales de Dichos y los disparos correspon­dientes, mientras que la imagen del Santo Niño, acompañada por los componentes de las dos compañías, pasa al interior de la iglesia donde tendrá lugar el acto litúrgico de la Misa solem­ne, compartida.
Acabada la ceremonia religiosa, llegará en la Plaza Mayor lo que los festeros conocen por "descarga general". Por espa­cio de una hora los disparos son incesantes. Se corre la bandera de los cristianos y la enseña de la media luna, que de una lado y otro celebran sus correligionarios haciendo sonar los trabucos al mismo tiempo. El Presidente de ambas compa­ñías, cuyo cargo a perpetuidad ostenta el párroco, invita a fumar un puro a los cuatro generales. Se gritan los "vivas" de rigor en honor de sus Majestades los Reyes de España, del Obispo de la Diócesis, del presidente de la Diputación, de todos los hijos del pueblo presentes o ausentes, de los foras­teros que aquel año les honran con su presencia, y todo con­cluye con la descarga general. Los trabucos de unos y de otros se disparan al mismo tiempo, y en varias ocasiones, siguiendo la orden que desde el centro de la plaza les manda el general cristiano.
Minutos después, valverdeños y forasteros se reunen en un edificio público para probar el "moje del Santo Niño" y a beber en jarras de barro, siempre con la debida consideración, del rico vino de la tierra que costea el Ayuntamiento.
En cifras, la fiesta anual de Moros y Cristianos en la villa conquense, anda en torno a los cuatrocientos varones inscritos en cada compañía, de los que suelen participar con el debido ropaje aproximadamente la mitad. La pólvora que se gasta durante los cinco días que dura la fiesta, supera los dos mil kilos de un año para otro, mientras que la población de hecho se duplica por aquellas fechas, es decir, que los mil quinientos habitantes con los que cuenta el pueblo se tornan en tres mil aun en pleno mes de enero.

NOTA: Este reportaje lo publiqué en "Nueva Alcarria" en febrero del año 2000.

miércoles, 29 de octubre de 2008

EL TENORIO MENDOCINO


EL TENORIO MENDOCINO

Representación teatral del "Don Juan Tenorio" de Zorrilla, que cada año, desde 1992, se viene ofreciendo al público de Guadalajara durante la noche del 31 de octubre, por los distintos rincones y monumentos renacentistas de la capital alcarreña. La plazuela colateral con la capilla de Luis de Lucena, la fachada del palacio de La Cotilla, el patio del palacio de don Antonio de Mendoza, el de los Leones del palacio del Infantado, la plazuela de la concatedral de Santa María y los jardines y portada de la antigua iglesia de La Piedad, son el escenario ideal para la representación en vivo de las diferentes escenas de este “Tenorio” itinerante, que no solo se ha llegado a consolidar, sino que en sus pocos años de existencia se ha convertido en una de las manifestaciones culturales más importantes de la ciudad.
Los actores, personajes del vivir cotidiano de la ciudad, agrupados en un cuadro artístico con el nombre de "Gentes de Guadalajara", entre los que -por sólo citar algunos de ellos- se han contado, y algunos se siguen contando, con Abigail Tomey, Javier Borobia, José Antonio Suárez de Puga, Fernando Borlán, recientemente fallecido, Fernando Revuelta, y otros más hasta un número aproximado de veinticinco, integran el reparto completo de la obra más popular del Romanticismo Español, y más veces representada que ninguna otra en los escenarios españoles.
En la imagen, cedida por el diario “Nueva Alcarria” se recoge un momento de la “escena de la ventana”

martes, 28 de octubre de 2008

BUENDÍA, DE SORPRESA EN SORPRESA


BUENDÍA, DE SORPRESA EN SORPRESA

Por escudo municipal eligieron para Buendía un sol radiante. Buendía, no sólo por su historia, sino también por su mérito, es la capitalidad de una serie de pueblos de la Alcarria de Cuenca que, de alguna manera, dio a conocer en toda España el famoso pantano que lleva su nombre. Buendía, entre campos de labor y cerros grises salpicados de chalés por todo el valle, se deja ver extendido en la solana al otro lado de las aguas; tierra mate sobre el azul en la línea divisoria de las dos Alcarrias.
Poco tiene que ver el pueblo que hemos conocido hace sólo unas semanas, con aquel otro al que fui por primera vez en los años finales de la década de los setenta. Le distingue, lo mismo que entonces, el soberbio corpachón de su iglesia parroquial en mitad desde la distancia, pero una vez dentro casi nada es igual. Plazas restauradas, viviendas cómodas sobre el lóbrego solar que ocupaban los corrales, restaurantes de lujoso aspecto y un completo polideportivo al otro lado de la muralla, rejas y balcones floreados, son la nota característica del Buendía de hoy ante los ojos de los que llegan a él sin conocerlo, o de quienes hace veinte o más años que no volvieron por allí y apenas guardan, como en el caso de quien esto escribe, un turbio recuerdo perdido entre los pliegues de la memoria.
Son las seis de la tarde. Con Ángel Bueno, compañeros de viaje como en alguna otra ocasión por estos mundos siempre por descubrir de la bendita Alcarria, acabamos de entrar en la iglesia de la Asunción. Hay unas cuantas mujeres haciendo con meticulosidad la limpieza del suelo y de los altares. Los ojos se van enseguida hacia la techumbre. Resulta único el juego de nervaduras que la recorre casi por completo a lo largo y ancho de las tres naves: estrellas, ramas de palmera que salen del fingido capitel con el que acaban las gruesas columnas. Las naves laterales se reparten en capillas. El baptisterio es pequeño, queda como escondido con su vieja pila de piedra por detrás de la girola. En el presbiterio, junto al altar mayor, por delante del retablo renacentista de Bernardo de Oviedo, la imagen menuda de la Patrona, la Virgen de los Desamparados, señora de Buendía y reina de aquellos precipicios y risqueras de a orillas del Guadiela donde tiene su ermita, y donde pasa la mayor parte del año. Son razón de fe para las buenas gentes de Buendía los infinitos hechos sobrenaturales que se atribuyen a su Patrona.
A un lado la torre y la portada renacentista de la iglesia; al otro el edificio restaurado del ayuntamiento. La plaza se adorna con arcos y soportales como las plazas castellanas de tantas villas y ciudades de renombre. Se anuncia como Plaza de la Constitución, y en sus piedras y columnas se siente latir, en el silencio de la media tarde cuando comienza a cubrirse de sombras, el corazón cansado de una villa por la que pasaron, se detuvieron, y se marcharon después los vientos de la Historia.
Una chica joven, muy atenta, nos acompaña después hasta el Museo del Carro. En la Casa Tercia -antiguo edificio del Pósito, obra del siglo XVI, anejo a la iglesia y hoy restaurado con esmero, también con acierto- están la biblioteca pública y el Museo del Carro. Una idea magnífica. Hemos visto los dos departamentos. En la biblioteca, espaciosa y al parecer en sus inicios, atiende a la escasa clientela una señorita sentada detrás de una mesa mostrador. El Museo del Carro queda en la primera planta. Hay hasta once ejemplares de carruajes diferentes, recogidos todos ellos en el propio Buendía y adquiridos ex profeso para el museo. Llaman la atención, sobre todos los demás, una calesa de primeros de siglo, y una diligencia de cuatro o seis plazas, que durante muchos años cubrió el servicio de viajeros entre Buendía y Madrid. El interés, indudable en cada una de las piezas que allí se muestran, se acrecienta en esa pareja de carruajes de época, detalle a considerar como página de gran valor en el libro del pasado, cada vez más lejano, de este importante lugar de la Alcarria.
En un instante nos fuimos con Vicente Obispo hasta el paraje que dicen La Península, al lado del pantano en la ribera sur. Entre la pinada abundan las piedras de arenisca tan fáciles de encontrar en bastantes kilómetros a la redonda. Unos jóvenes de Madrid hace años que vienen a temporadas y esculpen sobre la superficie de las rocas unas caras enormes; rostros fantásticos que el soplo del viento entre los pinos y la soledad del sitio cargan de misterio. Entre uno y tres metros de altura tienen las caras talladas en las peñas por las sombras del Badén. La Monja, la Dama del Pantano, Beethoven de Buendía, entre otros, son los nombres que les han puesto. Una carteleta junto a cada cara lleva grabado su texto correspondiente: "Título: El Beethoven de Buendía. Jorge Juan Maldonado Díaz. Roca caliza arenisca. 1992" dice en una de ellas. Desde el pueblo hasta las caras hay pista y caminos de fácil acceso, señalizado convenientemente. La distancia es de cinco minutos en automóvil, siempre por terreno llano de cultivo hasta casi las mismas caras.
Y el pueblo a la caída de la tarde. Cabecera de condado instituido por el rey Católico don Fernando en 1475 sobre la persona de don Pedro de Acuña y Albornoz, que fue su primer conde. Los restos de muralla; las dos puertas en arco consideradas hoy monumento representativo de su pasado como en verdad lo son; el convento franciscano, vivo en el recuerdo y en los viejos anales de la villa, con restos del desaparecido monasterio en lo que ahora es camposanto, y una fecha sobre la doble arcada de lo que fue una ermita: 1596, se puede leer escrito sobre la piedra; y el sosiego y la paz poco más allá, por donde están las cuevas... Un pastor cuida su hatajo que pace en el pastizal de la calle de Las Huertas, al otro lado de la barbacana.
Buendía, un pueblo a considerar en la Alcarria que nos es menos afín, en la otra Alcarria, en la de Cuenca, sobre un leve altozano que dejan más allá las aguas del pantano; preámbulo a distancia de otra comarca histórica de la que estas tierras de Guadalajara son como un anuncio a partir de aquí: los campos de la Mancha. Buendía en tarde de verano. Buendía..., de sorpresa en sorpresa.

NOTA: Este trabajo se publicó en el periódico “Nueva Alcarria” de Guadalajara en 1998. Han pasado diez años, desde entonces, y el pueblo de Buendía sigue vivo, quizá más vivo que entonces. La Ruta de las Caras, verdadero museo de escultura al aire libre, pienso que único en España, va incrementando la cantidad y la calidad de sus obras, el Museo del Carro sigue recibiendo cada vez más visitas.

lunes, 27 de octubre de 2008

GUADALAJARA EN LA LITERATURA


GUADALAJARA EN LA LITERATURA

La provincia de Guadalajara ha tenido, desde los orígenes de nuestra lengua, un atractivo especial para los escritores de todas las épocas. Se ve, y así lo podemos asegurar ante la evidencia de los hechos, que es una tierra que se presta a ser cantada, contada o descrita. También en ella nacieron o han vivido personas que dejaron huella a lo largo de la Historia en el quehacer literario, manejando como instrumento de extraordina­ria cali­dad la Lengua Castellana que, dicho sea de paso, en Guadala­jara se suele emplear de manera correcta, incluso a nivel popular, en su modali­dad coloquial como medio de expresión oral al uso y servicio de todos.
Ya en las primeras manifestaciones de la naciente Lengua Castellana, aparece Guadalajara en algunas de las más popula­res "jarchas", cuando no toman­do parte de los grandes monumen­tos de la literatura medieval, como el Poema de Mío Cid o en la obra del Arcipreste de Hita. Allá por el año 1040 el autor o autores del Poema daban detalles geográficos bastante preci­sos de Atienza, Miedes, Castejón, Hita, las Alcarrias, Angui­ta, como se lee en varios de sus versos. El Libro de Buen Amor, sitúa muy veladamen­te muchas de sus andanzas y relatos en campos presumiblemente guada­lajareños, campiñeses y serranos sobre todo, también en la capi­tal. «Mur de Guadalfajara entró en su forado/ el huesped acá e allá fuía deserrado/ non tenía lugar çierto do fuese anparado/ estovo a lo escuro, a la pared arrimado». Era para nuestro uso el siglo XIV.
Metidos en pleno Siglo de Oro, será Santa Teresa de Jesús quien en su libro de Las Fundaciones dedique todo un capítulo a contar los inicios de la Orden Carmelita en la provincia, dando cumplida referencia acerca de la fundación de los dos conventos de Pastrana, allá por el año de 1569.
Los años de la Ilustración tuvieron como punto de interés la provincia de Guadalajara, en la que fijaron su residencia temporal algunos de los nombres más sonoros de aquel siglo. Tal es el caso de Moratín, que pasó temporadas enteras en su casa de Pastrana; de Jovellanos, huésped ilustre de Jadraque durante el verano de 1808, quien también conoció en 1798 los baños de Trillo y las posadas del Pozo y de Aranzueque, como bien dejó escrito en sus Diarios.
En 1781 viajó a la Alcarria Tomás de Iriarte. De los recuer­dos que dejó, fruto de su deambular alcarreño, hay notas referen­tes a su paso por Aranzueque y Tendilla; pernoctó en el convento que los Franciscanos tenían en La Salceda. Los frai­les le debie­ron servir bien, más no todo pareció ser a su gusto, pues así dejó escrito:«Ya he dicho lo bien que me hospedaron y me dieron de cenar los Padres; pero como los gustos de esta vida no son dura­bles, quiso mi mala suerte que cargasen sobre mí aquella noche tantas pulgas que no me deja­sen dormir».
El final del siglo XIX, período del Realismo en la nove­la, lo ocupa en buena parte don Benito Pérez Galdós. Son muchas las citas, alusiones con nombres incluidos, que de la provincia de Guada­lajara suelen figurar en su extensa obra; La Fontana de Oro, Juan Martín "El Empecinado" y El Caballero encantado" son una buena muestra para poderlo comprobar; pero es quizás Narváez, una de las más conoci­das de las nove­las que se inclu­yen en los Episo­dios Naciona­les, la que dedica mayor extensión a las tierras de Guadalaja­ra, concreta­mente a la villa de Atienza con sus viejas calles, sus costum­bres, sus monumentos, sus gentes y sus leyendas: «Adiós, Atienza, ruina gloriosa, hospita­laria; adiós, santa madre mía; adiós, Noble Hermandad de los Remedios, que me hicis­teis vuestro "Prioste"; adiós, amigos míos, curas de San Juan, San Gil y la Trinidad; adiós Ursula, Prisca, José, servidores fieles». Dice Pepillo Fajardo, el protagonista, al despedirse de la villa con profundo dolor en su alma.
Por aquellos mismos años, coincidiendo con la Semana Santa de 1891, la condesa de Pardo Bazán viajó en tren desde Madrid hasta Sigüenza, pasando por Guadalajara. En su libro Por la España pintoresca, dejó escrito doña Emilia, entre muchas cosas más: «Hacía luna durante nuestro viaje de Guada­la­jara a Sigüenza, y el país, conforme nos acercábamos a tierras de Aragón, aparecía abrupto y montañoso. El alcalde, persona muy cortés, nos esperaba en la estación.»
Leopoldo Alas, "Clarín", escribe en 1892 una novela corta a la que tituló Superchería; en ella se puede adivinar la contradic­ción en la que el autor se debate por aquellos años. Clarín sitúa en esta obra a Nicolás Serrano, el protagonista, aposentado en una fonda que debió haber frente a la Academia de Ingenieros, otro monumento emblemático que hace tiempo desapare­ció del paisaje urbano de Guadalajara. Así lo refiere el propio Leopoldo Alas. «Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descarga­ba en hilos muy delgados y fríos el agua, que parecía caer ya sucia, que corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaba frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien el famoso palacio del Infantado, que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó en seguida de su fachada suntuosa que adornan, en simétricas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra».
Amado Nervo, el ilustre poeta mejicano, primer exponente de la literatura hispanoamericana de la época del Modernismo, pasó por Guadalajara en visita relámpago el año 1913. Se llevó una serie de notas escritas en su libreta de apuntes, que luego le sirvieron como cañamazo donde apoyarse para dar luz a un bello trabajo sobre la capital de la provincia. De ese trabajo son estas líneas en las que el autor hace referencia a una costumbre ya perdida, la de "Las Mayas". Dice así:
«Al salir de nuevo a la Calle Mayor, un tropel de niños me rodea:
-¿Caballero, un cuarto para la Maya!
Y me tienden minúsculas bandejas...
Las Mayas son niñas a las cuales, en algunos pueblos de España, visten graciosamente, lo más majas posibles, el día de la Cruz de Mayo. Siéntanlas en una especie de trono, y los chicue­los del barrio piden cuartos para ellas, con los cuales ofrecen después una merienda suculenta.
Tengo la fortuna de ver a dos Mayas en dos portales oscuros. Son las dos criaturas monísimas. Están allí muy adornadas, inmóvi­les, hieráticas (la Maya no debe hablar ni reírse), rígidas y graves como vírgenes españolas. Doy mi óbolo para cada una, y cumplido este deber con nuestra dama la Tradición -¡Muy señora mía!-, me encamino, por la cinta de plata de la carretera hacia la estación».
Allá por los inicios de los años veinte de este siglo, don José Ortega y Gasset echó algunas jornadas a recorrer las tierras de Sigüenza a lomos de una mula torda. La primera impresión que la Ciudad Mitrada produjo en el insigne pensador fue :«Es una alborada limpia sobre los tonos rosa y cárdeno del poblado de Sigüenza. Quedan en el cielo unos restos de luna que pronto el sol absorberá. Sigüenza, la viejísima ciudad episcopal aparece rampando por una ancha ladera, a poca distancia del talud que cierra por el lado frontero del valle. En lo más alto el castillo lleno de heridas, con sus paredones blancos y unas torrecillas cuadradas, cubiertas con airoso casquete. En el centro del case­río se incorpora la catedral, del siglo XII».
Metidos ya en nuestra propia época, es el académico gallego y premio Nobel de Literatura don Camilo José Cela quien acapara con sus Viajes a la Alcarria, uno en 1946 y otro en 1985, casi todo el laurel literario de la provincia de Guadalajara a niveles internacionales.
A pesar de todo, sin que sea tan notorio a escala popu­lar, ahí queda el incomparable relato que Sánchez Ferlosio titula Industrias y andanzas de Alfanhuí, un cuento fantásti­co cuya primera parte transcurre en otra Guadalajara fantásti­ca también: «Las viejitas de Guadalajara -dice- tienen los huesos de alambre y mueren después de los hombres y después de los álamos. Se ahogan en los vados del Henares y se las lleva la corriente, flotando como trapos negros». El mismo autor tiene también pre­sente esta tierra en varios pasajes de El Jarama.
Seguramente que es de mayor actualidad El río que nos lleva, del académico José Luis Sampedro. Novela escrita en 1960 que ha sido trasladada al cine, en la que se cuentan las pendencias y aconteceres de la vida de los antiguos gancheros por los pueblos y vericuetos ribereños del Alto Tajo. En el siguiente fragmento el Seco, uno de los gancheros, habla así del balneario de Mantiel, desaparecido bajo las aguas del pantano de Entrepeñas: «...estas son las mejores aguas del mundo pa el reuma. Pero no puede, aquí no hay médico, ni luz, ni postín, ni na. Mejor: así está barato pa los pobres y áspero pa los ricos, que tienen que irse al médico. Bien que les escuece a los de los baños de La Isabela, siempre con denuncias porque éste les quita gente. Pero allí cobran un dineral y aquí, por un duro por barba, te metes en un cuarto y te dan hasta un jergón de paja y tu cabezal. Lo demás que quieras tú te lo traes y tan ricamente.»
Un autor molinés, natural de Labros, Andrés Berlanga, ha dejado un hermoso documento sobre la vida y costumbres del Alto Señorío durante los años de la posguerra en su novela La Gaznápira, publicada en 1984 y que constituye otro título puntero dentro de las mejores obras que tienen como tema las tierras de Guadalaja­ra: «El pobre sacristán se marchó cariacontecido de la Casa Lugar porque ni el Cristóbal ni ninguno se ha dirigido a la Liboria. Los mozos se meten en el bar de la Pitona y se la echan a ver quién come más huevos fritos o quién parte más nueces y almendrucos con las muelas o, si el porrón mana generoso, acaban por apostarse con el Caguetas un cuartillo de vino o una lata de anchoas a que no es capaz de romper de un cabezazo la pared de adobes del corral del Manquillo».
Otro destacado periodista y escritor de nuestro tiempo afincado en la Alcarria, Manuel Leguineche, publicó en 1999 un libro de muy grato leer que titula La felicidad de la tierra; relatos y vivencias de su estancia en la finca de su propiedad “El Tejar de la Mata”, junto a Cañizar, y que, sin duda, se trata de uno de los libros más bellos de los que han elegido como asunto aquel u otros lugares cualquiera de la Provincia, su naturaleza particular, sus cosas y sus gentes: «Almuerzo de todo el pueblo en la plaza del Ayuntamiento, en homenaje a Manolo, el médico que se despide. Se va a Mondéjar. Le echarán de menos. Son los sólidos lazos que se establecen entre él, médico rural, y el pueblo. Este Manolo, aragonés de Maella, está hecho de rabos de lagartija. Se pagó la carrera cantando con la tuna por las rutas de Europa. Es un tipo espigado, muy filarmónico, andarín, más del campo que las amapolas. Cobra un par de zorzales, los despluma, los tuesta al fuego, añade la sal que siempre lleva consigo en el zurrón y se los merienda debajo de un olivo. Causa asombro verle brincar por el paisaje. Su padre, guardia forestal, le puso al tanto de los secretos del campo. Tuvo un buen maestro porque Manolo, con precisión clínica, adivina los cambios del tiempo, conoce la querencia de la perdiz, las zigzagueantes trayectorias del zorzal, los caprichos de la liebre.» Todo lo dicho sin contar en ningún momento con la labor meritoria de tantos autores que nacieron o viven en la Provincia, cuyos nom­bres, en entradas monográficas dedicadas a cada uno de ellos, aparecen en el lugar correspondiente de este libro.

domingo, 26 de octubre de 2008

UCLÉS, CAPUT ÓRDINIS



No hace demasiado tiempo que anduve por Uclés. Al atravesar de parte a parte las tierras de Cuenca por aquellos rápidos llanos de la autovía, la silueta estilizada del elegante monasterio invita a llegarse hasta sus muros. No sabría decir si la última vez que lo hice, fue la tercera o la cuarta que he subido al leve altiplano que sirve de peana al severo edificio del monasterio. En esta ocasión no he necesita­do guía. Uclés se hizo para ser visto, pero más todavía para sentirlo una vez que se conocen medianamente las principales vicisitudes del venerable edificio y de su entorno a lo largo de la Historia. Piedra callada a las puestas del sol, en unas horas en las que el arte acrecienta su esplendor, en un instante en el que el pasado vuelve a la vida con toda su carga de impresiones, de nostalgias y de recuerdos.
El majestuoso cenobio de a orillas del arroyo Bedija, aquel que alzado sobre un leve roquedal sirvió de cárcel a Quevedo y de sala de espera hacia la eternidad al más profundo de nuestros poetas del Renacimiento, Jorge Manrique, es uno de esos paraísos en los que el tiempo se detuvo y donde se durmió la Historia. Uclés, cabecera de la Orden de Santiago y sede de sus comendadores y maestres durante décadas y siglos, se ilumina en tarde de invierno bajo el clemente sol de la primera Mancha, a una hora escasa de viaje desde el corazón de Madrid.
No es el de Uclés, por mucho que los castellanomanchegos nos empeñemos en catalogarlo para nuestro uso como el Escorial de la Mancha, uno de esos monasterios castellanos de vieja solera, al menos como pieza singularizada dentro del estricto catálogo de los monumentos españoles en el mundo de la popularidad. Y no será ello porque le reste interés la calma de los campos de labor que entornan su paisaje; ni porque su pasado carezca de raíz profunda, agarrada con fuerza al archivo de los grandes acontecimien­tos de la Historia de España; ni porque monasterio como monumento le falten motivos para satisfacer por sí mismo, o por el mérito histórico-artístico de tantos enseres y ornamentos de valiosa fábrica que acoge en sus patios, en sus celdas, en sus salones... El monasterio de Uclés, amigo lector, lo tiene todo, hasta el amoratado color de sus piedras al caer la tarde como enseña y memorial de un pasado sangran­te, luctuoso, violento, que malamente consiguen disimular las bellas formas arquitectónicas del XVI y de siglos posterio­res, que hacen de él una de las más sonoras maravillas de esta región.

El Escorial de la Mancha«El 7 de mayo de 1529, reinando en España el emperador Carlos I de España y V de Alemania, se asentó la primera piedra del nuevo edificio», según consta en los contrafuertes del ábside de su iglesia, la parte más antigua del monasterio Y se hizo sobre las ruinas de una vieja fortaleza medieval que en tiempo pasado fuera testigo de batallas memorables, como aquella que se dio durante el invierno del año 1108 en la que perdió la vida el joven infante don Sancho, hijo predilecto del rey Alfonso VI y de Zaida su mujer, la princesa mora, en la que murieron, además, siete condes castellanos, a la que los moros triunfadores dieron en llamar por esa misma razón de los "Siete Puercos", nombre que los comendado­res santiaguistas tornaron por el de la "Batalla de los Siete Condes", con el que habría de atravesar los umbrales de la Historia.
Las formas recargadas que adornan con suntuosidad la portada principal del monasterio son una imagen antológica de lo que fue capaz de alcanzar el arte barroco por tierras de Castilla. En el patio interior, obra del siglo XVII, todo se ajusta en torno al soberbio brocal de un pozo principesco con el escudo real como enseña. Treinta y seis son los arcos que cierran el patio interior, y otros tantos los ventanales que lo engalanan por encima de los arcos, uno por cada maestre de la Orden que pasaron por allí y de los que se tiene memoria.
Hay quien dice que lo más valioso, o por lo menos lo más original que guarda en su interior el edificio, es la escalera regia, que sube desde la primera planta hasta el claustro alto en donde se alinean las aulas del Seminario Menor y algunas dependen­cias administrativas del mismo. La escalera es todo un aconteci­miento que bien merece ocupar un sitio de honor en los anales de la arquitectura clásica, destacando los arcos laterales y la bifurcación tan peculiar que presenta a partir del segundo tramo.
El refectorio lo emplean de comedor los seminaristas a lo largo del curso. Se cubre con uno de los más bellos artesonados del siglo XVI que se conocen en España. Entornando el sublime juego de arabescos, aparecen a modo de cenefa lateral una serie de medallones con magníficos relieves en madera noble; son en total treinta y seis, y en ellos se adivinan los bustos de otros tantos maestres y priores santiaguistas entre los que se cuentan el Emperador Carlos I y el Condestable de Castilla don Álvaro de Luna, aquel que en vida se burló de la muerte, aparece aquí solo en su osamenta revestido con manto y corona propia de su condición.
La iglesia es la pieza más noble de todo el monasterio. Es obra de un conquense injustamente echado al olvido: Francisco de Mora, discípulo predilecto de Herrera y hombre de confianza de su maestro durante las obras de El Escorial. Mide la iglesia, como así consta, doscientos veintinueve pies de larga por cuarenta y dos de ancha. La cúpula que se alza sobre la vertical del crucero es obra magnífica de Antonio de Segura, de la que sale al exterior un orondo chapitel con vistoso bolón de cobre. Por debajo de las capillas laterales se da por seguro que yacen sepultados los restos del maestre don Rodrigo de Manrique, y los de su hijo Jorge, el autor de las Coplas, sin que se sepa el sitio exacto en donde reposan sus huesos, lo que entorna a su delicada personalidad de un mayor misterio. En una celda próxima al panteón de personalidades, ya casi en la sórdida cripta de los enterramientos de priores, obispos y otras dignidades de la Orden, estuvo preso durante algo más de seis meses el más inspirado y ocurrente de los escritores barrocos de nuestra Literatura: don Francisco de Quevedo y Villegas, quien dio allí durante larga temporada con su carne mortal por haber dirigido, al parecer de manera impía y desconsiderada, los dardos de su ingenio contra don Francisco de Acevedo, a la sazón arzobispo de Burgos. Esto ocurrió en la primera mitad del año 1621.

El pueblo, una historia de sangreY la villa que le da nombre, con sus casas blancas como corresponde al pórtico de las tierras manchegas, le queda al pie. Del Uclés en donde vive la gente, faena el labrador y trajina el ama de casa, se ha dicho con todo fundamento que es la vieja Ucela de los celtíberos, la primera de las ciudades de la Hispania Tarraconense que existió en bastantes millas a la redonda por aquellas latitudes; baraja de toma y daca para las caprichosas deidades del paganismo anteriores a la romanización, tan dadas a los temerarios juegos de sangre y a los sacrificios cruentos. De los tormentos y horrores sufridos por el pueblo de Uclés durante la Guerra de la Independencia -complemento inseparable de la historia del monasterio, y a punto de cumplirse el segundo centenario de tan silenciado holocausto-, se podría hablar largo y tendido, tal vez en una segunda entrega.