domingo, 26 de octubre de 2008

UCLÉS, CAPUT ÓRDINIS



No hace demasiado tiempo que anduve por Uclés. Al atravesar de parte a parte las tierras de Cuenca por aquellos rápidos llanos de la autovía, la silueta estilizada del elegante monasterio invita a llegarse hasta sus muros. No sabría decir si la última vez que lo hice, fue la tercera o la cuarta que he subido al leve altiplano que sirve de peana al severo edificio del monasterio. En esta ocasión no he necesita­do guía. Uclés se hizo para ser visto, pero más todavía para sentirlo una vez que se conocen medianamente las principales vicisitudes del venerable edificio y de su entorno a lo largo de la Historia. Piedra callada a las puestas del sol, en unas horas en las que el arte acrecienta su esplendor, en un instante en el que el pasado vuelve a la vida con toda su carga de impresiones, de nostalgias y de recuerdos.
El majestuoso cenobio de a orillas del arroyo Bedija, aquel que alzado sobre un leve roquedal sirvió de cárcel a Quevedo y de sala de espera hacia la eternidad al más profundo de nuestros poetas del Renacimiento, Jorge Manrique, es uno de esos paraísos en los que el tiempo se detuvo y donde se durmió la Historia. Uclés, cabecera de la Orden de Santiago y sede de sus comendadores y maestres durante décadas y siglos, se ilumina en tarde de invierno bajo el clemente sol de la primera Mancha, a una hora escasa de viaje desde el corazón de Madrid.
No es el de Uclés, por mucho que los castellanomanchegos nos empeñemos en catalogarlo para nuestro uso como el Escorial de la Mancha, uno de esos monasterios castellanos de vieja solera, al menos como pieza singularizada dentro del estricto catálogo de los monumentos españoles en el mundo de la popularidad. Y no será ello porque le reste interés la calma de los campos de labor que entornan su paisaje; ni porque su pasado carezca de raíz profunda, agarrada con fuerza al archivo de los grandes acontecimien­tos de la Historia de España; ni porque monasterio como monumento le falten motivos para satisfacer por sí mismo, o por el mérito histórico-artístico de tantos enseres y ornamentos de valiosa fábrica que acoge en sus patios, en sus celdas, en sus salones... El monasterio de Uclés, amigo lector, lo tiene todo, hasta el amoratado color de sus piedras al caer la tarde como enseña y memorial de un pasado sangran­te, luctuoso, violento, que malamente consiguen disimular las bellas formas arquitectónicas del XVI y de siglos posterio­res, que hacen de él una de las más sonoras maravillas de esta región.

El Escorial de la Mancha«El 7 de mayo de 1529, reinando en España el emperador Carlos I de España y V de Alemania, se asentó la primera piedra del nuevo edificio», según consta en los contrafuertes del ábside de su iglesia, la parte más antigua del monasterio Y se hizo sobre las ruinas de una vieja fortaleza medieval que en tiempo pasado fuera testigo de batallas memorables, como aquella que se dio durante el invierno del año 1108 en la que perdió la vida el joven infante don Sancho, hijo predilecto del rey Alfonso VI y de Zaida su mujer, la princesa mora, en la que murieron, además, siete condes castellanos, a la que los moros triunfadores dieron en llamar por esa misma razón de los "Siete Puercos", nombre que los comendado­res santiaguistas tornaron por el de la "Batalla de los Siete Condes", con el que habría de atravesar los umbrales de la Historia.
Las formas recargadas que adornan con suntuosidad la portada principal del monasterio son una imagen antológica de lo que fue capaz de alcanzar el arte barroco por tierras de Castilla. En el patio interior, obra del siglo XVII, todo se ajusta en torno al soberbio brocal de un pozo principesco con el escudo real como enseña. Treinta y seis son los arcos que cierran el patio interior, y otros tantos los ventanales que lo engalanan por encima de los arcos, uno por cada maestre de la Orden que pasaron por allí y de los que se tiene memoria.
Hay quien dice que lo más valioso, o por lo menos lo más original que guarda en su interior el edificio, es la escalera regia, que sube desde la primera planta hasta el claustro alto en donde se alinean las aulas del Seminario Menor y algunas dependen­cias administrativas del mismo. La escalera es todo un aconteci­miento que bien merece ocupar un sitio de honor en los anales de la arquitectura clásica, destacando los arcos laterales y la bifurcación tan peculiar que presenta a partir del segundo tramo.
El refectorio lo emplean de comedor los seminaristas a lo largo del curso. Se cubre con uno de los más bellos artesonados del siglo XVI que se conocen en España. Entornando el sublime juego de arabescos, aparecen a modo de cenefa lateral una serie de medallones con magníficos relieves en madera noble; son en total treinta y seis, y en ellos se adivinan los bustos de otros tantos maestres y priores santiaguistas entre los que se cuentan el Emperador Carlos I y el Condestable de Castilla don Álvaro de Luna, aquel que en vida se burló de la muerte, aparece aquí solo en su osamenta revestido con manto y corona propia de su condición.
La iglesia es la pieza más noble de todo el monasterio. Es obra de un conquense injustamente echado al olvido: Francisco de Mora, discípulo predilecto de Herrera y hombre de confianza de su maestro durante las obras de El Escorial. Mide la iglesia, como así consta, doscientos veintinueve pies de larga por cuarenta y dos de ancha. La cúpula que se alza sobre la vertical del crucero es obra magnífica de Antonio de Segura, de la que sale al exterior un orondo chapitel con vistoso bolón de cobre. Por debajo de las capillas laterales se da por seguro que yacen sepultados los restos del maestre don Rodrigo de Manrique, y los de su hijo Jorge, el autor de las Coplas, sin que se sepa el sitio exacto en donde reposan sus huesos, lo que entorna a su delicada personalidad de un mayor misterio. En una celda próxima al panteón de personalidades, ya casi en la sórdida cripta de los enterramientos de priores, obispos y otras dignidades de la Orden, estuvo preso durante algo más de seis meses el más inspirado y ocurrente de los escritores barrocos de nuestra Literatura: don Francisco de Quevedo y Villegas, quien dio allí durante larga temporada con su carne mortal por haber dirigido, al parecer de manera impía y desconsiderada, los dardos de su ingenio contra don Francisco de Acevedo, a la sazón arzobispo de Burgos. Esto ocurrió en la primera mitad del año 1621.

El pueblo, una historia de sangreY la villa que le da nombre, con sus casas blancas como corresponde al pórtico de las tierras manchegas, le queda al pie. Del Uclés en donde vive la gente, faena el labrador y trajina el ama de casa, se ha dicho con todo fundamento que es la vieja Ucela de los celtíberos, la primera de las ciudades de la Hispania Tarraconense que existió en bastantes millas a la redonda por aquellas latitudes; baraja de toma y daca para las caprichosas deidades del paganismo anteriores a la romanización, tan dadas a los temerarios juegos de sangre y a los sacrificios cruentos. De los tormentos y horrores sufridos por el pueblo de Uclés durante la Guerra de la Independencia -complemento inseparable de la historia del monasterio, y a punto de cumplirse el segundo centenario de tan silenciado holocausto-, se podría hablar largo y tendido, tal vez en una segunda entrega.

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