miércoles, 28 de septiembre de 2011

EL ENCANTO DE LA CIUDAD DE CUENCA

Cuenca, agraciada por los encantos mil de las tierras en las que fue concebida, es una de las ciudades más bellas de España. Cuenca es diferente a las demás ciudades, un manjar exquisito que conviene paladear primero y después digerir con calma. Cuenca es uno más de los caprichos de la Naturaleza, que un buen día se empeñó en manifestarse coqueta, soberbia, gentil, y eligió como escenario para sus debilidades la lomera de voluminosos riscos que queda entre las hoces de los dos ríos serranos, el Júcar y el Huécar, como una nueva Mesopotamia asentada sobre las peñas y los farallones, sólo para alucinar al mundo con tanta maravilla. Después los hombres, los conquenses, ayudaron con el simple hecho de estar allí al milagro de Cuenca, para que más tarde, también los hombres, los conquenses y los que no lo son, ponerle freno de manera obstinada.

A Cuenca hay que cogerla en su momento. Cualquier hora es buena para llegar a cuenca; pero hay momentos óptimos en los que la ciudad se transfigura. Cuenca apasiona cuando cierra el mes de mayo, y todavía más en pleno otoño, cuando los álamos del Júcar se visten de amarillo real y el silencio de la piedra se mete en el alma de los que la miran.

Cuenca no es, en cambio, una ciudad encantada como muchos podrían pensar. No andan por sus calles pinas y por sus rincones encrespados y cargados de misterio los espíritus furtivos, que adormecen el aire y convierten en eternos los días y las horas. Cuenca es una ciudad como tú y como yo, de carne y hueso como todas las ciudades del mundo, pero con unos aditamentos muy suyos, a saber: el agua, la piedra y el viento, donde hunde su profunda raíz la leyenda y florece con facilidad el misterio; una ciudad sencillamente hermosa que tiene el privilegio de encantar sin estar encantada. Ortega y Gasset, impresionado de su cielo azul y de su estampa como ciudad apiñada entre dos vertientes, la llamó “Cogollo de España”; de “Nido de águilas” la encumbró Baroja, lo que ha contribuido a acrecentar todavía más el fervor de los conquenses a su tierra de origen. Como “Única” la consideran los que la viven y la ven a diario, y con apelativos en esa misma línea se suelen despedir de ella hasta su regreso los que la ven por primera vez.

Por diferente y variada, la ciudad jamás perdió el sentido de su aparición en el tiempo como ciudad histórica, rama tal vez privilegiada de un tronco común con el de otras ciudades de España: el de la castellanía. En Cuenca, a lo largo -y un poco también a lo ancho- de las dos vertientes abruptas sobre las que nació y fue creciendo, es donde la tierra deja por un instante de ser paniega y monótona, donde Castilla se eriza, se despereza, se solivianta voluptuosamente, se acicala con el traje talar de lo imposible, y alza sus manos de roca hasta tocar el cielo. Y lo toca, claro que lo toca. ¡Qué son si no las cúpulas y los cupulinos de los venerables conventos de las iglesias, que se yerguen por encima de los crestones de piedra, y los farallones que desde lo más alto de las hoces vigilan impasibles de día y de noche el correr de sus ríos, sino confusos reflejos de claridad teñidos de grana, celeste matiz de cada atardecer en los otoños de Cuenca?

El viajero que viene a cuenca por primera vez se queda envuelto entre los pesados pliegues de la desesperanza. Nunca deberá extrañarse si en algún momento se siente víctima de una sensación de insignificancia, de parecerle no ser lo que en realidad es, al pasar bajo las tremendas moles de la Majestad, de San Cristóbal, del Cerro del Socorro, que escoltan la ciudad y la liberan de los malignos vientos del norte; o en medio de aquel laberinto de costanillas estrechas, de las viejas portonas de sus iglesias y conventos, del rumor del agua al caer de sus fuentes callejeras, de gentes que vienen y van sin prestar atención al suelo que pisan, por las calles céntricas y más transitadas de la ciudad.

La historia de Cuenca conserva, como todo lo antiguo, sus primeros pilares voladizos, sin una base documental segura en la que apoyarse. Existen diferentes versiones donde elegir para buscar los orígenes de la ciudad. Unos dicen que fueron pueblos de la Celtiberia sus primeros pobladores; otros se esfuerzan por demostrar que fueron árabes los que hundieron los primeros cimientos en el barrio del Castillo y la llamaron Kunka; otros aseguran que la personalidad de su fundador o fundadores se desconoce, aunque no así el momento en el que se fundó, que fue el mismo día y a la misma hora que la ciudad de Roma; y otros, en fin, que como Ícaro se atreven a levantar sus alas de cera por los complicados caminos de la imaginación, sin miedo a ser derretidas por el sol, dicen que fue el propio Hércules su fundador, allá por los años, o siglos, -vaya usted a saber- inmediatamente anteriores a los de la Grecia clásica. De todas ellas, como es fácil suponer, la única teoría que ofrece ciertos visos de veracidad es la que atribuye el origen de la ciudad a los árabes; que se fundó, efectivamente, en los primeros llanos del cerro de San Cristóbal, hoy barrio del Castillo, y se fue extendiendo paso a paso, siglo a siglo, ladera abajo hasta lo que ahora es la Cuenca remansada y moderna. La Historia da como cierto el hecho de que la princesa Zaida, hija del rey moro Almutamid, prisionera, concubina, y mujer después del rey Alfonso VI de Castilla, contó con la ciudad de Cuenca como la parte más estimada de su dote.

El días 21 de septiembre del año 1177, cuando el rey castellano Alfonso VIII, después de ocho meses y medio de paciente espera, consiguió entrar en la ciudad y reconquistarla, e incorporarla a la corona de Castilla, dicen que tuvo de su parte como aliada a la Madre de Dios y con el apoyo efectivo del pastor Martín Alhaja, ángel bueno que le asistió puntual en otros momentos cruciales de su vida.

Cuenca alcanzó gran esplendor en tiempo de los Reyes Católicos. Sus talleres de tapices, de telas y de papel, gozaron de merecido prestigio en los mercados de toda la península; mientras que en los recién construidos palacetes de la ciudad alta, se iban instalando familias nobles y artistas de la talla de Jamete, el del famoso arco de la catedral, de los Becerril, de los Valdés o de los Hernando de Arenas.

A principio del siglo XIX la ciudad había caído de manera alarmante en importancia y en número de habitantes, hasta el punto de haberse visto expuesta a desaparecer frente a la artillería de Napoleón, situación límite que no se llegó a consumar y que salvó como pudo el obispo Falcón, si bien no fue posible evitar otros sonoros desastres de los que la ciudad no ha podido ni podrá recuperarse, tales como el saqueo del tesoro catedralicio y la demolición, hasta convertirla en ruina, de su antigua fortaleza.

Debido a otros factores no ajenos a la propia Cuenca, como pudieran ser sus incomparables bellezas naturales, o el empeño tenaz por darla a conocer de muchos conquenses, contando siempre con los escasos medios de que dispusieron, la ciudad ha ido levantando cabeza durante las últimas décadas, después de un par de siglos de abandono total, de penurias y de olvido.

(En la fotografía, el Parque de San Julián)

martes, 20 de septiembre de 2011

TRILLO, LA DEL ETERNO RUMOR

            La casualidad ha querido privar a Trillo del amable don del silencio mientras que el mundo exista. Las noches de Tri­llo, por obra y gracia de las aguas saltarinas de la chorre­ra, son noches rumorosas, noches de provocadora calma que invitan al adormeci­miento. En tanto que la Alcarria toda se ocupa durante las largas noches a soñar en silencio, Trillo se arropa en un sórdido estré­pito de aguas via­jeras que se descuel­gan violen­tas por las super­ficie vertical de la roca, producien­do al caer un murmullo que el tiempo hizo consustancial con la propia exi­stencia del pueblo. Uno da por seguro que sin el rumor de las aguas que lo arrullan y lo revi­talizan, Trillo hubiera dejado de ser lo que es.
    
        Hoy he tomado de buena ma­ñana, y con no menos ilusión que otras veces, el camino de Tri­llo. No es precisamente ésta en la que ahora voy la hora de la Alcarria, sino la del atarde­cer, cuando todo en su ruda piel re­zuma una vitalidad y una belleza indefinibles. La Alcarria, bajo mi punto de vista, se hizo para sufrirla en las horas fuertes de sol y de calina en los estíos, y para gozarla cuando el sol toma las de Villadiego sobre la cima del último teso del ponien­te.
            Sin que el fin primero del viaje se lo permita, uno siente deseos al pasar de detenerse en Cifuentes, de volver a encontrar tantas cosas y tantas impresio­nes que bien sabe se guardan allí; de pararse en Gárgoles, donde uno conserva sus buenas amistades que a veces le invitan con la mejor intención a visitar las cuevas, sin que sea posible cumplir con el compro­miso de aceptar. El río Cifuentes, a campo abierto, es en realidad el verdadero protagonista de estas tierras; como lo son por su par­te las Tetas de Viana las dueñas y señoras de toda panorámica visual, de toda estampa alcarre­ña que se precie de serlo. Ahora tenemos frente a nosotros las Tetas de Viana recortando el horizonte. El río Cifuentes ape­nas lleva agua. Como sabido es, el río Cifuentes nace en la Fue­nte de la Balsa, al pie mismo del viejo castillo cifonti­no, se estira a lo largo de diez o de doce kilómetros por ambos Gárgo­les y al final, luego de haber dado vida a las tierras llanas por las que transcurre, se pre­cipita en la sombría barranquera de Trillo, antes de incorporarse total y definitivamente al cauce del Tajo.
            Los pescadores de caña, los pacientes y más que sufridos pescadores de caña, dejan correr el tiempo a la sombra del puen­te, esperando que el espinoso barbo o la boga veloz tengan la bondad de tirar del hilo. Por encima del pueblo, más o menos sobre la informe silueta de las casas de poniente que se alinean al otro lado del río, escupen mansas su enorme bocanada de humo blanco las torres gemelas de la central nu­clear.

            Trillo, tanto el pueblo por sí mismo como por sus alrededo­res, fue durante los últimos siglos una de las villas más sonoras y más conocidas de toda la Alcarria. Todo a raíz de sus famosos Baños de Carlos III -pues se establecieron en el rei­nado de aquel monarca Borbón-, de los que ahora más bien queda el nombre que el recuerdo; pero no siempre fue así, pues queda constancia escrita, tanto en retazos literarios de aquella época como en documentos dignos de toda fiabilidad, que una vez realizadas las últimas obras de adaptación y acondicionamiento, podían acoger a lo largo del año a 850 personas bien acomodadas, a 250 militares y a 350 pobres de solemnidad, computando el gasto medio de unos con otros en 320 reales por persona. Según dice don Pascual Madoz en su "Diccionario Geográfico Históri­co", compuesto hacia el año 1848, «las aguas de estos baños contienen gas oxígeno y azoe, hidroclorato de cal é hidrosul­fato de la misma base, hidroclo­rato de sosa, hidroclorato de magnesia, sulfato de cal, ácido hidro-sulfúrico, ácido carbóni­co, carbona­to de hierro y azu­fre; convie­nen en todas las en­fermedades cutáneas, reumas cró­nicos, dolores artríticos y go­tosos, cólicos nerviosos y otras varias enfermeda­des».
            De la famosa fábrica de hilar estambres que los señores de Reig tuvieron instalada en las márgenes del Tajo, se llegó a decir y como tal aún consta, que «en este estableci­miento se hallan reunidas cuantas máquinas ha inventado el hombre para cen­tuplicar las fuerzas, ahorrar brazos y anticipar­se, si puede decirse así, a la velocidad del tiempo», pues sus propietarios, parece ser, no perdonaron medios para ponerla al nivel de las más sobresalien­tes de Europa.
            Nada queda hoy de todo aqu­ello, como ya se ha dicho; y muy poco, salvo una pobre muestra de la tallada piedra medie­val que no quisieron llevarse, del mo­nasterio cisterciense de Santa María de Óvila, una penosa his­toria harto sabida, de cuya de­saparición la Alcarria todavía se lamenta.
            En este tiempo nuestro es la central nuclear la nota que distingue a las tierras de Tri­llo. Uno guarda para sí el deseo de opinar sobre la conveniencia o no de la misma. Los tiempos son otros, y otras son también las necesidades y el moderno sentido de la equidad y de la justicia. A distancia, quienes viajan por aquellos alrededores pueden ver la masa blanquecina que arrojan por su boca de crá­ter sobre los cielos limpios de la Alcarria las torres de la central nuclear, también dos, e iguales como las Tetas de Viana, a las que les han venido a caer de vecinas por contrapunto.

            Las aguas del río Tajo pa­sean tranquilas entre una hilera de chopos por los bajos de la villa. Con baños reales y sin ellos, con sanatorio y sin él, con torres humeantes y lo mismo si no las tuviere, Trillo es para quien lo conoce uno de los pueblos más bellos y saludables de toda la Alcarria, dema­siado bello y dema­siado saludable qui­zá. Un canto rumoroso al agua y a la luz, a la sombra y al si­lencio; prerrogativas que le llegaron por simple derecho de creación y que nadie, por muchas vueltas que el mundo se empeñe en dar, podrá arrebatarle.

domingo, 11 de septiembre de 2011

GALERÍA DE NOTABLES (VIII): DON ÁLVARO DE LUNA

Condestable de Castilla y Maestre de la Orden de Santiago. Hijo del Copero Mayor del rey Enrique III y de una mujer del pueblo que la historia reconoce con el sobre nombre de la Cañeta. Nació en Cañete (Cuenca) el año 1390 y murió decapitado en Valladolid el 2 de julio de 1453.

Desde muy joven vivió en la Corte. Su talento y el haber coincidido en ciertos gustos con el Juan II, rey desde su infancia, les unió en una gran confianza. Por comodidad, falta de carácter y condiciones para gobernar, el rey puso en manos de Álvaro de Luna las tareas del gobierno de Castilla en calidad de privado, pero que ejercería el poder como absoluto señor. Los nobles, molestos por el poder otorgado por Juan II a su privado, se conjuró contra don Álvaro de Luna y consiguió su separación de la Corte por destierro en dos ocasiones, siendo precisa su presencia como insustituible en el gobierno de Castilla. La lucha contra los Infantes de Aragón fue constante en defensa del rey y de sus derechos. Venció a los musulmanes en la conocida batalla de la Hombrihuela, cerca de Granada, y derrotó a los nobles sublevados en Olmedo.

Isabel de Portugal, la segunda esposa del rey, cuyo matrimonio había sido concertado por el propio Condestable, se tornaría después en su peor enemigo, pues fomento y favoreció la conspiración de los nobles contra él, logrando del rey la orden de prisión del favorito. Iniciado el proceso, y acusado de manera irrazonable de haberse apoderado de la voluntad del rey mediante brujerías y malas artes, fue condenado a muerte y ejecutado en la Plaza Mayor de Valladolid, ante una multitud de afines y seguidores que lloraron su muerte. Recibió sepultura en lugar indigno al considerarlo como un malhechor. Su familia consiguió dar una nueva visión de su imagen, siendo llevados sus restos posteriormente a la Capilla del Condestable de la catedral de Toledo, en donde reposan.

Es muy posible que el final de la Reconquista se hubiese adelantado en varias décadas, de haber corrido la suerte del Condestable de manera distinta. Juan II moría un año después acosado y tenso por la falta de su valido y por la presión continua ejercida por los nobles hacia su persona, que se verían sometidos más tarde por su hija Isabel de Castilla, casada como de todos es sabido con Fernando de Aragón, los Reyes Católicos, matrimonio que entre otras muchos beneficios consiguieron para España el final de la Reconquista y la unidad nacional.

(En la fotografía: Estatua a don Álvaro de Luna en la plaza de Cañete, su villa natal)

jueves, 8 de septiembre de 2011

POR LA RUTA DE LOS GANCHEROS


La memorable novela de los gancheros, con la que el maestro José Luis Sampedro perpetuó la presencia de aquellos abnegados conductores de maderas río abajo, tomó como escenario en su primera parte las veguillas y los angostos de aquella sierra hacia la que ahora voy. Acabo de dejar a tras los límites de la Alcarria y muy pronto, apenas cruce Sacecorbo, entraré en los míticos parajes de la sierra del Alto Tajo, donde la Naturaleza se muestra todavía reina y señora de toda situación, mientras que el hombre se aplique en respetarla.
En “El río que nos lleva”, una de las mejores novelas del siglo XX, se habla con acierto de esta tierra, de sus escasas ventajas y de sus múltiples inconvenientes para el desarrollo normal de la vida del hombre. Todo es igual. La naturaleza, el campo, sigue siendo el mismo: el espesor de los bosques en las laderas, el rumor de la corriente en las orillas del río, el silencio y el orden natural en kilómetros y kilómetros a la redonda. Los pueblos son los que han cambiado mucho. De los pueblos hacia los que ahora voy se habla muy poco en la novela de Sampedro, pero estoy seguro de que cincuenta o sesenta años atrás, que es el tiempo en el que los gancheros se jugaban la vida a diario río abajo, serían muy diferentes a como ahora son.

Ya ha quedado atrás Sacecorbo. Desde allí la carretera se hace más estrecha, en buenas condiciones pero cada vez más complicada en curvas casi continuas y en costanillas a las que obliga la condición del terreno. A pesar de todo, compensa este pequeño inconveniente a cambio de lo que el paisaje pone delante de los ojos, y a la tranquilidad suprema del ambiente en contraste con lo que en la ciudad tenemos por costumbre. Creo recordar que no me he cruzado con vehículo alguno durante todo el trayecto. Conviene hacer una parada de vez en cuando para contemplar el fragor de los montes, las cimas inaccesibles de las peñas en las que anidan las aves de rapiña, el correr de las aguas jóvenes del Tajo por el fondo del barranco, a veces manso, a veces saltarín y rumoroso, que baja desde el Hundido creando su propio ecosistema que merece ser cuidado escrupulosamente, el del Alto Tajo que es Parque Natural.
Las sabinas, el roble, el quejigo, los pinos jóvenes a un lado y al otro de la carretera, todos con el capullo letal sobre las capotas de donde saldrán a cientos las procesionarias. ¡Pero es que no va a ser posible librar a nuestros bosques de esa plaga infernal! ¡Seguro que se hace lo posible por evitarlas! Sus consecuencias, a corto o a medio plazo, suelen ser las mismas que las del más voraz de los incendios.

Un cartel indicador anuncia como por sorpresa que hemos llegado a Ocentejo. El pueblo queda a mano izquierda, en un claro que dejan los montes al pie del histórico peñasco de su castillo del que nada queda, apenas el nombre, un poco de historia como pertenencia que fue de los Carrillo de Albornoz y testigo de horribles crímenes entre los miembros de aquella familia, cuyo legado hasta nosotros no va más allá de un trozo de lienzo sostenido sobre la insignificante plataforma del peñasco. Lo volaron los franceses de Napoleón, al mando del general Hugo, en el año 1810, en un intento fallido por atrapar a la Junta de Defensa de Guadalajara que durante algún tiempo tuvo a Ocentejo como sede.
Al margen de su pasado histórico, tan lejano en el tiempo, queda el Ocentejo de hoy, uno de los pueblos más saludables y mejor cuidados de toda aquella comarca. Pueblo chiquito, cortado como un poco a la medida de lo que fue su castillo; pero limpio, de casas nuevas, de calles magníficamente pavimentadas, con una plaza coquetona que preside al fondo el moderno edificio del ayuntamiento, de milimétrica simetría en su construcción y una galería corrida ante la primera planta que llega de parte a parte. El reloj municipal señala las once de la mañana. El toque de las horas se extiende sonoro por el pueblo y por el campo.
Como en el pueblo hay anchura suficiente, y sentido del gusto también en los ciudadanos que de quince años a hoy han conseguido convertir aquel viejo y decadente pueblecito serrano en un auténtico vergel, las casas nuevas o restauradas se acompañan de un huertecillo o jardín sobre cuyas verjas sobresalen las frondas de los laureles y de los olivos. Los bares de la plaza están cerrados. Es una mañana cualquiera en un día luminoso de finales de febrero. De la puerta de una casa pende un simpático cartel que anuncia al caminante que allí puede adquirir “miel del pueblo y nueces del pueblo”. La puerta de la posible tiendecilla también está cerrada. Cabe suponer que serán los cazadores, los pescadores, y los amantes de la naturaleza, los principales clientes de estos establecimientos que antes de salir vuelvo a ver en torno a la plaza.
Desde Ocentejo hasta Valtablado la carretera sigue la dirección del río por su margen derecha y muy desde la altura. El estado de la carretera es aún más deficiente, pero se viaja con relativa comodidad. Sería provechoso andarla a pie para poder gozar a nuestras anchas de lo abrupto del paisaje, deteniéndose ante los profundos barrancos y los cortes espectaculares por los que baja el río, a trechos escondido entre la maleza. A un lado y al otro las violentas laderas del pinar, hasta que al volver de una curva se divisa como por encanto en medio de un claro del bosque el pueblo de Valtablado.
Antes de subir, tengo por costumbre siempre que paso por allí detenerme unos instantes a la altura del puente sobre el Tajo, bajar hasta la corriente del agua, respirar el aire húmedo con olor a ribera, ver como los patos escapan asustados desde la epadaña en vuelo rápido, y pensar con la imaginación en volandas en las continuas dificultades que en otros tiempos hubieron de salvar los conductores de las maderadas por estos estrechos y corrientes para llevar a término su propósito.

Entro al pueblo junto a la iglesia recientemente restaurada. Calle adelante están el ayuntamiento y una fuente octogonal con monolito rematado en un bolón de piedra. A la puerta de su casa, sentado plácidamente al sol, echa una cabezadilla un hombre del pueblo. Se sorprende cuando le doy los buenos días. El hombre se llama Victorio, tiene setenta y un años, y ha sido juez del pueblo. El hombre se ofrece a acompañarme por las orillas, y a contarme lo que buenamente se le ocurre.
-El pueblo ha cambiado mucho desde la primera vez que pasé por aquí -le digo.
La verdad es que no parece el mismo.
-Sí; de unos años a esta parte se ha ido arreglando bastante. Casi todo el dinero lo sacamos de rastrillos y de loterías que hacemos. Nunca nos toca, pero siempre queda algo para gastarlo en hacer cosas.
Aunque diferente a Ocentejo, Valtablado del Río es otro de los pequeños paraísos escondidos entre los bosques. Lo saben muy bien las gentes de fuera, que, al reclamo del río y de la caza, mayor y menor, vienen a pasar temporadas en varias ocasiones a lo largo del año.
-Cuando bajan por el río con las canoas, eso es muy bonito.
Victorio me anuncia que, a pesar de la altura y de estar rodeado de montes, rara vez ven la nieve en el pueblo, y cuando cae, enseguida desaparece.
-Y en verano qué quiere que le diga; el pueblo se llena de gente. Yo creo que han cometido un error con no poner aquí algún buen restaurante, para que venga la gente y puedan disfrutar de esto, con el río tan cerca y un ambiente tan sano como tenemos.
Durante estos días de un invierno con vocación de primavera, Valtablado, con sus bosques espesos de pinar donde habitan el corzo y el jabalí, y merodean en las tardes claras los buitres de las peñas, su “río que nos lleva” a cuatro pasos, y su tranquilidad en grado sublime, invita a quedarse.
El regreso se puede hacer por Arbeteta adonde continua, sinuosa y complicada, la misma carretera que hemos traído desde Sacecorbo; tomando luego la Alcarria por Peralveche y Trillo, después de una gira por sierras de paisaje y de leyenda que en cualquier caso recomiendo.

(En la foto, puente sobre el Tajo en Valtablado del Río)

domingo, 4 de septiembre de 2011

"CIEN ESPAÑOLES Y CUENCA"


Allá por el año 2000, mi amigo y celebrado compinche, Raúl Torres, publicó un libro con un contenido eminentemente conquense al que tituló “Cien españoles y Cuenca”. Consistía en una serie de preguntas, siete, las mismas para todos, dirigidas a un centenar de personajes de la literatura, del periodismos, de la política, del arte, de la cultura en general, conquenses o foráneos, sobre temas varios acerca de la ciudad de Cuenca. Por motivos de amistad, creo yo, aunque nos solemos ver allá de lustro en lustro y por pura casualidad, me eligió entre esos cien personajes para responder a su cuestionario. Un detalle que agradecí, y que a más de diez años de distancia de haber sido sacado a la luz pública, en un estupendo volumen editado por la Diputación Provincial, he vuelto a releer este verano. Quizás sean las mías las menos importantes de las respuestas que entre los cien aportamos en su día a la singular publicación del libro de Raúl Torres; pero como muestra podrían servir en homenaje al autor amigo, uno de los escritores que más se han preocupado por dar a conocer las infinitas maravillas de la ciudad -y provincia por extensión- de esa Cuenca incomparable, Patrimonio de la Humanidad.
Estas fueron sus preguntas, y las respuestas que se me ocurrieron en aquel momento, y que ahora ratifico de principio a final.

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¿Qué es lo que más le impresionó de Cuenca la primera vez que vino, la primera ocasión que estuvo en ella?
Fue la primera vez que vi una ciudad. Debía de tener cinco o seis años solamente. Los edificios de Carretería; los gritos de la churrera a la llegada del coche de viajeros en el que yo iba, y el olor a puchero y a cocina de carbón que salía de los portales de las casas me impresionaron mucho. Recuerdo que me llevó Esperanza, mi hermana mayor. Nos hicimos una fotografía en “Foto Arte L. Pascual” de la calle Calderón de la Barca, y luego nos comimos la merienda que mi madre nos preparó en el pueblo, sentados los dos sobre unas piedras que había al pie del cerrillo que, más o menos, quiero recordar estaba a la altura de donde después levantaron el hotel Torremangana.
La segunda fue años después, cuando llegué con mi maleta de cartón como todo equipaje, con el Bachillerato recién acabado como alumno libe, a iniciar los estudios de Magisterio en septiembre de 1954. Me hechizo su magia indiscutible, su espíritu de ciudad diferente al que me abrí sin condiciones para que entrase en mí, y lo digo con orgullo, creo que no me costó trabajo el conseguirlo.

¿Qué le interesó más, las Casas Colgadas en la Hoz del Huécar, la Ciudad Encantada o los paisajes de la Hoz del Huécar?

Prefiero los paisajes de la Hoz del Huecar. Son los primeros que afloran a la imaginación cuando me pongo a soñar con Cuenca. Los paisajes sombríos, otoñales de la caer la tarde, cuando los brujos de la Serranía van llegando entre dos luces a pasar la noche junto a los farallones de la Hoz
Si tuvo contacto con los conquenses ¿qué le parecieron: abiertos, sensibles, mágicos, oscuros, con complejo de que Cuenca es la mejor…?
Los conquenses son (somos) una raza oscura y diferente. Nos gusta sobrevalorar todo lo que a Cuenca se refiere; solemos guardar a perpetuidad en aquel escondido rincón del corazón donde se guardan las cosas entrañables, el cariño por nuestra tierra. Añoramos a Cuenca de por vida y respiramos con gozo su aire cuando traspasamos, después de alguna temporada de ausencia, el umbral de la provincia. Por lo demás, honestos, pacíficos y con un sentido profundo del paisanaje. Los hay malhablados y un poco zascandiles ¡Qué le vamos a hacer! Pero son los menos.

¿A quién admira más: a doña Rogelia, el personaje de Mari Carmen, a José Luís Coll, a José Luis Perales, a Gustavo Torner, a Raúl del Pozo, a Federico Muelas o al señor Luzón, director de Argentaria? (sólo en algunos casos).

A Perales y a Raúl del Pozo. Son los únicos con los que he tenido alguna relación personal. Al primero por sus valores como persona, además de los artísticos de los que medio mundo es testigo. A Raúl del Pozo porque coincidí con el en mis años de estudiante, incluso compartiendo a veces las mismas aulas, aunque Raúl era algún curso anterior al mío. Admiro su valía que nadie me podrá discutir; pero todavía más su arrojo y su capacidad para abrirse camino en unas circunstancias -aquellas de nuestra primera juventud- que no fueron, ni mucho menos, las mejores. De todo ello puedo dar fe.

De nuestros personajes históricos más transcendidos -Juan de Valdés, Fray Luís de León, Fermín Caballero, Álvaro de Luna, Alfonso VIII, el Licenciado Torralba, Alonso de Ojeda, Gil Carrillo de Albornoz, o Julián Romero, por ejemplo- ¿Cuál le interesa más?
Todos son importantes; pero me quedo con el condestable de Casstilla don Álvaro de Luna, aunque sólo sea porque he estudiado a fondo su vida y sobre el que tengo publicada una biografía novelada de la que quedé bastante satisfecho.

¿Qué comida conquense prefiere: morteruelo, ajoarriero, mojete, gachas, gazpacho de pastor, zarajos o judías con chorizo?
Me gustan todas, aun que reconozco que son demasiado fuertes y no aptas para estómagos delicados. Añoro el morteruelo, el mojete y las judías con chorizo. Eran -cada una en su momento- los manjares que más aceptación solían tener en la mesa familiar cuando yo era niño. El alajú y el resolí no suelen faltar en mi casa durante todo el año, sobre todo el resolí. Para mi uso son, convertidos en alimento bebible o masticable, el auténtico espíritu de las tierras de Cuenca, su compendio y resumen, que diría el hortera.

¿Se sintió en Cuenca feliz o triste? ¿Volverá alguna vez porque lo necesite o porque comprobó que era un lugar mágico, para ser feliz? ¿Echó algo de menos?

Vivir en Cuenca fue en su día para mí un acontecimiento definitivo. Lejos de todo tópico -y sin que pretenda hacer por ello una frase estúpida-, los tres años de mi vida pasados en la capital fueron felices y me marcaron para siempre. Allí fue madurando y se fortaleció mi manera de pensar, mi forma de ser y de comportarme, bajo las infinitas privaciones de aquellos tiempos, pero en medio de un escenario incomparable que tantas veces me sirvió para suplir otras deficiencias propias de la época. Vuelvo a Cuenca con cualquier pretexto cada vez que tengo ocasión, que viene a ser tres o cuatro veces al año. En estos llanos campiñeses del valle del Henares en donde vivo, echo en falta el carácter conquense y más todavía su entorno irrepetible, al que en otro tiempo dediqué muchas horas que se han ido petrificando en el recuerdo.