miércoles, 28 de septiembre de 2011

EL ENCANTO DE LA CIUDAD DE CUENCA

Cuenca, agraciada por los encantos mil de las tierras en las que fue concebida, es una de las ciudades más bellas de España. Cuenca es diferente a las demás ciudades, un manjar exquisito que conviene paladear primero y después digerir con calma. Cuenca es uno más de los caprichos de la Naturaleza, que un buen día se empeñó en manifestarse coqueta, soberbia, gentil, y eligió como escenario para sus debilidades la lomera de voluminosos riscos que queda entre las hoces de los dos ríos serranos, el Júcar y el Huécar, como una nueva Mesopotamia asentada sobre las peñas y los farallones, sólo para alucinar al mundo con tanta maravilla. Después los hombres, los conquenses, ayudaron con el simple hecho de estar allí al milagro de Cuenca, para que más tarde, también los hombres, los conquenses y los que no lo son, ponerle freno de manera obstinada.

A Cuenca hay que cogerla en su momento. Cualquier hora es buena para llegar a cuenca; pero hay momentos óptimos en los que la ciudad se transfigura. Cuenca apasiona cuando cierra el mes de mayo, y todavía más en pleno otoño, cuando los álamos del Júcar se visten de amarillo real y el silencio de la piedra se mete en el alma de los que la miran.

Cuenca no es, en cambio, una ciudad encantada como muchos podrían pensar. No andan por sus calles pinas y por sus rincones encrespados y cargados de misterio los espíritus furtivos, que adormecen el aire y convierten en eternos los días y las horas. Cuenca es una ciudad como tú y como yo, de carne y hueso como todas las ciudades del mundo, pero con unos aditamentos muy suyos, a saber: el agua, la piedra y el viento, donde hunde su profunda raíz la leyenda y florece con facilidad el misterio; una ciudad sencillamente hermosa que tiene el privilegio de encantar sin estar encantada. Ortega y Gasset, impresionado de su cielo azul y de su estampa como ciudad apiñada entre dos vertientes, la llamó “Cogollo de España”; de “Nido de águilas” la encumbró Baroja, lo que ha contribuido a acrecentar todavía más el fervor de los conquenses a su tierra de origen. Como “Única” la consideran los que la viven y la ven a diario, y con apelativos en esa misma línea se suelen despedir de ella hasta su regreso los que la ven por primera vez.

Por diferente y variada, la ciudad jamás perdió el sentido de su aparición en el tiempo como ciudad histórica, rama tal vez privilegiada de un tronco común con el de otras ciudades de España: el de la castellanía. En Cuenca, a lo largo -y un poco también a lo ancho- de las dos vertientes abruptas sobre las que nació y fue creciendo, es donde la tierra deja por un instante de ser paniega y monótona, donde Castilla se eriza, se despereza, se solivianta voluptuosamente, se acicala con el traje talar de lo imposible, y alza sus manos de roca hasta tocar el cielo. Y lo toca, claro que lo toca. ¡Qué son si no las cúpulas y los cupulinos de los venerables conventos de las iglesias, que se yerguen por encima de los crestones de piedra, y los farallones que desde lo más alto de las hoces vigilan impasibles de día y de noche el correr de sus ríos, sino confusos reflejos de claridad teñidos de grana, celeste matiz de cada atardecer en los otoños de Cuenca?

El viajero que viene a cuenca por primera vez se queda envuelto entre los pesados pliegues de la desesperanza. Nunca deberá extrañarse si en algún momento se siente víctima de una sensación de insignificancia, de parecerle no ser lo que en realidad es, al pasar bajo las tremendas moles de la Majestad, de San Cristóbal, del Cerro del Socorro, que escoltan la ciudad y la liberan de los malignos vientos del norte; o en medio de aquel laberinto de costanillas estrechas, de las viejas portonas de sus iglesias y conventos, del rumor del agua al caer de sus fuentes callejeras, de gentes que vienen y van sin prestar atención al suelo que pisan, por las calles céntricas y más transitadas de la ciudad.

La historia de Cuenca conserva, como todo lo antiguo, sus primeros pilares voladizos, sin una base documental segura en la que apoyarse. Existen diferentes versiones donde elegir para buscar los orígenes de la ciudad. Unos dicen que fueron pueblos de la Celtiberia sus primeros pobladores; otros se esfuerzan por demostrar que fueron árabes los que hundieron los primeros cimientos en el barrio del Castillo y la llamaron Kunka; otros aseguran que la personalidad de su fundador o fundadores se desconoce, aunque no así el momento en el que se fundó, que fue el mismo día y a la misma hora que la ciudad de Roma; y otros, en fin, que como Ícaro se atreven a levantar sus alas de cera por los complicados caminos de la imaginación, sin miedo a ser derretidas por el sol, dicen que fue el propio Hércules su fundador, allá por los años, o siglos, -vaya usted a saber- inmediatamente anteriores a los de la Grecia clásica. De todas ellas, como es fácil suponer, la única teoría que ofrece ciertos visos de veracidad es la que atribuye el origen de la ciudad a los árabes; que se fundó, efectivamente, en los primeros llanos del cerro de San Cristóbal, hoy barrio del Castillo, y se fue extendiendo paso a paso, siglo a siglo, ladera abajo hasta lo que ahora es la Cuenca remansada y moderna. La Historia da como cierto el hecho de que la princesa Zaida, hija del rey moro Almutamid, prisionera, concubina, y mujer después del rey Alfonso VI de Castilla, contó con la ciudad de Cuenca como la parte más estimada de su dote.

El días 21 de septiembre del año 1177, cuando el rey castellano Alfonso VIII, después de ocho meses y medio de paciente espera, consiguió entrar en la ciudad y reconquistarla, e incorporarla a la corona de Castilla, dicen que tuvo de su parte como aliada a la Madre de Dios y con el apoyo efectivo del pastor Martín Alhaja, ángel bueno que le asistió puntual en otros momentos cruciales de su vida.

Cuenca alcanzó gran esplendor en tiempo de los Reyes Católicos. Sus talleres de tapices, de telas y de papel, gozaron de merecido prestigio en los mercados de toda la península; mientras que en los recién construidos palacetes de la ciudad alta, se iban instalando familias nobles y artistas de la talla de Jamete, el del famoso arco de la catedral, de los Becerril, de los Valdés o de los Hernando de Arenas.

A principio del siglo XIX la ciudad había caído de manera alarmante en importancia y en número de habitantes, hasta el punto de haberse visto expuesta a desaparecer frente a la artillería de Napoleón, situación límite que no se llegó a consumar y que salvó como pudo el obispo Falcón, si bien no fue posible evitar otros sonoros desastres de los que la ciudad no ha podido ni podrá recuperarse, tales como el saqueo del tesoro catedralicio y la demolición, hasta convertirla en ruina, de su antigua fortaleza.

Debido a otros factores no ajenos a la propia Cuenca, como pudieran ser sus incomparables bellezas naturales, o el empeño tenaz por darla a conocer de muchos conquenses, contando siempre con los escasos medios de que dispusieron, la ciudad ha ido levantando cabeza durante las últimas décadas, después de un par de siglos de abandono total, de penurias y de olvido.

(En la fotografía, el Parque de San Julián)

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