sábado, 27 de diciembre de 2008

VIAJE FUGAZ AL VALLE DEL MESA


A la salida de Mochales, siguiendo en línea paralela y en la misma dirección que el río las aguas del Mesa, en un instante se llega hasta Villel, antiguo marquesado al que se accede valle abajo entre las huertas de forraje, árboles frutales, campos de hortaliza, y enormes roquedales a un lado y al otro del camino. Ya se alcanzan a ver los cuatro lienzos del castillo que un rayo dejó en pie sobre la peña en aquella tormenta fatal que hará casi medio siglo se produjo en plenas fiestas de San Bartolomé, y que aun en estado de ruina siguen siendo la enseña de Villel y el sello de su historia.
Villel de Mesa se presenta a primera vista como descolgado en la solana de un cerro mate que baja a refrescar sus pies en la corriente del río. La de hoy es una agradable mañana de sol. Los árboles de la plaza y muchos de los de la vega están comenzando a teñirse de verde a medida que la primavera va imponiendo su ley en los campos y en el ánimo de las personas después de un invierno excepcionalmente irregular.
Son las once de la mañana y los niños de las escuelas corren y gritan por el jardín entre los sauces y los arbustos, junto al arco romano, la fuente surtidor y el busto sobre columna de granito de don Pedro Gómez Fernández, el médico benefactor al que el pueblo le rinde perpetua memoria. El ayuntamiento y las escuelas ocupan el mismo corazón, pulcro y cuidadosamente restaurado, que sirve de frontal a la plaza.

Tres personas jóvenes, dos chicas y un varón, juegan con ellos y vigilan los movimientos de los niños en la plaza. Los tres son profesores que atienden a la no muy nutrida nómina de chiquillos. Ninguno de los tres jóvenes maestros son de allí, ni de algún lugar cercano. Las señoritas son de Checa, una de ellas, y de Miguelturra en Ciudad Real, la otra. El varón me ha dicho que es de Albacete.
- Supongo que el colegio será comarcal –les pregunto.
- Sí; pero los niños son todos de Villel; sólo hay dos de fuera, uno de Mochales y otro de Algar.
- ¿Os ha sido fácil acostumbraros a estar tan lejos de vuestra tierra?
- Sí; nos ha sido fácil. Aquí estamos bien.
- ¿Cuánto tiempo lleváis en este colegio?
- Muy poco. Sólo este curso. El compañero lleva menos de un mes.
Cuando se empieza a caminar pueblo arriba desde la plaza por la calle que dicen la Empedrada, resulta impresionante el tremendo bloque de roca sobre el que se sostiene lo poco que queda del castillo de los Funes. Para subir al barrio de arriba se puede hacer por cuatro calles diferentes: empedrada, Canónigos, Estanco y Calle del Horno. Pasadizos estrechos, rincones evocadores de aquel otro Villel de hace muchos años, siglos quizás, cuando los modos de vivir eran distintos a como lo son hoy, y que nos recuerdan las retorcidas callejuelas de la ciudad de Cuenca por las que se sube hasta la catedral. También aquí, estas calles en cuesta nos llevan hasta la placita del Dr. Larrad y a la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, que luce al mediodía su bella portada renacentista.
Por la placita ajardinada del Dr. Larrad, que es a la vez un interesante mirador sobre el pueblo y sobre el castillo, pasa en este momento la cartera repartiendo la correspondencia de casa en casa. La cartera de Villel es una mujer joven, dinámica, que no puede pararse en contemplaciones si quiere distribuir en el tiempo de que dispone todo el fardillo de papel que lleva en la valija. Sin detenerse un instante, me dice que hace el reparto diario en Labros, Amayas, Mochales, Villel y Algar.
Aunque tan sólo sea de manera testimonial, uno ha venido hasta Villel de Mesa con intención de visitar Algar aprovechando el viaje, siempre que el apretado horario que marca la distancia lo permita. Saliendo de la plaza, junto a las huertas, al pie del cerro de la Horca, se retoma la carretera que sólo hay que seguir en la misma dirección de las aguas del río para ponerse en Algar en un instante, el último pueblo de la provincia de Guadalajara de los tres que asientan en el valle, antes de que el río se meta en Aragón por Calmarza. El Mesa nace en las afueras del pueblo de Selas, brotando del suelo a borbotones, y en Anquela, al poco de nacer, gira en dirección hacia estos pagos al tiempo que va aumentando su caudal; desemboca en el Jalón, cerca de Ateca.

La carretera que nos lleva hasta Algar corre bajo las peñas por algunos tramos. A mitad de camino hay una especie de caserón al lado del río, solitario en pleno campo, que pienso puede tratarse de algún viejo molino movido por la corriente. Al pueblo ya lo tenemos ahí, extendido en vertiente a la solana como Villel, escalonado en la ladera. Desde su fundación, Algar de Mesa cuenta con el privilegio de poder dormir cada noche arrullado con el rumor de la chorrera que rompe el silencio del valle.
Debo reconocer que desde la primera vez que anduve por aquí, que conocí su singular urbanismo, el ambiente que lo rodea y la extraordinaria condición humana de sus gentes, siento cierta debilidad por este pueblo, puesto a manera de balcón sobre el barranco, como un juego de viviendas colocadas a todo lo largo del ancho anfiteatro natural sobre el que las fueron construyendo. La iglesia de Santo Domingo destaca sobre el resto de los otros edificios; una iglesia pequeña que data de 1574, y que es residencia compartida para la imagen de su Patrona, según la época del año, con la ermita de Nuestra Señora de los Albares, su titular, situada allá en las afueras.
Apenas entro en Algar sale al paso un hombre joven que me ha debido reconocer al bajar del coche. Se llama Pedro Pérez, y junto a él he compartido los pocos minutos de que dispongo en esta visita fugaz. Tenía ilusión por bajar hasta la chorrera, para escuchar el murmullo del agua a su caída y recordar en el mismo sitio donde lo conocí al abuelo Miguel, aquel anciano del pueblo, hábil pescador de truchas, que en la media mañana de aquel lejano día de verano, se empeñó en regalarme una manzana hermosa que era parte de su merienda.
- Pues todavía vive –me ha explicado Pedro. Tiene noventa y seis años y está en una residencia de Sigüenza. Ya no se puede valer por sí solo, y se le ha tenido que buscar esa solución.
El agua del río, las huertas, los puentes, con el pueblo arriba, es la estampa característica de este pueblo de no más de cincuenta personas, y que alguna vez comparé con algún anexo del Paraíso. Desde entonces se han realizado obras que nada rompen con su imagen de siempre, a lo que hay que unir el orden y la limpieza como complemento.
Para la fiesta de la Virgen de los Albares, la gente baila en la pequeña placita en la que han preparado un escenario de obra con cumplidos ventanales que miran hacia las huertas. Desde la barbacana de la iglesia echo el último vistazo sobre la vega: el cerro de la Horca, la Muela, la Cabezuela, los Huertos, la Chorrera del Tío Carlos…, y en la memoria, viva como si fuera de ayer, la imagen menuda del abuelo Miguel, el impenitente pescador de truchas, y la de aquella tierna escuadrilla de jovencitas quinceañeras que en tal ocasión me sirvieron de guías: Elena, Rocío, Albares, Mari Carmen…
(“Nueva Alcarria”, Noviembre 2007)

martes, 23 de diciembre de 2008

LA NAVIDAD CON EL PINTOR MAYNO


Muy poco tenido en cuenta, y hasta desconocido por muchos, fue el pintor Juan Bautista Mayno, hasta el día en que se descubrió su naturaleza española como nacido en Pastrana en el año 1581, según consta en el archivo parroquial de la iglesia colegiata de esta villa alcarreña. Y todo ello a pesar de su condición como estrella de la pintura dentro del clasicismo español, y de que muchas de sus obras son reconocidas como magistrales, y así se exponen por verdaderas joyas en algunos de los más importantes museos de España y del extranjero.
Fue grande en su tiempo este alcarreño singular, hijo de padre milanés y de madre pastranera. Tanto la crítica, como la historia de la pintura española se encargaron de ponerlo en el justo lugar que le corresponde, en el de los pintores clásicos que podrían servir de modelo a generaciones posteriores. Reproducciones en miniatura de sus mejores cuadros las hemos visto con cierta frecuencia en tarjetas de felicitación y en sellos de Correos, aprovechando esas tiradas especiales que el Servicio pone en circulación temporalmente coincidiendo con las fiestas de Navidad, para lo cual se sirve de obras lleva­das al lienzo por pintores famosos; y Mayno, alcarreño de Pastrana, es uno de ellos; tal vez uno de los hijos más uni­versales que ha dado esta tierra, y para tantos de nosotros también de los más desconocidos y desconsiderados. Todavía recuerdo con dolor, el intento fallido de dar el nombre de "Pintor Mayno", a propuesta del claustro de profesores, a uno de los colegios públicos de Guadalajara, y que los miembros de la entonces todopoderosa Asociación de Padres, apoyados por los ínclitos que a nivel provincial sostenían las riendas de la Administra­ción -pienso que por ignorancia, más que por mala fe-, se encargaron de tirar por tierra a cambio de otro nombre impersonal de los que nada dicen y que todavía conserva, lo que nos privó de colocar en el mundo de la cultura un piloto encendido a perpe­tuidad, que lo situase como merece un ilustre de nuestra tierra. Guadala­jara, amigo lector, sigue en deuda con aquel genio del llamado Siglo de Oro.

Nació el pintor, como ya se ha dicho, en la villa de Pastrana, cuando en tiempo de sus primeros duques ésta vivía los más altos momentos de esplendor de toda su historia. Su padre, pintor milanés, fue uno de aquellos artistas que Ruy Gómez de Silva hizo venir a Pastrana para trabajar en sus fábricas de tapices y de sedas, así como en la decoración de iglesias y estancias nobles; se llamó también Juan Bautista, el cuál, acostumbrado a estas tierras donde tomó perspectiva su futuro, por lo mucho que todavía quedaba por hacer en la Pastrana de los de Eboli, casó con Ana de Castro, hija de lugareños de la villa, y de la que nació nuestro hombre, el pintor Mayno, el que nublando con su figura la buena fama de su padre, conseguiría entrar en la historia del Arte Barroco Español como una de sus más destacadas figuras, a pesar de que su obra no fuese tan abundante en cantidad como la de otros artistas de su tiempo, y aun posterio­res, si bien en calidad fue supe­rada por muy pocos, como puede apreciarse a la vista de los testimonios que todavía quedan, y de los que el Museo del Prado será tal vez el más afortunado como poseedor de cuadros de esta singular artista, al que seguirán a distancia los museos de Grenoble, San Petersburgo, y el convento de religiosas de su villa natal.
Como hijo que era de padre italiano, y habida cuenta de que en el mundo del arte desde los inicios del Renacimiento fue Italia la verdadera escuela en cualquiera de sus manifes­taciones, y muy en especial en lo referente a las artes plás­ticas, de las que Florencia, Roma, Venecia y Milán, son a partir de entonces auténticos museos, no debe extrañarnos que su padre lo mandase, desde muy joven, a formarse en la Italia de los grandes maestros de donde él procedía. Allí tuvo con­tacto con la obra de los mayores genios de su tiempo, con la de Caravaggio y Gentileschi, por ejemplo, cuya influencia se habría de notar más tarde en algunos de sus mejores lienzos.
Debió regresar a España hacia 1610, pues un año más tarde, en 1611, cuando el pintor contaba treinta años, queda constan­cia de que trabajó en la catedral de Toledo, y poco más tarde en el convento de dominicos de San Pedro Mártir de la capital toledana, donde pintó el magnífico retablo mayor de su iglesia y tomó el hábito de la Orden de Santo Domingo en el año 1613. Felipe III lo llamó a la Corte en el año 1620, con el encargo de que fuese maestro de dibujo de su hijo, el futuro Felipe IV. Juan Bautista Mayno murió en el convento de Santo Tomás de Madrid en el año 1649.

Sobre algunos otros cuadros de temática palaciega, siem­pre al servicio de la corte del rey Felipe IV y de su valido el condeduque de Olivares, como pudiera ser "La recuperación de la Bahía de Brasil", hoy en el Museo del Prado, destaca en la pintura de Mayno el tema religioso. Fueron varios los encargos que el pintor recibió de iglesias y conventos, desti­nados a la ornamentación de retablos, donde se nos muestra con cierta inclinación al clasicismo, si bien, como nota personal aporta a su obra unos tonos claros que lo dis­tinguen, hasta cierto punto impropios de la pintura de su tiempo.
El retablo del convento de Dominicos de Toledo y el de religiosas de Pastrana, de los que ya se habló, fueron traba­jos realizados durante los años inmediatos a su regreso de Italia. Los lienzos en gran tamaño de la "Adoración de los Pastores" y de la "Adoración de los Reyes", sin duda los más conocidos de toda la obra del pintor, unidos a "La Resurrección" y a "La venida del Espíritu Santo", ambos en el Prado, son obras posteriores en su ejecución, lienzos en los que se deja ver no sólo la inspiración, sino la técnica de un gran maestro.
Durante las fiestas de Navidad nada mejor que recordar a este “ilustre olvidado”, hijo de nuestra tierra, enseña de uno de los periodos de la Historia de España en la que el arte floreció y en la que la Alcarria, por obra y gracia del destino, tuvo tanto que decir. Es justo sacar a la luz con la frecuencia que el hecho merece a nuestros personajes más representativos, de los que Guadalajara no está sobrada precisamente, aunque los pocos que son, como este “glorioso” cuya memoria hoy nos ocupa, llenan sobradamente la página correspondiente a esta tierra en el imaginario “Tratado de personajes ilustres” que han dejado profunda huella en el concierto universal del correr de los siglos.

¡Felices fiestas de Navidad!, y que el mensaje de paz que nos trae la obra pictórica del pastranero Juan Bautista Mayno, esté presente en nuestros hogares y en nuestras personas.


("La Adoración de los Reyes", de J.B.Mayno. Museo del Prado)

viernes, 19 de diciembre de 2008

EL POZO AIRÓN, MITO Y LEYENDA


Lo he visitado una vez empujado por su fama y por lo que de él cuenta la leyenda. Para mi uso, se me antoja que su origen no va más allá que el de las conocidas Torcas de la Serranía de Cuenca, es decir, un hundimiento del terreno debido al desgaste del subsuelo como consecuencia de las corrientes de agua subterránea. Fenómenos geológicos que se han dado en todos los tiempos, incluso en los más recientes, como el que en el año 1972 se produjo a un kilómetro escaso de las últimas casas, junto a la carretera, en Paredes de Sigüenza, la comarca más meridional de la provincia de Guadalajara.
Debido a la proximidad entre mi pueblo y La Almarcha -el lugar de la Mancha conquense que tiene por vecino al Pozo Airón- recuerdo cómo toda la comarca estuvo impresionada por la leyenda de la “laguna misteriosa”, por lo que se contaba de ella, hasta el punto que nuestras madres y nuestras hermanas mayores, cuando cada mañana nos peinaban para ir a la escuela, y por sistema nos mostrábamos reacios al aseo, nos solían amenazar con un argumento tan inocente como que la cabeza se nos llenaría de piojos, que harían una cadena, y nos llevaría arrastra a arrojarnos al Pozo Airón.
Este de La Almarcha es el Pozo Airón del que se habla en la leyenda, el que nombra Cervantes en su Viaje al Parnaso; para distinguirlo de otros varios que existen en España con el mismo nombre, y aun dentro de nuestra región -Balbacil (Guadalajara), por ejemplo).
El célebre polígrafo del siglo XIX, José María Cuadrado, nos dejó escrito en su obra Guadalajara y Cuenca, párrafos tan ilustrativos sobre el Pozo Airón como los transcribo seguidamente:

« Inmediato al castillo de Garcimñoz y en términos de Almarcha, que fue en otro tiempo dependencia de su corregi­miento, está el célebre Pozo Ayrón. La existencia de un lago sala­do en tierra tan salitrosa y próxima á grandes salinas nada tiene de extrañeza, sin necesidad de inventar que sea ojo de mar. Con todo, llegó á adquirir gran celebridad, y los conquen­ses y manchegos hubieron de popularizar el nombre del salobre lago, aplicándolo á la corte de Madrid). Visitólo el empera­dor Carlos V yendo de paso para Valencia, y también su hijo Felipe II. Ahora ya se bañan en él, habiéndolo hecho al pronto algunos despreocupados por diversión y broma, sin que ningún tiburón ni serpiente verde y escamosa con ojos fosforescentes, arrastrara al fondo de la inconmensurable sima para devorarlos á los incautos profanadores de su sombrío albergue. Y ¿quién sabe si algún día hallará algún químico que las temibles aguas del Pozo Ayrón son útiles para curar escrófulas sin necesidad de ir á puertos de mar ?

La fábula y la leyenda contribuyeron también á dar fama y celebridad al Pozo Ayrón. A principios del siglo XVII corrió la voz entre los noticieros), ó quizá venía de antes, de que D. Buesso echó en aquel Pozo veinticuatro amigas suyas.
¿Y quién era ese D. Buesso, caballero de nuestros romances po­pulares y moriscos? Un D. Buesso con veinticuatro queridas, tiene más de moro que de cristiano, y si á esto se añade que convertido en Barbazul manchego, concluye por desnudarlas para quedarse con sus alhajas y ahogarlas en el pozo, nos da idea de que no pudo ser después de la reconquista, aunque en el siglo XIV no habían perdido los magnates las costumbres de los tornadizos muladyes. Y como una fábula suele traer otra por contera, poco después se añadía que una de las queridas le suplicó á su Barbazul, ¡extraño melindre! que se volviera de espaldas mien­tras se desnudaba, y aprovechando un momento empujó briosa­mente á D. Buesso y le arrojó al pozo.»

lunes, 15 de diciembre de 2008

LA CIUDAD ENCANTADA (y II)


(Continuación)

Ante el indescriptible espectáculo de aquellos roquedales manejados por la fantasía, noche de pesadilla para saberla domi­nar con la mente despejada y los ojos bien abiertos, se extasia­ron andarines de pro y buscadores de sorpresas, soñadores y ar­tistas: Baroja, Unamuno, Blasco Ibáñez, Noel, Eugenio D'Ors, Federico García Lorca, Martínez Kleiser, Manuel de Falla, Maurice Ravel, Debussy, Gus­tavo Doré, entre otros muchos, son nombres inscritos a perpetui­dad en los anales de este rincón sin igual de la serranía con­quense. No hay duda de que la temática general en los grabados de Gustavo Doré, especialmente sus fondos, cambió de manera sensible después de la visita que el artista hiciera a la Ciudad Encanta­da, mejorando en romanticismo y severidad.
El Elefante y La Tortuga, vienen a caer casi a la misma altura, uno a la izquierda y otro a la derecha, ya en el camino de vuelta. Este será el segundo elefante que aparece en el misterioso mundo de la Ciudad Encantada; el otro lo dejamos atrás, peleando en guerra sin cuartel con un enorme cocodrilo; una lucha eterna y encarnizada que ni siquiera el tiempo acabará con ella. Este otro elefante se ve de pie, con sus voluminosas orejas, colmillos y trompa tocando el suelo. Se apartó solitario del paso de los hombres, presintiendo tal vez su muerte no leja­na. La Tortuga enseña al visitante su monumental cabeza sacada del caparazón, pero esconde el resto de su cuerpo, que necesa­riamente se podrá ver subiéndose a unas peñas que hay junto al camino. Casi nadie lo hace. La gracia de aquella tremenda cabeza de piedra, símbolo de eternidades, es suficiente razón para que el viajero anote en su lista de impresiones el recuerdo de aquel descomunal quelonio.
Camino de tierra ya de regreso, arbustos y renuevo de pinar junto a otros talludos ejemplares adultos. Las piernas, seguro que a estas alturas han comenzado a pesar en el cuerpo del cami­nante. Los Osos, tres en total, distraen ahora la atención jugue­teando a la vera del camino. La Tortuga y los Osos viven su impa­sible vecindad en absoluto mutismo. Se ven, cara a cara, desde el principio del mundo, pero jamás se llegaron a juntar. Son vidas distintas, sin ningún punto en común. No es ese el caso de Los Amantes de Teruel, pareja de peñascos con forma de rostro humano, que esperan de por vida unirse en el ósculo definitivo que tan ansiosamente desean sus labios entreabiertos. Singular romance en piedra con el que la Ciudad Encantada, lo mismo que en las viejas películas de amor, concluye el itinerario previsto para enseñar a los turistas. Las dos horas de recorrido, más o menos, acaban con la misma mole señera que al entrar nos abrió las puertas: El Tormo Alto, lección magistral de escultura de vanguardia con la que puede darse por terminada -siempre hasta una ocasión próxima- la visita al más misterioso paraje de toda la Serranía de Cuenca.
A la salida, antes de decidir si acercarse o no por entre los pinos hasta el Mirador de Uña, se pueden adquirir en los puestecillos de recuerdos piedras curiosas recogidas en diferen­tes lugares de la comarca: fósiles del Cretáceo, rinchonellas del Jurásico, cristalitos de cuarzo, flechas de yeso laminadas en cristal, o hierbas secas de la sierra preparadas para infusiones, que llevan -se dice- al estómago de quienes las tomaren, el opor­tuno y justo complemento de cuanto en este lugar los ojos y la imaginación no fueron capaces de captar.
Puestos aquí, un kilómetro y medio a pie o en automóvil, se regala al visitante otra recomendable visión serrana, la del Mirador de Uña. Al borde del pinar y de las peñas queda al descubierto la pintoresca panorámica del pueblo de Uña contem­plado a distancia; con su inmediata laguna y los cortes violentos de la piedra sobre las cimas de los cerros que lo circundan, siempre como fondo del valle que se tiñe de un encanto muy parti­cular. Por encima de los cielos azules, luminosos y limpios, que por lo general suelen arropar a los paisajes pinariegos, merodean a menudo y pasan las horas muertas describiendo círculos concén­tricos, las parejas de buitres y de águilas que anidan en las risqueras más inaccesibles de la sierra.

domingo, 14 de diciembre de 2008

LA CIUDAD ENCANTADA ( I )



El poeta pregunta a su amor por
la Ciudad Encantada de Cuenca


¿Te gustó la ciudad que gota a gota
labró el agua en el centro de los pinos?
¿Viste sueños y rostros y caminos
y muros de dolor que el aire azota?
¿Viste la grieta azul de luna rota
que el Júcar moja de cristal y trinos?
¿Han besado tus dedos los espinos
que coronan de amor piedra remota?
¿Te acordaste de mí cuando subías
al silencio que sufre la serpiente
prisionera de grillos y de umbrías?
¿No viste por el aire transparente
una dalia de penas y alegrías
que te mandó mi corazón caliente?
(Federico García Lorca)

Por sus características especiales, consecuencia de lo que la Naturaleza, aliada con el tiempo, ha venido a realizar sobre ella, la Ciudad Encantada es el recorte de tierra conquense más conocido universalmente. La finca en la que se asienta esta sin­gular maravilla geológica, tiene una extensión total de veinte kilómetros cuadrados, si bien, es mucho menos lo que por lo general suele ver el visitante, a quien de antemano se le ha marcado una ruta a seguir en la que puede admirar, siempre lle­vando un orden para no perderse, la mayor parte de los ejemplares pétreos que, desde hace millones de años, se exhiben en aquel escaparate natural y único al que acuden de ordinario un gran número de excursionistas, veraneantes y estudiosos, en cualquier época del año.
La Ciudad Encantada ocupa una zona de pinar que es conti­nuación de los espectaculares valles de Valdecabras, siendo, no obstante, su más aconsejable vía de acceso la que nos llevó hasta Uña, lo que supone desde la capital una distancia aproximada de 36 kilómetros, siguiendo el camino previsto hacia otros lugares de la Serranía.
Pensando en los turistas, existe al entrar un cómodo res­taurante y algunos puestos de regalos con recuerdos del sitio. Una extensa explanada, al sol o a la sombra de copudos pinos, a elegir, precede y sirve como lugar de estacionamiento a los vehí­culos en tanto que sus ocupantes giran visita al solemne espectá­culo de piedra, o toman, si así lo prefieren, el aire de la sie­rra cargado por aquellas latitudes de aromas a menta, a lentisco, a cantueso, a romero y a resina, que el paraje se encarga de desprender de sí en todo instante.
Cuando se sigue el itinerario que marcan las flechas, una vez decididos a pasar dos o tres horas contemplando lo más repre­sentativo e interesante de aquellos soberbios volúmenes, personi­ficados cada uno con formas caprichosas, aparece como hito de introducción y como roca señera de todo el misterio que allí se da el llamado Tormo Alto, mole de caliza en forma de hongo, que incomprensiblemente se sostiene sobre un cuello estrechísimo y en cuya cima sitúa el poeta Federico Muelas la tumba de Viriato, que pudo morir traicionado allí, en cualquiera de las covachas de la Ciudad Encantada que, en alguna de sus bélicas correrías por el corazón de la Celtiberia, le hubiese podido servir de cuartel general.
De inmediato se llega a Los Barcos, tres transatlánticos anclados desde la eternidad en correcto orden, lo mismo que los buques en un puerto de mar, esperando por millones de años romper amarras y ponerse a navegar tierra adentro por los anchos mares de Castilla. Al pie crecen los zarzales y los jaramagos, en las superficies de sus proas se da cada verano el lastre amarillento de las flores de té, sellando su obligada quietud que durará mientras que el mundo dure.
El Perro es un enorme mastín formado por muchas toneladas de piedra. Los pinos adornan su lomo, en tanto que el curioso animal, con la cabeza erguida, sigue atento el rumor de los vientos que atraviesan el bosque. No lejos está la Cara del hom­bre, de recortado perfil, clavada sobre el suelo; facciones con­seguidas por efecto de la erosión a base de tiempo y de paci­encia. Monstruo de presumible origen ciclópeo, capaz de tomar vida o muerte al simple capricho de la imaginación.
El Puente Romano es una magistral lección de formas, de estética y de equilibrio, que sobrevalora la caprichosa vegeta­ción nacida en los recovecos de las peñas. El arco, delicada coordinación de caliza a caballo de la Geometría y del Arte, siempre igual y siempre distinto, oquedad abierta por los siglos en labor inapreciable, está muy por encima de nuestra limitada concepción del tiempo. Luego La Foca, tumbada y juguetona, sosteniendo en alto sobre el vértice de su boca puntiaguda el abultado pelotón de un peñasco. No mucho más lejos, a mano iz­quierda del visitante y apartado discretamente del camino que señalan las flechas, la piedra, otra vez pendiente de la estre­chez inverosímil que le sirve de apoyo, toma la forma de un anti­guo Llamador de puerta gigantesco. Tal vez sea aquella la entrada al mundo de lo desconocido, de la imaginación sin posible límite, del que la Ciudad Encantada no es sino un confuso anuncio en el que cada cual es muy libre de sacar sus propias consecuencias, contando siempre con la velada intervención in mente de los hados serranos que por aquellos lares suelen habitar.
Luego se pasa por un angosto muy original que sube y baja al andar repetidas veces, buscando visiones nuevas a la salida. Debido a su ondulante trazado, como fondo de una sima entre murallones verticales de roca, alguien le impuso con acierto el nombre de Tobogán, que hallará luz, por fin, en un nuevo hori­zonte de sólida calma donde todo ‑suena a paradoja en este extraño mundo de impresiones‑ parece igual. La vista se pierde por encima de la plataforma rizada del Mar de Piedra, juego fantástico de horizontes y de planos, curioso oleaje que alguien consiguió dejar sin movimiento en la misma tarde la Creación, esperando, quién sabe si el final del mundo, para agitar de nuevo sus olas al soplo de los vientos y alzar mareas que tapen el mundo en la suprema hora del desencanto.
Más adelante la Naturaleza ha proporcionado a la piedra ciertas formas que el decir popular, y siempre por razones de semejanza, ha venido bautizando con nombres tan significativos como El Convento, recinto semicerrado y siempre a punto para la reflexión, del que se sale mediante un arco en ojiva; Las Bode­gas, cisternas profundas de inexplicable origen: El Frutero, peñasco popular con abierta plataforma en la cima, donde los gi­gantes de la Ciudad Encantada acostumbran a colocar sus viandas que tomarán durante los entreactos en las noches serranas de representación, coincidiendo con las fechas inmediatas, anterio­res o posteriores, al solsticio de Capricornio, que es cuando los hombres no pueden verles. Las representaciones teatrales tienen lugar en una plaza anchísima, con escenario apropiado y cortina­jes de piedra que llaman El Teatro. Se sospecha que en las memo­rables noches de representación, los monstruos se visten de gala y ponen en escena obras referentes a encantamientos y a tragedias sobre amores imposibles la mar de emotivos. (Continuará)

(De mi libro-guía "La Serranía de Cuenca")

miércoles, 10 de diciembre de 2008

EL HÉROE DE CASCORRO


Su verdadero nombre fue el de Eloy Gonzalo García. Se le supone hijo natural de un ricachón incontrolable y calavera vecino de Malaguilla, más conocido en los pueblos de la Campiña guadalajareña por “el Tío Gonzalillo”, quien jamás lo quiso reconocer como hijo, y de una mujer vende­dora de melones natural del vecino lugar de Cabanillas. Al poco de nacer, el niño fue abandonado a la puerta de una inclusa madrileña.
El "Héroe de Cascorro" escribió en la Guerra de Cuba una página de alto riesgo siendo muy consciente de lo que le podría venir como consecuencia. No obstante, pudo salir salvo después de incendiar, valiéndose de una lata de petróleo, la guarnición de insurrectos cubanos que tenían cercado y a su merced al destacamento militar español.
Eloy Gonzalo murió poco después en Matanzos (julio de 1897), tal vez a causa de las secuelas del acto insólito que le haría famoso. Su cuerpo fue repatriado, y enterrado junto al de otros combatientes de la Guerra de Cuba, en un mausoleo del cementerio madrileño de la Almudena.
La Capital de España le dedicó una calle y una de las plazas más conocidas y frecuentadas de su casco antiguo, así como en 1902 el popular monumento en bronce de Aniceto Marinas que en su memoria se alza en el Rastro.

sábado, 6 de diciembre de 2008

LA ALCARRIA DE LEÓN FELIPE



La sombra del poeta León Felipe se mece sobre los campos de la Alcarria que avecinan por el cono sur las aguas del Tajo. Acabo de atravesar, sin detenerme siquiera a pisar sus calles, el pueblo de Almonacid de Zorita, una de las villas con mayor contenido histórico, monumental y humano, de todas cuantas asientan a lo largo y a lo ancho en el mapa provincial de Guadalajara.
Aun contando con la tópica diafanidad de las tierras de la Alcarria, cuando estoy lejos de él siempre me imagino a este pueblo bajo un cielo neblinoso y acerado, como un sedi­mento del destino anclado en los fondos de una dilatada hoya de olivar, de campos de mies, de tierras color limón que tiñen las flores gigantes de los girasoles. Hoy, no obstante, la estampa de Almona­cid y la de sus tierras colindantes se mues­tra diferente; todo es luz por dentro y por fuera de sus históricas puertas de piedra; el cielo se nota acristalado y de un azul purísimo; a uno y a otro lado del camino el orden lo domina todo, es la calma y el endémico bienestar de la Alcarria quienes todavía, y gracias a Dios sean dadas, andan presentes por aquí. Tal vez el sol, a estas horas de la media mañana, resulte molesto; pienso que, si por un momento dejase de funcionar el motor del automóvil, se oiría el sonar de los grillos en la cuneta, el cantar de las chicharras en las copas de los árboles.
Hace muchos años -tres cuartos de siglo ya- anduvo por estos lugares, respirando los mismos aires que yo respiro y contemplando con sus ojos los mismos panoramas que alcanzan a ver los míos, un hombre simpar, el poeta León Felipe. Pocos lugares, pocos ambientes, pocos paisajes le hubieran acogido mejor de lo que lo hizo Almonacid, un pueblo donde jamás faltó un amable rincón para un poeta:

Sin embargo...
en esta tierra de España
y en un pueblo de la Alcarria
hay una casa
en la que estoy de posada
y donde tengo, prestadas,
una mesa de pino y una silla de paja
.

Años antes al 1919 en que anduvo por aquí había sido cómico ambulante y presidiario por motivos económicos, y boticario de profesión a partir de entonces, que fue lo que le trajo por estos horizontes planos de nivel, al pie de la suave serrezuela de Altomira en la que no habría pensado nunca. Y aquí, con muchas horas por demás y sosiego de espíritu por demenos, afloraron los primeros versos de su vida, los latidos que dieron inicio a una existencia larga y fructífera vivida, para mal suyo y mal nuestro, fuera de España.

Nadie fue ayer
ni va hoy
ni irá mañana hacia Dios
por este camino que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol
y un camino virgen
Dios.

Metido en la ancianidad, cuando Versos y oraciones del caminante, su primer poemario, se había perdido entre la espesa nube de un olimpo remoto y olvidado; cuando la hora de Almonacid apenas si debiera contar en los más escondidos rincones de su cerebro, el poeta en tierras de México donde pasó la mitad de su vida y le llegó la muerte, aún dejaría escrito y se publicarían después en alguna parte frases como éstas, jirones del recuerdo que a pesar de los años -casi medio siglo- quiso arrancar de las más secretas profundidades de su alma en vísperas de la hora suprema, de aquel 18 de septiembre de 1968 en que discretamente se apartó del mundo: "Un pueblo claro y hospita­lario. Las gentes generosas y ama­bles...¡Y tenía un sol! Ese sol de España que no he vuelto a encontrar en ninguna parte del mundo y que ya no veré nunca. Me hospedaron unas gentes muy buenas, con las que yo no me porté muy bien. Y ahora quiero dejarles aquí, a ellas y a aquel pueblo de Almonacid de Zorita... a toda España, éste mi último poema. La última piedra de mi zurrón de viejo pastor trashumante."
De nuevo Almonacid, sus monumentos, sus recuerdos, sus gentes, su farmacia todavía en pie que sigue siendo memoria viva del poeta. Ignoro si aún existe la ventana aquella por la que el solitario farmacéutico solía ver:

...ese pastor que va detrás de las cabras
con su enorme cayada,
esa mujer agobiada
con una carga
de leña en la espalda,
esos mendigos que vienen
arrastrando sus miserias, de Pastrana,
y esa niña que va a la escuela
de tan mala gana.

La niña -sigue el poema- que cada mañana aplastaba su narici­lla chata contra el cristal, y que meses después...

en una tarde muy clara,
por esta calle tan ancha,
al través de la ventana,
vi cómo se la llevaban
en una caja muy blanca...


Hoy paso de largo extramuros de Almonacid. El pueblo queda adentro. Tiempo habrá de referirse a otros aspectos de la pequeña ciudadela de esta Alcarria del Tajo, tan renovada, tan distinta, tan acogedora como escribió el poeta muchos años antes. Un poco por razones de estricta justicia, y no menos porque el verano y la casualidad me han invitado a ello, la visión de Almonacid en estas líneas se ha hecho a través del prisma humano del poeta León Felipe; un nombre para recordar, una pluma de oro dentro de la lírica española de nuestro siglo, que encontró los caminos del arte por esta Alcarria en los que aún se adivina su sombra.
(En la fotografía, la fachada de la farmacia de Almonacid que regentó el poeta)

martes, 2 de diciembre de 2008

VALDEOLIVAS: VILLA MUSEO EN LA ALCARRIA DE CUENCA



Dudo que haya otro pueblo tan escondido, tan olvidado, tan interesante y tan bello como Valdeolivas en toda la Alcarria. No pertenece el pueblo de Valdeolivas en lo administrativo a la provincia de Guadalajara, sino a la de Cuenca; pero su término municipal limita con esta provincia allá por los adustos campos alcarreños del arroyo Garigay, que como bien conocen nuestros lectores es el arroyo de Salmerón.
Hace ya bastante tiempo que anduve por Valdeolivas con José María Torralba y un pequeño grupo de amigos. El recuerdo de algo diferente, de algo tan novedoso e inesperado todavía sigue flotando por los rincones de la memoria.
Trescientas personas, no más, viven de manera continua en Valdeolivas; un pueblo que por su porte debió superar en mucho las mil quinientas en tiempo no demasiado lejano al nuestro. Un pueblo de casonas recias, de calles estrechas con magnífica rejería, de plazas evocadoras y de soportales cargados de siglos que sostienen sobre el añoso columnaje floridos balcones, ventanucos de zaguán o de granero y escudos de armas. De vez en cuando sorprende al visitante alguna fecha multicen­tenaria marcada sobre el dintel de alguna puerta. De su historia nos gustaría saber. La presencia de doña Mayor Guillén de Guzmán, señora de villas y haciendas en toda la Hoya del Infantado, se adivina en los detalles más antiguos que, como casi siempre ocurre, quedan reservados a las iglesias, y la de Valdeolivas es un libro abierto, variadísimo y en extremo interesante, del arte románico español en sus últimos tiempos, que coincide en el correr del calendario con la vida en la Alcarria de mujer tan influyente, cuyo andar por el mundo como amante del Rey Sabio, tuvo lugar por aquella época de nuestra historia en la que el gusto ojival apuntaba con sus primeros detalles.
El pueblo asienta sobre un llano con leve vertiente hacia el barranco que dicen de la Vega. Al otro lado hay una varga sombría, la mar de pintoresca, cubierta por la fronda de una serie de carrascas copudas y de viejos troncos, entre las que, un poco a sombraluz, se distinguen, una en la ladera y otra sobre la cima, las ermitas de San Pedro y de la Virgen de las Angus­tias. Por su entorno, campos de labor acabados de sembrar, senderos embarrados y lindes plagadas de maleza, pequeños eriales en los ejidos con el viejo rulo de las eras clavado entre la hierba. Y lejos, en diferentes tonos de gris diluidos por la distancia, las tierras históricas de la Hoya del Infantado, dibujada en oteros suaves y en barranqueras por cuya caída verdean, con su tono mate y tristón, las copas en línea de los olivos.
Hemos dado en acercarnos hasta los molinos apenas llegar. Molinos de viento, sí, en plena Alcarria. Hay tres molinos de viento en las orillas del pueblo, junto a las eras. Queda de ellos el corpachón cilíndrico de considerable envergadura, levantado a base de sólidas piedras labradas de sillería. Sobre la puerta de entrada a los molinos hay losas rectangulares escritas, a modo de lápidas incrustadas en vertical, con frases escogidas, según parece, del Antiguo Testamento. En uno de ellos se adivina, además, un bajorrelie­ve con el busto marcado de una mujer, y en otro un reloj de sol. Son obra de la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, mucho más modernos y sólidos que los molinos manchegos. Sobre la piedra, por lo menos en uno de ellos, se ve escrita con claridad una fecha, la de 1796. Nadie en el pueblo, ni aun los más viejos, recuerdan haberlos visto en funcionamiento, aunque por el sitio en que se encuentran, limpio y despejado hacia los cuatro puntos cardinales, debieron recibir sin obstáculo alguno todos los vientos de la Alcarria. No lejos de allí se alcanzan a ver las modernas instalaciones de la almazara, del nuevo molino de aceite, la principal industria de la comarca en varios kilómetros a la redonda, en el centro mismo de unas tierras de labradores en las que el cultivo y explotación de esta especie tan común de árbol oleáceo, fue durante siglos parte esencial de sus quehace­res y de su economía.
Dos plazas, aparte de otras plazuelas y cruces de calle, hemos visto en Valdeolivas: la Plaza Vieja y la Plaza Nueva. La Plaza Vieja, como dice su nombre, es antigua y señorial; tuvo un olmo en mitad que la gente recuerda con nostalgia. Han plantado en su lugar un arbolillo, rodeado como de una pequeña jardinera circular, que marca exactamente el perímetro que llegó a alcanzar a ras de suelo el tronco de su antecesor. En la Plaza Vieja hay un caserón, un antiguo palacete agrietado en el muro frontal, con un bonito escudo de armas. Otro ángulo de la Plaza Vieja lo ocupa la Casa de los Sánchez, con arco y soportales bajo los que se guardan escritas sobre la piedra de la pared senten­cias tremen­das, arrancadas de la sabiduría popular, muy similares a las que no hace mucho pudimos leer en la plaza de Salmerón.
La Plaza Nueva es en realidad la que actúa como la verdadera plaza del pueblo. En ella está el moderno edificio del ayunta­mien­to, extienden su producto los vendedores ambulantes, y aparcan los vehículos a la puerta de los bares en las horas punta del medio día y del anochecer.
Pero el primero de todos los motivos de interés con los que cuenta Valdeolivas, y el que lo distingue del resto de los pueblos de la comarca, es su iglesia parroquial de nuestra Señora de la Asunción, que tiene por remate una torre de cinco cuerpos y se corona con triples parejas de vanos superpuestos en el campanario, muestra simpar de la arquitectura tardorrománica de todas las Alcarrias. Y dentro, cubriendo la parte superior del presbiterio, un casquete de gran tamaño con pinturas del XIII, en el que se ven representados un artístico Pantocrátor bendi­ciendo, un tetramorfos alrededor con los símbolos de los cuatro evangelistas, y un apostolado completo a derecha e izquierda, repartido en dos grupos de seis figuras cada uno. La magnífica figura policroma sobre el muro estuvo tapada durante años, siglos quizás, por el retablo mayor. Hoy, a la vista de todos, es ejemplar único no sólo en la comarca, sino en la región, y una pieza extraordinaria a tener en cuenta dentro del catálogo artístico medieval de toda Castilla.
Las naves y capillas, con valiosos capiteles de transición; las coberturas apuntadas; la seriedad románica del ábside; la solidez de su pila bautismal cargada de siglos; las simpáticas imágenes de san Quirico y de santa Julita, sus patronos, completan el magnífico joyel de la iglesia de Valdeolivas; un pueblo de la Alcarria con entrada y salida libres, como corres­ponde a una villa que salvó los umbrales del medievo con cierta elegancia, para llegar hasta nosotros con todas las prerrogativas de una señora venerable, de una pequeña ciudad con origen remoto, a la que había que acceder por cualquiera de las dos puertas que aún conservan su viejo nombre: la puerta de Huete, y la puerta de Molina, ésta última con salida al campo bajo un arco de piedra restaurado.