martes, 2 de diciembre de 2008

VALDEOLIVAS: VILLA MUSEO EN LA ALCARRIA DE CUENCA



Dudo que haya otro pueblo tan escondido, tan olvidado, tan interesante y tan bello como Valdeolivas en toda la Alcarria. No pertenece el pueblo de Valdeolivas en lo administrativo a la provincia de Guadalajara, sino a la de Cuenca; pero su término municipal limita con esta provincia allá por los adustos campos alcarreños del arroyo Garigay, que como bien conocen nuestros lectores es el arroyo de Salmerón.
Hace ya bastante tiempo que anduve por Valdeolivas con José María Torralba y un pequeño grupo de amigos. El recuerdo de algo diferente, de algo tan novedoso e inesperado todavía sigue flotando por los rincones de la memoria.
Trescientas personas, no más, viven de manera continua en Valdeolivas; un pueblo que por su porte debió superar en mucho las mil quinientas en tiempo no demasiado lejano al nuestro. Un pueblo de casonas recias, de calles estrechas con magnífica rejería, de plazas evocadoras y de soportales cargados de siglos que sostienen sobre el añoso columnaje floridos balcones, ventanucos de zaguán o de granero y escudos de armas. De vez en cuando sorprende al visitante alguna fecha multicen­tenaria marcada sobre el dintel de alguna puerta. De su historia nos gustaría saber. La presencia de doña Mayor Guillén de Guzmán, señora de villas y haciendas en toda la Hoya del Infantado, se adivina en los detalles más antiguos que, como casi siempre ocurre, quedan reservados a las iglesias, y la de Valdeolivas es un libro abierto, variadísimo y en extremo interesante, del arte románico español en sus últimos tiempos, que coincide en el correr del calendario con la vida en la Alcarria de mujer tan influyente, cuyo andar por el mundo como amante del Rey Sabio, tuvo lugar por aquella época de nuestra historia en la que el gusto ojival apuntaba con sus primeros detalles.
El pueblo asienta sobre un llano con leve vertiente hacia el barranco que dicen de la Vega. Al otro lado hay una varga sombría, la mar de pintoresca, cubierta por la fronda de una serie de carrascas copudas y de viejos troncos, entre las que, un poco a sombraluz, se distinguen, una en la ladera y otra sobre la cima, las ermitas de San Pedro y de la Virgen de las Angus­tias. Por su entorno, campos de labor acabados de sembrar, senderos embarrados y lindes plagadas de maleza, pequeños eriales en los ejidos con el viejo rulo de las eras clavado entre la hierba. Y lejos, en diferentes tonos de gris diluidos por la distancia, las tierras históricas de la Hoya del Infantado, dibujada en oteros suaves y en barranqueras por cuya caída verdean, con su tono mate y tristón, las copas en línea de los olivos.
Hemos dado en acercarnos hasta los molinos apenas llegar. Molinos de viento, sí, en plena Alcarria. Hay tres molinos de viento en las orillas del pueblo, junto a las eras. Queda de ellos el corpachón cilíndrico de considerable envergadura, levantado a base de sólidas piedras labradas de sillería. Sobre la puerta de entrada a los molinos hay losas rectangulares escritas, a modo de lápidas incrustadas en vertical, con frases escogidas, según parece, del Antiguo Testamento. En uno de ellos se adivina, además, un bajorrelie­ve con el busto marcado de una mujer, y en otro un reloj de sol. Son obra de la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, mucho más modernos y sólidos que los molinos manchegos. Sobre la piedra, por lo menos en uno de ellos, se ve escrita con claridad una fecha, la de 1796. Nadie en el pueblo, ni aun los más viejos, recuerdan haberlos visto en funcionamiento, aunque por el sitio en que se encuentran, limpio y despejado hacia los cuatro puntos cardinales, debieron recibir sin obstáculo alguno todos los vientos de la Alcarria. No lejos de allí se alcanzan a ver las modernas instalaciones de la almazara, del nuevo molino de aceite, la principal industria de la comarca en varios kilómetros a la redonda, en el centro mismo de unas tierras de labradores en las que el cultivo y explotación de esta especie tan común de árbol oleáceo, fue durante siglos parte esencial de sus quehace­res y de su economía.
Dos plazas, aparte de otras plazuelas y cruces de calle, hemos visto en Valdeolivas: la Plaza Vieja y la Plaza Nueva. La Plaza Vieja, como dice su nombre, es antigua y señorial; tuvo un olmo en mitad que la gente recuerda con nostalgia. Han plantado en su lugar un arbolillo, rodeado como de una pequeña jardinera circular, que marca exactamente el perímetro que llegó a alcanzar a ras de suelo el tronco de su antecesor. En la Plaza Vieja hay un caserón, un antiguo palacete agrietado en el muro frontal, con un bonito escudo de armas. Otro ángulo de la Plaza Vieja lo ocupa la Casa de los Sánchez, con arco y soportales bajo los que se guardan escritas sobre la piedra de la pared senten­cias tremen­das, arrancadas de la sabiduría popular, muy similares a las que no hace mucho pudimos leer en la plaza de Salmerón.
La Plaza Nueva es en realidad la que actúa como la verdadera plaza del pueblo. En ella está el moderno edificio del ayunta­mien­to, extienden su producto los vendedores ambulantes, y aparcan los vehículos a la puerta de los bares en las horas punta del medio día y del anochecer.
Pero el primero de todos los motivos de interés con los que cuenta Valdeolivas, y el que lo distingue del resto de los pueblos de la comarca, es su iglesia parroquial de nuestra Señora de la Asunción, que tiene por remate una torre de cinco cuerpos y se corona con triples parejas de vanos superpuestos en el campanario, muestra simpar de la arquitectura tardorrománica de todas las Alcarrias. Y dentro, cubriendo la parte superior del presbiterio, un casquete de gran tamaño con pinturas del XIII, en el que se ven representados un artístico Pantocrátor bendi­ciendo, un tetramorfos alrededor con los símbolos de los cuatro evangelistas, y un apostolado completo a derecha e izquierda, repartido en dos grupos de seis figuras cada uno. La magnífica figura policroma sobre el muro estuvo tapada durante años, siglos quizás, por el retablo mayor. Hoy, a la vista de todos, es ejemplar único no sólo en la comarca, sino en la región, y una pieza extraordinaria a tener en cuenta dentro del catálogo artístico medieval de toda Castilla.
Las naves y capillas, con valiosos capiteles de transición; las coberturas apuntadas; la seriedad románica del ábside; la solidez de su pila bautismal cargada de siglos; las simpáticas imágenes de san Quirico y de santa Julita, sus patronos, completan el magnífico joyel de la iglesia de Valdeolivas; un pueblo de la Alcarria con entrada y salida libres, como corres­ponde a una villa que salvó los umbrales del medievo con cierta elegancia, para llegar hasta nosotros con todas las prerrogativas de una señora venerable, de una pequeña ciudad con origen remoto, a la que había que acceder por cualquiera de las dos puertas que aún conservan su viejo nombre: la puerta de Huete, y la puerta de Molina, ésta última con salida al campo bajo un arco de piedra restaurado.

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