domingo, 14 de diciembre de 2008

LA CIUDAD ENCANTADA ( I )



El poeta pregunta a su amor por
la Ciudad Encantada de Cuenca


¿Te gustó la ciudad que gota a gota
labró el agua en el centro de los pinos?
¿Viste sueños y rostros y caminos
y muros de dolor que el aire azota?
¿Viste la grieta azul de luna rota
que el Júcar moja de cristal y trinos?
¿Han besado tus dedos los espinos
que coronan de amor piedra remota?
¿Te acordaste de mí cuando subías
al silencio que sufre la serpiente
prisionera de grillos y de umbrías?
¿No viste por el aire transparente
una dalia de penas y alegrías
que te mandó mi corazón caliente?
(Federico García Lorca)

Por sus características especiales, consecuencia de lo que la Naturaleza, aliada con el tiempo, ha venido a realizar sobre ella, la Ciudad Encantada es el recorte de tierra conquense más conocido universalmente. La finca en la que se asienta esta sin­gular maravilla geológica, tiene una extensión total de veinte kilómetros cuadrados, si bien, es mucho menos lo que por lo general suele ver el visitante, a quien de antemano se le ha marcado una ruta a seguir en la que puede admirar, siempre lle­vando un orden para no perderse, la mayor parte de los ejemplares pétreos que, desde hace millones de años, se exhiben en aquel escaparate natural y único al que acuden de ordinario un gran número de excursionistas, veraneantes y estudiosos, en cualquier época del año.
La Ciudad Encantada ocupa una zona de pinar que es conti­nuación de los espectaculares valles de Valdecabras, siendo, no obstante, su más aconsejable vía de acceso la que nos llevó hasta Uña, lo que supone desde la capital una distancia aproximada de 36 kilómetros, siguiendo el camino previsto hacia otros lugares de la Serranía.
Pensando en los turistas, existe al entrar un cómodo res­taurante y algunos puestos de regalos con recuerdos del sitio. Una extensa explanada, al sol o a la sombra de copudos pinos, a elegir, precede y sirve como lugar de estacionamiento a los vehí­culos en tanto que sus ocupantes giran visita al solemne espectá­culo de piedra, o toman, si así lo prefieren, el aire de la sie­rra cargado por aquellas latitudes de aromas a menta, a lentisco, a cantueso, a romero y a resina, que el paraje se encarga de desprender de sí en todo instante.
Cuando se sigue el itinerario que marcan las flechas, una vez decididos a pasar dos o tres horas contemplando lo más repre­sentativo e interesante de aquellos soberbios volúmenes, personi­ficados cada uno con formas caprichosas, aparece como hito de introducción y como roca señera de todo el misterio que allí se da el llamado Tormo Alto, mole de caliza en forma de hongo, que incomprensiblemente se sostiene sobre un cuello estrechísimo y en cuya cima sitúa el poeta Federico Muelas la tumba de Viriato, que pudo morir traicionado allí, en cualquiera de las covachas de la Ciudad Encantada que, en alguna de sus bélicas correrías por el corazón de la Celtiberia, le hubiese podido servir de cuartel general.
De inmediato se llega a Los Barcos, tres transatlánticos anclados desde la eternidad en correcto orden, lo mismo que los buques en un puerto de mar, esperando por millones de años romper amarras y ponerse a navegar tierra adentro por los anchos mares de Castilla. Al pie crecen los zarzales y los jaramagos, en las superficies de sus proas se da cada verano el lastre amarillento de las flores de té, sellando su obligada quietud que durará mientras que el mundo dure.
El Perro es un enorme mastín formado por muchas toneladas de piedra. Los pinos adornan su lomo, en tanto que el curioso animal, con la cabeza erguida, sigue atento el rumor de los vientos que atraviesan el bosque. No lejos está la Cara del hom­bre, de recortado perfil, clavada sobre el suelo; facciones con­seguidas por efecto de la erosión a base de tiempo y de paci­encia. Monstruo de presumible origen ciclópeo, capaz de tomar vida o muerte al simple capricho de la imaginación.
El Puente Romano es una magistral lección de formas, de estética y de equilibrio, que sobrevalora la caprichosa vegeta­ción nacida en los recovecos de las peñas. El arco, delicada coordinación de caliza a caballo de la Geometría y del Arte, siempre igual y siempre distinto, oquedad abierta por los siglos en labor inapreciable, está muy por encima de nuestra limitada concepción del tiempo. Luego La Foca, tumbada y juguetona, sosteniendo en alto sobre el vértice de su boca puntiaguda el abultado pelotón de un peñasco. No mucho más lejos, a mano iz­quierda del visitante y apartado discretamente del camino que señalan las flechas, la piedra, otra vez pendiente de la estre­chez inverosímil que le sirve de apoyo, toma la forma de un anti­guo Llamador de puerta gigantesco. Tal vez sea aquella la entrada al mundo de lo desconocido, de la imaginación sin posible límite, del que la Ciudad Encantada no es sino un confuso anuncio en el que cada cual es muy libre de sacar sus propias consecuencias, contando siempre con la velada intervención in mente de los hados serranos que por aquellos lares suelen habitar.
Luego se pasa por un angosto muy original que sube y baja al andar repetidas veces, buscando visiones nuevas a la salida. Debido a su ondulante trazado, como fondo de una sima entre murallones verticales de roca, alguien le impuso con acierto el nombre de Tobogán, que hallará luz, por fin, en un nuevo hori­zonte de sólida calma donde todo ‑suena a paradoja en este extraño mundo de impresiones‑ parece igual. La vista se pierde por encima de la plataforma rizada del Mar de Piedra, juego fantástico de horizontes y de planos, curioso oleaje que alguien consiguió dejar sin movimiento en la misma tarde la Creación, esperando, quién sabe si el final del mundo, para agitar de nuevo sus olas al soplo de los vientos y alzar mareas que tapen el mundo en la suprema hora del desencanto.
Más adelante la Naturaleza ha proporcionado a la piedra ciertas formas que el decir popular, y siempre por razones de semejanza, ha venido bautizando con nombres tan significativos como El Convento, recinto semicerrado y siempre a punto para la reflexión, del que se sale mediante un arco en ojiva; Las Bode­gas, cisternas profundas de inexplicable origen: El Frutero, peñasco popular con abierta plataforma en la cima, donde los gi­gantes de la Ciudad Encantada acostumbran a colocar sus viandas que tomarán durante los entreactos en las noches serranas de representación, coincidiendo con las fechas inmediatas, anterio­res o posteriores, al solsticio de Capricornio, que es cuando los hombres no pueden verles. Las representaciones teatrales tienen lugar en una plaza anchísima, con escenario apropiado y cortina­jes de piedra que llaman El Teatro. Se sospecha que en las memo­rables noches de representación, los monstruos se visten de gala y ponen en escena obras referentes a encantamientos y a tragedias sobre amores imposibles la mar de emotivos. (Continuará)

(De mi libro-guía "La Serranía de Cuenca")

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