viernes, 30 de julio de 2010

ENCUENTRO MEDIEVAL EN PIQUERAS DEL CASTILLO


Promovida por la mancomunidad “La Ribereña”, a la que pertenecen doce pueblos de la provincia de Cuenca: Valverde de Júcar, las dos Valeras, la Parra de las Vegas y Piqueras del Castillo, entre otros, se celebra durante estos días la “VII Feria Medieval” de pueblos de la comarca, en esta edición dedicada a Santiago Apóstol y otros santos peregrinos. Lugar: Piqueras del Castillo.
Son varios los actos que cubrirán las dos jornadas de duración que tiene la feria, siendo lo más importantes el mercado medieval, una conferencia sobre la “Ruta de la lana, otro Camino de Santiago”, funciones de baile popular y, como el más interesante de todos ellos por cuanto supone la participación de parroquias y municipios: una exposición de imágenes aportadas por las iglesias de los distintos pueblos de la Mancomunidad, más algunas otras cedidas por pueblos invitados.
Como escenario, el pueblo entero de Piqueras, con sus calles adornadas y su castillo engalanado con colgantes, banderas y gallardetes, como corresponde a una fiesta medieval que es lo que se pretende, además del gratísimo impacto que supone el encontrarse con toda una comarca de pueblos ocupados en un fin común. Una actividad abierta a todos los pueblos, en la que cada uno toma parte con lo que considera de mayor interés local: costumbres, gastronomía, actividades artísticas, y lo que sobre todo más destaca como valor, el sentido de colaboración de los diferentes vecindarios, precisamente en estos tiempos, cuando el buen entendimiento y la solidaridad de unos con otros, no es nuestra principal virtud.

(En la fotografía, la llegada en camión a Piqueras del Castillo de la imagen de Santiago Apóstol, procedente de la parroquia de Olivares de Júcar)

sábado, 24 de julio de 2010

ZAOREJAS, BALCÓN DEL ALTO TAJO



Sólo veo un inconveniente a considerar en relación con esa importante serie de parajes con los que la naturaleza premió a nuestra provincia, y que nunca nos cansaremos de ponderar. Ese inconveniente no es otro que el que se encuentren tan apartados de nosotros, de los que vivimos en la capital o en sus alrededores, que según las estadísticas anda en torno al ochenta por ciento de la población total de Guadalajara. Nuestros parques naturales: Barranco del río Dulce, el Hayedo de Tejera Negra, el Alto Tajo, y tantos más tal vez de menor renombre y consideración, se encuentran lejos de nosotros, por lo que se hace preciso buscar una oportunidad o plantearse un viaje con el exclusivo fin de conocerlos.
Los tiempos han cambiado mucho, también las maneras de vivir favorecidas por la facilidad de movimiento y los estupendos medios de transporte que, por lo general, tenemos a nuestra disposición. El momento, ahora a las puertas del verano, es el ideal para salir al campo y darnos el saludable capricho de disfrutar del medio natural, del que -no lo olvidemos- somos parte; de ahí que el hecho de incorporarnos a él plenamente como elementos más del mismo, aunque tan sólo sea de tarde en tarde, es un ejercicio que tanto el cuerpo como el espíritu necesitan, a veces con urgencia, y por tanto, un ejercicio que nunca debiera faltar en nuestros proyectos a lo largo del año.

El pueblo
No ha sido en la presente ocasión un viaje exclusivamente personal, digamos privado, como suele ser la norma que vengo siguiendo desde hace más de treinta años en mis recorridos por los pueblos de Guadalajara, no. Lo que días atrás me llevó a este privilegiado rincón fue un viaje en grupo de amigos con motivo de la reciente jubilación de Alfonso, uno de ellos, natural de Zaorejas, al que de alguna manera quisimos homenajear en su propio pueblo. Nada más sencillo, ni nada más acertado a la vista de los resultados al final del día.
Los naturales de todos aquellos pueblos aconsejan viajar desde la capital de provincia hasta esta comarca del Alto Tajo por la carretera de Cuenca, desviarse en Alcocer, y por Salmerón, bordeando los límites de la provincia entre ambas Alcarrias, situarse en Villanueva de Alcorón, y desde allí optar por dirigirse a Peñalén, a Poveda de la Sierra, a Arbeteta, a Armallones, a Zaorejas, a todo ese rosario de pueblos donde poderse echar al campo con la garantía de que el espectáculo natural, los muchos lugares en donde disfrutar, a ojos y a corazón abiertos de la esplendidez del campo, están asegurados.
Nuestro plan de viaje había sido Zaorejas, un pueblo singular cuyos encantos paisajísticos yo conocía desde antiguo y del que sabía de vida y costumbres; un pueblo con cierto regusto señorial, como se puede comprobar en cualquiera de sus dos plazas típicas: la Vieja, con el nuevo ayuntamiento ahora como enseña, y la Nueva, en uno de cuyos rincones se abre el viejo arco que enseguida nos lleva al campo, al mirador sobre uno de los pintorescos valles que rodean al pueblo.
Desde hace aproximadamente un año, o quizá algo más, en Zaorejas se instaló con acierto el Centro de Interpretación del Alto Tajo, algo así como el escaparate de todas aquellas tierras, que abarcan una superficie total de 176.000 hectáreas según nos dijeron. Para mí ha sido el Centro de Interpretación una interesante novedad. Lo atiende una mujer joven, Yolanda, que ha estudiado el medio natural de la comarca en sus detalles más destacados, y que explica de forma amena y comprensible delante de los respectivos paneles de flora y fauna dispuestos con ese fin. Una magnífica lección que se completa con la puesta en pantalla de unos audiovisuales muy interesantes, uno sobre el particular ecosistema de la comarca, con especial atención a las diferentes clases de vegetales, y otro acerca del río Tajo: lugares, parajes, principales pueblos y ciudades a lo largo de su recorrido, desde su nacimiento hasta su desembocadura en la ciudad de Lisboa. Una parada interesante, instalaciones perfectas, en donde ambientarse y poderse lanzar a los espectaculares campos de alrededor con unos conocimientos previos bien fundados.
Fue un acierto el que nos llevasen después a visitar el museo etnológico de Florencio Nicolás, instalado en lo que antes fue la escuela de párvulos. Florencio Nicolás nació en Zaorejas, es licenciado en Filosofía, y durante una buena parte de su vida ha ejercido como profesor de Historia en un Instituto de Secundaria en la capital. Desde que se jubiló, Florencio pasa largas temporadas en el pueblo, donde tiene como principal distracción cuidar y enriquecer el museo etnológico que lleva su nmbre. Él mismo nos acompañó durante el resto del día como uno más de la expedición.
-¿Habrá sido muy laborioso recoger todo lo que tienes aquí? –le pregunto.
- Más o menos unos cuatro años.
- No será fácil saber cuál es el número de objetos que hay en el museo.
- Exactamente no lo sé; pero debe andar alrededor de los doscientos cincuenta.
- ¿Lo más curioso?
- Hay varias cosas curiosas. Para mí lo más curioso puede ser una lavadora de mano que permitía, por medio de un extraño sistema de ventosas, lavar la ropa sin tener que tocarla. También un salvoconducto o permiso militar, fechado en Guadalajara en 1881 y extendido por el Director General de Infantería, por el que se autorizaba a un soldado a venir al pueblo.
Utensilios del hogar y de las faenas del campo, centenarios los más, llenan el local de la antigua escuela de niños colocados por secciones. Una idea feliz que permitirá a generaciones actuales y futuras, conocer también con los ojos la dureza de otras formas de vivir no tan lejanas en el tiempo.

Protagonista el campoSalimos después camino a pie a conocer lo que todavía queda del acueducto que hay, como a un kilómetro de distancia, junto a una milenaria vía romana a cuatro pasos de la Fuente de los Cholmos. Sólo queda de él un enorme lienzo de muro y un arco inmenso en mitad que pudo servir sitio de entrada y de salida.
La visita al hilo del medio día nos pudo servir para abrir boca antes de la comida, que fue pasadas las tres en el hotel Peñarrubia, uno de los mejores de su especie en pueblos de la provincia.
Pero todo cuanto se nos había mostrado durante la mañana en el Centro de Interpretación, aun con la valiosa ayuda de los audiovisuales ya referidos, hubiera sido pura teoría, o como mucho un poderoso ejercicio de la imaginación, si no se nos hubiese dado la oportunidad de vivirlo en directo contacto con la naturaleza. Y para ello, nada mejor que dedicar parte la tarde a visitar dos de los más impresionantes atractivos que ofrece el medio natural a escasa distancia del pueblo: el Mirador del Alto Tajo, y la chorrera del río que en el pueblo conocen por Fuente del Campillo.
Hasta el mismo Mirador se puede subir en coche sin demasiadas complicaciones, carretera de cemento, algo estrecha y con pendientes duras en alguno de los tramos, pero capaz de llevarnos al lugar indicado en cuestión de sólo unos minutos. Una vez arriba es todo una provocación, una exaltación de la naturaleza lo que se nos pone delante de los ojos: las aguas del río, verdes y claras en los fondos del barranco, colándose entre los abruptos peñascales que bajan violentos por ambas márgenes, dibujando su complicado cauce a una profundidad de vértigo; la abundante vegetación en fondos y laderas entre la que predomina el boj y tantas más especies vegetales propias de la comarca; alguna pequeña edificación a la caída que agracia la visión desde la altura; carreteras y senderos curvos al pie atravesando el valle; aves rapaces planeando sobre todos nosotros, y como vigía, allá al otro lado, la mítica peña del castillo de Alpetea, una más de las enseñas de esta tierra privilegiada.
El arroyo de la Fuente del Campillo tiene su nacimiento muy cerca de allí. Con las lluvias abundantes y las nieves del pasado invierno, el arroyo ha colmado todo su cauce. Hay un momento en el que las aguas del arroyo, condicionadas por lo abrupto del terreno, se precipitan de forma aparatosa hacia otro nivel, dando lugar a la caída a una chorrera o salto de agua que es todo un espectáculo, y a la que se puede acceder por una senda estrecha y complicada, no apta para todos.
Debo decir que para mí, después de tantos años de viaje por la provincia, ha sido un descubrimiento este viaje hasta la entraña misma del Alto Tajo. Y es que, tan cerca de nosotros, hay tanto todavía por conocer, que bien vale la pena una visita. Ninguna época del año mejor (quizá también el principio del otoño) para conocerlo.
("Nueva Alcarria", junio 2010)

domingo, 18 de julio de 2010

CUENCA IBÉRICA


Este texto no es mío, ¡qué más quisiera yo! Anduve tras de él desde que supe de su existencia hasta que lo conseguí, por fin.
Cuenca, como Guadalajara y como una gran parte de las ciudades castellanas, han sido motivo de inspiración para la Literatura de todos los tiempos. Escritores y artistas de todos los tiempos han gustado beber de las inagotables fuentes de estas ciudades nuestras. Es el caso de este admirado autor, quien con Cuenca como recuerdo, nos dejó en herencia algo de tanto valor como este manojo de palabras vivas, de impresiones, de pensamientos sentidos. Una meditación sobre Cuenca desde la soledad de aquella Salamanca de sus amores. Ciudad por ciudad: dos retazos de la Castilla eterna, tan iguales y tan diferentes, él así lo dice.
Es don Miguel de Unamuno quien lo escribe. Lo tituló “Cuenca ibérica”, y es parte de una de sus mejores creaciones, “Paisajes del alma”. Aquí te lo dejo, amigo lector, envuelto en el delicioso celofán de estas tardes de Cuenca.

"Aquí en este Salamanca, acostada a la vera del Tormes, que la abraza bajando de Gredos, espinazo de España, aquí, a digerir, a cocer sensaciones de Cuenca encrespada entre las hoces del Júcar y el Huécar, que bajan de la cordillera ibérica, costillar de la Península. ¡Dos tipos hermanos, pero tan diferentes estas dos tierras castellanas! Cuelgan las viviendas de Cuenca sobre las hondonadas de los ríos, y es como si la ciudad fuese borbotón de los entresijos de la tierra ibérica; casas desentrañadas y entrañables que se asoman a la sima. Y todo, el caserío y el terreno, paisaje natural. Y espiritual. Rocas berroqueñas -y barrocas- que semejan murallas, como almenadas, tal vez embozadas en yedra; un castillo interior, de las entrañas de la tierra madre, aún más que Ávila de Santa Teresa. Huesos, piel y vello de arbolillos desmedrados, no como en Salamanca, jugosa tierra mollar.
Y toda esta convulsión en que se apelotona Cuenca no fue plutónica, de terremoto, sino de agua lenta y tozuda, la que cala y corre y descarna la tierra y la hiñe y conforma. Así la tradición, líquida también, surca y corroe, y labra y talla, y tortura hondas hoces en el techo rocoso de un pueblo. Y hasta inquisitoriamente, como lo probó y comprobó Cuenca en su historia.
Se abrazan y conyugan Júcar y Huécar al puente de la iglesia mayor que ha bendecido tantos desemboques mutuos de vidas de almas oscuras. "Nuestras vidas son los ríos/que van a dar a la mar/que es el morir...", cantó el de Carrión, y a morir se han ido, mejidos sus caudales, vidas aparejadas en costumbres. Se conocieron acaso en aquel parque provinciano, enjaulado, y formaron un hogar. Mezclada la neblina de las hoces contemplé la humareda de los hogares ciudadanos. En las márgenes de los dos ríos, chopos y álamos encendidos, como cirios, en rojor otoñal. ¡Y qué vidas! Aguardando todos los días, desde la mañana, al mañana eterno; aguardándolo, que no esperándolo. Vida no de esperanza, mas ni aún de espera, sino de aguarde. Y de aguante. "Posada del rincón" todo, y no tan sólo la que así se llama y empapelada su estancia con números de semanarios gráficos de actualidades pasajeras. En un rincón de una hondonada, los cipreses de las Angustias, arrimados al espaldar de la roca, junto a abandonado convento donde no hace mucho buscaba refugio y sosiego el Cardenal Segura, primado de España.
¡Qué vidas! Alguna vez, ha siglos, una sacudida histórica; ya es Alfonso VIII, que en 1177 arranca la ciudad a la morisma; ya es otro Alfonso, de Borbón y de Este, aún vivo, hermano del pretendiente al trono Don Carlos, que su María de las Nieves, la doña Blanca de la blanca boina, cuya leyenda oí, de niño, nacer, y los que en 1874, pareja moza, entran, con sus huestes de facciosos carlistas, a saco en la misma Cuenca. Dos aniversarios: el 21 de septiembre y el 15 de julio, que se agregan al aro de las festividades litúrgicas con el día de Difuntos, el de Navidad, los de Pasión -procesiones callejeras en que entre encucuruchados penitentes de mascarada chispea la cara lacrimosa de la Virgen Madre-, los de Resurrección; la historia de siempre y que siempre, como el caudal de los ríos vuelve por las mismas hoces de siempre.
En la catedral, el esplendor recatado de la rejería repujada. Pero mayor intimidad en aquellas rejas caseras que cierran los ventanales de la alta calle de San Pedro, que sube hacia el Castillo, a más de mil metros de altura. En aquellas encumbradas entrañas de la meseta castellana se forjaron aquellos barrotes de cierre como hila la oruga en las suyas las hebras del capullo en que se encierra a dormir sueño de coco antes de ser mariposa. Que así durmieron sus sueños los hidalgos conquenses, entre rejas, en esa Cuenca bivalva y roquera de encantada ciudad.
Flores de este paisaje espiritual aquellos hermanos Valdés, de los primeros y próceres renacentistas reformados españoles. Como agua de los ríos natales habíales labrado el alma el caudal de dos tradiciones: la de la fe y la de la lengua. Para Juan, el del imperecedero Diálogo, lengua la religión en la que hablaba a su Dios y de España, y religión su lengua vulgar, a las que dio nuevo aliento y uso la Reforma. Teólogo y filólogo en uno, Valdés -teofilólogo como su maestro Erasmo-, estremeció de entrañada querencia a su nativo romance castellano, y estremecido de piadoso cariño a la fe que les hizo soñar la vida a sus antepasa¬dos; de castizo abolengo. Sabía Valdés que creer es hablar con Dios en la lengua viva de la cuna, sin truchimanes medianeros y en conformidad de incertidumbre.
Así, mientras las viviendas colgadas del caserío de Cuenca, empinándose las unas sobre las otras, miraban con sus ojos huecos, sus luces, a las aguas que van a dar al mar, de donde brotaron, por el lecho de las hoces, volvía yo mi vista histórica al pasado sendero de los siglos de nuestra inacabable doble reconquista, la de nuestra lengua de hablar con Nuestro Señor, el Padre de la España eterna, nuestra fe vulgar y popular, y la de nuestra otra lengua, religión también, nuestro ibérico romance castellano. Y recordaba que cerca de Cuenca, en las márgenes manchegas de la vertiente de su serranía, en llano ya, en Belmonte, vio la luz otro teofilólogo, renacentista y escritura¬rio, Fray Luis de León, el del legendario "decíamos ayer" -siempre decimos lo que ayer dijimos-, que, libre ya de la Inquisición, que le husmeó hebraizante y acaso marrano, cantó la descansada vida del que huye del mundanal ruido aquí, en esta Salamanca, donde se cansa al cansar a los otros".

viernes, 2 de julio de 2010

EL REAL SITIO DE LA ISABELA



Los habitantes de los pueblos cercanos conocían al Real Sitio de La Isabela como "Los Baños". Estaba situado aquel pequeño Versalles de la Alcarria en la orilla derecha del río Guadiela, muy cerca de Sacedón. Era un balneario ostentoso, levantado por mandato y capricho de la reina Isabel de Braganza, segunda mujer de Fernando VII, en recuerdo de la cual recibió su nombre. Se comenzó a construir según los reales gustos de su tiempo en 1817, y fue declarado Real Sitio en 1826, año en el que concluyeron las obras. A mediados del siglo XX, con la subida de las aguas del pantano de Buendía, desapareció para siempre.
Como datos de interés respecto a lo que el poblado de La Isabela fue, puede decirse que contaba con veintiséis manzanas de casas y unas cincuenta viviendas; un edificio destacado como cuartel para los guardias de Corps, además de otros servicios de posada, tienda, carnicería, horno de cocer, escuelas de niños y de niñas y una iglesia dedicada a San Antonio de Padua. Todo ello en torno a dos calles geométrica¬mente rectas, dos plazas y una extensa huerta rodeada de verja. La Casa Real, que era el más noble de sus edificios, tenía trece balcones y doce ventanas sólo en la fachada que miraba a los jardines. Las dos fuentes principales estaban dedicadas al rey Fernando VII y a la reina Isabel II, su heredera. El paseo principal, al que llamaban Salón del Prado, estaba dedicado así mismo a Isabel II.
La Casa de Baños estaba a 150 metros separada de la residencia, muy cerca del cauce del río. Contaba con treinta y una habitaciones para bañistas y residentes. Los efectos curativos de sus aguas se extendían a males tan dispares como reuma, gota, erupción de la piel, efectos nerviosos, enajenación mental, epilepsia, convulsiones, hipocondria, asmas nerviosas, neuralgias, parálisis, cálculos, hepatitis y efectos sifilíticos, oftalmias, bronquitis y catarros, por señalar tan sólo los más comunes. Queda constancia de que en el año 1512, es decir, tres siglos antes de ser constituido balneario y casa de baños, ya acudían enfermos a buscar remedio para sus dolencias, y entre ellos don Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán.
Sus aguas podían tomarse bebidas o en baño. La gente prefería emplearlas por el segundo sistema, debido al mal sabor que, incluso a baja temperatura, suelen tener las aguas sulfurosas.
El texto está tomado de mi libro "Diccionario enciclopédico de Guadalajara")
(En la imagen, puente de entrada a La Isabela sobre el río Guadiela)