domingo, 18 de julio de 2010

CUENCA IBÉRICA


Este texto no es mío, ¡qué más quisiera yo! Anduve tras de él desde que supe de su existencia hasta que lo conseguí, por fin.
Cuenca, como Guadalajara y como una gran parte de las ciudades castellanas, han sido motivo de inspiración para la Literatura de todos los tiempos. Escritores y artistas de todos los tiempos han gustado beber de las inagotables fuentes de estas ciudades nuestras. Es el caso de este admirado autor, quien con Cuenca como recuerdo, nos dejó en herencia algo de tanto valor como este manojo de palabras vivas, de impresiones, de pensamientos sentidos. Una meditación sobre Cuenca desde la soledad de aquella Salamanca de sus amores. Ciudad por ciudad: dos retazos de la Castilla eterna, tan iguales y tan diferentes, él así lo dice.
Es don Miguel de Unamuno quien lo escribe. Lo tituló “Cuenca ibérica”, y es parte de una de sus mejores creaciones, “Paisajes del alma”. Aquí te lo dejo, amigo lector, envuelto en el delicioso celofán de estas tardes de Cuenca.

"Aquí en este Salamanca, acostada a la vera del Tormes, que la abraza bajando de Gredos, espinazo de España, aquí, a digerir, a cocer sensaciones de Cuenca encrespada entre las hoces del Júcar y el Huécar, que bajan de la cordillera ibérica, costillar de la Península. ¡Dos tipos hermanos, pero tan diferentes estas dos tierras castellanas! Cuelgan las viviendas de Cuenca sobre las hondonadas de los ríos, y es como si la ciudad fuese borbotón de los entresijos de la tierra ibérica; casas desentrañadas y entrañables que se asoman a la sima. Y todo, el caserío y el terreno, paisaje natural. Y espiritual. Rocas berroqueñas -y barrocas- que semejan murallas, como almenadas, tal vez embozadas en yedra; un castillo interior, de las entrañas de la tierra madre, aún más que Ávila de Santa Teresa. Huesos, piel y vello de arbolillos desmedrados, no como en Salamanca, jugosa tierra mollar.
Y toda esta convulsión en que se apelotona Cuenca no fue plutónica, de terremoto, sino de agua lenta y tozuda, la que cala y corre y descarna la tierra y la hiñe y conforma. Así la tradición, líquida también, surca y corroe, y labra y talla, y tortura hondas hoces en el techo rocoso de un pueblo. Y hasta inquisitoriamente, como lo probó y comprobó Cuenca en su historia.
Se abrazan y conyugan Júcar y Huécar al puente de la iglesia mayor que ha bendecido tantos desemboques mutuos de vidas de almas oscuras. "Nuestras vidas son los ríos/que van a dar a la mar/que es el morir...", cantó el de Carrión, y a morir se han ido, mejidos sus caudales, vidas aparejadas en costumbres. Se conocieron acaso en aquel parque provinciano, enjaulado, y formaron un hogar. Mezclada la neblina de las hoces contemplé la humareda de los hogares ciudadanos. En las márgenes de los dos ríos, chopos y álamos encendidos, como cirios, en rojor otoñal. ¡Y qué vidas! Aguardando todos los días, desde la mañana, al mañana eterno; aguardándolo, que no esperándolo. Vida no de esperanza, mas ni aún de espera, sino de aguarde. Y de aguante. "Posada del rincón" todo, y no tan sólo la que así se llama y empapelada su estancia con números de semanarios gráficos de actualidades pasajeras. En un rincón de una hondonada, los cipreses de las Angustias, arrimados al espaldar de la roca, junto a abandonado convento donde no hace mucho buscaba refugio y sosiego el Cardenal Segura, primado de España.
¡Qué vidas! Alguna vez, ha siglos, una sacudida histórica; ya es Alfonso VIII, que en 1177 arranca la ciudad a la morisma; ya es otro Alfonso, de Borbón y de Este, aún vivo, hermano del pretendiente al trono Don Carlos, que su María de las Nieves, la doña Blanca de la blanca boina, cuya leyenda oí, de niño, nacer, y los que en 1874, pareja moza, entran, con sus huestes de facciosos carlistas, a saco en la misma Cuenca. Dos aniversarios: el 21 de septiembre y el 15 de julio, que se agregan al aro de las festividades litúrgicas con el día de Difuntos, el de Navidad, los de Pasión -procesiones callejeras en que entre encucuruchados penitentes de mascarada chispea la cara lacrimosa de la Virgen Madre-, los de Resurrección; la historia de siempre y que siempre, como el caudal de los ríos vuelve por las mismas hoces de siempre.
En la catedral, el esplendor recatado de la rejería repujada. Pero mayor intimidad en aquellas rejas caseras que cierran los ventanales de la alta calle de San Pedro, que sube hacia el Castillo, a más de mil metros de altura. En aquellas encumbradas entrañas de la meseta castellana se forjaron aquellos barrotes de cierre como hila la oruga en las suyas las hebras del capullo en que se encierra a dormir sueño de coco antes de ser mariposa. Que así durmieron sus sueños los hidalgos conquenses, entre rejas, en esa Cuenca bivalva y roquera de encantada ciudad.
Flores de este paisaje espiritual aquellos hermanos Valdés, de los primeros y próceres renacentistas reformados españoles. Como agua de los ríos natales habíales labrado el alma el caudal de dos tradiciones: la de la fe y la de la lengua. Para Juan, el del imperecedero Diálogo, lengua la religión en la que hablaba a su Dios y de España, y religión su lengua vulgar, a las que dio nuevo aliento y uso la Reforma. Teólogo y filólogo en uno, Valdés -teofilólogo como su maestro Erasmo-, estremeció de entrañada querencia a su nativo romance castellano, y estremecido de piadoso cariño a la fe que les hizo soñar la vida a sus antepasa¬dos; de castizo abolengo. Sabía Valdés que creer es hablar con Dios en la lengua viva de la cuna, sin truchimanes medianeros y en conformidad de incertidumbre.
Así, mientras las viviendas colgadas del caserío de Cuenca, empinándose las unas sobre las otras, miraban con sus ojos huecos, sus luces, a las aguas que van a dar al mar, de donde brotaron, por el lecho de las hoces, volvía yo mi vista histórica al pasado sendero de los siglos de nuestra inacabable doble reconquista, la de nuestra lengua de hablar con Nuestro Señor, el Padre de la España eterna, nuestra fe vulgar y popular, y la de nuestra otra lengua, religión también, nuestro ibérico romance castellano. Y recordaba que cerca de Cuenca, en las márgenes manchegas de la vertiente de su serranía, en llano ya, en Belmonte, vio la luz otro teofilólogo, renacentista y escritura¬rio, Fray Luis de León, el del legendario "decíamos ayer" -siempre decimos lo que ayer dijimos-, que, libre ya de la Inquisición, que le husmeó hebraizante y acaso marrano, cantó la descansada vida del que huye del mundanal ruido aquí, en esta Salamanca, donde se cansa al cansar a los otros".

No hay comentarios: