sábado, 31 de enero de 2009

LA ESCULTURA FUNERARIA EN GUADALAJARA


Tal vez no sea éste el momento más oportuno para sacar a colación el asunto al que vamos a dedicar nuestro tiempo. Hubiera sido más adecuado el mes de noviembre, pienso yo, aunque el tema de la muerte nunca tenga su momento oportuno. Pero la cosa ha salido así y por ello vamos a escribir sobre el matiz artístico que, desde la más remota antigüedad, el hombre ha querido aplicar a algo tan poco deseado, pero tan real, como es el adiós definitivo a nuestro andar por la vida, acto supremo de la divina justicia, capaz de igualar a todos los hombres sin tener en cuenta su fama, su riqueza o su condición social. En la segunda parte de El Quijote, Sancho compara este hecho con el destino final las piezas de ajedrez: «Que mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura».
El asunto me lo ha servido gratuitamente un libro estupendo, titulado La escultura funeraria en España, que escribió allá por la segunda década del pasado siglo don Ricardo de Orueta, director que fue de la Academia de Bellas Artes de Madrid, y que ha reeditado con todo lujo Aache en el año 2000. Abarca este tomo a tres provincias de nuestra comunidad autónoma: Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara. Tres provincias en las que la escultura funeraria es parte importante de su riqueza monumental.
Con mucha más brevedad y mucha menos documentación de cómo lo hace el autor del libro citado, vamos a ocupar nuestro espacio de hoy trayendo a la memoria -o del saber de esta Guadalajara, ahora más poblada que lo estuvo dos meses atrás y que lo estará dos meses más adelante por aquello del verano- algunos de los monumentos funerarios que se guardan envueltos entre el silencio y la penumbra en varias de nuestras iglesias, capillas u oratorios, comenzando por la Catedral de Sigüenza, en donde, como bien sabido es, se conserva en la capilla de los Arce la estatua más admirable de todo el acervo funerario, tanto de dentro como de fuera de nuestro mapa provincial: la estatua del Doncel don Martín Vázquez de Arce, recordado hoy más que por sus hazañas guerreras, por la belleza de su figura en alabastro sobre el sepulcro donde reposan sus restos. Allí está, con su libro abierto entre las manos absorto en la lectura, con la paz infinita y la paciencia de la muerte esperando que alguien acuda a meditar con él en la verdad suprema, en lo que hay más allá, al otro lado de las barreras de la vida y de la historia. Soldado y hombre de letras, modelo en piedra laborado por manos de ángel, en el que se concentra todo el ser y todo el pensar de la España del Renacimiento.
Te invito a que te pierdas, amigo lector, si es que todavía no lo has hecho, por la cripta que tiene bajo sus pies la iglesia panteón de la Vega del Pozo en la capital. Sí, esa preciosidad arquitectónica de Velázquez Bosco cuya cúpula al gusto bizantino se ilumina cada mañana y cada tarde como oro encendido allá por las afueras. Allí se guardan los restos mortales de la creadora de la Fundación, una mujer rica y piadosa llamada María Diega, que quiso obsequiar a Guadalajara con el sonoro capricho de su enterramiento. Son cuatro querubines los que portan a hombros el féretro de aquella mujer, en un trabajo magistral del escultor Ángel García Díaz, sobre artístico pedestal en el que figuran, entre otros motivos ornamentales, la enseña familiar y el busto en relieve de la difunta.
Pero alejémonos de los aires capitalinos buscando el ambiente saludable de los pueblos, el sosiego del campo y los lugares de la Provincia convertidos ya por estas fechas en rincones para el deseo. En Jirueque, allá por los senderos norteños que nos llevan a Soria, se conserva en el centro de una capilla lateral de su iglesia, el cuerpo en alabastro del que fue párroco del lugar don Alonso Fernández de la Cuesta. Se le ve revestido de capa, casulla y demás ornamentos sagrados para la celebración, sosteniendo sobre su pecho el misal de los oficios. Como ocurre con la escultura del Doncel, tampoco de ésta se sabe el nombre del autor, aunque se supone que fue labrada a finales del siglo XV o principios del XVI. En el enterramiento de Jirueque todavía se nota la huella del mal trato recibido durante la Guerra Civil. Las buenas gentes del lugar cuentan cómo el resplandor de las velas colocadas al otro lado de la capilla, pasaba a través de la piedra inundando al monumento de un encendido color de oro. “El Dorado” es el nombre por el que todavía se le conoce.
Así mismo, adosado al muro lateral de su capilla en otra iglesia pueblerina, la de La Fuensaviñán, existe un enterramiento sorprendente, al que muy pocos conocen y con el que casi nunca se cuenta a la hora de poner sobre el papel la debida reseña acerca de los monumentos de la antigüedad más representativos que integran nuestro patrimonio. Corresponde a otro clérigo del siglo XVI, hijo del pueblo y de nombre Alonso de la fuente. En torno a la personalidad de aquel hombre cuentan sus paisanos una leyenda que me resisto a omitir. Pues, al parecer, Alonso huyó de la casa paterna siendo niño porque sus mayores lo dedicaban a trabajar los campos y a pastorear cerdos. Dicen que volvió al pueblo años después siendo sacerdote. Su madre lo reconoció por una mancha a manera de antojo que tenía en el brazo y, sin poder resistir el impacto de la emoción, murió de alegría. El dicho don Alonso, presente después de los siglos en el mármol del bello enterramiento que él mismo debió de costear, falleció en el mismo pueblo donde había nacido durante el otoño de 1564, tiempo en el que se debió de esculpir la estatua yacente que sella su tumba.
El pueblo de Riosalido aguanta los azotes del sol y las bajas temperaturas del páramo seguntino sobre una plataforma a la que llega, desde la comarcal 114, un leve ramal de carretera que sube hasta las primeras casas. En Riosalido vivió, y en la capilla de la Asunción de su iglesia se encuentra enterrado junto a su esposa doña Ana Velázquez, el señor de la villa y médico de la familia real en la corte de Felipe II, don Pedro Gálvez. Aquí las dos figuras aparecen en posición supina, una al lado de la otra en bajorrelieve. Ella con un manto sencillo anudado bajo los pies y portando un libro entre las manos, mientras que él yace revestido con capa castellana, medias calzas hasta más arriba de las rodillas y un rosario colgado de sus manos juntas. Don Pedro Gálvez, señor de Riosalido y fundador de la capilla bajo cuyo suelo se guardan sus despojos, falleció según reza en la leyenda que recorre la piedra esculpida, en el año 1591.
Son muchos más los rincones de la Provincia en los que nos hubiéramos debido detener en esta gira. Algunos de los más importantes monumentos funerarios fueron arrancados de su primitivo emplazamiento por diversas sinrazones, habiendo pasado a ser, como es el caso del bellísimo de doña Aldonza de Mendoza o el grupo escultórico de la familia Eraso, meras estatuas sin oficio dedicadas a enseñar, fuera de todo contexto, el valor artístico del que son portadoras en el prosaico estand de una sala de muestras o en la soledad de alguna sacristía.
Pues bien; volvamos de nuevo a la capital. Vamos a concluir este curioso periplo en la iglesia jesuítica de San Nicolás el Real. En la penumbra de una de sus capillas laterales reposa, sobre el lugar de su propio enterramiento, la estatua yacente del comendador santiaguista don Rodrigo de Campuzano, muerto en 1484; obra de refinada concepción gótica, muy de acuerdo con el estilo de la época en la que se debió tallar (finales del siglo XV), probablemente en la escuela guadalajareña del maestro Sebastián de Almonacid. El cuerpo en alabastro del caballero viste el atuendo propio de los militares castellanos del siglo XV, mientras que la cabeza recubierta con bonete reposa sobre un mullido almohadón alzado sobre unos libros.

martes, 20 de enero de 2009

SAN JULIÁN DE CUENCA


Por estas fechas se cumple el ciclo de actos culturales que la ciudad de Cuenca ha venido celebrando con motivo del octavo centenario de la muerte en esta ciudad del obispo San Julián, patrón de la capital y de su diócesis.
San Julián de Cuenca nació en Burgos, por entonces capital del reino de Castilla, en el año 1128. Sus biógrafos colman su vida de misterios, de prodigios que comenzaron a ocurrir desde el mismo día de su nacimiento. Fue hijo de una familia acomodada: De joven marchó a Palencia para cursar estudios superiores en la nueva universidad fundada por Alfonso VIII, donde habría de permanecer veinticinco años: once como estudiante y diez como profesor de Filosofía y Teología, disciplinas en las que poseía el título de Doctor.
Muertos sus padres, regresa a Burgos en el año 1163 para vivir por las afueras de la ciudad en una humilde casita, haciendo vida de retiro como preparación para su inminente sacerdocio, cuya ordenación recibiría tres años después.
Hacia el año 1190 llegó como misionero a tierras de Toledo, después de haberlo hecho durante veinte largos años por otros lugares de Castilla. Sólo un año después fue nombrado arcediano de la ahora Catedral Primada; hasta que muerto don Juan Yáñez, primer obispo de Cuenca, a finales de 1195, fue nombrado su sucesor el santo y sabio clérigo burgalés en el mes de junio de 1196, a la edad de sesenta y ocho años.
Desde Toledo llegó el nuevo obispo a la Ciudad del Júcar caminando a pie, acompañado de su fiel criado Lesmes. Entró de noche. Un muchacho adolescente -que según la tradición después llegaría a ser arcediano de la catedral conquense- le acompañó hasta el palacio episcopal.
De las muchas virtudes de San Julián sobresale la caridad ardiente por las almas de sus diocesanos. Se solía retirar durante algunos días cada año a una cueva abierta en el Cerro de la Majestad, donde ejercitaba su cuerpo y su espíritu con ayunos y oraciones. El santo le llamaba “el lugar de mi tranquilo día”. Hoy, en aquel lugar próximo a la ciudad, existe una pequeña ermita que en Cuenca se conoce por “San Julián el tranquilo”. Durante aquellos días de oración y penitencia, ocupaba el tiempo en confeccionar cestillas de mimbre, que solía regalar a los necesitados.
Falleció en olor de santidad en Cuenca la noche del 28 de enero de 1208. La ciudad guardó fervoroso luto por el Obispo santo, quien en un Breve fechado el 18 de octubre de 1594, se daba cuenta de su canonización por el papa Clemente VIII.
Lo que todavía queda de sus restos se conserva y venera en una arqueta de plata sobre el altar dedicado al Santo en un ábside de la Catedral.

(La imagen, del conquense Andrés de Vargas, nos muestra “La Virgen entrega la palma del triunfo a San Julián”. Capilla del Sagrario de la Catedral)

miércoles, 14 de enero de 2009

HITA AL SOL PONIENTE


Al mes de febrero, hermano menor de los meses del año, le toca esta vez llegar hasta nosotros más crecidito, ha recogido de cada uno de los tres que le precedieron, además de las suyas, las seis horas que se dejaron como lastre, para cumplir con precisión casi matemática el viajar de los astros en ese juego inimaginable de enormes magnitudes en el que los hombres participamos como simples pasajeros. Es un año de dichos y desdichas, de leyendas rancias en donde la gente dice que ocurren acontecimientos singulares que nunca en otro tiempo se dan. Momento propicio para los cambios y para andar un poco con los ojos abiertos por lo que pudiera ocurrir.
En nuestro periódico, con sesenta y cinco años de andadura al servicio de la gente, ha ocurrido hoy, está ocurriendo algo importante en este febrerillo especial de veintinueve días. Las cosas han cambiado, han cambiado mucho. Al periódico casi ni se le reconoce según lo que hasta ahora fue. Sonó la hora de ponerse a la altura de los tiempos y de las circunstancias. Lo hacemos con gusto. Nos queda sobre la superficie de la piel en el alma la impronta del tirón que nos arranca del pasado, por lo menos en las formas, en la manera de llegar hasta ustedes; por lo demás, al menos para mí, el cambio será mucho más suave. Seguiré viajando por los pueblos de esta Guadalajara diferente del siglo XXI, hablando con sus gentes, fotografiando plazas, callejas y rincones, admirándome y tratando de admirar a los lectores con los cambios habidos en nuestros pueblos desde la primera vez que anduve por cada uno de ellos. Un cambio patente, y casi siempre para bien. Los pueblos parecen otros, aunque, qué quieren que les diga, cada vez con menos gente. No hay que culpar solamente a la emigración de los años sesenta de la caída del censo en nuestros pueblos. Aquello ocurrió cuando ocurrió y rara vez ha vuelto a repetirse; ha sido la desaparición paulatina de los mayores la causa principal, la que ha dejado y sigue dejando las solanas de nuestros pueblos sin ancianos reunidos en tertulia tantas mañanas de invierno, y el sendero familiar de los ejidos sin paseantes en las tardes templadas. El verano volverá a poner las cosas en su sitio, casi siempre de manera exagerada, para volver de nuevo a hacer girar, sobre los pueblecitos apartados y sus gentes, la rueda de los nuevos tiempos.

El sol de la media tarde alumbra en oblicuo sobre el cerro de Hita, sacando destellos de las tierras húmedas por las que llanea escondido entre la maleza el río Badiel. Hita, el pueblo, se solaza en la ladera al pie del cerro cónico en cuya cima apenas queda un pedazo de muro que recuerda que allí hubo un castillo, presente en el recuerdo por algunos libros de historia medieval y por las páginas en lengua romance escritas por don Iñigo López de Mendoza, el de las famosas “serranillas” que lo tuvo como posesión y como cárcel. Pero no es este poeta memorable el que da nombre y razón al pueblo de Hita, sino otro anterior a él que es piedra clave de nuestra literatura primeriza, el controvertido Juan Ruiz, su célebre Arcipreste, sombra y luz, beatífico y picaruelo, autor de uno de los libros sobre los que se apoya toda la riqueza literaria que en lengua castellana vendría después, y cuya sombra nos parece resurgir cada viaje de las desgastadas piedras en los escasos retazos de muralla que se dan por auténticos después de los bombardeos.
Hita es un mirador escalonado sobre los campos de labor y sobre las parcelillas de olivar que tiene al mediodía. Creo haber podido contar hasta nueve pueblos desde el balcón que hay junto a los arcos de la desaparecida iglesia de San Pedro. Aunque el contraluz de la media tarde hace difícil la visión, allá quedan esparcidas por campos de Alcarria y de Campiña las casas y los campanarios de Cañizar, de Rebollosa, de Valdearenas, de Trijueque, de la Torre del Burgo, de Heras, de Taragudo, de Humanes, y de Alarilla a la sombra de su Muela desde la que se tiran al espacio los hombres-pájaro. Desde lo alto del cerro la visión es mucho más completa, se domina en todas direcciones un panorama extenso de campos y de montañas, praderías y serrezuelas lejanas, aquellas por las que anduvo paso a pie el autor de El libro de Buen Amor, quien sigue siendo al cabo de los siglos el alma de Hita.

Me ha tocado subir y bajar por muchas calles en cuesta. Es el tributo a pagar cuando se llega a Hita con intención de conocerlo y de entrar en el misterio de su alma multicentenaria. A la histórica villa conviene hacerse presente en una mañana o en una tarde de un día cualquiera. La gente suele conocer la Villa del Arcipreste con ocasión de sus Festivales de a principios de verano que organiza y mantiene, con extraordinario talento, el profesor Criado de Val, por otra parte autor de su Historia. La de los Festivales es una visión diferente. En esas ocasiones el pueblo actúa como escenario por un día de exhibiciones festivas que en otro tiempo pudieron ser así, aprovechando el más propicio de los ambientes.
Por la Puerta de Caballos, en cuanto a imagen la más conocida de la histórica villa, se entra a la plaza mayor, que en Hita, como no podía ser menos, se llama Plaza del Arcipreste. Es una plaza extensa, abierta, con soportales en una de sus caras y un frontal de piedra nueva, a modo de muralla, al lado opuesto. Sobre ese sólido frontis de caliza han incrustado un plano en relieve, que, de puro original, atrae la atención del visitante además de servirle de guía para conocer con detalle las plazas, las murallas, las calles y los monumentos más representativos del pueblo que en un espacio de escasas superficies da lo suficiente para dedicarle una mañana o una tarde con la sola intención de ver.
Se asciende por calles nuevas y bien cuidadas, por calles con nombres sacados de la historia local y de la rancia literatura castellana, que no poco tuvo que ver con el pasado lejano de la villa: Plaza de Doña Endrina, Calle Marqués de Santillana, de Criado de Val, Calle Cerería, de la Virgen de la Cuesta. No hay ninguna calle en su pueblo natal en memoria de aquel abominable personaje del siglo XV que en algunos pueblos de Molina todavía quieren recordar como “El Caballero de Motos”, de nombre Álvaro de Hita, temido bandolero que fue capaz de construirse un castillo sobre el cerro de Motos a fuerza de robos y saqueos a los humildes gentes de la comarca, hasta que su crueldad llegó a oídos de los Reyes Católicos que dieron orden tajante de derribar el castillo, sin que haya quedado de él el menor rastro. Es la sal y la pimienta con la que se condimenta el manjar de la Historia, y la de Hita no podía ser menos.
He pasado junto a la Casa del Arcipreste. Queda por encima de la plaza y no lejos del nuevo edificio del ayuntamiento. Uno quiere adivinar en esa casa -pienso que debidamente acondicionada para ello, o por lo menos fácil de acondicionar- una sede destinada a algo útil. Alguien me habló de que guardan en su interior algunas piezas arqueológicas de cierto interés recogidas por aquellos pueblos; de que se piensan exponer las caretas que se conservan en alguna parte procedentes de los festejos tradicionales, y los carteles de todos los Festivales Medievales habidos hasta ahora. Yo añadiría que el sitio podría ser, además, el idóneo para una exposición permanente de ediciones de El libro de Buen Amor, que con toda probabilidad serán muchas y la mar de curiosas. Y un horario para poderlo ver, un horario conocido aunque solamente alcance de momento a los fines de semana. Algo que sirva para avivar la llama tenue de este Hita de 2004, con un centenar escaso de personas en un día cualquiera, como el de hoy de un invierno no demasiado crudo.
Hita es un legado cultural que no sólo debiera aparecer en los libros de texto y en el común conocimiento de los habitantes de los pueblos vecinos. Es el mal endémico de esta tierra nuestra en la que preferimos por sistema mirar hacia lo ajeno, dejando al margen lo que tenemos en casa. Tengo como cosa cierta que los más importantes estudiosos de la vida y la obra del Arcipreste, son extranjeros, norteamericanos para más datos. Yo sé de alguno de ellos.

jueves, 8 de enero de 2009

HUETE, LA PEQUEÑA FLORENCIA EN LA ALCARRIA DE CUENCA


Es muy posible que no llegue a los dos mil habitantes, como población de hecho, la que antes fue cabecera de un alfoz al que estaban incorporados nada menos que ochenta y cinco municipios de las provincias de Guadalajara y Cuenca. Huete, la antigua Opta de los romanos, conserva en la piedra labrada de sus monumentos y en la tinta de antiguos legajos, la memoria fiel de lo que antes fue: solar donde la planta del pie por parte de los hombres, se detuvo desde los tiempos más remotos, anteriores a la Historia, como se ha ido comprobando en yacimientos próximos, y en monumentos admirables de épocas posteriores que han merecido que hoy se aproximen hasta ellos las páginas de nuestro periódico.
De las ciudades históricas de nuestra Comunidad Autónoma, tal vez sea ésta, fuera de las de nuestra provincia, la que nos queda más cercana. Desde Guadalajara no es mucho más que un paseo llegar hasta Huete, sin necesidad de salir siquiera de la comarca alcarreña; pues ésta es, sin ninguna otra que se lo pueda discutir, la capitalidad de la Alcarria de Cuenca, título que la villa ostenta con absoluto merecimiento, y de qué manera.

Había estado en Huete una sola vez, y de esto hace ya mucho tiempo. Debo confesar que cuando he vuelto varios años después, la pequeña ciudad alcarreña me ha resultado desconocida. Por una de las principales calles he conseguido llegar de buena mañana hasta el Arco de Almazán, al pie mismo de la Torre del Reloj, señera de la villa, y que es uno de los tres arcos que quedan de la antigua muralla, de los ocho que tuvo. Más allá, y como fondo al poniente a cuyas faldas se extiende la villa, el Cerro del Castillo, con las ruinas de la antigua fortaleza en piedra desmoronada, la antena de teléfonos, y la monumental escultura del Sagrado Corazón en piedra blanca bendiciendo desde la altura a personas y haciendas. Abajo la histórica ciudad, la solemne urbe renacentista y barroca, Huete, de piedra sillar y escudos nobiliarios sobre las fachadas de antiguas heredades, de casas solariegas y de palacetes por cualquiera de sus calles; de sorpresa en sorpresa, sin que uno pueda distinguir a fin de cuentas cuál de ellas fue la que más le impresionó. La cámara fotográfica no debe faltar, amigo lector, si haces un viaje a Huete.
He dejado atrás la Torre del Reloj y sigo por una calle estrecha hasta el primero de los monumentos que tengo previsto visitar. Me acompaña un anciano del pueblo que camina en la misma dirección por la que yo voy. El buen hombre lamenta con nostalgia el otro Huete, el de su juventud como trabajador del campo. Le importa su ciudad como monumento, pero le preocupa el que se vaya quedando sin gente por no ofrecer un futuro más o menos halagüeño para la juventud. Al cabo de un par de minutos o poco más nos decimos adiós. El anciano me ha dejado frente a la portada manierista de la iglesia del Cristo y me ha indicado por dónde debo bajar después hasta el convento de la Merced.
El verdadero nombre, o dedicación, de esta iglesia que en Huete llaman del Cristo, es el de Iglesia y Convento de Jesús y María. Los altorrelieves de su portada, representando con todo realismo y todo detalle la escena de la Adoración de los Magos, es algo de lo más perfecto con lo que uno se puede encontrar en esta Castilla de incomparables artífices del cincelado en piedra. Se atribuye su diseño al jienense Andrés de Vandelvira, aquel que llenó de bellísimos monumentos las ciudades de Úbeda y Baeza durante las décadas medias del siglo XVI. Esta portada sur de la iglesia del Cristo no sólo es digna de tan extraordinario autor, sino una muestra a perpetuidad de lo mejor de su obra.
La distancia no es demasiado larga entre la Plaza del Cristo y la Plaza de la Merced, donde se encuentran las respectivas iglesias y monasterios de su mismo nombre. El espacio entre una y otra se puede cubrir a pie en cinco minutos. El Monasterio de la Merced es el mayor en tamaño de todos los monumentos que hay en Huete. Dentro de este antiguo edificio, que se asoma al exterior por unas setenta ventanas en línea, luciendo en todas ellas una magnífica rejería, se encuentran el Ayuntamiento, la oficina de Turismo que atiende una amable señorita, y los museos de Arte Sacro, Etnográfico, y el de Arte Contemporáneo Florencio de la Fuente, pudiéndose ver en este último obras de Picasso, Dalí, Corot y Vázquez Díaz, entre otros muchos autores, casi todos ellos del siglo XX. El Monasterio de la Merced es parte obligada en la visita a Huete.
Y así, callejeando por esta noble ciudad de la Alcarria, ahora en busca del ábside de la antigua parroquia de Santa María de Atienza, nos sale al paso otra iglesia de aspecto notable, la que en tiempos pasados perteneció al extinto monasterio de Santo Domingo de Guzmán, obra del siglo XVII y hoy propiedad particular. Y a cuatro pasos otra portada llamativa, es ahora la de la Real Parroquia de San Nicolás de Medina, antiguo colegio de Jesuitas, cuyas obras concluyeron en 1705 bajo la dirección del arquitecto Juan de Palacios.
Llegamos al fin frente al ábside de Santa María de Atienza, tal vez el más original, y sin duda el más antiguo de los edificios notables de Huete. Su estilo es el gótico-normando, bastante difícil de encontrar por estas latitudes. No pude entrar hasta su mismo pie por no ser hora de la visita guiada; pero sí que desde la corta distancia me fue posible tomar alguna fotografía general de lo que queda del monumento, y que me ha permitido imaginar, por la magnificencia de sus columnas y ventanales, lo que antes fue, una muestra exquisita del arte europeo del siglo XIII, al que pertenece.
Regreso hasta la Torre del Reloj, Plaza de la Constitución, donde un par de horas antes había dejado el coche. Como obsequio final para tan interesante paseo, he podido contemplar al paso las fachadas de otros dos edificios harto interesantes: la Casa de los Amoraga (siglo XVIII), con un magnífico escudo de piedra sostenido por tenantes, y la del Pósito Real, donde se luce otro bello escudo en piedra, en este caso el de Castilla y León sostenido por el águila imperial.

Huete es una ciudad antigua. No faltan quienes aseguran que la provincia de Cuenca se formó a partir de Huete, opinión nada fácil de demostrar aunque se basa en razones cuando menos respetables. Cuando Alfonso VI la conquistó, los habitantes que allí había siguieron ocupando sus respectivos barrios: los judíos el barrio de Atienza, y los moriscos el barrio de San Gil. Al obligarles a hacerse cristianos, cada uno de ellos eligió un patrón a su gusto sacado del santoral, que pasados los siglos habría de servir para señalar acrecentadas las diferencias entre una y otra etnia.
Juanistas y quiterios convivieron juntos, pero como ocurre con el agua y el aceite, sin revolverse ni llegar a mezclar sus sangres. No hace mucho tiempo que la regla, por otra parte insostenible, que dictaba aquella extraña manera de vivir en sociedad, acabó por romperse. Unos y otros conviven hoy en total normalidad y se casan entre ellos; pero cuando llega la fiesta del barrio, cada cuál celebra la suya, sin que haya forma de que un “quiterio” intervenga en la fiesta de los “juanistas” y viceversa. Las dos fiestas son muy parecidas, tanto en devociones como en contenidos. San Juan tiene lugar el primer fin de semana del mes de mayo, y Santa Quiteria dos semanas después. La procesión con la imagen del santo suele ser el momento clave de cada celebración. Saludos, loas, cantos, incluso danzas, ambientan los respectivos desfiles. Casi todo igual, tan sólo les diferencia que los juanistas bailan con los brazos levantados y los quiterios lo hacen con las manos caídas. ¡Ah!, y otra diferencia más; en la procesión, San Juan va a hombros de sus devotos, mientras que Santa Quiteria lo hace subida en carroza.
Son detalles vitales de la más arraigada tradición castellana, que poco a poco el tiempo se encarga de limar, cuando no de lograr que desaparezcan, sin distinguir entre lo inconveniente y lo que a toda costa convendría conservar como parte de nuestra cultura, incluso, como en este caso, forzada en su origen; pero que con el pasar de los siglos ha ido dejando un poso de profunda raíz en los terrenos de su majestad la Tradición.


(En la foto, juego de altorrelieves en la fachada de la iglesia del Cristo)

sábado, 3 de enero de 2009

EL BARRANCO DEL RÍO DULCE


Los seres vivos tenemos una fecha exacta de nacimiento que todos conocemos, y una fecha de caducidad, desconocida por todos, que a menudo se convierte en la gran incógnita de la vida. Aunque no lo sea de derecho, el libro es también un ser vivo; pues tiene una fecha de nacimiento -el día que sale de la imprenta- y una presumible fecha de definitiva desaparición imposible de conoce y ni siquiera de poderse imaginar; pues pasarán los años, quizás los siglos, y siempre aparecerá perdido en alguna parte o en los anaqueles de alguna vieja biblioteca, como mera curiosidad, cualquiera de los cientos o de los miles de ejemplares que salen a la vida en un mismo parto. Un libro es, en fin, un ser que nace con una misión que cumplir como cualquier viviente, y si esa misión es beneficiosa para la humanidad, celebremos su feliz alumbramiento.
Soy el padre de la nueva criatura. Nace en una edición de lujo, con fotografías de Paco Gracia, publicado por la Editorial Mediterráneo de Madrid, y su contenido no es otro que una exposición acerca del “Parque Natural Barranco del Río Dulce”, uno de los cinco parque naturales que tiene nuestra región, y de los cuales, tres se encuentran en diversas comarcas de la provincia de Guadalajara.
Y ¿Por qué en esta página dedicada exclusivamente a nuestro pueblo? Hay dos razones para ello: una, porque yo soy de allí, que ya sería motivo bastante; pero hay otra además, y es que en su mayor parte este libro ha sido escrito en Olivares durante el pasado mes de agosto. Se comprende que la primera presentación al público lo sea a todo el mundo a través de Internet, pero por la vía de nuestro pueblo, como no podía ser menos, en el mismo día de su nacimiento.
Como detalle, voy a transcribir unos cuantos párrafos del capítulo primero, en el que se explica de manera sucinta algo de su contenido.

(el detalle)

“Hablaremos de campo, de senderos de tierra y hierba para el camino a pie junto a la corriente del río, de elevaciones y de risqueras impresionantes de caliza donde anida el ave rapaz, de profundidades y de estrechos pasadizos por los que corren las aguas de un arroyo, el Dulce, a la vera de un rosario de pequeños pueblecitos con su leyenda, su historia, su paisaje y sus costumbres, ingredientes que nunca deberían faltar en el siempre escaso atuendo del caminante.
El camino a pie por todo el recorrido, o al menos por parte de él, sería lo ideal para el pleno disfrute del viaje, un ideal posible aunque no fácil de cumplir; pero que también puede hacerse cómodamente en automóvil por carreteras en aceptables condiciones, sin que el resultado final apenas desmerezca.
En este trabajo encontrarás, amigo lector, todo lo que es preciso conocer para que en dos o tres jornadas de tu tiempo puedas disfrutar, a cielo y corazón abierto, de lo que la madre Naturaleza nos ofrece como regalo, y que seguramente tienes a cuatro pasos de la ciudad en donde vives, pero que, por desconocimiento del sitio, tal vez -¡Es tanto lo que nos queda por conocer de esta España de nuestros amores y de nuestros pecados!- no contaba en tus proyectos, al menos inmediatos, como lugar donde perderte al amparo de la Naturaleza, que, como bien sabemos, suele ser buena pagadora.
Los Valles del río Dulce abren sus puertas a un paso de la autovía Madrid-Barcelona, a cien kilómetros de distancia desde la capital de España, y en el centro de la provincia de Guadalajara. Capricho natural conocido por pocos, no lejos de la ciudad de Sigüenza, y por el que a partir de este momento comienza nuestra andadura.”