viernes, 20 de diciembre de 2013

POR LA ALCARRIA A TODO LO LARGO Y ANCHO


            No es la Alcarria, como sabemos muy bien los que vivimos aquí, la comarca de la provincia que acapara todas las bendiciones, y abominaciones cuando las hay, de las tierras de Guadalajara; no. La Alcarria es una cosa y Guadalajara es otra; conviene no confundirse, y mucho menos confundir a los demás. Para quienes apenas nos conocen de oídas, o han cruzado alguna vez nuestros campos a vuelo de ventanilla de autobús o como viajeros en el ferrocarril, no debe extrañarnos que sea a sí; pero quede claro, tanto para los extraños como para los propios, que a Guadalajara como provincia la integran otras tres comarcas geográficas que nada, o casi nada, tienen que ver con la Alcarria; comarcas bien definidas y con una personalidad tanto o más arraigada que la propia Alcarria, aunque quizás con menos predicamento de cara al exterior, circunstancia que ahí está, y ante la que cualquier guadalajareño: campiñés, serrano o molinés, deberá atenerse y encajar de buen grado cuando al medirle fuera de casa con el mismo patrón que a todos se nos mide, alguien opte por considerarle alcarreño.
            Pues bien, algo tendrá el agua cuando la bendicen. Algo tendrá la Alcarria para merecer, de mentes poco cultivadas, una identificación sui generis con las tierras en su conjunto de una provincia determinada a la que solamente ocupa en una porción concreta, a la vez que se extiende de manera considerable por algunas otras más de las que así mismo toma parte y cuyos pobladores se consideran, con el mismo derecho, alcarreños a mucha honra. La provincia de Madrid tiene su trocito de tierras alcarreñas, y la de Cuenca una cuarta pare de su superficie total. La Cuenca de Priego, de Huete, de Villar del Infantado, de Castillo de Alvaráñez o de Villarejo del Espartal, contienen tanto sabor a Alcarria como las vegas del Tajuña o las ásperas llanuras de Cifuentes. Uno piensa al respecto, vista la realidad sobre el propio terreno, que la Alcarria viene a ser el sello común, inamovible, que asegura la verdad geográfica, e histórica en buena parte, de una comarca sonora y universal, que acoge sin distinción sendos pedazos de dos provincias siamesas, aunque el renombre como tal de puertas para afuera haya venido a hundir el platillo de la balanza sobre esta porción nuestra, sobre la Alcarria de más acá de los valles del Tajo y del Guadiela, en lo que -una vez apuntadas las correspondientes salvedades- todos parecemos estar de acuerdo. La ciudad de Guadalajara queda incluida dentro del tapete alcarreño, lo que para nuestro uso viene a ser como un dato definitivo que justifique esa distinción.

            Campos ariscos y de ruda estampa; tierra de contrastes climatológicos y de complicadas formas en su peculiar orografía: desierto, páramo, vallejo, laderas infecundas, aliagares y tomilleras, la Alcarria gozó sin razón de tiempo ni de historia, del singular privilegio de atraer hacia su osca piel a lo más representativo de las alcurnias españolas de todos los tiempos. La ciudad romana de Ercávica en la Alcarria de Cuenca, cuyas ruinas quedan al descubierto a cuatro pasos del último remanso de las aguas del pantano; y la de Recópolis, fundada por Leovigildo en honor de su hijo Recaredo, a la vera del Tajo junto a Zorita, avalan suficientemente lo que acabo de decir. Tierra ésta que fue escenario a lo largo de los siglos de acontecimientos guerreros que marcaron los caminos del futuro en todo nuestro país, y que ahí están reflejados en los libros de la Historia, o cuando no en olvidados monumentos recordatorios ornando su propio paisaje.
            Con sólo echar un ligero vistazo a los antiguos legajos de la Alcarria, y con ello quiero referirme a los que guardan entre dunas de polvo las historias particulares de sus villas más destacadas: Priego, Huete, Brihuega, Pastrana, Cifuentes, Zorita..., sería material más que suficiente para confeccionar sin esfuerzo apenas toda una nómina de personajes distinguidos que, por una u otra razón prefirieron la adusta Alcarria sobre cualquier otro lugar de la España de su tiempo, como asiento para sus horas de solaz al amparo de su apacible naturaleza. Y ahí tendríamos que colocar en sitiales preferentes a dos de los Alfonsos de la Castilla medieval: el Octavo, fundador de monasterios, como el de Ovila, y el Décimo, amante de doña Mayor, señora de Cifuentes; al moro Almamún; al influyente Arzobispo toledano Ximénez de Rada, a muchos y distintos miembros de la familia Mendoza en sus diversas ramas, con la extraña flor de la Princesa de Éboli, que en la Alcarria nació, y murió dejando a la posteridad un reguero ingente de opiniones encontradas acerca de su carácter y de su comportamiento; a Teresa de Ávila, la reformadora de la Orden Carmelita; a los reyes Borbones Felipe V, Carlos III y Fernando VII; a El Empecinado que, en varios momentos de su ofensiva contra el invasor francés, montó en la Alcarria su cuartel general; al autor neoclásico Leandro Fernández de Moratín, de ascendencia pastranera; al poeta León Felipe, que se estrenó como boticario y escribió sus primeros versos en Almonacid; al último Nóbel español, Camilo José Cela, que fue su más eficiente propagandista..., entre otros muchos, sin entrar en el mundo de los vivos, que ahí están, y cuya relación acabaría por desbordar lo que en este escueto trabajo se pretende.

            Y siguiendo con esa infinidad de motivos capaces de sacar a esta tierra de su secular anonimato, se me ocurre pensar cómo, en una de las roídas ladera de matorral que tapizan los oteros de la Alcarria, ruinoso e irrecuperable, fuera de la vista del viajero desde que trazaron la nueva carretera, queda algo más allá de Tendilla el venerable monasterio de la Salceda, donde rezó e hizo milagros San Diego de Alcalá, y abandonó un buen día camino de la Corte para ser confesor de la reina Isabel la Católica, y regente después de las Españas, fray Francisco Jiménez de Cisneros.
            Los altos de Brihuega y de Villaviciosa fueron testigos en el año 1710 -cuando España se encontraba huérfana de rey al haber muerto sin descendencia el último de los Austrias- de una batalla decisiva que trajo como consecuencia el trasplante al trono de una nueva familia real, la de los Borbones, originaria de la Francia de Luis XIV. Pues bien, así consta en los anales de nuestra historia nacional, y así se recuerda en un solitario monolito que alguien tuvo a bien plantar al borde de la carretera por donde ocurrieron los hechos, sin que parezca ser que el mundo de hoy, resultado al fin de aquella definitiva disputa por la sucesión, le haga demasiado caso.

            Mas no es todo por cuanto a escenario bélico como función han tenido aquellas tierras, pues más próximo a nosotros murieron por aquellos campos miles de soldados durante la Guerra Civil, y para ello copio y concluyo con aquella frase tajante, sacada con pinzas de las Crónicas de guerra de Hemingway, cuando en el año 1937 anduvo por aquí como corresponsal en pleno conflicto. El autor, refiriéndose a la llamada Batalla de Guadalajara, y más concretamente a los enfrentamientos de tropas que él sitúa en las inmediaciones del Palacio de Ibarra, publicó en el diario estadounidense The New Republic un completo artículo acerca de los hechos y del que me limito a entresacar sólo lo siguiente: “Sin reservas afirmo que Brihuega tendrá un lugar entre las batalla decisivas de la historia militar del mundo.”

(En las fotografías: Un aspecto típico del campo alcarreño; un detalle de las ruinas romanas de Ercávica; y ábside de la iglesia de Santa María en la villa de Brihuega.)

viernes, 8 de noviembre de 2013

EN EL "ESCORIAL DE LA MANCHA"

         
   No hace todavía demasiado tiempo que anduve por Uclés. Al atravesar las tierras de Cuenca por aquellos rápidos llanos de la autovía, la silueta estilizada del elegante monasterio invita a llegarse hasta sus muros. No sabría decir si la última vez en que lo hice, fue la tercera o la cuarta que he subido al leve altiplano que sirve de peana al severo edificio. En esta ocasión no he necesita­do guía. Uclés se hizo para ser visto, pero más todavía para sentirlo una vez que se conocen medianamente las principales vicisitudes del monasterio y de su entorno a lo largo de la Historia. Piedra callada a las puestas del sol, en unas horas en las que el arte acrecienta su dulzura, en un instante en el que el pasado vuelve a la vida con toda su balumba de impresiones, de nostalgias, de recuerdos.
            El elegante cenobio de a orillas del arroyo Bedija, aquel que alzado sobre un leve roquedal sirvió de cárcel a Quevedo y de sala de espera hacia la eternidad al más profundo de nuestros poetas del Renacimiento, Jorge Manrique, es uno de esos paraísos en los que el tiempo se detuvo y se durmió la Historia. Uclés, cabecera de la Orden de Santiago y sede de sus comendadores y maestres durante décadas y siglos, se tuesta bajo el clemente sol de la primera Mancha a una hora escasa de automóvil desde el centro de Madrid.
            No es el de Uclés, por mucho que los conquenses nos empeñemos en catalogarlo para nuestro uso como "El Escorial de la Mancha", uno de esos monasterios castellanos de raigambre, por lo menos como pieza destacada dentro del catálogo de los monumentos españoles en el mundo de la popularidad. Y no será ello porque le reste interés la calma de los campos de trigal que entornan su paisaje; ni porque su pasado carezca de raíz asida con fuerza en el meollo de los grandes acontecimien­tos de la Historia de España; ni porque al monumento como tal, le falten motivos para agradar por sí mismo, o por el mérito de tantos enseres y ornamentos de singular factura que acoge en sus patios, en sus celdas, en sus salones... El monasterio de Uclés, amigo lector, lo tiene todo, hasta el amoratado color de sus piedras al caer de la tarde como enseña y memorial de un pasado sangran­te, luctuoso, violento, que malamente consiguen disimular las bellas formas arquitectónicas del XVI y de siglos posterio­res, que hacen de él una de las más sonoras maravillas de esta región, de la que somos y vivimos. Hay constancia muy precisa de que “El 7 de mayo de 1529, reinando en España el emperador Carlos I, se asentó la primera piedra del edificio, según quedó inscrito en uno de los contrafuertes del ábside y de la fachada más antigua, obra de Gaspar de la Vega. Las restantes fachadas y el patio fueron diseñadas por el arquitecto conquense Francisco de Mora, discípulo de Herrera, con trazado similar al del monasterio de El Escorial”
            En el siglo XVI se comenzó a construir el monasterio sobre las ruinas de una vieja fortaleza medieval que en tiempo pasado fuera testigo de batallas memorables, como aquella que se dio durante el invierno del año 1108 en la que perdió la vida el joven infante don Sancho, hijo predilecto del rey Alfonso VI y de la princesa Zaida, en la que murieron además siete condes castellanos, y que los moros triunfadores dieron en llamar por esa misma razón de los "Siete Puercos", nombre que los comendado­res santiaguistas tornaron por el de la "Batalla de los Siete Condes", con el que habría de atravesar los umbrales de la Historia.

            Las formas recargadas que adornan con suntuosidad la portada principal del monasterio son una imagen antológica de lo que fue capaz de alcanzar el arte barroco por tierras de Castilla. En el patio interior, obra del siglo XVII, todo se ajusta en torno al soberbio brocal de un pozo principesco con el escudo real como enseña. Treinta y seis son los arcos que cierran el patio interior, y otros tantos los ventanales que lo engalanan por encima de los arcos, uno por cada maestre de la Orden que pasaron por allí y de los que se tiene memoria.
            Hay quien dice que lo más valioso, o por lo menos lo más original que guarda en su interior el edificio, es la escalera regia, que sube desde la primera planta hasta el claustro alto en donde se alinean las aulas del Seminario Menor y algunas dependen­cias administrativas del mismo. La escalera es todo un aconteci­miento que bien merece ocupar un sitio de honor en los anales de la arquitectura clásica, destacando los arcos laterales y la bifurcación tan peculiar que presenta a partir del segundo tramo.
            El refectorio se ha empleado desde siempre para comedor los seminaristas durante el curso escolar. Se cubre con uno de los más bellos artesonados del siglo XVI que se conocen en España. Entornando el magnífico juego de arabescos, aparecen a modo de cenefa lateral una serie de medallones con magníficos relieves en madera noble; son treinta y seis, y en ellos se adivinan los bustos de otros tantos maestres y priores santiaguistas entre los que se cuentan el Emperador Carlos I y el Condestable de Castilla don Alvaro de Luna, aquel que en vida se burló de la muerte, aparece aquí solo en su osamenta revestido con manto y corona propia de su condición.
          

          La iglesia -ignoro si acabada de restaurar- es la pieza más noble de todo el monasterio. Es obra de un conquense algo echado al olvido, Francisco de Mora, discípulo predilecto de Herrera y hombre de confianza de su maestro durante las obras del real monasterio de El Escorial. Mide la iglesia, así consta, doscientos veintinueve pies de larga por cuarenta y dos de ancha. La cúpula que se alza sobre la vertical del crucero es obra magnífica de Antonio de Segura, de la que sale al exterior un orondo chapitel con vistoso bolón de cobre. Por debajo de las capillas laterales se da por seguro que yacen enterrados los restos del maestre don Rodrigo de Manrique, y los de su hijo Jorge, el autor de las Coplas, sin que se sepa el sitio exacto donde reposan sus huesos, lo que rodea su delicada personalidad de un mayor misterio. En una celda próxima al panteón de personalidades, ya casi en la sórdida cripta de los enterramientos de priores, obispos y otras dignidades de la Orden, estuvo preso durante medio año el más inspirado y ocurrente de los escritores barrocos de nuestra Literatura, don Francisco de Quevedo y Villegas, quien dio allí durante larga temporada con su carne mortal por haber dirigido, al parecer de una manera impía y desconsiderada, los dardos de su ingenio contra don Francisco de Acevedo, a la sazón arzobispo de Burgos. Esto ocurrió en la primera mitad del año 1621.
            De los tormentos y horrores sufridos por el pueblo de Uclés durante la Guerra de la Independencia -complemento inseparable de la historia del monasterio-, se podrá hablar llegado el momento en una segunda entrega.


sábado, 28 de septiembre de 2013

LOS "RETABLOS" DE VÍCTOR DE LA VEGA


       Una polémica, razonable y razonada, surgida días atrás entre algunos usuarios de las redes sociales afines a la cultura, que tuvo como motivo la seria advertencia del Cronista Provincial de Guadalajara, Dr. Herrera Casado, en el sentido de que pudiera correr peligro la permanencia en la ciudad del famoso cuadro “Retablo Arriacense” del pintor conquense Víctor de la Vega, me lleva a reflexionar acerca de la obra sujeta a polémica y a aunar en uno sólo el trabajo llevado a término por el genial artista, centralizado en estas dos provincias, Guadalajara y Cuenca, tema exclusivo y única razón de ser de este blog, por lo que no deja de tener su repercusión en él como cosa obligada.
            El “Retablo Arriacense”, por cuya seguridad y conservación en Guadalajara está preocupando seriamente a centenares de personas, como podemos comprobar en Factbook durante los tres últimos días, fue encargado y adquirido por la Caja de Ahorros Provincial de Guadalajara en el año 1977 al referido pintor, y desde entonces ha presidido la sala de juntas de la Institución hasta que ésta desapareció al ser absorbida por otra entidad mayor con sede en Andalucía; el cuadro se llevó a otro nuevo edificio colosal, situado junto a la autovía, en donde la extinta entidad apenas debe de tener algún o algunos despachos a los que no va la gente de la calle; un lugar difícil, imposible diría, para que el público pueda observar esta obra admirable. Sitio que además, según hemos leído, tampoco es el más aconsejable por los efectos desfavorables de la luz sobre la pintura.
            Como una pieza más del fondo artístico-cultural de la Caja de Guadalajara, este cuadro y algunos más han pasado a ser propiedad de otras manos, ajenas a las de los antiguos impositores con cuyos ahorros como tales se adquirió, sin que se sepa de su futuro paradero como obra querida que es. El malestar se está generalizando y el número de interesados por su mantenimiento en Guadalajara, como cosa propia, cunde entre otros sectores de la sociedad alcarreña de día en día.
            El “Retablo Alcarreño” es una bellísima estampa, óleo sobre lienzo, en un marco no menor de 3,5 x 1,7 metros de superficie (lo digo a cálculo), en donde está representada la provincia de Guadalajara en toda su extensión y significado: sus personajes más notables, sus lugares característicos, su riqueza monumental, sus fiestas y sus costumbres, a través de la historia. En la fotografía que encabeza este trabajo te puedes dar, lector, una idea bastante exacta de lo que la obra es y contiene.
            El futuro del cuadro, así como del resto del fondo artístico de la antigua Caja,  es todo expectación, una incógnita que, a la vista de la unánime inquietud popular, tendrá que despejarse favorablemente en el menor espacio de tiempo que sea posible. Parece que la disposición de la entidad propietaria actual es aceptable: un espacio exclusivo dentro de la ciudad donde quede expuesto a perpetuidad el “Retablo Alcarreño” con otras muchas obras -de Alejo Vera, por ejemplo- estrella de la pintura romántica e histórica del siglo XIX, natural de Viñuelas, un importante lugar de la Campiña Guadalajareña.

            El “retablo Conquense” es la pintura que haría pareja con la que acabamos de comentar. Fue pintada en la primera planta de la Diputación Provincial de Cuenca en el año 1987. El estilo es más depurado, pero menos completo y dinámico tal vez que el de su hermano mayor; pues en él predominan los personajes conquenses como motivo principal, casi exclusivo; personajes destacados de la cultura, del arte, de la literatura, de la música, de la política, de la religión nacidos en la provincia; pero escasean los paisajes conquenses, los monumentos históricos de los que tiene tantos, si lo comparamos con lo que aporta el lienzo dedicado a Guadalajara.
            El “Retablo Conquense está pintado directamente sobre el muro, en acrílico y retoques de gouache; sus dimensiones son 3,42 x 4,54 metros. Aunque ha venido conservándose en buenas condiciones durante su cuarto de siglo de existencia, a finales del pasado año y con motivo de cumplirse su XXV aniversario, la Diputación Provincial de Cuenca se ha visto obligada a emprender en él unos trabajos de restauración, con el fin de reparar los daños producidos por una gotera que provocó el levantamiento de algunas pequeñas zonas de la pintura, pequeñas ampollas y grietas. Se han puesto todos los medios de los que se dispone hoy para su restauración y el resultado, según me han dicho, ha sido excelente.
                                                     
                                                
            Los “Retablos” de Víctor de la Vega, a los que como conquense de nacimiento y habitante de Guadalajara la mayor parte de mi vida tengo una gran devoción, son noticia al encontrarse en compromiso por motivos diferentes en el corto espacio de una año, o quizá poco más; lo que me ha dado motivo para manifestar mi gratitud y admiración a su ahora anciano autor, y en no demasiado satisfactorio estado de salud; pero que todavía lo tenemos entre nosotros para disfrutar de su trabajo bien hecho. La última vez que hablé con él fue con motivo del homenaje que Cuenca y la Real Academia Conquense de Artes y Letras le dedicó hace sólo unos años. Fue por teléfono, y me comentó que se encontraba muy débil, que estaba atravesando un mal momento; pero ahí está, y a él dedico este trabajo, también como mi pequeño homenaje y el de tantas gentes de aquí deseosas de conocer y de admirar su obra. Felicidades, maestro.                        

miércoles, 18 de septiembre de 2013

LA MEJOR PAELLA DEL MUNDO

A fe que la noticia, sorprendente donde las haya, se comenta con un breve titular que lo dice todo: “Un restaurante de la Mancha Coquense, La Posada Real, de Santa María del Campo Rus, ha elaborado la mejor paella del mundo”. Ha sido como resultado del Concurso Internacional de Paella Valenciana celebrado en la ciudad de Sueca.
            Su artífice, el cocinero Julián García, ha recibido el diploma correspondiente y una importante cantidad en metálico de 2.500 euros. El segundo clasificado fue un restaurante de Cullera, Casa Picanterra, y el tercero el Chambao de Miami. Entre los finalistas varios resturantes españoles (valencianos muchos de ellos) y otros procedentes de Hamburgo, de Tokio y de Nueva Zelanda, además del que obtuvo el tercer premio, de los EE.UU.
            Sueca está considerada como la Ciudad Arrocera de España, con una producción anual muy cercana a las 40.000 toneladas de arroz, en una superficie de 5.000 hectáreas de cultivo.


           Conozco Santa María del Campo Rus en la provincia de Cuenca, debido a mis frecuentes viajes a San Clemente, vía Castillo de Garcimuñoz. Conocía de él la magnífica calidad de sus quesos de oveja en todas las variedades, famosos en la comarca; pero ignoraba que en su restaurante local guardaran secreta esta habilidad gastronómica que les ha situado a la cabeza del mundo en la preparación de paellas, tan propia de la región valenciana.

            Los ingredientes empleados por el ganador son los propios en calidad y en cantidad, para un servicio de quince comensales, a saber: arroz de la tierra, aceite de oliva, pollo, conejo, caracoles, habichuelas secas (llamados garrafones), judías verdes, alubias blancas, tomate maduro, azafrán, colorante, pimentón dulce, agua y sal; lo que está al alcance de cualquiera, si bien es el arte y el sentido del gusto lo que se valora; justo lo que ha puesto Julián García, el cocinero de este modesto restaurante de pueblo, al que no nos queda sino el felicitar cordial, admirable y muy sinceramente.      

sábado, 14 de septiembre de 2013

PELEGRINA, UN PARAÍSO JUNTO AL RÍO DULCE

        
    Muy pocos deben de ser los lugares de la provincia de Guadalajara que con tantos merecimientos paisajísticos, e incluso históricos, como el rincón de Pelegrina, se vean a su vez tan poco frecuentados por el público excursionista de fuera y de dentro de la capital. Algún que otro grupo reducido de estudiosos, casi siempre amigos de la Geología o simpati­zantes de nuestra fauna nacional, aparecen de tarde en tarde por allí, hacen lo que tienen que hacer, ven lo que tienen que ver, se saturan del soberbio espectáculo natural al que dan lugar los farallones, las ondulaciones longitudinales del terreno y las cárcavas del río Dulce, y se marchan enseguida con inten­ción de regresar, suponemos, en otra ocasión más detenidamente.
            Fue el insigne naturalista burgalés don Félix Rodríguez de la Fuente, el último descubridor de los barrancos de Pele­grina y su promotor más eficiente, quien tomó aquellos parajes como escenario ideal para su correrías televisivas acerca de la fauna salvaje de la Península Ibérica, unas veces autóctona y otras no. Lo que en modo alguno deja lugar a dudas es que, tomando como referencia aquellas imágenes, que todavía la memoria de muchos españoles retiene con devoción en recuerdo del malogra­do naturalista, uno acaba por regocijarse en su memoria al considerar cómo toda aquella maravilla, escondido paraíso de silencio y de paz en estos tiempos que corren, la tiene ahí en su esencia más pura, tal como es, sin mascarillas ni mitificaciones, a la misma puerta de su casa.
            En el mirador que hay sobre el barranco, a la vera del camino que va desde Torremocha del Campo hacia Sigüenza, un hombre y una mujer entrados en edad acaban de dejar un humilde ramo de flores al pie del monumento que recuerda al viajero la personalidad y la obra del eminente investigador fallecido. El detalle resulta emotivo en un momento de falsa idolatrías, cuando la gratitud y el reconocimiento al trabajo bien hecho son senti­mientos caducos y de escaso porvenir. La tarde anda de caída. Los buitres y los quebrantahuesos dibujan los últimos círculos por los limpios cielos del campo de Sigüenza. A mano izquierda se distingue, exangüe casi, la chorrera que produce el río al despeñarse por la angosta abertura que al paso de los siglos consiguió surcar entre las rocas. Luego, tomando calmoso los fondos del barranco, el arroyo baja lento entre los arbolillos y el hierbazal por el que se cuela como una cinta la senda de los campesinos. Cuando la media tarde abre en la comarca, el barranco del río Dulce se cubre de sombras antes de abocar en Pelegrina.

            Ahora el pueblo, aguas abajo. Sobre una prominencia en mitad de la vertiente. Pelegrina se apiña en torno a los cuatro muros aún en pie del antiguo castillo de los obispos. También el lugar de Pelegrina figura en esa lista fatal de los pueblos de Castilla condenados a desaparecer a causa de la despobla­ción. Algunas viviendas, no muchas, se han levantado durante los últimos años junto a las de toda la vida con varios siglos de antigüedad, que apenas suelen aparecen habitadas durante los meses de verano.
            Cuando se viaja a Pelegrina se debe hacer con intención de subir hasta el castillo. Cuesta trabajo, sí; pero se llega muy pronto. A mitad del ascenso conviene detenerse ante la portada románica de su pequeña iglesia parroquial. En el tímpano figura el sello heráldico del obispo don Fadrique de Portugal, uno de los más destacados en la larga nómina de los obispos seguntinos, cuya sede episcopal regentó allá por la segunda y la tercera década del siglo XVI. No hay que aclarar que su escudo de armas es un añadido a la portada, visiblemen­te anterior, de la iglesia de Pelegrina. Dentro se conserva, en lamentable estado, un bellí­simo retablo tallado en Sigüenza hacia el año 1570, obra de Martín de Vandoma, con pinturas de Diego Martínez, según los estudiosos en este tipo arte religioso en torno a la Ciudad Mitrada .
            Hay una trocha a la altura de los tejados del pueblo que nos deja en la misma planta del castillo. Por mi parte, prefie­ro subir por el camino más corto, saltando las piedras y librando el fragoso espesor de las malas hierbas, de las ortigas, de los cardenchales, de las zarzas y de los jaramagos que crecen al amparo de las venerables ruinas. Desde el mismo pedestal sobre el que asienta la fortaleza, se vuelve a repetir delante de los ojos el increíble espectáculo que habíamos contemplado poco antes desde el mirador de la carretera con alguna significante variación. Las casas de Pelegrina quedan al pie como encendidas por el sol de la media tarde, mientras que el pueblo va dando paso lenta­mente a las sombras proyectadas desde lo alto del castillo. Aguas arriba se alinean las choperas junto al arroyo, a las que salvaguardan por ambas márgenes los tajos abruptos del despeñadero que bajan hasta el caserío cortando en vertical, como a cuchillo, las fauces del barranco. Al otro lado del pueblo la vega se comienza a dulcificar, se suaviza en anchas explanadas de tierra de cultivo, abriendo paso al caudal exangüe del arroyo que baja manso en busca de nuevas experiencias ribereñas.

            Pero el esqueleto del castillo roquero está aquí, a nuestro lado. Su historia sigue paralela a la de los obispos seguntinos, que recibieron en el siglo XII aquellas tierras por donación expresa del rey Alfonso VII a título de señorío, e inmediatamente se pusieron a construir en este lugar la primitiva fortaleza de nueva planta.

            Aquí, donde hoy cunde a su antojo la maleza y lentamente se van desmoronando sus muros, pasaron los prelados seguntinos largas temporadas cada verano, hasta que las tropas en derrota del Archiduque Carlos le prendieron fuego después de la célebre bata­lla de Villaviciosa en 1710, y un siglo más tarde repitieron la misma operación los franceses cuando la invasión napoleóni­ca. Luego, los años, las aguas, los vientos y las nieves de tantos in­viernos, el abandono atroz y la falta de aplicación con fines prácticos, fueron poniendo el resto hasta conver­tirlo en esto que tengo aquí a mi lado: unos cuantos paredones en tambor de torres esquinadas, que se unen a trechos con residuos de un fornido murallón de tierra y piedra. Lo demás es naturaleza desnuda y paisaje en donde elevar los anhelos del alma. Un rincón escondido, como se dijo al principio, único en acumulación de merecimientos, y dispuesto a ofrecerse a quienes de verdad sepan agradecer tal cúmulo de encantos.

(En las fotografías: Panorámica de la vega de Pelegrina; Monumento a Rodríguez de la Fuente sobre el mirador y ruinas del Castillo, detalle)

martes, 3 de septiembre de 2013

VISITA AL CASTILLO DE BELMONTE


            Quiero dejar constancia de que conocía el castillo de Belmonte desde hace mucho tiempo, treinta o cuarenta años quizás, y en varias ocasiones lo he visto después sin que su aspecto hubiera cambiado mucho desde la primera vista. Después de la reciente restauración, el castillo es otra cosa. Algo muy distinto, hasta el punto que acabo de leer con referencia a él, una frase rotunda que yo no me atrevería a firmar por falta de datos suficientes para hacerlo: “No encontraréis -dice- otro similar en toda España, tan sólo el castillo de Caerlaverork en Escocia tiene algo parecido. Sospecho que un poco la hipérbole anda por medio, aunque tampoco de ello podría dar fe. En Europa existen magníficas fortalezas, cargadas de historia y de leyendas, que uno se las imagina de fantasía, realmente grandiosas.
            Y así, grandiosa, es la palabra que mejor ajusta a este castillo después de su restauración, que ha durado algo más de dos años. Restauración interior, sobre todo en corredores, salones y escaleras, acondicionados y decorados al gusto de la época, incluso con enseres que fueron de uso personal de sus sucesivos dueños: el Marqués de Villena en el siglo XV, y la Emperatriz Eugenia de Montijo en el XIX.

            Me ha recordado los regios salones y galerías del monasterio de El Escorial, del Alcazar de Segovia, instalados dentro de una fortaleza histórica que en su aspecto exterior ha sido, desde su construcción por Juan Pacheco, tal vez el mejor conservado de todos los castillos de España (Recuérdese la Película “El Cid” rodada dentro de él y en sus alrededores). Le faltaba eso, poner los ojos en el Castillo y echarle el chorro de dinero necesario para darle algo parecido a lo que fue cuando tuvo vida. Y por lo que he podido ver, sus actuales propietarios, los duques de Soto -descendientes de aquellos cuyos nombres figuran en los libros de Historia-  debían de contar con medios suficientes para hacerlo, y lo han hecho, y lo han hecho bien.
            La visita comienza con una proyección panorámica donde se da cuenta, sucinta pero acertada, de la historia de la fortaleza y de los nombres famosos que vivieron dentro de ella. Con el precio de la entrada se incluye el préstamo de un sonorizador o guía a manera de teléfono, que te va sirviendo los datos de lo que conviene conocer en cada lugar y en cada momento, con solo pulsar un botón.

            Como está orientado hacia el turismo, que, por cierto, responde de manera extraordinaria ( más de 11.000  personas han pasado por él en los últimos dos meses de verano), dentro del castillo hay tienda de recuerdos, bar, servicios de higiene, y todo cuanto el visitante puede necesitar para sentirse a gusto, y llevarse de este escogido lugar de la Mancha Conquense -patria chica del gran Fray Luis-, no lo olvides, un recuerdo memorable. Espero que busques la ocasión para vivir esta misma experiencia.  

domingo, 28 de julio de 2013

SOBRE LAS BRUJAS DE PAREJA (y IV)

       
    Después de todo esto contó cómo había sido la muerte de la criatura de Gil Herrero, vecino de Pareja, si bien manifes­tó que en este crimen ella no había tomado parte. El Provisor le preguntó si todo lo que acababa de confesar lo había hecho por temor al tormento o porque la dejasen libre. Ella mantuvo la declaración hecha en todos sus términos, añadiendo que no lo hacía por temor a las torturas ni por ninguna otra causa a la que pudiera temer.
            (Hay al margen una nota en la que se hace constar la contradicción en la que había incurrido La Roa en sus dos declaraciones, ya que una dijo que los hechos habían ocurrido hacía tres años y en la siguiente que hacía diez).
            A resulta de las declaraciones vertidas ante el tribunal por La Roa y por María Parra, fueron detenidas y encarceladas La Machuca y sus tres hijas: Teresa López, Ana Machuca y María Rodríguez, así como Juana La Carretera y María de Mingo.
            Durante la mañana del día 5 de agosto de 1556, el Provi­sor Briceño sometió a interrogatorio a La Machuca, la cual dijo que era el de Violante su verdadero nombre, pero que le decían La Machuca por haber estado casada con Fernando Machu­ca. Preguntada por el Provisor sobre si era consciente de la causa por la que había sido detenida, contestó diciendo que sí, que a ella y a sus hijas las habían apresado por brujas, y que conocía muy bien cómo La Roa y María Parra las habían acusado con falsedad de hechos que no habían cometido, y que las habían metido en todo aquel embrollo en un intento de acortar su propio cautiverio. Lo mismo que había dicho la madre, así respondieron las hijas, y luego de haber sido amonestadas para que dijesen la verdad se declararon libres a todas ellas.
            El día 13 de noviembre del mismo año acudieron al inte­rroga­torio Juana La Carretera y María de Mingo. Las dos mani­festaron ante el Santo Oficio que las hijas de La Morillas les habían levantado aquel falso testimonio por el que penaban en prisión, y que las dos eran inocentes de los cargos por los que se les acusaba. Lo mismo que a las anteriores, a éstas se les dejó marchar libremente.
            En vista del buen resultado obtenido ante el Santo Oficio por las demás mujeres, Ana La Roa solicitó una nueva audiencia para desdecirse de todo lo que había dicho en sus anteriores comparecencias. Le fue concedida nueva audiencia, y en ella manifestó que todo había sido mentira, una farsa inventada por su hermana por miedo al tormento y para que las dejasen en libertad como lo había prometido el alcaide de la prisión: «e que lo dixo de puro miedo al tormento y de las cosas que le dezían los criados y el ama del provisor...» Después manifestó que ella y su hermana habían sido penitenciadas y azotadas por la Inquisición antes de todo aquello, que ayunaron a pan y agua todos los viernes durante un año, y que cumplieron hasta el último día todas las penitencias que les impusieron:
            «... e que dizen mucho de su hermana e de ella las malas gentes que las quieren mal e las tienen sobre ojos especial­mente por lo de antes de su madre e que nunca tal hizo y sus confesio­nes eran mentiras... e que dará buenos testigos abona­dos de su vivienda e cristiandad e que el provisor nunca se los quiso rescibir...»
            El fiscal presentó contra ella una acusación el día 30 de marzo de 1557, cuyos capítulos tenían como base las declara­ciones de los testigos y las suyas propias. Tanto la acusada como su letrado defensor negaron rotundamente los cargos expresados por el fiscal.
            Cinco meses después, el 23 de agosto de 1557, La Roa solicitó una cuarta audiencia que le fue concedida. En ella aportó como novedad que todo cuanto había dicho fue por "per­sua­sión e induzimiento" de su hermana María Parra, con la que solía estar en contacto dentro de la cárcel, que le había dicho cómo el Provisor había prometido que las pondría en libertad si declaraban.
            El proceso de Ana La Roa termina ahí. Incompleto, por no haber quedado noticia escrita de la sentencia; aunque todo hace pensar que sería azotada y desterrada como lo fue su hermana María Parra, de la que queda escrito que el 7 de febrero de 1558 también se desdijo de sus confesiones anterio­res, arguyendo que todo fue una farsa para librarse de las torturas, y del presidio, según le había prometido el Provisor si declaraba.
            El conjunto de inquisidores que habrían de calificar los hechos, oídas una por una a todas las acusadas, acordaron por unanimidad que María Parra recibiese cien azotes por las calles de la ciudad montada en un asno "desnuda de cintura hasta la cinta, con una soga al pescuezo y a voz de pregone­ro", y que fuese desterrada a perpetuidad del Obispado de Cuenca y que no quebrantase el destierro bajo pena de cuatro­cientos azotes. La sentencia se leyó en la Plaza Mayor de la ciudad de Cuenca el día 5 de mayo de 1558, ante el numeroso público que acudió a presen­ciar el auto de Fe.                 


lunes, 22 de julio de 2013

SOBRE LAS BRUJAS DE PAREJA ( I I I )


            Acabado el anterior relato María la Parra siguió contando cómo había sido la muerte del hijo de La Obispa, esposa de Tomás Obispo, vecino de Sacedón. «...y esta declarante e la dicha su hermana le sacaron al dicho Tomás de Obispo e a su mujer de su cama a un niño pequeño e lo ahogaron tapándole las narices e la boca e apretándole la barbilla e ahogado se lo dexaron en la dicha cama».
            Después de todo aquello continuó dando cuenta de otro crimen más; ahora el de la muerte de otra niña que era hija de Mateo López, vecino de Sacedón, a la que ahogaron entre su hermana y ella por el mismo sistema que a los niños anterio­res. Así se hace constar en el acta antes de tomar declaración a La Roa: «Y que estas tres criaturas ahogaron en espacio de cuatro meses poco más o menos e q´esto es lo que pasa y es la verdad por el juramento que hecho tiene e no fermó porque dixo que no sabía escribir.»
            Meses después, el día 20 de junio de 1556, Ana La Roa pidió también audiencia ante el Santo Oficio para declarar que tres años atrás, encontrándose sola un día en su casa de Pareja, entró un hombre "que iba muy aderezado y parecía un caballero" y le ordenó que fuese a casa de La Machuca, en donde se encontraría con otras mujeres a las que les quería hablar. Ella así lo hizo.
            Estando en casa de La Machuca, Ana La Roa dijo que con ellas estaba también su hermana María Parra acompañada de Juana La Carretera, María de Mingo, La Machuca y tres de sus hijas, y allí le informaron que aquella noche iban a ir al campo de Barahona. Pasaron allí toda la tarde, y una vez anochecido, una de ellas sacó el ungüento que llevaba en un recipiente de barro y untó a todas:
            «... e aquella misma noche salieron de casa de La Machuca e parescía a esta declarante que la llevaban en peso y llega­ron a un campo que decía el campo de Barahona e como llegaron vido que estaba allí un cavallero que era el diablo que tiene dicho que la fue a llamar a su casa e llegados al dicho campo comieron pan e se regocijaron y el dicho cavallero les dixo que no le dexasen a él ni le desamparasen e q´el les haría mucho bien e vido que el dicho cavallero andava retocando con las dichas Machuca e sus hijas e María de Mingo e Juana La Carretera vecina de Sacedón e María Parra su hermana e les dixo a todas que fuesen a matar algunas criaturas y esta declarante no quería sino venirse a su casa e se fueron en peso hasta la villa de Pareja.»
            El Provisor Briceño, luego de escucharla con atención, le dijo que sus declaraciones carecían de fundamento, por lo que le rogó dijera la verdad; más La Roa insistió diciendo que era la verdad todo lo que había dicho.
            Días después de aquel su primer contacto con el Provisor, el día 15 de julio, La Roa volvió a pedir audiencia para ser escuchada por el representante del Santo Oficio. Allí manifes­tó que diez años atrás, estando en casa de La Machuca con la dueña de la casa y con María de Mingo, las tres a una sola voz llamaron al demonio con estas palabras para ir al campo de Barahona: "Satanás veni e yremos con vos y haremos todo lo que nos mandaredes"..."e vino como cavallero bien aderezado", y les pidió que renegasen de Jesucristo, de la Virgen y de los Santos, y que después le entregasen sus almas:

            «...y aviendo renegado esta declarante e las dichas Machuca e María de Mingo besaron al dicho Satanás en el culo e después desto el dicho Satanás tuvo acceso carnal con esta declarante en la dicha casa de La Machuca de la manera que un hombre tiene acceso con su mujer e también vio que tuvo acceso el dicho Satanás con las dichas Machuca e María de Mingo e también comieron e bebieron e siendo muy de noche que no se acuerda la hora que sería aquella misma noche la dicha Machuca sacó cierto unto en una escudilla y con ello se untó esta declarante en los braços y en las piernas y también se untaron La Machuca e María de Mingo e como fueron untadas salieron de la dicha casa e con ellas el dicho Satanás en el ávito que tiene dicho e a esta declarante le paresce que yva en el ayre e así fueron fasta que llegaron a un campo que el dicho Sata­nás dezía era el campo de Barahona e como llegaron después de aver baylado e olgado comieron pan en vino que les truxo el dicho Satanás el qual también comía e allí se ponía el dicho Satanás unas vezes como asno negro e otras como hombre e como ovieron comido baylaron e se regocijaron e de la manera que fueron así tornaron. E que desta manera fueron dos veces al campo de Barahona e que el unto con que se untaban era de sapos e de huesos de finados e de unto de criaturas.» (Continuará)

martes, 16 de julio de 2013

SOBRE LAS BRUJAS DE PAREJA ( I I )

        
    Otra testigo declaró que en abril de 1550, estando dur­miendo una noche con su hijo pequeño y con su marido, oyeron pisadas por la cocina y un ruido extraño por el tejado, lo que les llevó a sospechar de La Roa. A la mañana siguiente, la testigo fue a tratar con ella sobre el asunto, y el dijo: «¡Venid acá, señora! ¡Cada noche vienen a mi casa y me quieren matar. No sé quién es, ni tampoco digo que sois vos, mas hago pleito a Dios que si me ahogan a mi hijo y sé que sois vos, vos me lo habéis de pagar y os tengo de dar de puñaladas hasta que se os arranque el alma!».
            La Roa negó haber tenido algo que ver con todo aquello; no obstante, según la declaración de la testigo, en su casa no se volvieron a oír más los ruidos nocturnos.
            Se sabe que las dos hijas de La Morillas fueron apresadas y secuestrados todos sus bienes. Luego las encerraron en los calabozos secretos de la Inquisición, para ser interrogadas como principio de un largo proceso. Dijo La Roa que tenía cincuenta años de edad, que era vecina de la villa de Pareja y que había estado casada por tres veces: la primera con Juan Roa, con el que tuvo un hijo; la segunda con Pero Sánchez, un pastor que se marchó de Pareja dejándola abandonada, y por tercera vez se casó con Juan Ortiz el 3 de mayo de 1554. dijo también que cuatro años atrás había sido apresada con su hermana por el Santo Oficio y que las dos fueron azotadas públicamente por brujas.
            María Parra, hermana de La Roa e hija de La Morillas, declaró ser viuda de Andrés de La Parra y vecina de Sacedón. Añadió que de joven se había criado en Pareja con sus padres y después se marchó a Buendía donde se casó con su marido, del cuál tuvo un hijo que acababa de cumplir veinte años. Tras varias audiencias en las que se le insistió que dijera verdad, el día 9 de junio de 1555, los inquisidores acordaron someter­la a tortura para que confesara la verdad de cuanto sabía y de cuanto había hecho: «...e la mandaron desnudar e fue desnuda fasta la cinta e le mandó atar floxamente los brazos con un cordel de cáñamo y luego le fue dicho por el señor Provisor que diga la verdad, e visto que no decía cosa alguna mandó al ministro que le aprete el dicho cordel...e visto que no decía cosa alguna le mandó echar un jarrillo de agua de hasta un cuartillo por el método de la toca y echado el agua dixo que no tenía nada qué decir e interrogándola muchas veces decía que ya tenía dicha toda la verdad e se mandó suspender el tormento para otro día siguiente...»
            Los tormentos a los que se vio sometida esta mujer fueron cada vez más duros, hasta que el día 20 de junio de aquel año, estando presente el licenciado Briceño, Provisor General del Santo Oficio, quien prometió tener con ella misericordia si decía la verdad, María Parra «dixo que ella quería descargar su conciencia y llorando e echando lágrimas de los ojos pares­cía mostrar dolor y compasión y mucho arrepentimiento e ansí llorando inició su confesión...».
            Manifestó luego que estando en su casa en Sacedón, hacía tres años, llegó un día su hermana Ana La Roa, y la convenció para que fuera con ella a Pareja, haciéndole saber que en su casa se juntaban varias mujeres, invocaban al demonio y luego se iban con él al campo de Barahona.
            La declaración de María Parra, según quedó escrito en el acta correspondiente, fue la mas de sustanciosa; pues dijo que una vez en la casa de su hermana requirieron la presencia del demonio, que unas veces decía llamarse Barrabás y otras Sata­nás; el cuál se presentaba delante de ellas "bien aderezado", y les pedía que renegasen de Jesucristo, de la Virgen y de los Santos; les reclamaba sus almas, pero aunque ella no se la quería entregar, cedió al fin ante la insistencia de su herma­na La Roa, y así renegó de Jesucristo y entregó su alma al diablo. De lo que ocurrió después, prefiero tomarlo literal­mente de las fuentes originales donde está escrito: «...e estando allí vido cómo el dicho Barrabás estaba como dicho tiene en ábito de cavallero e otra vez como bezerro con unos ojos grandes e otras vezes como toro e también como ciervo e q´el dicho Barrabás les dixo que se fuesen con él al campo de Barahona q´el iría con ellas e q´era muy noche que le paresce sería media noche; la de la Machuca y la de Mingo sacaron cierto ungüento con el cuál untaron a esta declarante y a las demás en las syenes y en las palmas de las manos y en los braços y en los sobacos y en las coyunturas de las piernas e también se untaron con ellas más personas e ella dixo que Dios ubiese misericordia de su ánima e como estuvieron untadas fueron juntamente con el dicho Barrabás bailando e iban como en el aire e llegaron a un campo q´ue el dicho Barrabás dixo era el campo de Barahona e como llegaron allí comieron muy bien carne y pan e bebieron vino lo cual traía el dicho Barra­bás e como ovieron comido el dicho Barrabás llevó a esta declarante a su propia casa de Sacedón y las demás fueron a Pareja y el dicho Barrabás llevó a esta confesante a la dicha casa desde el campo de Barahona cavallera en un cavallo...»
            «... e después yva por ella a Sacedón el dicho Barrabás y venía con ella hasta Pareja y la llevaba cavallera en una cosa que parescía ser un asno negro...»

            Luego dijo que en otra ocasión fueron a matar a la cria­tura de Quiteria, mujer de Juan de Cifuentes, vecina de Sace­dón; pero como ella no quería ir, su hermana La Roa le obligó con amenazas. Cuando llegaron a la casa de Juan de Cifuentes los encontraron acostados, y untaron los pies de él y de su mujer «con el ungüento que se echaban ellas para echarles sueño...y esta declarante por la cabezera de la cama asió al dicho niño y lo sacó de entre su padre e madre e le puso la mano debaxo de la barbilla y le apretó la boca y lo ahogó: e también le ayudó su hermana la cual le sacó al niño por el sieso cierto unto para hacer el ungüento...» (continuará)

viernes, 12 de julio de 2013

SOBRE LAS BRUJAS DE PAREJA ( I )



En el año 2000, el bisemanario “Nueva Alcarria” publicó en cuatro jornadas consecutivas la serie de artículos que escribí con el título general de “Sobre las brujas de Pareja” y que quiero recordar tuvo un éxito extraordinario entre sus varios miles de lectores. Tiempo después sería la Diputación Provincial de Guadalajara la que los incluiría, todos juntos, en un trabajo único y con el mismo título, en su publicación anual titulada “Cuadernos de Etnología de Guadalajara” números 32-33, y del que me hizo entrega de una separata con 25 ejemplares, de los que apenas dispongo de dos de ellos una vez cumplidos en su día todos los compromisos.
            Pues bien, ha llegado el momento en el que, por tratarse de dos provincias implicadas en el mismo asunto, Guadalajara y Cuenca, aquel trabajo cruce los aires del mundo mundial, viajando sobre las modernas escobas electrónica que nos ha proporcionado la ciencia y alcancen así hasta el último rincón de la tierra. Los fragmentos, numerados del uno al cuatro, irán apareciendo en las pantallas de sus ordenadores, vía Internet, cada tres o cuatro días.  


“SOBRE LAS BRUJAS DE PAREJA” ( I )

            La cultura, cuando está debidamente orientada, suele dar al traste con la superstición y con las malas creencias. Cuando la formación humana de un país se viene abajo, la superstición brota sobre la piel de la sociedad inevitablemen­te como la roña sobre la piel de un cuerpo al que no se cuida. La Real Academia de la Lengua define a la superstición como «Creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón». El hombre siente una necesidad vital de creer, de creer en algo que ni ve ni quizás comprende, y cuando ese algo no llega hasta él por los razonables caminos del convencimiento, el hombre se levanta sus propios "algos en los que creer", y así comienzan a aparecer en su corazón y en su mente las supersti­ciones, tantas veces perni­ciosas y acarreadoras de desgracias, horribles muchas de ellas, como ahora veremos.
            Durante la Baja Edad Media y una buena parte de los siglos XVI Y XVII, el fantasma de la superstición apareció con fuerza en la España de nuestros antepasados. Fueron famosas, pues la literatura se encargó de que lo fueran, las brujas de Trasmoz al pie del Moncayo, y las de Barahona en los páramos sorianos que lindan con nuestra provincia por la Sierra Norte.
            El Santo Oficio tenía, entre otras, la delicada misión de salir al paso de estos abusos; pero cometió al juzgarlos tantos errores, que siglos después la sociedad quiso en varias ocasiones pedir cuentas por tan tremendos castigos como se impusieron a personas inocentes, más que nada porque no se volviesen a repetir por lo menos de forma tan arbitraria. Cuando el látigo inquisitorial dejó de restallar sobre aque­llos pozos de iletrados, fue el pueblo llano, ignorante también y no menos malinten­cionado que los presuntos reos, quien se tomó por su mano la justicia, llegándose a cometer, incluso sobre clanes familiares completos, crímenes horribles. Léanse si no algunas de las últimas "Cartas desde mi celda" de Bécquer para caer en la cuenta, donde se da noticia de aquella carcoma social que entre las gentes ignorantes de nuestro país, roía y envenenaba la vida de los pueblos.
            El libro titulado "Brujería y Hechicería en el Obispado de Cuenca" escrito por Heliodoro Cordente, nos relata cómo la Ansarona, la Quiteria de Morillas y sus hermanas, fueron castigadas con todo rigor por el Santo Oficio; mas a pesar de eso, pocos años después de la muerte de todas ellas, volvió a cundir el miedo a las brujas entre algunos vecinos de la villa de Pareja. Fueron inculpadas en esta ocasión las hijas de La Morillas (Ana de Roa y María Parra), a las que el vecindario consideraba hechiceras como lo fue su madre.
            La muerte de niños en extrañas circunstancias se venía sucediendo con demasiada rapidez. Fueron muchas las personas que testificaron contra ellas, entre las que se contaba Juan Manzano, que acusó a La Roa de haber dado muerte a su hija de pocos meses por motivos de enemistad, y por haber sido ella la primera mujer que vio muerta a la niña y que al punto aseguró que la habían ahogado las brujas. Hubo testigos que declararon ante los tribunales que tanto La Roa como su hermana María Parra, se valían de su fama de brujas para intimidar a la gente del pueblo, sobre todo a las mujeres que estaban a punto de dar a luz, para pedirles dinero y productos de la despensa. Igualmente fueron acusadas de la muerte de varios niños más arrancados del lecho en el que dormían con sus padres.
            Cuando los inquisidores supieron de todo esto, mandaron leer públicamente en la iglesia de Pareja un edicto por el que se mandaba que todo aquel que tuviese noticia de brujas lo comunica­se al Santo Oficio bajo pena de excomunión mayor. El edicto se leyó el día 21 de mayo de 1554, si bien su lectura sólo sirvió para contribuir al aumento de la psicosis colecti­va, para que las alucinaciones fuesen a más y con ellas las denuncias.
            Juan Toledano, vecino de Pareja, dijo que estando una noche durmiendo con su mujer y una hija de corta edad en medio de ellos, teniendo el candil encendido, vio bajar de la cámara a tres personas con dirección al lecho en el que dormían. El relato de los hechos, copia literal de lo que consta en el archivo de la Inquisición en Cuenca, continúa así: «Y cuando vio que venían hacia él se asentó en la cama y las personas venían vestidas y una dellas dio con la mano en la lumbre del candil y lo mató este testigo asió a su hija y llegaron las tres personas y cree que eran brujas y echaron mano a su hija y trataron de quitársela pero no pudieron...» Acaba acusando a La Roa con el único argumento de la fama de bruja que tenía. (Continuará)


sábado, 22 de junio de 2013

CUENCA EN LA OBRA DE PÍO BAROJA



Todo lo que es bello, porque así surgió de la nada en la tarde de la Creación, permanece siempre. Es el hecho natural el que aporta la belleza a las cosas y el que las conserva, siempre que el hombre no se empeñe en impedirlo. La ciudad de Cuenca, debido a su emplazamiento, a lo excepcional de su base de roca entre la convergencia de dos ríos que bajan desde la Serranía que lleva su nombre, a su excepcional factura, agua y roca, es una de las ciudades más bellas del planeta. Patrimonio de la Humanidad, que los conquenses han sabido conservar según su merecimiento, y mejorar si ello ha sido posible, hasta convertirla en una de las ciudades más visitadas de España.
         Y no sólo lo es ahora, en el siglo del progreso, sino que lo fue siempre. Pío Baroja, personaje señero de nuestra literatura del siglo XX, le dedicó una novela, no demasiado conocida, incluso para los conquenses, de la que he decidido traer aquí una buena parte del capítulo primero. La precede una reseña de entrada al libro, donde se hace referencia a la escasa sensibilidad del pueblo español, y en particular de los conquenses por la parte que nos toca, frente a las realidades artísticas. Es la opinión de su autor, aunque el hecho de generalizar nunca podrá contar con la aprobación unánime. En cualquier caso “La Canóniga”, nombre de esta novela, es un trabajo que honra a la ciudad, digno de agradecerse.   

«Cuenca es una de esas viejas ciudades españolas colocada sobre un cerro, rodeada de barrancos y llena de callejones estrechos y románticos. No se explica que un pueblo así no aparezca en la literatura de un país, más que suponiendo en ese país una insensibilidad completa para cuanto sean realidades artísticas.»


            «La ciudad española clásica, colocada en un cerro, es una creación completa, un producto estético, perfecto y acabado. En su formación, en su silueta, hasta en aquellas que son relativamente modernas, se ve que ha presidido el espíritu de los romanos, de los visigodos y de los árabes. Son estas ciudades, ciudades roqueras, místicas y alertas: tienen el porte de grandes atalayas para otear desde la altura.
            Cuenca, como pueblo religioso, estratégico y guerrero, ofre4ce este aire de centinela y observador.
            Se levanta sobre un alto cerro que domina la llanura y se defiende por dos precipicios, en cuyo fondo corren dos ríos: el Júcar y el Huécar.
            Estos barrancos, llamados las Hoces, se limitan por el cerro de San Cristóbal, en donde se asienta la ciudad y por el del Socorro y el del Rey, que forman entre ellosy el primero fosos muy hondos y escarpados. El foso, por el que corre el río Huécar, en otro tiempo y como medio de defensa podía inundarse.
            El caserío antiguo de Cuenca, desde la cuesta de la Vélez, es una pirámide de casas viejas, apiñadas. Dominándolo todo se alza la torre municipal de la Mangana. Este caserío antiguo, de romántica silueta, erguido sobre una colina, parece el Belén de un nacimiento. Es un nido de águilas hecho sobre una roca.
            El viajero al divisarlo recuerda las estampas que reoproducen arbitraria y  fantásticamente los castillos de Grecia y de Siria, los monasterios de las islas del Mediterráneo y los del monte Athos.
            Desde la orilla del Huécar, por entre moreras y carrascas, de abajo a arriba, se ve el perfil de la ciudad conquense en su parte más larga.
            Aparecen en fila una serie de asas amarillentas, altas, alguna de diez pisos, con paredones derruidos, asentadas sobre las rocas vivas de la Hoz, manchadas por las matas, las hiedras y las mil clases de hierbajos que crecen entre las peñas.
            Estas casas, levantadas al borde del precipicio, con miradores altos, colgados, y estrechas ventanas, producen el vértigo. Alguna que otra torre descuella en la línea de tejados que va subiendo hasta terminar en el barrio del Castillo, barrio rodeado de viejos cubos de murallas ruinosas.
            Salvando la hoz del Huécar existía antes un gran puente de piedra --un elefante de cinco patas sostenido en el borde del río--, que se apoyaba por los extremos, estribándose en los dos lados del barranco. Este puente, que servía para comunicar el pueblo con el convento de San Pablo, había sido construido por el canónigo don Juan de Pozo en el siglo XVI. A fines del XVIII el puente del Canónigo se rompió, derrumbándose el primer machón y el segundo arco del lado de la ciudad, y quedó así roto durante muchos años.
            De los dos ríos conquenses, el Huécar fue siempre utilizado en el pueblo para mover los molinos y regar las huertas. El Júcar, más solitario, era el río de los pescadores. Se deslizaba por su hoz tranquilo, verde y rumoroso. Desde su orilla, al pie del cerro donde se asienta Cuenca, se veía el caserío del pueblo sobre los riscos y las peñas, y en la parte más alta se destacaba la ermita de Nuestra Señora de las Angustias.
            Como casi todas las ciudades encerradas entre murallas, Cuenca sintió un momento la necesidad de ensancharse, de salir de su angosto recinto, de bajar de su roca a la llanura. Tal necesidad la experimentó más fuertemente a principios del siglo XIX, y creó un arrabal o ciudad baja.
            En estos pueblos, con ciudad alta y ciudad baja, se da casi siempre el mismo caso: en lo alto, la aristocracia, el clero, los representantes de la milicia y del Estado; lo bajo, la democracia, el comercio, la industria. En estos pueblos, el pasado está siempre en alto y el presente siempre en bajo. No hay que extrañarse de que el espíritu de su vecindario sea casi siempre retrógrado.
            El arrabal de Cuenca, formado principalmente por una calle larga a ambos lados del camino real, se llamó la Carretería.»     
              (Del Capítulo I de “La Canóniga”. Tomo V de “MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN”: Los recursos de la astucia. Pío Baroja.)

(Las fotografías nos muestran un aspecto de las Hoces desde el Cerro del Socorro, foto Arman; y aspecto actual de Carretería)

martes, 18 de junio de 2013

DESDE EL CASTILLO DE MOTOS

       
     Es sólo un decir lo del castillo de Motos. Consta que lo hubo, sí, y allí queda junto al pueblo la plataforma a manera de mirador que lo sostuvo, pero nadie lo recuerda. Es una historia horrenda la que se cuenta en torno a ese tosco otero molinés que tengo delante de los ojos cuando acabo de dejar atrás la villa de Alustante, una de las más importantes del Bajo Señorío, a las puertas mismas de la Sierra del Tremedal que oscurece el horizonte a nuestra mano derecha, allá lejos, donde apenas se distingue como una mota blanca en medio de los montes, la ermita patronal de la Señora de estos campos, la Virgen del Tremedal, que con tanto calor veneran en la cercana villa de Orihuela, ya en tierras de Teruel.
            Sería preciso medir a metros la distancia para dar por seguro que éste, el de Motos, es el pueblo más alejado de la capital de provincia. Pudiera ser. El cuentakilómetros del coche ha superado, por muy pocos, por seis quiero recordar, la cifra de los doscientos, que ya es una distancia, desde que salí de casa poco después de aparecido el sol por los campos de la Alcarria. Han transcurrido casi tres horas y me encuentro a los pies del cerro de Motos. Una antena, un edificio ínfimo que bien pudiera ser el depósito de aguas, y el tejado de una ermita, apenas se distinguen sobre el cerro desde abajo. Uno se acerca hasta él afectado en el ánimo -no sé si es ése el justo decir de lo que uno siente- por el recuerdo histórico de aquel malvado personaje que anduvo por aquí durante el último cuarto, más o menos, del siglo XV, y del que todavía se advierte en el paisaje el soplo nefasto de su memoria.
            Un pairón pintado de blanco advierte al entrar que estamos en tierras de Molina. Poco más adelante otro segundo pairón, se alza a la vera del camino, frente por frente de la lagunilla y de la fuente vieja. Es un pairón extraño que se sale de los cánones que, aun dentro de su variedad, rigen esta clase de monumentos tan propios de la tierra en que nos encontramos. Tiene un primera hornacina con cristal y objetos de adorno en su interior, bajo un nombre de barón escrito al fondo: J. Antonio López Martínez. En la hornacina de más arriba, también protegida con cristal, quiere distinguirse, malamente, una pequeña imagen de San José con el Niño en los brazos. Si no es reciente este pairón, si que tiene todo el aspecto de serlo.
            Enseguida se llega a la plaza. Hay una fuente en mitad con el correspondiente pilón delante de ella. La fuente de la plaza se construyó en 1940. Y a un lado y al otro las calles más destacadas del pueblo, entre las que se distinguen viviendas viejas y nuevas a la par, portadas en arco con la huella de los siglos sobre su piedra de cantería, almacenes y apriscos de ganado en las afueras donde se siente faenar a los agricultores, y sobre todo ello el recio corpachón de la iglesia parroquial de San Pedro Apóstol, con doble arco de entrada, y la augusta portona de artística clavetería presidiendo el atrio; un atrio que, curiosamente, queda por debajo del nivel general del suelo y al que se llega por unas escaleras de piedra después de cada arco. El campanario, lo mismo que la iglesia en su interior, tiene una solemnidad destacable, que nos invita a pensar en lo que el pueblo fue por aquellos siglos memorables para las tierras del Señorío, que más o menos vienen a coincidir con las centurias diecisiete y diecio­cho, como bien dejan claro las iglesias, las casonas y los palacetes que todavía podemos admirar, maltrechos tantos de ellos, en una buena parte de los pueblos del entorno.
                                                                        
            Buscando el lugar preciso sobre el que se alzó en su día el mítico castillo del Caballero de Motos, uno escala, ladera arriba desde la barbacana de la iglesia, el cerro que el pueblo tiene a las puestas del sol. La visión es magnífica desde aquella atalaya. Kilómetros de campo a la redonda: tierras de labor, vegas fértiles, parameras inhóspitas, serrezuelas de pinar en la distancia, son todo un regalo para los ojos. A mediodía asoma la extensa pinada del Tremedal, en una panorámica más completa de lo que habíamos visto desde abajo; las vegas fecundas del Rubial y de Santa María, los llanos de mies de los que vivió el pueblo, más al norte. Y al pie el pueblo de Motos en imagen total, con sus tres o cuatro barrios puestos al descubierto, sus plazuelas chiquitas y sus calles cortas. Sube hasta nosotros el ruido de los tractores que bregan en la besana, el cantar de los gallos, el ladrido de los perros, las esquilas de un rebaño de ovejas que pasta en la explanada..., y en la imaginación del viajero, un esfuerzo más para reconstruir sobre el altillo en donde clavó sus cimientos, la fortaleza que hace más de quinientos años se debió levantar sobre el mismo pedestal de roca y tierra que ahora nos sostiene, olimpo de paz sobre sierras y páramos con el pueblecito de Motos a la caída, modelo de orden y de sosiego.
            Aquí tuvo su cuartel general, pernicioso centro de operacio­nes sobre toda la comarca, el mal llamado Caballero de Motos, don Beltrán de Oreja de nombre, natural de Hita. Las cónicas dicen de él que, ajustado como oficial por el Común de Molina, el "ilustre caballero" se dedicó al pillaje abiertamente, levantó su propio castillo y montó su personal ejército con todos los desalmados y maleantes que pudo reclutar. Sembró el pánico más atroz por toda la comarca imponiendo su ley, hasta que logró con malas artes enriquecerse a costa de los honrados moradores de aquella sierra, a los que solía intimidar y maltratar si llegaba el caso, hasta hacerse dueño de sus posesiones o del producto de sus campos. Muchas de las casas fuertes de aquellos pueblos, dicen que se construyeron para protegerse de la garra impía del "Caballero", quien, con el apelativo de Alvaro de Hita, impuesto por él mismo para burlar la ley, pasó a la historia, luego a la leyenda y después al olvido. El castillo, para que de tan "admirable huésped" no quedase ni señal, fue mandado destruir años más tarde por los Reyes Católicos.

            Situada en lo más alto del cerro recibe ahora todos los vientos del páramo la ermita de San Fabián y San Sebastián, tal reza escrito en un azulejo sobre la puerta nueva de la ermita. A la caída, el cementerio de Motos, ligeramente en la ladera, tapiado de piedras, donde las cruces blancas en hileras super­puestas aguardan, silenciosas y pacientes, el toque de clarín al final de los tiempos. Se asegura el augusto camposanto con una artística puerta de hierro forjado bajo arco de piedra; otro más de los recuerdos de Motos que se me quedaron para siempre prendidos en las celdillas de la memoria.

(Las fotografías nos ofrecen: Vista parcial del pueblecito Motos desde el Cerro del Castillo, y artística verja de hierro forjado en la puerta del cementerio)