Todo lo que es bello, porque así surgió
de la nada en la tarde de la Creación, permanece siempre. Es el hecho natural
el que aporta la belleza a las cosas y el que las conserva, siempre que el
hombre no se empeñe en impedirlo. La ciudad de Cuenca, debido a su
emplazamiento, a lo excepcional de su base de roca entre la convergencia de dos
ríos que bajan desde la Serranía que lleva su nombre, a su excepcional factura,
agua y roca, es una de las ciudades más bellas del planeta. Patrimonio de la
Humanidad, que los conquenses han sabido conservar según su merecimiento, y
mejorar si ello ha sido posible, hasta convertirla en una de las ciudades más
visitadas de España.
Y
no sólo lo es ahora, en el siglo del progreso, sino que lo fue siempre. Pío
Baroja, personaje señero de nuestra literatura del siglo XX, le dedicó una
novela, no demasiado conocida, incluso para los conquenses, de la que he
decidido traer aquí una buena parte del capítulo primero. La precede una reseña
de entrada al libro, donde se hace referencia a la escasa sensibilidad del
pueblo español, y en particular de los conquenses por la parte que nos toca,
frente a las realidades artísticas. Es la opinión de su autor, aunque el hecho
de generalizar nunca podrá contar con la aprobación unánime. En cualquier caso
“La Canóniga”, nombre de esta novela, es un trabajo que honra a la ciudad,
digno de agradecerse.
«Cuenca es una de esas viejas ciudades españolas colocada
sobre un cerro, rodeada de barrancos y llena de callejones estrechos y
románticos. No se explica que un pueblo así no aparezca en la literatura de un
país, más que suponiendo en ese país una insensibilidad completa para cuanto
sean realidades artísticas.»
«La
ciudad española clásica, colocada en un cerro, es una creación completa, un
producto estético, perfecto y acabado. En su formación, en su silueta, hasta en
aquellas que son relativamente modernas, se ve que ha presidido el espíritu de
los romanos, de los visigodos y de los árabes. Son estas ciudades, ciudades
roqueras, místicas y alertas: tienen el porte de grandes atalayas para otear
desde la altura.
Cuenca,
como pueblo religioso, estratégico y guerrero, ofre4ce este aire de centinela y
observador.
Se
levanta sobre un alto cerro que domina la llanura y se defiende por dos
precipicios, en cuyo fondo corren dos ríos: el Júcar y el Huécar.
Estos
barrancos, llamados las Hoces, se limitan por el cerro de San Cristóbal, en
donde se asienta la ciudad y por el del Socorro y el del Rey, que forman entre
ellosy el primero fosos muy hondos y escarpados. El foso, por el que corre el
río Huécar, en otro tiempo y como medio de defensa podía inundarse.
El
caserío antiguo de Cuenca, desde la cuesta de la Vélez, es una pirámide de
casas viejas, apiñadas. Dominándolo todo se alza la torre municipal de la
Mangana. Este caserío antiguo, de romántica silueta, erguido sobre una colina,
parece el Belén de un nacimiento. Es un nido de águilas hecho sobre una roca.
El
viajero al divisarlo recuerda las estampas que reoproducen arbitraria y fantásticamente los castillos de Grecia y de
Siria, los monasterios de las islas del Mediterráneo y los del monte Athos.
Desde la
orilla del Huécar, por entre moreras y carrascas, de abajo a arriba, se ve el
perfil de la ciudad conquense en su parte más larga.
Aparecen
en fila una serie de asas amarillentas, altas, alguna de diez pisos, con
paredones derruidos, asentadas sobre las rocas vivas de la Hoz, manchadas por
las matas, las hiedras y las mil clases de hierbajos que crecen entre las
peñas.
Estas
casas, levantadas al borde del precipicio, con miradores altos, colgados, y
estrechas ventanas, producen el vértigo. Alguna que otra torre descuella en la
línea de tejados que va subiendo hasta terminar en el barrio del Castillo,
barrio rodeado de viejos cubos de murallas ruinosas.
Salvando
la hoz del Huécar existía antes un gran puente de piedra --un elefante de cinco
patas sostenido en el borde del río--, que se apoyaba por los extremos,
estribándose en los dos lados del barranco. Este puente, que servía para
comunicar el pueblo con el convento de San Pablo, había sido construido por el
canónigo don Juan de Pozo en el siglo XVI. A fines del XVIII el puente del
Canónigo se rompió, derrumbándose el primer machón y el segundo arco del lado
de la ciudad, y quedó así roto durante muchos años.
De los
dos ríos conquenses, el Huécar fue siempre utilizado en el pueblo para mover
los molinos y regar las huertas. El Júcar, más solitario, era el río de los
pescadores. Se deslizaba por su hoz tranquilo, verde y rumoroso. Desde su
orilla, al pie del cerro donde se asienta Cuenca, se veía el caserío del pueblo
sobre los riscos y las peñas, y en la parte más alta se destacaba la ermita de
Nuestra Señora de las Angustias.
Como casi
todas las ciudades encerradas entre murallas, Cuenca sintió un momento la
necesidad de ensancharse, de salir de su angosto recinto, de bajar de su roca a
la llanura. Tal necesidad la experimentó más fuertemente a principios del siglo
XIX, y creó un arrabal o ciudad baja.
En estos
pueblos, con ciudad alta y ciudad baja, se da casi siempre el mismo caso: en lo
alto, la aristocracia, el clero, los representantes de la milicia y del Estado;
lo bajo, la democracia, el comercio, la industria. En estos pueblos, el pasado
está siempre en alto y el presente siempre en bajo. No hay que extrañarse de
que el espíritu de su vecindario sea casi siempre retrógrado.
El
arrabal de Cuenca, formado principalmente por una calle larga a ambos lados del
camino real, se llamó la Carretería.»
(Del Capítulo I de “La Canóniga”.
Tomo V de “MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN”: Los recursos de la astucia. Pío
Baroja.)
(Las fotografías nos muestran un aspecto de las Hoces desde el Cerro del Socorro, foto Arman; y aspecto actual de Carretería)
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