viernes, 30 de abril de 2010

UCLÉS: EL DÍA DEL ATAQUE


La llanura manchega que entorna al histórico monasterio está regada con sangre, con sangre de horribles enfrentamientos que no siempre han sido recogidos por la Historia en razón de su importancia.
De la llamada “Batalla de Uclés” sabemos más. Se dio en el año 1108 y acabó con la derrota por los almorávides del ejército castellano del rey Alfonso VI. De ella ya se escribió en otro lugar. De la matanza, más que batalla, que entre los paisanos se recuerda como “El día del ataque”, sabemos menos.
El hecho bélico y las funestas consecuencias de ese día, lo transcribe muy bien don Ángel Horcajada en su libro titulado Uclés capital de un estado, donde se da cuenta de la extrema crueldad de los soldados de Napoleón a su paso por aquellas tierras, de las horribles venganzas y vejaciones que tuvieron que sufrir los sencillos lugareños, sin que por parte de los invasores se hubiese llegado a apreciar ni un gramo, qué digo, ni una sola micra de piedad, en favor de aquellas gentes indefensas que no habían cometido mayor delito que el de unirse, con los escasos medios de que disponían, a las fuerzas españolas en un intento de arrojar de nuestro suelo -como al final pasó, después de mucha sangre- al ejército francés empeñado en apoderarse de España, aprovechando la manifiesta debilidad de nuestro monarca.
Según subraya el ya referido autor “no respetaron ni el Hospital, ni el honor de las mujeres, ni las paz del claustro, ni el reposo eterno de los muertos”.

Fue el día 13 de enero de 1809. El cuartel general de los imperialistas franceses lo habían instalado dentro del monasterio. El número de muertos, contando a los del ejército español y a los paisanos de la villa, se contaron por miles. Los campos acabaron llenos de cadáveres. Con estas palabras lo dejó escrito en el Libro de Enterramientos don Juan Antonio Escamilla, cura de Tribaldos:
«Al día siguiente Trece de dicho mes de Enero del mismo año -1809- se dio otra batalla en Uclés (él consigna que la primera batalla se dio en Tribaldos, el día 12) de la que fueron victoriosas las tropas francesas y huyeron las españolas, quedando en las inmediaciones del dicho Uclés, camino de Alcazar del Rey, Molino del Agua, fuente Redonda y demás sitios cercanos, todo lleno de cadáveres, así de las tropas españolas, como de los paisanos de dicho Uclés, Tribaldos y otros pueblos, que según se afirmó por quien lo había reconocido, pasaban de tresmil personas, entre hombres y mujeres, y cogieron prisioneros más de ocho mil españoles que salieron para Madrid de Uclés, día veinte de dicho mes, y llegaron al dicho Madrid, el veintitrés, siendo entregados en el Reino.» Se añade en las partidas de defunción, que seis personas murieron asustadas por la venida de las tropas francesas.

Y por cuanto a los habitantes del pueblo de Uclés, la venganza y el extremo maltrato recibido de parte de aquellos desalmados gabachos, según los datos escritos que han llegado hasta nosotros (es copia literal) fueron los siguientes:
«Dieron tormento a varias personas para averiguar el lugar en que ocultaban alhajas o riquezas; se apoderaron de las que descubrieron; aparejaban con albardas y angarillas o aguaderas a los Conventuales Canónigos y personas nobles; las cargaban con muebles y otros objetos que quemaban con algazara en las alturas de la villa; entrailaron (entrilaron) a 69 personas, entre ellas, sacerdotes, tres carmelitas descalzos y monjas, y las degollaron en la carnicería pública; abusaron, por último, de más de 300 mujeres, cuyos clamores fueron acallados, quemándolas vivas después de violarlas».
«Entraron otra vez -el 21-6-1810- las tropas francesas de caballería, sedientas de venganza, rompiendo y robando cuanto encontraron. Ermita De la Patrona, vasos sagrados e imágenes, reliquias, ornamentos,; abrieron sepulturas dispersando los restos, etc.».
«Pasó por Uclés la división del general italiano Palombini, compuesta de unos 6.000 hombres, permaneciendo tres días, desde el 27-10-1812, acampados sus carros y artillería junto a la Ermita -cerca de la Fuente-, siendo quemadas las techumbres, puertas, altares, verificándose la ruina total de este popular y famoso santuario».

Entre los muchos nombres de las victorias francesas en batallas por todo el mundo que figuran en el Arco de Triunfo de París, aparece como una de tantas la conseguida en Uclés. Es cierto que la suerte de la guerra hizo justicia al final, con victorias españolas tan sonadas contra la francesada como las de Bailén, Los Arapiles, San Marcial y Vitoria, hasta que se logró expulsarlos de España e iniciar la decadencia de Napoleón; pero lo ya hecho, hecho está, y este bello pueblo, famoso sobre todo por su magnífico Monasterio, cabecera que fue de la Orden de Santiago, y uno de los edificios más queridos y respetados por todos los conquenses -El Escorial de la Mancha se le llama- quedó marcado de por vida; lo que no es malo recordarlo hoy, doscientos años después, por este medio de alcance universal que es la Red, sin que con ello se pretenda manchar un ápice la historia de la nación vecina, sino más bien como punto de reflexión para que estas cosas, sencillamente estremecedoras y que denigran la condición humana, jamás vuelvan a repetirse.

lunes, 26 de abril de 2010

MÁS SOBRE EL APOSTOLADO DE ALMADRONES



Digo más porque se trata de la tercera ocasión, que yo recuerde, que vuelvo sobre el tema desde el otoño del 86 que anduve por allí la primera vez y tuve noticia del asunto. Es verdad que las circunstancias que se dan en la vida, extrañas, caprichosas, y tantas veces fatales, la tomaron con nuestro patrimonio durante el pasado siglo; y así, palacios, monasterios, iglesias, obras de arte de extraordinario valor que fueron parte de nuestra riqueza por siglos y generaciones, resulta que apenas quedan en el recuerdo de los mayores y en algunos trabajos de nuestros cronistas como páginas rotas del libro de nuestra cultura autóctona, y no precisamente a título de reivindicación, porque ante lo ya perdido no hay nada que reivindicar, sino para que quede escrito en nuestra conciencia que Guadalajara, en las cuatro direcciones de su mapa provincial fue toda un museo, una exposición variadísima de elementos únicos, de los que hoy todavía nos queda una buena muestra que el público debiera conocer, y sobre todo el público que vive aquí, nosotros mismos, tan dados a saltar fronteras en busca de impresiones nuevas sin habernos planteado siquiera conocer lo que tenemos dentro, y que sigue siendo mucho aunque en otro tiempo tuvimos más. El siglo XX, siguiendo con empeño la ristra de fatalidades del anterior, fue el siglo de nuestro expolio, y sobre ello, con toda la indignación e impotencia que el caso exige, volvemos a insistir.
Como admirador incondicional de la obra del Greco, se me remueve en las celdillas del alma con bastante frecuencia la falta de aquel valioso tesoro que durante dos siglos se guardo en la iglesia de Almadrones, varios cuadros salidos de la mano, o cuando menos del taller, del pintor cretense. No fue una pérdida baladí la que sufrió el patrimonio guadalajareño con la pérdida para siempre de aquellos cuadros, sino pareja a la desaparición desgraciada de tantos retablos, de tanta imaginería, o de monasterios medievales como el de Óvila que, visto a setenta años de distancia no demuestra sino uno más de los atropellos a los que es capaz de llegar la estupidez humana cuando los auténticos valores -y los culturales siempre lo son- están por demás.
La verdad es que me he propuesto seguir la pista del Apostolado de Almadrones hasta donde me ha sido posible, y este es el momento de llegar al lector con algo más concreto de lo que le pude ofrecer en mi anterior referencia de meses atrás; pues debo decir que por lo menos tres de aquellos cuadros los he tenido delante de mis ojos en fechas muy recientes, incluso los he podido fotografiar, para que los amantes de la pintura puedan reconocerlos y para que los vecinos y amigos del pueblo al que pertenecieron sepan dónde están y puedan verlos. Son tres los que en este momento se muestran en el Museo del Prado, una ínfima porción de la obra del maestro y una tercera parte de los que hubo colgados durante dos siglos en la iglesia de Almadrones, ya que, según he podido saber, fueron nueve los que se llevaron del pueblo, creo que con intención de ponerlos a salvo de un posible saqueo durante la Guerra Civil, pero que jamas volvieron a verse ocupando su puesto en el ábside y en los muros laterales de aquella iglesia, cuando la guerra hace más de sesenta y cuatro años que termino.
Desde Almadrones los cuadros se llevaron al Fuerte militar de San Francisco en Guadalajara, lugar en el que los vio el Marqués de Lozoya y se percató -tampoco para ello se necesita ser un refinado experto- de que se trataba de un apostolado del Greco casi completo. Lo componían las figuras correspondientes a El Salvador, Santiago el Mayor, Santo Tomás, San Pablo, San Juan, San Andrés, San Lucas, San Mateo y San Simón. Dos de aquellos personajes bíblicos, San Pablo y San Lucas, no pertenecieron exactamente al grupo de los doce apóstoles elegidos por Jesucristo, pero sus figuras también contaban allí. Los expertos aseguran que su ejecución pertenece muy a la última época del pintor y que por eso faltaban algunos, pura especulación; lo que sí parece cierto es que formaban parte importante de una fundación con la que, a principios del siglo XVIII, regaló a su pueblo natal don Miguel del Olmo, obispo de Cuenca e hijo ilustre de Almadrones.
Acabada la guerra los nueve lienzos fueron limpiados y restaurados en el Museo del Prado con intención, se supone, de ser devueltos a su lugar de procedencia en la Diócesis de Sigüenza. En el año 1946, como así consta en la carteleta de presentación que los acompaña en el Museo, compro el Ministerio de Educación Nacional cuatro de ellos para que en lo sucesivo se pudiesen mostrar en donde ahora están; fueron los cuatro primeros que nombro en la anterior relación, es decir: El Salvador, Santiago el Mayor, Santo Tomás y San Pablo. Los cinco restantes se entregaron al obispado de Sigüenza y fueron vendidos y exportados al Nuevo Mundo. En museos norteamericanos están los cinco, y muy en concreto en la Fundación Clowes de Indianápolis se encuentra el que al decir de los estudiosos puede considerarse el mejor de todos: San Mateo, aunque si mi opinión personal pudiera servir para algo, debo decir que El Salvador del Museo del Prado nada tiene que envidiar a las muchas réplicas sobre el mismo tema, salidas del taller toledano de Domenico Greco, que por el mundo existen. De los cuatro cuadros que el Ministerio de Educación Nacional compró para ser expuestos en el Museo del Prado, sólo se exponen tres, juntos los tres en la misma sala. El de San Pablo no está, o por lo menos yo no lo vi colgado junto a los otros tres en mi reciente visita..
En una publicación reciente sobre la persona y la obra de D.Luis Alonso Muñoyerro, natural de Trillo y obispo que fue de Sigüenza, escrita hace años por A. de Federico Fernández, y convertida en libro por el canónigo archivero de la catedral seguntina D.Felipe Gil Peces Rata, se esclarece con la transcripción de documentos auténticos el qué y el porqué de la enajenación por parte del obispado de los cuadros del Greco. Se debió, sin duda, a una necesidad apremiante de medios económicos para poner otra vez en marcha el Seminario y proceder al arreglo de algunas iglesias dañadas o demolidas durante la Guerra Civil, entre ellas la del propio pueblo de Almadrones. Se pagó por el Apostolado incompleto un millón de pesetas, siendo titular de la diócesis como prelado, según se aclara en el informe, Mons. Pablo Gurpide; por supuesto con los permisos y aprobaciones debidas por parte del Cabildo.
Siendo así, desde luego que justificamos el hecho, al menos por cuanto a quien esto escribe se refiere. De Isabel la Católica se sabe que vendió gran parte de sus joyas para poder llevar a cabo las campañas de América. Pero tengo en contra que no se pusiera, en el caso que nos ocupa, la condición de que los cuadros no saliesen de España, motivo por el que nos seguimos lamentando.
No sé si resultará muy costoso devolver los nueve cuadros al sitio de donde desaparecieron. Me refiero, naturalmente, a reproducciones fotográficas, ahora que los modernos sistemas son capaces de hacer verdaderas maravillas en ese menester. Pienso que alguien se debería preocupar por lo menos de intentarlo. Por mi parte, sabida la pobre calidad de una pintura reproducida en tamaño de pequeña estampa, y en blanco y negro para mayor desajuste de lo que los cuadros son, es lo que con mucho gusto ofrezco a los lectores como complemento gráfico a este trabajo. Son las tres pinturas que en un tamaño aproximado a 75 x 60 (el de Santiago firmado con iniciales griegas) se muestran al publico en el museo madrileño, colgados en una de las salas que el Prado dedica al más grande de los pintores griegos que eligió nuestro país, incluso nuestra comunidad autónoma (la ciudad de Toledo) para vivir, para pintar y también para morir, después de haber enriquecido a la pintura española con una obra grandiosa.
“Nueva Alcarria”, 2004

lunes, 19 de abril de 2010

DE PASO POR LOS MOLINOS DE PAPEL



Los Molinos de Papel es uno de los parajes próximos a la capital, enclavado en la hoz del río Huécar, por donde decidí pasar en mi “Viaje a la Serranía de Cuenca”, y fue de hecho mi puerta de entrada a aquella singular comarca. El texto pertenece al tercer capítulo del libro, publicado unos meses después, y la fotografía, si bien bastante floja en calidad, tiene todo el mérito de ser real, tomada sobre la marcha en aquellas jornadas memorables del mes de julio del año 1982. Me imagino que hoy será todo diferente.

A los Molinos de Papel se entra por mitad de dos muros, uno a cada lado del camino, que separan la ca­rretera de las huertas del Patronato. La aldea tiene una entrada optimista, elegante, muy alegre; una entrada de ciudadela cortesana al estilo de las residencias francesas del tiempo de los Luises y del arte rococó. Sombrea­do por nobles especies vegetales, en­tre las que destacan sobre otras el moral de importación, las acacias de pálida hoja y los románticos cipre­ses, aparece al poco de entrar el os­tentoso panteón que guarda los restos mortales de la familia de La Cuba y Clemente, uno de cuyos miembros, doña Gregoria, fundó el conocido patronato de ayuda al campesino y mandó cons­truir, para sí y para lo suyos, aquel maravilloso templo en el que sus des­pojos, desde el 3 de Noviembre de 1.896 que se produjo su deceso, espe­ran en la paz de los muertos la hora de la Resu­rrección.
El morral lo dejo apoyado en la pared a la sombra del patio. Doña Glo­ria, que es el nombre de pila de la amable mujer que me atendió en Los Molinos, tras haberse asegurado debi­damente de que uno es hombre de bien, buena reputación y de intachables costum­bres, se decide por abrir la puerta de la capilla.
- Claro que le abro; pero tiene usted que perdonar que una descon­fíe. Ya sabe cómo están las cosas. Mire ese niño que ha dicho la radio, por allá por el Norte, que dio una patada en la calle a un paquete que había por allí, y luego resulta que era un explosivo. ¡Pobre criatura! Y dicen que no se salva.
La señora me va explicando el suceso mientras caminamos por el jardín, sin quitar los ojos de la mochila.
- No señora, puede usted estar tranquila, que aquí no llevo bombas. Sólo ropas, mire usted, un poco de comida para el camino y mucho calor. La cantim­plora la llené de agua fres­quita en una fuente de la Hoz; mire, se la puedo enseñar.
- Para qué. No lo tome usted a mal. Ha sido sólo un decir.
El monumento es una bella mues­tra en piedra labrada de la arquitec­tura del pasado siglo, que se ajusta, si no en el tiempo, sí en las formas, a las reglas más escuetas del arte ojival. Está rodeado en su interior por nueve capillas menores, cuyos al­tares presiden otras tantas imágenes colocadas delante de los epitafios en letra gótica, homenaje y recuerdo pós­tumo a cada uno de los miembros de tan ilustre familia conquense, que aquí hallaron su tiempo de paz y de reposo.
Al pie del altar mayor está la sencilla lápi­da que cubre el enterramiento de doña Gregoria de La Cuba y Clemente, funda­dora del panteón, "protectora insigne de los pobres, de las letras y del trabajo", como así reza sobre el pe­destal de una estatua de bronce que la ciudad de Cuenca le tiene dedicada en uno de los rincones más románticos del Parque de San Julián.
- Eran unas gentes muy buenas. Dejaron todas las tierras para el pue­blo. Ahora, la gente paga una renta muy pequeña y nada más.
El famoso lienzo del la Virgen del Trapo ocupa lugar prefe­rente en una de las capillas laterales del pan­teón. En torno a esta imagen, atribui­da por alguien a los pinceles del Gre­co, corre una de las leyendas más ex­quisitas de las que tuve noticia du­rante mi estancia en la Serranía. Se dice que, reinando en España Carlos IV, llegó hasta Palomera el curioso lienzo, mezclado en un envolto­rio de trapos viejos con destino a la fabri­cación del papel que por aquí se hacía en aquel entonces. Parece ser que la tela, en la que está impreso el rostro de Nuestra Señora, fue repelida por las ruedas de la demolición, sin daño alguno, en tantas ocasiones como se le hizo pasar a través de la tolva; por lo cual, lleno de asombro el responsa­ble de la pequeña industria, lo mandó colocar con cuidado sobre el altar de una er­mita que existió próxima a la actual carrete­ra, comenzando así su patro­nazgo que, desde enton­ces, se ha venido celebrando sin inte­rrup­ción el día siguiente a la fiesta de Pentecos­tés.
Alzado como piquete del tiempo sobre una peña que domina el caserío, queda el recuerdo de los viejos moli­nos de papel que dieron nombre y vida a la aldea. Uno tan sólo como queda muestra, similar en su porte a los antiguos molinos manchegos, que la gente,
ni aun los más ancianos, siquiera recuerdan.
- ¿Aquello que hay encima de las piedras dice usted? Es un palomar.
Los Molinos es hoy un puebleci­llo de poca entidad, de vetusta imagen, de viviendas antañonas y nostálgicas, roídas por la fuerza demoledora de los años a la que vinieron a favorecer el abandono y la desconsi­deración. Al pasarlo de largo, el pe­queño enclave se acicala con todos los abalorios que tiene a su alcance, in­tentando disimular, mejor o peor, su auténtica vejez: con parras frondosas; con rosales coloristas cubriendo las viejas fachadas retocadas de cal; con las pálidas florecillas, blancas y malva, de las adelfas. Un perrucho apoyado sobre sus patas traseras, bebe agua del pilón en una fuente centena­ria que recuerda a los señores de La Cuba.
El camino va discurriendo desde aquí entre los altos del Covachón y del Pocillo la Liebre, uno a cada lado de la carretera. En medio, la vega del Huécar buscando campo abajo las puertas de la capital, donde los hortelanos doblan los riñones al sol en los fondos de la sartén de la hoya. Uno, otra vez en camino, se va entreteniendo en mondar espigas de cebada mientras pisa de cerca las tie­rras de Palomera.
No cesan los murmu­llos del agua ni se aca­ban las confortables, las lujosas, las alegres viviendas de recreo de los veraneantes, hasta bien entrados en las primeras calles. Una bandada de grajos graz­nan camuflados en los agujeros que se abren en los cortes de un enorme murallón de piedra. La siniestra algarabía la lleva el eco y la trae, de roca en roca, por todos los rincones de la vega. Un anciano, senta­do a la sombra de una cueva, me dice después de mucho insistir, que aquella es la Cueva de la Alberca. Se ve que es un hombre tímido, de espíri­tu endeble y desconsiderado, un señor metido en sí mismo, con un pobre y huidizo corazón, que no quiere demasiadas cuentas con los descono­ci­dos que llegan de fuera sudando la gota gorda.

martes, 13 de abril de 2010

EL ARTE ROMÁNICO EN GUADALAJARA


Tomando como referencia el arte medieval, es sin duda el Románico el punto de interés más destacable de toda la provincia de Guadalajara, como recuerdo en piedra noble de la piedad cris­tiana de las gentes que, durante los siglos XII y XIII, ocuparon estas tierras.
Basta recorrer de pasada los distintos lugares y villas, importantes o no, incluso los deshabitados, para encontrarse con una portada, un rosetón, un arco, un ventanal o un atrio porticado característico del estilo cluniacense que privó por casi toda Europa en aquellos tiempos. Las formas en arcada de medio punto, con su peculiar juego de archivoltas apoyadas sobre capiteles foliados o geométricos, son algo tan característico de los pueblos guadalajareños que, en su variedad rural sobre todo, parecen parte connatural con el entorno geográfico y con su primitiva manera de ser y de vivir. Sin duda es la de Guadalajara una de las provincias castellanas más afortunadas en reminiscencias del arte medieval en este estilo, por cuanto a maneras arquitectónicas se refiere.
Haciendo referencia sólo a una mínima parte de los cincuenta o más monumentos en los que queda clara señal del arte Románico, justo es enumerar los siguientes:
La Catedral de Sigüenza, comenzada en 1150, se enseñorea de su estilo octocentenario en la cabecera y crucero, sin contar las tres portadas en bocina que evocan la severa personalidad del obispo don Bernardo de Agén; Carabias, con su estrecho, sencillo y a un tiempo extraordinario pórtico del XII; Campisábalos, con doble portada románica en su iglesia y un singular mensario del mismo estilo a lo largo del muro sur en la llamada Capilla de Sangalin­do; Villacadima, pueblo ruinoso y solitario, posee una de las portadas más bellas del siglo XII que se conserva milagro­samente; Albendiego, el pueblecito anclado entre álamos en el Valle del Bornova, donde se lucen las bellas celosías del Románico ornamen­tal en los ventanales de la ermita de Santa Coloma; Atien­za, Muestrario perpetuo de estas formas arquitectónicas en porta­das como la de Santa María del Rey, o la todavía más antigua de Santa María del Val fechada en 1147, y ventanales de finas colum­natas y capiteles foliados en San Gil y La Trinidad, o el incompa­rable pórtico arqueado de la iglesia de San Bartolomé.
Llegaríamos después a Sauca, para contemplar su pórtico reciente­mente restaurado; o Pinilla de Jadraque, con bellas escenas bíbli­cas esculpidas sobre los capiteles del atrio de su iglesia; o la modesta doble arcada de la iglesia de Cubillas, para acabar en Beleña de Sorbe y admirar, durante el tiempo que fuera preciso, el original mensuario que adorna como motivo principal el arco de su iglesia medio hundida.
La Alcarria se torna románica en Aldeanueva de Guadalajara, con su severa iglesia parroquial de oscuro interior de ladrillo; en Cifuentes -portada Oeste de la parroquia- con multitud de figurillas en relieve recorriendo las distintas arcadas; en Henche, con bella portada del siglo XIII que anuncia la transi­ción; en Brihuega, iglesias de San Felipe y San Miguel; en Córco­les; en el ahora cementerio de Albalate de Zorita, herencia de los caballeros Templarios; en los despojos del monasterio de Óvila; en La Puerta, Abánades, Escopete, Millana, Alcocer...
Por tierras de Molina se abre ante los ojos el monasterio de Santa Clara con su magnífica portada, el de Buenafuente del Sistal, las iglesias de Poveda de la Sierra, de Rueda, de Labros; la antiquísima ermita de Santa Catalina en Hinojosa, etc.
Mientras que en la Campiña, para no desmerecer, se acentúa el interés por el gusto Románico en la iglesia de El Cubillo; en el cementerio de Uceda, antigua iglesia de La Varga, y lo poco que pervive del monasterio de Bonaval, en las proximidades de Retiendas, apuntando ya las nuevas maneras del estilo ojival que llegaría poco más tarde.
Por su excepcional importancia, el arte Románico en Guadala­jara merecería, aún dentro de los límites de lo breve, una exten­sión de la que aquí no se dispone. En cualquier caso, pueden estudiarse los valiosos trabajos de investigación y catálogo sobre este particular que en su día elaboró el doctor Layna Serrano, así como otros sobre el particular que se han ido publicando en años posteriores. Si bien, lo más aconsejable es conocer in situ los monumentos con una documentación previa.

(En la fotografía, pórtico de la iglesia de Sauca)

jueves, 8 de abril de 2010

GALERÍA DE NOTABLES ( I ): FRAY LUÍS DE LEÓN


Hijo de una familia influyente y de ascendencia judía, fray Luis de León nació en Belmonte (Cuenca) en el año 1527. Sus padres fueron don Lope de León, abogado, y doña Inés Varela. A la edad de quince años ingresó en la Orden de Agustinos, donde tuvo por profesor a otro paisano ilustre, Melchor Cano, y a domingo de Soto. En 1561, doctor en Teología, compite por una plaza muy reñida para una cátedra de Teología en la Universidad de salamanca.
En 1572, la Inquisición ordena que sea encarcelado en unos calabozos que el santo Oficio tenía en Valladolid, acusándolo de tener predilección por la Biblia hebraica en lugar de la Vulgata, y por traducir al Castellano El Cantar de los Cantares.
Permaneció privado de libertad durante cinco años sin saber de qué se le acusaba. Durante ese tiempo escribió muchos de sus mejores poemas, entre ellos aquel en el que se lamenta de la injusticia de la que es víctima:

Aquí la envidia y mentira
Me tuvieron encerrado.
dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso
con sólo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa,
ni envidiado ni envidioso.

Pasados los cinco años de prisión Fray Luís se incorpora de nuevo a su cátedra, donde un centenar de alumnos le esperan expectantes. De su primera clase se ha hecho famosa aquella frase con la que comenzó: ¡Decíamos ayer…!
Enamorado de la Sagrada Escritura y de la poesía, como lo había sido durante toda su vida, falleció en Madrigal de las Altas Torres, en donde era Provincial de su Orden en Castilla, el 23 de agosto de 1591, habiendo dejado escritas entre otras, incluso en latín, obras de tanto mérito como La perfecta casada, Exposición del libro de Job, De los nombres de Cristo, y una extensa producción poética dividida en tres libros.

(En la fotografía, monumento a Fray Luis de León en Belomonte, su villa natal)

sábado, 3 de abril de 2010

COGOLLUDO


Importante villa de la provincia de Guadalajara, situada entre las primeras estribaciones de las sierras septentrionales y los últimos llanos de la Campiña del Henares. Cogolludo fue una de las nueve cabece­ras de partido judicial que tuvo Guadalajara, y hoy centro comarcal para todos los pueblos de su contorno. Tiene incorpo­rados a su Ayuntamiento los lugares de Aleas, Beleña de Sorbe, Torrebeleña y Veguillas. Cogolludo dista de Guadalajara 42 kilómetros; tiene una población aproximada de 550 habitantes, y es la extensión de su término municipal -incluyendo la de los pue­blos anexionados- de 87 kilómetros cuadrados.
El origen de Cogolludo es antiquísimo. En sus inmediacio­nes existen importantes hallazgos arqueológicos que datan de los primeros tiempos de la Historia. Perteneció a los monarcas castellanos desde el reinado de Alfonso VI, siendo Alfonso VIII quien posteriormente donó la villa a la Orden de Calatra­va. Tras diversas vicisitudes pasó a pertenecer más tarde a los duques de Medinaceli, quienes serían sus señores hasta el siglo XIX. Sufrió los rigores de la invasión francesa durante la Guerra de la Independencia, y fue por algún tiempo cuartel general de El Empecinado.
De sus monumentos es justo destacar el castillo en rui­nas; la espaciosa Plaza Mayor con bellos edificios del siglo XIX, pero sobre todo el palacio de los duques de Medinaceli, pieza clave del renacimiento guadalajareño, mandado construir por don Luis de la Cerda, su primer duque, en época coinciden­te con la del descubrimiento de América, es decir, a finales del siglo XV. El palacio tiene una enorme fachada rectangular que sirve de fondo a toda la plaza. La fachada está recubierta de sillares almohadi­llados, para rematar en un pretil calado, bellísimo, de pura ejecución plateresca. Sobre la monumental portada aparece el escudo de los duques, orlado en medallón con ramajes de laurel. Seis ventanales con escudos, meticulosa ornamentación y columni­lla de parteluz, recorren en toda su extensión el cuerpo medio de la fachada del palacio.
Ocupando la parte más elevada de la villa de Cogolludo está la iglesia parroquial de Santa María, monumento de ex­traordinario valor arquitectónico, construida posiblemente en la tercera década del siglo XVI. En la iglesia de Santa María se conserva el extraordinario lienzo de José de Ribera conoci­do por "El capón de Palacio", que fue robado en una noche cruda de 1986 y recupera­do -dicen que por milagro- algunos meses más tarde, en tierras vascas. Se llevó provisionalmente al museo de Sigüenza, una vez recupera­do, en tanto que la iglesia de Santa María ofrezca mayor seguridad para su custodia.
Aparte del Castillo, del Palacio y de la monumental iglesia de Santa María, aún quedan en Cogolludo las ruinas o reliquia del convento de San Francisco y de otro Carmelita, ambos originarios de la segunda mitad del siglo XVI.
Las fiestas patronales en honor de Nuestra Señora de los Remedios se celebran a mediados de agosto. En Pascua de Resu­rrección se mantea el famoso “judas” y se quema después. Son notas de interés a tener en cuenta, dentro de la estupenda gastronomía provincial, los asados de cabrito y cordero que sirven en Cogolludo.

(En la fotografía, frontis renacentista del Palacio de los Duques)