sábado, 22 de junio de 2013

CUENCA EN LA OBRA DE PÍO BAROJA



Todo lo que es bello, porque así surgió de la nada en la tarde de la Creación, permanece siempre. Es el hecho natural el que aporta la belleza a las cosas y el que las conserva, siempre que el hombre no se empeñe en impedirlo. La ciudad de Cuenca, debido a su emplazamiento, a lo excepcional de su base de roca entre la convergencia de dos ríos que bajan desde la Serranía que lleva su nombre, a su excepcional factura, agua y roca, es una de las ciudades más bellas del planeta. Patrimonio de la Humanidad, que los conquenses han sabido conservar según su merecimiento, y mejorar si ello ha sido posible, hasta convertirla en una de las ciudades más visitadas de España.
         Y no sólo lo es ahora, en el siglo del progreso, sino que lo fue siempre. Pío Baroja, personaje señero de nuestra literatura del siglo XX, le dedicó una novela, no demasiado conocida, incluso para los conquenses, de la que he decidido traer aquí una buena parte del capítulo primero. La precede una reseña de entrada al libro, donde se hace referencia a la escasa sensibilidad del pueblo español, y en particular de los conquenses por la parte que nos toca, frente a las realidades artísticas. Es la opinión de su autor, aunque el hecho de generalizar nunca podrá contar con la aprobación unánime. En cualquier caso “La Canóniga”, nombre de esta novela, es un trabajo que honra a la ciudad, digno de agradecerse.   

«Cuenca es una de esas viejas ciudades españolas colocada sobre un cerro, rodeada de barrancos y llena de callejones estrechos y románticos. No se explica que un pueblo así no aparezca en la literatura de un país, más que suponiendo en ese país una insensibilidad completa para cuanto sean realidades artísticas.»


            «La ciudad española clásica, colocada en un cerro, es una creación completa, un producto estético, perfecto y acabado. En su formación, en su silueta, hasta en aquellas que son relativamente modernas, se ve que ha presidido el espíritu de los romanos, de los visigodos y de los árabes. Son estas ciudades, ciudades roqueras, místicas y alertas: tienen el porte de grandes atalayas para otear desde la altura.
            Cuenca, como pueblo religioso, estratégico y guerrero, ofre4ce este aire de centinela y observador.
            Se levanta sobre un alto cerro que domina la llanura y se defiende por dos precipicios, en cuyo fondo corren dos ríos: el Júcar y el Huécar.
            Estos barrancos, llamados las Hoces, se limitan por el cerro de San Cristóbal, en donde se asienta la ciudad y por el del Socorro y el del Rey, que forman entre ellosy el primero fosos muy hondos y escarpados. El foso, por el que corre el río Huécar, en otro tiempo y como medio de defensa podía inundarse.
            El caserío antiguo de Cuenca, desde la cuesta de la Vélez, es una pirámide de casas viejas, apiñadas. Dominándolo todo se alza la torre municipal de la Mangana. Este caserío antiguo, de romántica silueta, erguido sobre una colina, parece el Belén de un nacimiento. Es un nido de águilas hecho sobre una roca.
            El viajero al divisarlo recuerda las estampas que reoproducen arbitraria y  fantásticamente los castillos de Grecia y de Siria, los monasterios de las islas del Mediterráneo y los del monte Athos.
            Desde la orilla del Huécar, por entre moreras y carrascas, de abajo a arriba, se ve el perfil de la ciudad conquense en su parte más larga.
            Aparecen en fila una serie de asas amarillentas, altas, alguna de diez pisos, con paredones derruidos, asentadas sobre las rocas vivas de la Hoz, manchadas por las matas, las hiedras y las mil clases de hierbajos que crecen entre las peñas.
            Estas casas, levantadas al borde del precipicio, con miradores altos, colgados, y estrechas ventanas, producen el vértigo. Alguna que otra torre descuella en la línea de tejados que va subiendo hasta terminar en el barrio del Castillo, barrio rodeado de viejos cubos de murallas ruinosas.
            Salvando la hoz del Huécar existía antes un gran puente de piedra --un elefante de cinco patas sostenido en el borde del río--, que se apoyaba por los extremos, estribándose en los dos lados del barranco. Este puente, que servía para comunicar el pueblo con el convento de San Pablo, había sido construido por el canónigo don Juan de Pozo en el siglo XVI. A fines del XVIII el puente del Canónigo se rompió, derrumbándose el primer machón y el segundo arco del lado de la ciudad, y quedó así roto durante muchos años.
            De los dos ríos conquenses, el Huécar fue siempre utilizado en el pueblo para mover los molinos y regar las huertas. El Júcar, más solitario, era el río de los pescadores. Se deslizaba por su hoz tranquilo, verde y rumoroso. Desde su orilla, al pie del cerro donde se asienta Cuenca, se veía el caserío del pueblo sobre los riscos y las peñas, y en la parte más alta se destacaba la ermita de Nuestra Señora de las Angustias.
            Como casi todas las ciudades encerradas entre murallas, Cuenca sintió un momento la necesidad de ensancharse, de salir de su angosto recinto, de bajar de su roca a la llanura. Tal necesidad la experimentó más fuertemente a principios del siglo XIX, y creó un arrabal o ciudad baja.
            En estos pueblos, con ciudad alta y ciudad baja, se da casi siempre el mismo caso: en lo alto, la aristocracia, el clero, los representantes de la milicia y del Estado; lo bajo, la democracia, el comercio, la industria. En estos pueblos, el pasado está siempre en alto y el presente siempre en bajo. No hay que extrañarse de que el espíritu de su vecindario sea casi siempre retrógrado.
            El arrabal de Cuenca, formado principalmente por una calle larga a ambos lados del camino real, se llamó la Carretería.»     
              (Del Capítulo I de “La Canóniga”. Tomo V de “MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN”: Los recursos de la astucia. Pío Baroja.)

(Las fotografías nos muestran un aspecto de las Hoces desde el Cerro del Socorro, foto Arman; y aspecto actual de Carretería)

martes, 18 de junio de 2013

DESDE EL CASTILLO DE MOTOS

       
     Es sólo un decir lo del castillo de Motos. Consta que lo hubo, sí, y allí queda junto al pueblo la plataforma a manera de mirador que lo sostuvo, pero nadie lo recuerda. Es una historia horrenda la que se cuenta en torno a ese tosco otero molinés que tengo delante de los ojos cuando acabo de dejar atrás la villa de Alustante, una de las más importantes del Bajo Señorío, a las puertas mismas de la Sierra del Tremedal que oscurece el horizonte a nuestra mano derecha, allá lejos, donde apenas se distingue como una mota blanca en medio de los montes, la ermita patronal de la Señora de estos campos, la Virgen del Tremedal, que con tanto calor veneran en la cercana villa de Orihuela, ya en tierras de Teruel.
            Sería preciso medir a metros la distancia para dar por seguro que éste, el de Motos, es el pueblo más alejado de la capital de provincia. Pudiera ser. El cuentakilómetros del coche ha superado, por muy pocos, por seis quiero recordar, la cifra de los doscientos, que ya es una distancia, desde que salí de casa poco después de aparecido el sol por los campos de la Alcarria. Han transcurrido casi tres horas y me encuentro a los pies del cerro de Motos. Una antena, un edificio ínfimo que bien pudiera ser el depósito de aguas, y el tejado de una ermita, apenas se distinguen sobre el cerro desde abajo. Uno se acerca hasta él afectado en el ánimo -no sé si es ése el justo decir de lo que uno siente- por el recuerdo histórico de aquel malvado personaje que anduvo por aquí durante el último cuarto, más o menos, del siglo XV, y del que todavía se advierte en el paisaje el soplo nefasto de su memoria.
            Un pairón pintado de blanco advierte al entrar que estamos en tierras de Molina. Poco más adelante otro segundo pairón, se alza a la vera del camino, frente por frente de la lagunilla y de la fuente vieja. Es un pairón extraño que se sale de los cánones que, aun dentro de su variedad, rigen esta clase de monumentos tan propios de la tierra en que nos encontramos. Tiene un primera hornacina con cristal y objetos de adorno en su interior, bajo un nombre de barón escrito al fondo: J. Antonio López Martínez. En la hornacina de más arriba, también protegida con cristal, quiere distinguirse, malamente, una pequeña imagen de San José con el Niño en los brazos. Si no es reciente este pairón, si que tiene todo el aspecto de serlo.
            Enseguida se llega a la plaza. Hay una fuente en mitad con el correspondiente pilón delante de ella. La fuente de la plaza se construyó en 1940. Y a un lado y al otro las calles más destacadas del pueblo, entre las que se distinguen viviendas viejas y nuevas a la par, portadas en arco con la huella de los siglos sobre su piedra de cantería, almacenes y apriscos de ganado en las afueras donde se siente faenar a los agricultores, y sobre todo ello el recio corpachón de la iglesia parroquial de San Pedro Apóstol, con doble arco de entrada, y la augusta portona de artística clavetería presidiendo el atrio; un atrio que, curiosamente, queda por debajo del nivel general del suelo y al que se llega por unas escaleras de piedra después de cada arco. El campanario, lo mismo que la iglesia en su interior, tiene una solemnidad destacable, que nos invita a pensar en lo que el pueblo fue por aquellos siglos memorables para las tierras del Señorío, que más o menos vienen a coincidir con las centurias diecisiete y diecio­cho, como bien dejan claro las iglesias, las casonas y los palacetes que todavía podemos admirar, maltrechos tantos de ellos, en una buena parte de los pueblos del entorno.
                                                                        
            Buscando el lugar preciso sobre el que se alzó en su día el mítico castillo del Caballero de Motos, uno escala, ladera arriba desde la barbacana de la iglesia, el cerro que el pueblo tiene a las puestas del sol. La visión es magnífica desde aquella atalaya. Kilómetros de campo a la redonda: tierras de labor, vegas fértiles, parameras inhóspitas, serrezuelas de pinar en la distancia, son todo un regalo para los ojos. A mediodía asoma la extensa pinada del Tremedal, en una panorámica más completa de lo que habíamos visto desde abajo; las vegas fecundas del Rubial y de Santa María, los llanos de mies de los que vivió el pueblo, más al norte. Y al pie el pueblo de Motos en imagen total, con sus tres o cuatro barrios puestos al descubierto, sus plazuelas chiquitas y sus calles cortas. Sube hasta nosotros el ruido de los tractores que bregan en la besana, el cantar de los gallos, el ladrido de los perros, las esquilas de un rebaño de ovejas que pasta en la explanada..., y en la imaginación del viajero, un esfuerzo más para reconstruir sobre el altillo en donde clavó sus cimientos, la fortaleza que hace más de quinientos años se debió levantar sobre el mismo pedestal de roca y tierra que ahora nos sostiene, olimpo de paz sobre sierras y páramos con el pueblecito de Motos a la caída, modelo de orden y de sosiego.
            Aquí tuvo su cuartel general, pernicioso centro de operacio­nes sobre toda la comarca, el mal llamado Caballero de Motos, don Beltrán de Oreja de nombre, natural de Hita. Las cónicas dicen de él que, ajustado como oficial por el Común de Molina, el "ilustre caballero" se dedicó al pillaje abiertamente, levantó su propio castillo y montó su personal ejército con todos los desalmados y maleantes que pudo reclutar. Sembró el pánico más atroz por toda la comarca imponiendo su ley, hasta que logró con malas artes enriquecerse a costa de los honrados moradores de aquella sierra, a los que solía intimidar y maltratar si llegaba el caso, hasta hacerse dueño de sus posesiones o del producto de sus campos. Muchas de las casas fuertes de aquellos pueblos, dicen que se construyeron para protegerse de la garra impía del "Caballero", quien, con el apelativo de Alvaro de Hita, impuesto por él mismo para burlar la ley, pasó a la historia, luego a la leyenda y después al olvido. El castillo, para que de tan "admirable huésped" no quedase ni señal, fue mandado destruir años más tarde por los Reyes Católicos.

            Situada en lo más alto del cerro recibe ahora todos los vientos del páramo la ermita de San Fabián y San Sebastián, tal reza escrito en un azulejo sobre la puerta nueva de la ermita. A la caída, el cementerio de Motos, ligeramente en la ladera, tapiado de piedras, donde las cruces blancas en hileras super­puestas aguardan, silenciosas y pacientes, el toque de clarín al final de los tiempos. Se asegura el augusto camposanto con una artística puerta de hierro forjado bajo arco de piedra; otro más de los recuerdos de Motos que se me quedaron para siempre prendidos en las celdillas de la memoria.

(Las fotografías nos ofrecen: Vista parcial del pueblecito Motos desde el Cerro del Castillo, y artística verja de hierro forjado en la puerta del cementerio) 

sábado, 8 de junio de 2013

CUANDO LA FOTOGRAFÍA ES ARTE

         

   Armando Álvarez no es madrileño, vive en Madrid pero no es madrileño, ni conquense de origen, nació en Granada en el año 1955; trabaja como analista informático del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, con servicios especializados en su haber llevados a término en el Real Jardín Botánico de Madrid, en el Centro Nacional de Química Orgánica o en el Instituto de Óptica, por poner sólo a título de ejemplo, tres centros de tamaña altura y responsabilidad de lo más diverso.

             A mi amigo Armando le gusta el arte en todas sus manifestaciones. De la Música prefiere el blues y el jazz; de Pintura sospecho que a los artistas de vanguardia; de la Literatura no hemos hablado, y por su carácter natural es amigo del campo y de las mil cosas que hay en él: plantas, pájaros, vistas con mensaje…, y como artista por sí mismo lo tengo para mi uso como un poeta de la fotografía, con ciertas preferencias por los exteriores de la ciudad de Cuenca y por los campos y paisajes imprevistos del pueblo de su mujer, que es mi pueblo. Esperanza León Jiménez es la esposa de Armando, pintora de profesión e ilustradora de libros, de la que he hablado y escrito alguna vez. Esperanza, hija de Aurora y Augusto, marchó de niña con su familia a Madrid en aquellos años cincuenta, cuando en el medio rural se inició la diáspora a la ciudad en busca de un porvenir más seguro. Esperanza y Amando tienen casa en el pueblo, donde pasan algunas temporadas cortas a lo largo del año. Se les suele encontrar recorriendo el campo a la caída de la tarde, por los lugares más insospechados cercanos al pueblo. Él, casi siempre va provisto de su equipo de fotografía.
            Nuestro amigo -al que no sé cómo le sentará todo esto que digo, porque se confiesa tímido, cosa que no lo es, pero sí un enamorado de la ciudad de Cuenca, tal vez por su origen granadino (“porque no hay pena mayor que la de ser ciego en Granada”), rotunda apreciación del poeta Francisco de Icaza, que a mí me gustaría aplicar también a la ciudad de Cuenca por propio merecimiento, y creo que me quedo corto. Esta Cuenca de nuestros amores, sin igual por sus encantos naturales que le ha merecido el titulo de Patrimonio de la Humanidad, pero patrimonio nuestro sobre todo, cosa que a los conquenses nos gusta que se sepa, que se aprecie, y más aún que se conozca.


            A nuestro amigo le gusta descubrir y fotografiar las cosas menos comunes, lo inusual, lo que sería imposible conseguir sin esfuerzo y sin pleno conocimiento del oficio. Armando se sube a las peñas, escala una cima, se sostiene en una ladera en equilibrio para tomar un determinado plano, a la hora justa y cuando las condiciones de luz le son las más favorables; anda por trochas y senderos durante el tiempo que sea necesario por sentir la satisfacción de tomar una imagen irrepetible, y a fe que lo consigue. Luego, como es generoso, nos las muestra a los amigos con el correspondiente permiso para hacer con ellas el uso que creamos oportuno, que al menos por mi parte no es otro que darlas a conocer, para general deleite de mis amigos y lectores a través de los medios modernos. De ahí que, tanto o más que él, me sienta feliz al colocar una leve muestra de su trabajo en esta ventana al mundo que, sin duda, tendréis ocasión de disfrutar.   

(En las fotografías. "Vista general de la Hoz del Huécar", "Mirador sobre la Hoz", y "Campos de Olivares de Júcar junto al pantano")