sábado, 17 de octubre de 2015

ACABÉ MIS "MEMORIAS"



           
          Ha llevado su tiempo poner a mis “Memorias” el punto final, aunque tampoco demasiado. Era un antiguo proyecto sobre el que me puse manos a la obra a su debido tiempo. Hay una edad para escribir estas cosas: esa en la que uno se va sintiendo mayor y se cree en condiciones mentales lo suficientemente lúcidas para hacerlo. Una vida da para mucho, en mi caso para 220 folios que guardo en el ordenador con las correspondientes copias de seguridad. El recuerdo es algo que nunca se debería dejar perder, porque nosotros nos marchamos y las cosas quedan.    
            En principio pienso hacer una edición casera para cada uno de mis hijos, y otra para mí. Publicarlo en libro, lo dudo; pues se trata de un asunto tan íntimo y personal que sólo interesa, creo yo, a la familia, y si acaso a los contados amigos de verdad que uno tiene y que raramente pasan de veinte, cantidad que ningún impresor se compromete a editar en libro. Ahí os dejo una página de juventud como botón de muestra. En la fotografía un aspecto más o menos actual de Carretería, la calle principal de Cuenca, que tanto sabe de los haceres y andanzas de los conquenses.

           «El hecho de asistir a clase como alumno oficial -después de tantos años de estudios en el pueblo como alumno libre de Bachillerato- con más de treinta compañeros de curso en la desaparecida Escuela de Magisterio “Fray Luis de León”, de la que ya no queda siquiera su impresionante edificio, uno de los mejores de Cuenca en aquellos tiempos, con un claustro de profesores distintos para cada asignatura, me resultó novedoso, me sentía gratamente extraño y muy feliz desde el primer día, con tanta gente joven con la que compartir amistad, horas y trabajo, todos con ganas de vivir, y con ganas de estudiar sólo unos pocos, un grupito que llamaban del biberón, diez o doce, que destacábamos por la edad bastante inferior a la media del curso, y que muy pronto nos constituimos en cuadrilla. No asistían chicas a las clases, las futuras maestras tenían sus aulas en la primera planta del edificio, mientras que nosotros teníamos las nuestras en la segunda. El trato con ellas, tanto dentro como fuera de la Escuela, era escaso, prácticamente inexistente, aunque había una ancha escalera central, con dos columnas y muy elegante entre ambos pasillos, que sólo solían usar los profesores y las señoras de la limpieza. En las dos plantas existían los mismos despachos, las mismas dependencias administrativas, conserjerías, y clases amplias, una para cada curso además de las específicas: Música, Manualidades, Educación Física, que tenía su espacio en un estupendo gimnasio situado en la planta baja, junto a la Capilla. Las diferentes secciones de Educación Primaria, anejas a la Escuela de Magisterio, en las que realizábamos las prácticas, ocupaban el ala paralela del edifico con espacios similares a los de la propia Escuela Normal.
            En el primer curso estábamos gente variopinta; la mayor parte de ellos llevaban el lastre, un tanto infantil, que traían del Instituto; yo, por mi parte, con el inevitable pelo de la dehesa. Los alumnos de los cursos superiores no nos hacían caso, eran otra cosa, y no digamos los que estaban a punto de concluir los estudios, a los que admirábamos casi con reverencia. A algunos de estos ya los veíamos pasear por Carretería con su correspondiente de la primera planta, cuidando, eso sí, que no los vieran los profesores -sobre todo ellas. Eran aquellos tiempos en los que las horas de ocio para los estudiantes consistían en pasear por Carretería al caer la tarde, en ir al cine alguna vez si había medios económicos para hacerlo, y los domingos tomar unos chatos o unos penaltis -media caña de cerveza- en “Las Américas” o en “El Sotanillo”, que los jueves tenían por costumbre poner de aperitivo un platillo de paella. Cuando venía del pueblo algún familiar, solíamos llevarlo al Colón o a la Martina, en Carretería, cosa que ocurría rara vez y que solía pagar el invitado.

            La vida para la juventud en aquellos años era tranquila, y para los mayores todavía más. No ocurrían cosas importantes. Escaseaba el dinero y había que hacer frente a la vida prescindiendo de él. En Cuenca, la monotonía ciudadana se solía romper muy de tarde en tarde con el rodaje de alguna película que alteraba por unos días la vida de la ciudad, sobre todo entre la juventud. Las horas de rodaje de “Calle Mayor”, con Betsy Blair y José Suárez fueron un importante motivo de distracción, en especial para los estudiantes, que se hacía notar sobre todo en la falta de asistencia a las clases; pues muchos se ofrecían como extras para sacarse unas pesetillas, que luego pagarían a la hora del examen.»



jueves, 8 de octubre de 2015

EL MOSAICO MÁS GRANDE DEL IMPERIO ROMANO


Lo cierto es que de su hallazgo tenía noticia, a título de comentario, desde el pasado verano; pero, aunque todavía no lo dejan ver -pasé a menos de quinientos metros de donde se encuentra, en la tarde del domingo-, diré que no muy tarde podremos contemplarlo junto a la carretera Cuenca-Guadalajara, a unos diez o doce kilómetros de la capital conquense. La aldehuela, finca o poblado, donde se manifestó la primera muestra hace algo más de diez años, se llama Noheda; y allí está, ¡pasmarse!, el mosaico figurativo más grande no solo de España, sino de todo el Imperio Romano. Trescientos metros cuadrados de superficie ocupa la tal maravilla, lo que significa ser mucho mayor que los conocidos hasta ahora en Pompeya, y en unas condiciones, según he podido leer, mejor que aceptables. Quienes lo han visto cuentan que es realmente impresionante tanto por su estado de conservación, como por su magnitud y por el número de escenas de la mitología romana que en él aparecen.
            El gigantesco mosaico se encuadra en lo que debió de ser una villa romana del siglo IV de nuestra era; siendo emperador el hispano Teodosio. El término municipal al que pertenece el fabuloso hallazgo es Villar de Domingo García, nombre harto conocido para los que por uno u otro motivo viajamos a menudo por esa carretera, la N-320.


            Los arqueólogos aseguran que lo descubierto hasta ahora es una pequeña porción de lo que todavía falta por sacar a la luz. En el momento oportuno, quizás antes del próximo verano, se encuentre disponible para recibir visitas, según hemos oído. Todo depende de la premura o tardanza con la que funcione la maquinaria oficial o administrativa. De hecho se podría tratar de la cuarta ciudad o villa romana de la provincia de Cuenca, junto a las de Segóbriga, Valeria y Ercávica, ya existentes. Alguien la ha comenzado a llamar la Pompeya española. Esperamos impacientes.      

sábado, 26 de septiembre de 2015

RECORDANDO A MANU LEGUINECHE


            La editorial Stella Maris ha sacado una reedición de “La felicidad de la tierra”, la mejor prosa de Manu Leguineche que, por fortuna, escribió sobre nosotros y para nosotros. Para mi uso es lo más hermoso que se ha escrito sobre Guadalajara por cuanto a calidad y estilo literarios. Por allí salen pueblos amigos, salen (salimos) personas amigas, arropados con una prosa magnífica. El recuerdo de Manu para quienes lo conocimos durará siempre, para los que vengan detrás será el firme referente de una persona de bien, de un escritor magnífico, de un caballero de la pluma. Escribí y publiqué cosas sobre Manu en distintos momentos, de las que hoy, buscando otras cosas por los archivos -que, por cierto, los tengo bastante desordenados- me encuentro con este trabajo que apareció en “Nueva Alcarria”, no recuerdo la fecha exacta, pero que pudo ser en los primeros meses del año 2008. Lo he vuelto a leer esta misma tarde y me ha parecido que vale la pena sacarlo al aire una segunda vez, ahora como homenaje y memoria del amigo. Lo titulé “Unas horas con Manu Leguineche en la “Casa de los Gramáticos” Ahí lo tenéis: 

           « Hace dos o tres semanas, en obstinada tarde de lluvia viajé hasta Brihuega con la sola intención de pasar un rato con Manu. Hacía demasiado tiempo que no había estado con él, sin más razón que lo justificase que la pereza, esa lacra que arrastramos desde el día de nuestro nacimiento y que se acrecienta, como la mala hierba, con el paso del tiempo. Me consta, y así es, que a Manu Leguineche no le faltan amigos con los que conversar y tomar un vaso de vino en esa especie de retiro al que le obliga la convalecencia de aquella delicada operación a la que se tuvo que someter tiempo atrás.
            Es una delicia tratar con este hombre en la paz de su casa de Brihuega; tener como para ti sólo a quien le faltaron días para andar por el mundo como enviado especial, como corresponsal de guerra, como autor de miles de crónicas periodísticas desde países remotos, y de libros en los que, cuando se leen, uno se da cuenta de que tal vez se haya expuesto a sacar de su vida más de lo que ésta es capaz de dar, que la ha exprimido como se exprime un limón hasta dar la última gota; luego, uno se da cuenta de que, por fortuna, no todo es así.
            Su estancia en lugares de la Alcarria: Cañizar, primero, y Brihuega después, ha sido el ingrediente que a Manu le faltaba añadir al denso cóctel de su vida. Pienso que los ruidos y las continua presiones de Madrid le obligaron a salir de allí en busca de la tranquilidad que necesitaba con toda urgencia, para recuperarse de las consecuencias de esa vida tan intensa que había llevado hasta entonces y que al final pasa factura. El golpe a su salud vino después, no sé si a consecuencia de haber vivido con demasiada intensidad las exigencias de la profesión, a las que unió siempre su propio deseo. Sospecho que sí.
            La Alcarria, la tranquilidad de sus pueblos y de sus campos, el trato con las buenas gentes que le fueron saliendo al paso, y que él sabe apreciar y conservar, pueden ser, y creo que lo son de hecho, el mejor antídoto para salir del estado de tensión al que la vida nos somete a poco que nos descuidemos. No obstante, a manera de relax, y porque a él se lo pedía el cuerpo, durante estos años de mayor sosiego Manu se ha ocupado de agradecer a la tierra de acogida, yo diría que el mejor fruto de su trabajo: “La felicidad de la tierra” y “El club de los faltos de cariño”, dos obras maestras que, de manera muy distinta a lo que hasta ahora se había hecho, nos dan, así como a retazos, una visión real, sentida, fácil de descubrir, lejos de lo sabido por todos, pero que dentro de la sencillez de lo cotidiano, viene a ser como una visión nueva y aleccionadora, sobre todo aleccionadora, para los que andamos a pie por los caminos del mundo, sin caer en la cuenta de que también en esas cosas, en las que están alrededor nuestro sin que apenas merezcan la más mínima consideración por nuestra parte, la vida suele mostrar su mejor cara.

La Alcarria, su tierra de adopción
            Antes de que Manu me hiciera llegar su libro “El club de los faltos de cariño”, ya me advirtió que no me gustaría tanto como el anterior. Me lo he ido releyendo en sesiones de diez o de quince páginas diarias durante el último mes, y pienso que en nada desmerece del anterior, que durante algún tiempo he tenido como libro de cabecera. “La felicidad de la tierra” lo escribió en Cañizar, durante su estancia en el Tejar de la Mata; un libro escrito con la tranquilidad que casi siempre requiere la buena literatura. Su tema era el propio que le regalaba el ambiente: lo que veía, lo que sentía, lo que le solían contar las buenas gentes que pasaban por allí, lo que le inspiraba aquel apartado lugar con toda su riqueza de impresiones.
            “El club de los faltos de cariño”, quizás carezca de aquel sosiego. Su temática es de lo más diversa: son sus recuerdos; aquello que más le llama la atención de lo que dicen los periódicos; el ambiente diario de su casa de Brihuega…, dos o tres centenares de capítulos, generalmente cortos, con títulos de una sola palabra: “Setas”, “Ajedrez”, “Elías”, “Regalos”…
            Un obsequio impagable -de los que por fortuna no tienen fecha de caducidad, porque los libros buenos no suelen tenerla-, que Manu Leguineche ha hecho a Guadalajara, a su gente, a las tierras de la Alcarria en las que se ha quedado a vivir, y que jamás será posible corresponderle en la medida justa. Se le han hecho algunos actos de reconocimiento y, supongo, se le seguirán haciendo, como el que en homenaje a su persona y a su obra tendrá lugar en Guadalajara esta semana, con intervención de importantes periodistas y escritores, y con la presentación de un libro escrito por todos, cuyo título, “Guadalajara tiene quien le escriba. Homenaje a Manu Leguineche”, creo que lo dice todo.        
                         

Unas horas en la Casa de Gramáticos
            Jesús Rodrigo me abre la puerta en la antigua Casa de los Gramáticos donde vive Manu, una casa con mucha historia, me explicaría luego Jesús. En ella había vivido la poetisa Margarita de Pedroso, la que fuese en vida el gran amor de Juan Ramón Jiménez, quien la rehabilitó y se entretuvo, mientras estuvo allí, en componer algunos versos que, no dudo, le inspirarían los amaneceres y las románticas puestas de sol sobre la vega desde el mirador de Los Guinches. La placita junto al arco en donde está la casa, se llama: Plaza de Manu Leguineche. “Vivir en la calle de uno mismo tiene sus pelendengues”, dice él.
            Mientras que Gabri, la señora que atiende a Manu, le ayuda a ponerse en disposición de recibir visitas, he tenido unos minutos de conversación con Jesús en la antesala. Jesús Rodrigo es un hombre que sabe mucho, tiene una memoria providencial. Hablamos de su pueblo natal, Morillejo, y de algunas gentes de allí, que Jesús me iba ilustrando con recuerdos de juventud. Con Muki, la gata, es Jesús Rodrigo uno de los personajes más celebrados de los libros de Manu, escritos durante su estancia en la Alcarria. Jesús opina que la gata Muki es más famosa que él.
            Como casi todos los genios, nuestro hombre tuvo inquietudes literarias a una edad precoz. No conocía ese dato. De todo cuanto dio de sí mi conversación con él en la tarde de lluvia, creo que ha sido ese el detalle que más me sorprendió. Manu se formó siendo niño en el colegio de Jesuitas de Tudela. Cuenta que durante la Semana Santa solían llevar a los alumnos del colegio a lugares recogidos y apartados de la ciudad navarra, con el fin de que vivieran con mayor intensidad el espíritu de tan señaladas fechas. Al Manu de ocho años de edad lo llevaron con sus jóvenes condiscípulos al monasterio de Veruela; sí, allí adonde se retiró Bécquer para recuperar la salud y escribió sus famosas “Cartas desde mi celda”. Al joven escolar no debió gustarle demasiado el sitio, ni tampoco el ambiente de aquellos días de retiro. Dedicó su tiempo -dice- en escribir un relato corto, al que tituló “Una Navidad en Londres”, y se quedó tan ancho. Nunca había estado en Londres, y la redacción -no sé si todavía la conserva- cuenta él que era un cúmulo de tópicos, que todos los tópicos estaban allí, pero, eso sí, puestos cada uno en su lugar, en el sitio justo donde debían estar. Poco después escribió otro cuento, inspirado en una chica de la que se había enamorado perdidamente. Se lo dio; pero “no me hizo ni caso”, dice él.
            Ideas sencillas de un gran escritor y de un hombre admirable, al que, una vez más, tengo que pedir disculpas por no haber sido lo suficientemente hábil para encontrar algo mordaz en descrédito de su obra, sencillamente porque no lo encuentro.
            Tomamos unos vasos de vino y fuimos picando de las cosas que nos sacó Gabri. Nos acompañaron Jesús, y Muki, la gata, muy enfadada aquella tarde porque han metido en la casa un ser al que aborrece con saña: un perrillo joven que intentaron pasar al salón, pero que ante las iras de Muki, fue necesario devolverlo otra vez al patio. No hay duda de que son incompatibles. Dice Jesús que esa agresividad de Muki se debe al cambio del tiempo.

(En las fotos: Manu con su fiel Jesús, y Manu firmando un libro en Peñalver la fría mañana que le dieron su peso en miel)


viernes, 14 de agosto de 2015

LOS HINOJOSOS, UN PASEO POR LA MANCHA


Cosas más extrañas todavía registra la Historia de Castilla; pero me has de creer, amigo lector, si te digo que en este instante me encuentro sentado sobre la grada de piedra que rodea la boca de un viejo pozo manchego, desde donde alguien que tenía potestad para hacerlo decidió que a su mano izquierda, campos y casas pasaran a pertenecer a la Orden de Santiago, mientras que, a su mano derecha, campos y casas correspondiesen al Marquesado de Villena, quedando integrada la parte de la Orden en la provincia de Toledo, y la parte del Marquesado en la provincia de Cuenca. Hinojoso de la Orden e Hinojoso del Marquesado quedaron separados por una estrecha calle, a modo de muralla virtual de sólo unos metros.
Alguien más sesudo y más sensato que aquel primer iluminado que ordenó tal desatino, quedadas atrás las Cortes de Cadiz y siendo regente el general Espartero, en el mes de agosto de 1841 se decretó que ambos pueblos formasen una sola unidad local, nada más lógico, con  el nombre de Los Hinojosos, y se encuadrasen en lo administrativo dentro de la provincia de Cuenca, no así en su conjunto las pertenencias agrarias de sus pobladores, que todavía siguen siendo parte de ambas provincias. El decreto entró en vigor con fecha 1 de enero de 1842.
Hay quien sabe más, mucho más que yo con relación a esta gruesa anomalía de nuestro pasado, pero con lo ya dicho tienes al menos una idea aproximada donde situarte. Dos pueblos, dos iglesias. Hoy un solo municipio con su ayuntamiento a menos de un tiro de piedra de donde yo estoy, y una misma feligresía que comparten ambos templos: la iglesia de la Orden y la iglesia del Marquesado, una con san Bernabé como titular y la otra dedicada a san Bartolomé. El oficio religioso para todo el pueblo se alterna cada semana entre una y otra.
Pues sí, aquí nació y aquí vive a temporadas uno de mis más recordados amigos de juventud, Julián Cobo, con el que después de medio siglo -ni un año menos- he reanudado el trato personal, que no el afecto, teniendo como primera consecuencia el pasar dos días juntos con nuestras respectivas esposas en nuestros pueblos, aprovechando que el verano nos permite y nos invita a hacerlo, dada la razonable distancia que separa a Los Hinojosos, su pueblo, de Olivares de Júcar que es el mío. Media hora de viaje, con el que se vio cumplida la primera parte del plan propuesto, que con la generosidad de Julián y de su esposa Carmen, más la fuerza de la añosa amistad rejuvenecida y puesta al adía, dio como resultado una jornada memorable de recuerdos, en un acontecimiento sencilla y realmente feliz. Confío en que la segunda parte, la correspondiente a mi pueblo, también lo sea.

Apenas tomé nota escrita de mi estancia en Los Hinojosos. Lo creí innecesario. Fueron todos claros momentos para recordar, de aquellos que se fijan en la memoria y en el corazón a través de los ojos. Perdona, paciente lector, si insisto en la fuerte dosis de virtud que se dio en este viaje, no sólo por el hecho tan lógico de pretender resaltar los valores adormecidos de la vieja amistad puestos en el lugar que les corresponde, sino por haber tenido la ocasión de disfrutar una vea más de los infinitos encantos de esta tierra que nos sacó al mundo, dignamente aquí representada por uno de los pueblos más característicos de esta inmensa y universal Llanura Manchega que tantos sabemos gozar con los ojos del alma bien abiertos; pues por su propio mérito, por ella misma, dio lugar, con estos campos y con estas buenas gentes, a las más brillantes páginas de la lengua castellana, que es tanto como decir de la narrativa universal de todos los tiempos. ¿Por aquí vivía Sancho Panza? Sí, hijo, sí; y también don Quijote -respondí a mi nietecillo de morena piel, bajo las aspas maltrechas de un molino de viento.
Enseguida me di cuenta de que la intención de amigo fue la de colocar en mi cerebro, durante el tiempo que estuve allí, la historia toda de este nobilísimo lugar de la Mancha Conquense. Algunos datos los asimilé con su propio nombre, otros los intuí, y otros más quedaron escondidos entre los pliegues de la memoria e irán saliendo, creo yo, antes o después en el mejor momento.
La fuente de la Hontanilla mana sin parar por sus cuatro caños, pero sólo es por uno por el que la gente de Los Hinojosos y de varios pueblos vecinos suelen recoger su agua algunas veces para beberla como artículo de lujo. Nos detuvimos unos instantes a contemplarla junto a los campos de girasol.
Y para después las dos iglesias de las que antes se habló. La de San Bernabé o de la Orden en primer lugar. Un hermoso templo donde se venera la imagen menuda de Nuestra Señora del Carmen. Me llamaron la atención en su interior los retablos, representantes de una devoción que viene de siglos, y en cuyas piedras de sillería, heraldos y otros motivos ornamentales, nos pareció ver como se repetía la Cruz de Santiago, insignia de la Orden cuya cabecera, como bien sabemos, fue el monasterio de Uclés.

No muy lejos de la anterior está la iglesia de San Bartolomé o del Marquesado, más antigua en su origen que la anterior, pues su ábside -monumental, por cierto- corresponde al gusto románico (Siglo XIII, quizás), mientras que el cuerpo general de la ancha nave nos lleva a tres o cuatro centurias después, a la época en la que la Mancha fue grande y estos lugares y villas castellanas gozaron de un singular esplendor. El Renacimiento había entrado en España. La capilla lateral de la Virgen “Morenita” es de lo mejor y más cuidado que conozco, como espacio anexo dedicado al culto en iglesia de esta época en tierras castellanas.

Una visita final -fugaz, pero sorprendente y grata al mismo tiempo- es la que hicimos al taller artesanal en el que se trabaja en la elaboración de vidrieras, donde un grupo de personas, hombres y mujeres, se ejercitan en dar forma, pieza a pieza, a unas obras bellísimas, haciendo uso de pequeños trozos de cristal de colores, debidamente ensamblados en canalillos de plomo o de estaño que, una vez sometidos a altas temperaturas, dan lugar a esos juegos de luz y de imagen que tantas veces hemos podido admirar en los ventanales en ojiva de tantos conventos y catedrales.  

lunes, 27 de abril de 2015

EN LA MUERTE DEL PINTOR VÍCTOR DE LA VEGA

Con motivo del reciente fallecimiento en Cuenca del pintor Victor de la Vega, incluyo a continuación el trabajo que días atrás publiqué en el periódico "Nueva Alcarria" de Guadalajara en relación con sus famosos "Retablos". Vaya como homenaje de admiración a su persona y a su obra.          


    «Como polémica razonada y razonable consideré en el mes de septiembre del año 2013, en este mismo periódico, la que se produjo entre los usuarios de las redes sociales en relación con el imprevisible futuro del cuadro “Retablo Arriacense” del pintor Víctor de la Vega. Levantamiento virtual de una parte de la población más o menos preocupada por el arte y la cultura en tono a la provincia de Guadalajara, que veía perdido y apartado de entre nosotros el magnífico lienzo, precioso ejemplar del arte de última hora sobre temática guadalajareña.
            El cuadro fue encargado y comprado a su autor en el año 1977 por la Caja de Ahorros Provincial de Guadalajara, y desde entonces presidió en lugar destacado la sala de juntas de dicha Institución hasta que aquella desapareció como tal al ser absorbida por otra entidad de mayor volumen, Cajasol, con sede central en Andalucía. El cuadro se sacó de donde había estado y se llevó al nuevo edificio colosal junto a la autovía, donde la Caja instaló sus despachos y oficinas, fuera del alcance de las gentes de la calle. Todo apuntaba -así lo pensábamos muchos de nosotros- a dar el artístico lienzo por perdido, siendo muchas e insistentes las voces de protesta hasta que, por aquello de que el tiempo todo lo tapa, las muestras de protesta fueron desminuyendo de volumen hasta desaparecer definitivamente, quedando en el ánimo de todos el sentimiento que deja al concluir una batalla perdida.

   
         El correr del tiempo que de hecho disolvió aquel primer impulso, se ha encargado de poner las cosas en su sitio, de manera tal, que cuando no existía un halito de esperanza, nos llega la noticia de que el cuadro se encuentra colgado, por siempre y para siempre, colgado en la sala de juntas de la Diputación Provincial, el sitio en el que desde la desaparición de la Caja debió de estar. No hay duda de que la negociación a la sombra mantenida por la presidenta, Sra. Guarinos, con el responsable de la Fundación Cajasol, Sr. Pulido, ha sido más fructífera que las palabras de protesta a la luz pública que un importante grupo de personas, centenares de ellas entre cuya lista me encontraba, lanzamos como llamador efectivo sobre la conciencia de los que podrían dar una solución al problema. Zozobra primero, calma tensa después…, y cuando menso se esperaba, llegó el remedio. Gracias pues y, por cuanto a mí respecta, mi felicitación sincera a la Sra. Guarinos y al Sr. Pulido; pues el proceso ha culminado de forma deseable, creo que por todos, y para la cultura de Guadalajara, tanto en este momento como en años y siglos venideros, a la que servirá de extraordinario documento como es el arte, unido al paisaje, a la historia y a toda una provincia en esencia.
            El cuadro a partir de ahora tomará parte del elenco cultural de la provincia con derecho propio, quedará -por deseo expreso de la Sra. Guarinos- como un elemento más de las visitas guiadas en las que los alumnos de nuestros centros escolares, así como por extensión y por derecho también los del resto de la provincia, tendrán ocasión de conocer y de admirar; un detalle nada despreciable a tener en cuenta.

            Al “Pintor de Cuenca”, a quien durante los últimos años la provincia vecina le ha rendido un sinfín de homenajes de reconocimiento, le oí decir en cierta ocasión que el “Reblo Arriacense” era la niña de sus ojos dentro de la extensa producción de la que era autor. Diez años después de pintar el retablo de Guadalajara  -compendio de las mejores esencias de esta provincia- dio forma y color al “Retablo Conquense”, muy distinto al nuestro; aquella es una magnífica pintura mural de 3,42 x 4,54 metros. Por estar realizado sobre la pared en la primera planta de la Diputación Provincial, hace tiempo que empezó a sufrir los previsibles riesgos a consecuencia de la humedad, lo que obligó a someterlo a unos importantes trabajos de restauración. Su estilo tal vez sea algo más depurado que el del nuestro, pero menos completo y dinámico que el de su hermano mayor; pues en él predominan personajes conquenses como tema principal, casi exclusivo; personajes de renombre en la cultura, en el arte en general, en la literatura, en la música, en la política y en la religión, nacidos en aquella provincia; pero escasean los paisajes conquenses, los monumentos históricos de los que tiene tantos, si lo comparamos con lo que aporta al espectador el lienzo cuya recuperación hoy celebramos y que su autor dedicó a Guadalajara.
            Noticia para celebrar, que no solo la Diputación Provincial, sino la provincia entera se debe sentir honrada por su importancia. Con el agradecimiento también a la Fudación Cajasol, que según noticias nos ha devuelto de forma gratuita, sin coste alguno, con la condición, eso sí, de que se le cuide y se tenga en estima como la obra merece; cosa que no dudamos.»


sábado, 18 de abril de 2015

PENSANDO EN ATIENZA

        
    Suele ocurrir que cuando en la mente del autor acude en primer lugar el título de la obra, del poema, o del trabajo sea cual fuere, no hay después otro remedio que ajustarse a lo anunciado, lo que en cualquier caso supone correr un riesgo; pues no siempre se sale como estaba previsto o como al que escribe le gustaría salir. Ocurre a veces, pero muy pocas, pues lo normal es dar cuerpo al texto y luego encabezarlo con un título que le venga a la medida; es decir, primero se gesta y se hace nacer a la criatura y después se le da un nombre; nada más natural. Pues bien, debo confesar que en esta ocasión me he salido de la norma, lo de "Pensando en Atienza", un título eminentemente azoriniano -lo sé- me ha parecido una entrada estupenda para volver a escribir sobre la Villa Realenga, conocida por todos, y ahora habrá que ingeniárselas para captar ideas que no sólo puedan ser interesan­tes, pues todo en Atienza lo es, sino que al mismo tiempo se ajusten a lo que en la cabecera se anuncia como reclamo al lector. En ocasión preferente, ya lejana, creí oportuno titularlo, aunque con otros matice, “Atienza a cara y cruz”, que de alguna manera viene a ser lo mismo.
            Atienza tiene una cara visible; pregúntese si no a los miles de turistas que al cabo del año pasan por allí y que a la vez son el reclamo de nuevos visitantes. Se trata -debido a su antigüedad, a su viejo costumbrismo, al arte que encierra en sus iglesias-, de una de las villas castellanas capaces de ofrecer algo nuevo en cada visita al hombre de hoy, al habitante de mundos diferentes, al hombre que no sabe de piedras venerables ni de escudos cargados de siglos, de callejuelas cuestudas, de arqueados claustros y de silencio, de mucho silencio, como alguna vez he podido comprobar en anocheceres de cellisca, cuando apenas se siente el quejido del viento al chocar con las esquinas desgastadas de las casas y se deja ver, desde el otro lado del cristal, la cortina de aguanieve que baja desde las peñas del castillo congelando las ideas y las palabras.

            ¿Cara o cruz? ¡Vaya usted a saber! Seguro que ni lo uno ni lo otro, o tal vez las dos cosas al mismo tiempo. ¿Qué sería de las viejas ciudades de Castilla si se las despojase de sus heraldos de piedra, de los arcos románicos de sus iglesias, del subir jadeante de las viejitas enlutadas por el empedrado de sus calles, de sus atardeceres de invierno que hielan los guijarros y cubren las umbrías con ventisqueros que duran meses? Atienza, Sigüenza, Pedraza, Ayllón, Berlanga, Almazán, San Esteban, Peñafiel..., y tantas más, estarían muy lejos de ser lo que son si les quitamos la gracia y el misterio infinito que le dan los años y los retazos de historia que el correr del tiempo dejó enredados entre la maraña de sus piedras y de sus herrajes.
            Hago estas reflexiones, amigo lector, situándome con la imaginación en la leve galería embaldosada con lajas de pizarra que hay en lo más alto de la torre del homenaje en el castillo de Atienza. El agrio panorama de cerros y de vallejuelos que se divisa alrededor te lleva a considerar remotos tiempos. No puede ser de otra manera. En la media distancia, más acá de las últimas nieves de Somosierra, la cima oscura del Alto Rey, punteada aún de radares y de antenas que se yerguen altísimas azotadas a diario por soles, por nieves y vientos. El Santo Alto Rey de la Majestad, memorial de antiguas devociones y de leyendas, que el soplo de los siglos se empeña en sacudir y de arrastrar al infinito mundo de las cosas olvidadas a la vez que los pueblos de su entorno se van muriendo poco a poco. Unos al alcance de la vista y otros no: Albendiego, Somolinos, Aldeanue­va, Bustares, Gascueña, Prádena y El Ordial, son algunos de esos pueblos.
            Y en dirección opuesta la veguilla donde los atencinos guardan y veneran la imagen patronal de la Virgen de la Estrella en una ermita que es reliquia, después de más de ocho siglos, de la burla por parte de los arrieros de la villa a los soldados del rey de León, al llevarse con ellos como un hijuelo más de la comitiva, al pequeño infante que años más tarde habría de ser el gran Alfonso VIII de Castilla, el vencedor de las Navas de Tolosa y uno de los primeros impulsores de la tarea común de unificar España.
            Y abajo las torres y los campanarios de las iglesias de Atienza. Ahora apenas quedan la mitad de las muchas que tuvo: Santa María del Val, La Trinidad, Santa María del Rey, San Juan del Mercado, San Bartolomé, San Gil y El Salvador, son las siete a las que me refiero, repartidas por los distintos barrios junto a otras que el dragón de la Historia las fue decapitando obligándolas a desaparecer.


            Ahí, al pie del castillo, el cementerio de Atienza, entre un retazo de muralla y la magnífica portada románica de la iglesia de Santa María del Rey. A la caída, malamente escalonada en la vertiente, el escenario de una estampa de la Historia que muy pocos conocen y que por mi parte me parece oportuno no silenciar. Se trata de la cita acordada entre el condestable de Castilla don Álvaro de Luna y el alcaide de la fortaleza don Rodrigo de Robledo, cuando en aquel seco verano del año 1446 las huestes castellanas de Juan II, al mando del Condestable, decidieron tomar la villa y el castillo de Atienza en poder del otro Juan, también segundo, pero de Navarra. Pues, queriendo evitar en lo posible nuevos enfrentamientos entre ambos ejércitos, quedaron los dos representantes legítimos de uno y otro bando: don Álvaro de Luna y don Rodrigo de Robledo, en verse allí, en plena ladera, acompañados cada cual de sus respectivos hombres de confianza bien armados; los del Alcaide en número de veinte, arriba sobre las peñas; los del Condestable, sólo cuatro, abajo en el llano, y ellos dos en mitad de ladera. El de Luna le pidió que entregase a su rey la villa y el castillo a cambio de alguna merced y del perdón por los muchos males que hasta entonces habían ocasionado al reino de Castilla. El Alcaide le respondió alegando que no era él la persona indicada para decidir en aquella situación; que pactase con su señor el rey de Navarra. No hubo nada que hacer en favor de la paz. Los ejércitos castellanos tomaron la plaza y el castillo días después, pero fue preciso arrasar parte de la villa, cobrarse muchas vidas humanas, inutilizar los depósitos del agua y sembrar de ruina y de dolor los campos y las humildes viviendas de cientos de atencinos.
            Atienza a cara y cruz. En la villa deben de quedar como pobladores de hecho una cantidad exigua, apenas testimonial, menos de quinientos entre los que se incluyen los habitantes de los pueblos anexionados; pero  sigue siendo una villa hermosa como pocas, una villa museo sobre la que comienza a pesar su propia herencia, el perpetuo influjo de su pasado que reclama ser atendido como merece, no sólo ahora, que bien lo está, sino después, en un futuro más o menos lejano al que las buenas gentes del lugar habrán de hacer frente, y ya es llegado el momento, al menos, de podérselo plantear.
            En tanto ahí está la vieja Tithia de los celtíberos invitando a acercarse a ella; la villa castellana que a todos sorprende y que jamás defrauda: excesiva, creo yo, en motivos de interés como para dedicarle sólo unas horas.


jueves, 26 de marzo de 2015

POESÍA EN CAMPOS DE LA MANCHA


Mi amigo Julián Cobo Moya, antiguo compañero de estudios y natural de Los Hinojosos -villa manchega rica en historias y en tradiciones-, residente en Alcalá de Henares al que no veía desde hace cerca de medio siglo, ha tenido el bonito gesto de regalarme, para celebrar nuestro reencuentro, un interesante libro de poemas. Poemas a corazón abierto de un autor brotado de manera espontánea del campo de la Mancha. José Chacón era su nombre, había nacido en Los Hinojosos en 1910 y falleció en Alcalá en 1988. Su destino por razones de nacimiento: el cultivo del cereal y de las vides en los campos de la familia; su vocación, en cambio, fue la Literatura, que nada o muy poco tenía que ver con lo que la vida había dispuesto para él, pues no deja de ser sorprendente que un muchacho nacido en un medio tan poco propicio, emplease muchas de las horas libres de su adolescencia y juventud en leer a los clásicos.

         Nuestro hombre preparó unas oposiciones al Ministerio de Justicia que consiguió superar con éxito, lo que le permitió desenvolverse en lo sucesivo contemplando horizontes nuevos, disfrutar de un ambiente más acorde con sus apetencias literarias, y así dar rienda suelta a las que fueron sus inquietudes de juventud, que al final cristalizaron en la publicación de media docena de libros, de los cuales éste, cuyo título es “Espigueo”, editado por la Diputación de Cuenca el pasado año, es el tema central del presente comentario.
            Lo componen 207 poemas por los que corre limpio el aire de la Mancha, aquel que movió molinos, que universalizó Cervantes y que en los versos de José Chacón mueve con ímpetu afectos a su tierra, a su familia, a su fe de cristiano viejo, valores en desuso que necesariamente debemos recuperar, si es que aspiramos a encontrar de nuevo nuestro lugar en la Historia.
            Nuestro poeta se desenvolvía con soltura por todos los caminos de la poesía; pero se encontraba muy a gusto escribiendo sonetos: ajustados, precisos, con las reglas de la métrica por delante como debe ser y al ritmo que, como buen lírico, marcaban los latidos del corazón. Con el título de la capital de su provincia -de nuestra provincia-, primero de los poemas que aparecen al abrir el libro, y con un guiño final a la Patrona y Alcaldesa de la ciudad, la Virgen de la Luz, que como cierre transcribo, concluye felizmente mi comentario a este bello poemario.


C U E N CA

No quiso Dios que te faltase nada:
blanquiazul en los pinos esquiadores,
crepúsculo sangrante en los alcores
y una verde pureza en la enramada; 

Regatuelos que rizan la hondonada;
dorados colmenares bullidores
de obreras alumbrando surtidores
en la rosa recién decapitada;

en la desmelenada Serranía,
música a flor de piel de la mañana
 en la peña rotunda y abadesa.

Y por si fuera poco todavía,
te dio la montaraza más lozana

que sería tu Luz y tu Alcaldesa.         

sábado, 21 de marzo de 2015

NUESTROS RÍOS: EL MESA




           Una amable lectora a la que no tenía el gusto de conocer, me sirvió en bandeja, sin pretenderlo, el poder escribir con cierta periodicidad acerca de los ríos que en todas direcciones, y en cualquiera de sus cuatro comarcas, surcan nuestra provincia. En carta personal me pidió doña Nieves que le informase (y así lo hice) sobre algunas cuestiones elementales que me planteaba en relación con el Mesa, uno de nuestros ríos de escaso relieve que, desde que el mundo es mundo, o por lo menos desde que el hombre habita la tierra, va dejando al pasar por tierras molinesas unos valles irrepetibles, pueblecitos pintorescos cargados de historia y de costumbres ya idas, en mitad de un entorno natural que nadie debiera morirse sin haber andado por ellos alguna vez. Yo lo hice en distintas ocasiones, y su estampa jamás ha escapado de mi memoria.
            No sé si alguien podría asegurar con certeza si aquí o allá, si es éste o es aquél, cuál de los pequeños manaderos que brotan en el vallejo de los huertos de Selas, debe considerarse en realidad como el nacimiento del río Mesa. Nadie podría asegurarlo; pero nace allí, teniendo por cuna, como casi siempre ocurre, unas piedras y unos hierbajos de humedal.
            Por la plana praderilla viaja el pequeño arroyo. Tiene las puestas del sol como destino inmediato. Corre lentamente con dirección a la pequeña villa de Anquela, la del Ducado. Sobre las casas blancas de Anquela, el pueblo en escalera, se solaza en la media mañana la iglesia de San Martín, y también desde lo alto, ahora mirando al norte y noreste, se deja ver en la caída un nuevo valle: el principio del Valle del Mesa propiamente dicho, por cuyo fondo escapa el joven arroyo después de haberse vuelto sobre sí, después de haber dado un giro violento al otro lado del pueblo porque así lo quieren los cánones de la ley física, de la ley que siempre se cumple porque no anda el hombre por medio, y así, sumiso y obediente, el arroyo continúa su viaje, digamos que en dirección opuesta, hacia Turmiel, recogiendo a menudo sobre su delicado lecho el sudor de las laderas por los suaves canalillos que de un lado y otro vienen hacia él.
            Turmiel al instante. El pueblo cae a mano izquierda, a muy escasa distancia del río. La carretera corta al pueblo por mitad a todo lo largo. En Turmiel vive de continuo muy poca gente, quince o veinte personas a lo sumo. Las torretas de los palomares, que antes fueron torres vigías, muestran sobre lo alto las piedras del abandono. El río se aparta del pueblo y de la carretera para jamás volverse a encontrar, prefiere seguir su camino a campo través. De allí en adelante parece no querer nada de hombres ni de pueblos. No volverá a encontrarse con carretera alguna hasta las inmediaciones de Mochales, donde se deja ver vitalizando un valle fecundo desde las primeras curvas del camino que baja desde Amayas. Según la época del año, la vega presenta por allí un aspecto diferente: blanco en primavera cuando los frutales están en flor, verde y carmín de hojas y cerezas cuando entra el verano, tristón y hasta un poco romántico en otoño, gélido y silencioso en invierno, pero siempre hermoso, provocador, exuberante o escuálido, qué más da; el milagro del agua que pasa se cumple en él escrupulosamente a lo largo de los días y de las estaciones.
            Mochales, medio escondido por los cerros y la vegetación de su propia vega, es la patria chica de la beata María Teresa del Niño Jesús y del alcalde Antonio Alba, muertos de manera violeta los dos: la primera por defender su fe como religiosa del convento carmelita de Guadalajara un 24 de julio de 1936; y el segundo por defender a su pueblo y a su patria contra la francesada en aquella guerra sin cuartel de 1808; para mayor humillación, murió ahorcado públicamente delante sus paisanos; la plaza del lugar, como no podía ser menos, lleva su nombre.
            El río Mesa, al que ya va mereciendo se le trate de usted cuando pasa por Mochales, brama y salta al pasar regando huertos, abriendo zanjas entre las peñas, distinguiendo y hermoseando un paisaje por pocos conocido.
            Hace años me pidieron para la radio —perdona amigo lector que entre en los pasillos de lo personal— que escribiera un guión sobre alguna comarca poco conocida de nuestro país. Elegí el Valle del Mesa para trabajar con él, y he de decir que gocé hasta lo indecible cumpliendo el encargo; pues no es nada frecuente el encontrarse con unas tierras vírgenes tan cargadas de encantos paisajísticos y con tanto interés humano por mucho que se busquen.
            Desde Mochales a Villel, la diferencia en altura de las plazas de ambos pueblos va más allá de los cincuenta metros, en tanto que la distancia que los separa apenas sobrepasa los tres kilómetros; ello quiere decir que serán muy pocos los remansos del cauce, que el agua corre en función de entrenamiento para saltar en cascada, como veremos después.
            La carretera sigue paralela al río camino de Villel, cruzándose de un lado al otro alguna vez antes de llegar al pueblo. Villel de Mesa se ofrece ante los ojos del espectador descolgado en la solana de un cerro albo que baja a refrescar sus pies en la ribera. Al otro lado del río Pequeño, frente a los jardines de la plaza, hay viejas heredades de hortaliza con las que los campesinos del lugar llenaron cada verano sus despensas. Ahora también, pero no tanto, La falta de manos jóvenes se echa de menos en estos recónditos paraísos que no hace tanto tiempo triplicaron su población sin que jamás faltase el alimento para todos. El río Pequeño vitaliza las huertas más próximas al pueblo. El río Pequeño nace allí mismo, debajo de una roca que los lugareños conocen como la Fuente de la Toba. Paralelo a él, y muy juntos los dos, baja el río Cavero, que es en realidad el río Mesa, pero con otro nombre a su paso por Villel. Se unen los dos poco más adelante. Las ruinas del castillo sobre unas peñas dominan el paisaje río abajo. El pueblo, con su plaza ajardinada y su histórica fortaleza que en mala hora arruinó el rayo el día de San Bartolomé de un año ya lejano, va quedando atrás, mostrando al caminante que se aleja la elegancia de sus viviendas más antiguas y los arcos de la iglesia allá en lo alto. Como fondo, el cerro de las Casas y el llano de la Cueva, bajo un cielo que tiñe de azul en las primeras charcas el agua del río, el Mesa adulto ya que adivina, no lejos de allí, las chorreras de Algar sobre las que ya se asoma.

            Algar de Mesa figura en los archivos de mi memoria como uno de los pueblos más bellos de toda la tierra molinesa. Imagínense al pequeño caserío, a manera de anfiteatro, colgado en escalón sobre la profunda vega o barranquera en la que ruge el agua  al despeñarse, de una en una, en las cascadas que dibuja el cauce del río al pasar. A veces, los ancianos del pueblo, cuando la ley lo permite, bajan hasta las praderillas que hay al lado del río y tiran el anzuelo de sus cañas en la espuma corriente que se forma al pie de las chorreras. Las truchas pican alguna vez y los pescadores se dan por bien pagados. El pueblo, Algar, acostumbrado al continuo soniquete de las aguas, se alza sobre la orilla izquierda, con la torre parroquial de su iglesia de Santo Domingo por enseña y las casas de los vecinos a un lado y a otro. Aguas abajo, siempre a la vera del río, la ermita patronal de la Virgen de los Albares, solitaria y silenciosa, con algún ramito de flores secas atado al ventanillo, marca el punto final de nuestro recorrido en este día, porque la provincia de Guadalajara acaba allí y preferimos ser respetuosos con lo que no es nuestro.
            El Mesa, que no entiende de límites ni de fronteras, sigue abriéndose camino por tierras de Aragón creando paisajes nuevos: Calmarza, Jaraba, el embalse de la Tranquera donde se une al Piedra (otro de nuestros ríos, al menos en su origen) en un cauce común, para concluir entregando sus aguas y su nombre al Jalón muy cerca de la villa de Ateca.


lunes, 26 de enero de 2015

UN INTERESANTE HALLAZGO EDITORIAL


             Durante los últimos días me ha sorprendido gratamente la aparición de un libro interesantísimo titulado SANTUARIOS DEL OBISPADO DE CUENCA, escrito en el siglo XVII por el sacerdote Baltasar Porreño, y publicado en Madrid en 1630. Para tantos de nosotros un libro y un autor desconocido, que nació en Cuenca probablemente en el año 1569, miembro de una destacada familia de aquella ciudad, entre los que nos encontramos con los famosos arquitectos renacentistas Francisco de Mora y Juan Gómez de Mora, autores de monumentos tan importantes como el Palacio de los Duques de Lerma, la Plaza Mayor de Madrid o el trazado del Panteón de Reyes de El Escorial, entre otros muchos. En “El laurel de Apolo”, Lope de Vega recuerda a nuestro autor con esto versos:

            Gloria de Cuenca, Baltasar Porreño,
            en el verso latino y castellano
            de tanta erudición se muestra lleno,
            cuanta puede alcanzar límite humano,
            Tulio Español, Demóstenes cristiano.

            En relación con la provincia de Guadalajara, debo decir que Bartolomé Porreño fue en su día cura de Sacedón y de Córcoles. No olvidemos que hasta el año 1955 un número importante de parroquias de la provincia de Guadalajara pertenecían al Obispado de Cuenca.

            SANTUARIOS DEL OBISPADO DE CUENCA, publicado en formato electrónico (DVD) por Ediciones Aache de Guadalajara, contiene íntegra dicha obra, con la introducción, estudio detallado y notas, de Pilar Huarte Pascual, quien además es la editora de la obra. Pilar Hualde es oriunda de la villa alcarreña de Salmerón, autora de varios trabajos sobre aquella comarca, y profesora titular de Lengua Griega de la Universidad Autónoma de Madrid. Una obra estupenda y de un importante valor histórico y documental, con interés especial para los lectores que gustan conocer en profundidad detalles de la vida religiosa de aquel señalado tiempo al que por algo se le ha dado en llamar el Siglo de Oro, precisamente en el que vivió el autor. Por acoger en su contenido santuarios de tres provincias: Cuenca, Guadalajara y Valencia, sobre las que se extendió durante varios siglos la diócesis conquense, considero de gran interés para los lectores de estas tierras el contenido informativo de este trabajo que nos presenta la profesora Huarte Pascual. 
            El título completo del libro es “Santuarios del Obispado de Cuenca y personas ilustres en santidad que en él ha habido”. Por cuanto a su extensión ocupa más de cuatrocientas páginas, en las que se recoge el estudio histórico y particularidades de los santuarios coquenses de Garaballa, “Nuestra Señora de Tejeda”, donde cada año se suelen dar cita centenares de romeros de toda la provincia cuando llega su fiesta; “de Valdeolivas, “Nuestra Señora del Socorro”; de Garcinarro, “Nuestra Señora del Sagrario”; de San Pedro Palmiches, “Nuestra Señora de los Llanos”; de Carboneras de Guadazaón, “La Santa Cruz”; de Cuenca “Nuestra Señora de los Remedios”; el santuario guadalajareño de “Nuestra Señora del Puerto”, de Salmerón; y el santuario de “Nuestra Señora del Soterraño” de la ciudad valenciana de Requena. Todo ello además de la parte final del libro que está dedicada a las personas ilustres en santidad que hasta entonces había dado la diócesis.


            La edición del libro de Bartolomé Porreño se debe a que en su momento la titular de la edición se encontró con un ejemplar del mismo, tal vez de aquella primera edición de 1630, como uno más de los muchos que deben dormir el sueño de los justos en las bibliotecas de las universidades, en este caso de la Universidad de Salamanca. Sin duda se trata de un verdadero tesoro al alcance de todo el mundo, pues al habla con la casa editorial se me dice que su precio al público es de 9,90 euros. De momento, que yo sepa, se puede adquirir en Aache Ediciones, Tfno. 949 220 438; espero que alguna de las buenas librerías de la ciudad de Cuenca -la de cualquiera de mis amigos de la familia Evangelio, por ejemplo- les pueda interesar su distribución y venta, aunque reconozco es un asunto en el que no me debo meter. Es sólo una idea. Os lo recomiendo.  

(La fotografía de cabecera corresponde al estado actual del santuario de Nuestra Señora de Tejeda, en Garaballa. Las otras dos a la editora del libro y a la carátula del mismo.

jueves, 8 de enero de 2015

RECORDANDO LA VILLA DE HORCHE

  


No es la corta distancia que la separa de la capital, ni tampoco el abierto carácter de sus gentes, lo que permite contar a la villa de Horche entre la media docena de pueblos más importantes de la Provincia. Todo podría influir, qué duda cabe, pero es preciso hurgar en los plie­gues de la Historia, en la singular condición de sus morado­res, y en esa apretada nómina de personajes de renombre que salieron de allí, para dar con una explicación más o menos acorde con la realidad de lo que es la villa.
            Hace algunos años que el pueblo de Horche se tomó como una pequeña ciudad residencial, y bien que lo parece. Desde la entrada por la ermita de la Soledad hasta la otra ermita, la de San Roque, ese es todo su aspecto; sin contar, desde luego, con los modernos barrios de casas blancas, el nuevo pueblo, el Horche residencial del que antes hablábamos. Una placa de artística azulejería pegada sobre un enorme peña al desnudo que invita a leer: "Aquí nació el 5 de marzo de 1692 Juan Talamanco, autor de la Historia de Orche. La asociación cultural Juan Talamanco en su trescientos aniversario (1692-1992). Horche 1992."
            La calle que viene hasta el pueblo desde la ermita de la Patrona, es ancha y sombreada; con los hotelitos y los chalés de uno y otro lado recuerda aquellas largas avenidas de los viejos balnearios, que en tiempos dieron la impresión de ser residencia de reyes -algunos lo fueron-, y de los que en tierras de la Alcarria hubo por lo menos dos, a saber: el balneario de Mantiel y los baños de La Isabela. Uno y otro, en diferente pantano, corrieron la misma suerte.
            Desde la bajada de la calle de San Roque, por una calle­juela estrecha en flanqueada de bodegas subte­rrá­neas, se va hasta la plaza de toros. Horche tiene en las afueras una plaza de toros de moderna estampa, luminosa y bien ventila­da, una plaza de toros que sirve de mirador sobre el pueblo y sobre el magnífico valle que forman a la caída las vegas del Ungría y del Tajuña, dos de nuestros ríos, alcarreños donde los haya.
            A la Plaza Mayor se baja enseguida por una calle muy pina del barrio del Albaicín, junto con el de San Sebastián uno de los más antiguos entre los ba­rrios de Horche; se ha dicho que el Albaicín se pobló con familias de moros rebeldes traídos desde las Alpujarras, y de cuyo paso por aquí después de tantos siglos, quedó a perpetuidad el nombre del barrio, y tal vez un remoto no sé qué en el carácter de sus pobladores, de los de siempre, de los que nacieron y vivieron allí.


            La Plaza Mayor es cuadrada. Como final de la calle de San Roque y principio de la calle Mayor, las dos en vertiente, la plaza queda ligeramente inclinada. Un grupo de jubilados conversa animadamente sentados sobre un banco bajo los soportales del ayuntamiento. La Plaza Mayor, soportalada y céntrica, lleva en su estructura a pesar de las reformas el sello de las viejas plazas castellanas, y en sus calles adyacentes prevale­ce la impronta personal de las antiguas mansiones de la Alca­rria, con sus aleros salientes, sus ventanucos expresivos, sus rincones de leyenda y sus artísticas rejas y balcones de buena forja. La Plaza Mayor de Horche goza de un carácter muy personal, su fuente en mitad, frente a la balconada del ayuntamiento, ha experimentado durante los últimos años algunos ligeros cambios, pero siempre la misma y en el mismo lugar..
            Por la calle de la Iglesia hace esquina con la cuesta de San Sebastián el taller de los herreros. La calle de la Igle­sia, y sus paralelas, escaleras arriba o escaleras abajo, son el cogollo del Horche de pasados siglos, del Horche personal y diferente. La alta cúpula de la iglesia de la Asunción se distingue al fondo. La iglesia de Horche es de las más capaces y mejor cuidadas de toda la diócesis. En el silencio interior de la iglesia de Horche palpita el ser y el estar de las imágenes en los retablos como algo vivo, acallado en la más estricta soledad de la tarde por el tic-tac del reloj que se deja sentir sobre una de las columnas del presbiterio. En esta iglesia ejer­ció su ministerio pastoral durante dos años don José Mora Velasco, beatificado en 1992, y del que probablemen­te ni aun los más viejos del lugar guarden memoria; como tampoco, qui­zás, la guarden de don Ignacio Calvo y Sánchez, nacido allí en 1864, "curam de misae et ollae", traductor del Quijote al latín macarrónico cuando fue seminarista en Toledo, y coautor con su paisano don Tomás Bravo y Lecea de una novela de carác­ter local a la que titularon "La flor de la Alcarria; silueta de una predestinada", a nado entre el realismo de la época y el tremendismo  que después se pondría en moda.

            Pese a lo harto conocido que fue el origen de la villa, o tal vez por ello, los horchanos no se dan por conformes si no se pone en singular estima lo que es suyo y solamente suyo, a saber: el antiguo lavadero y la fuente vieja de los cuatro caños con su pilón anexo; sus bodegas subterráneas, algunas con varios siglos de existencia, que durante los últimos años han ido tomando una importante notoriedad; la grandeza de su pasado, anterior a la reconquista; los tonos festivos de sus rondas de guitarras, laudes y panderetas, y la calidad insuperable del pan de sus hornos. Con el tiempo -de hecho ya cuenta entre sus actuales méritos- habrá que añadir la gran importancia de su factoría artesanal de escultura religiosa, magníficamente trabajada, que ha llegado a conquistar mercados más allá de nuestras fronteras nacionales, lo que no es poco decir; y, sin duda, la importancia y nombradía de sus fiestas locales con el empeño de los horchanos por que no decaigan, sino porque vayan a más.
            Desde un improvisado mirador, caminando por sus calles, contemplo con admiración el panorama que ponen delante de los ojos en la media distancia los nuevos barrios, el movimiento y vitalidad de un pueblo que ha hecho frente a los nuevos tiempos no sólo con acierto y sabiduría, sino incluso hasta con cierta elegancia.    
            La tarde se nos va. El sol se ha tiñendo de un rojo sanguino a medida que cae sobre el horizonte, al otro lado de los llanos que ocultan a la capital por el poniente. Un avión a reacción parte en dos el cielo de la Alcarria de un intenso color azul. Con los mil ojos de sus ventanas mirando a la vega, la villa se dispo­ne a entrar en la anochecida. Una bandada de chiquillos juegan y gritan junto a la antigua iglesia de San Sebastián.   

(En las fotos: "Panorámica de la villa de Horche; "Estado actual de los lavaderos", y "Homenaje al historiador Juan Talamanco" ,