Suele
ocurrir que cuando en la mente del autor acude en primer lugar el título de la
obra, del poema, o del trabajo sea cual fuere, no hay después otro remedio que
ajustarse a lo anunciado, lo que en cualquier caso supone correr un riesgo;
pues no siempre se sale como estaba previsto o como al que escribe le gustaría
salir. Ocurre a veces, pero muy pocas, pues lo normal es dar cuerpo al texto y
luego encabezarlo con un título que le venga a la medida; es decir, primero se
gesta y se hace nacer a la criatura y después se le da un nombre; nada más
natural. Pues bien, debo confesar que en esta ocasión me he salido de la norma,
lo de "Pensando en Atienza", un título eminentemente azoriniano -lo
sé- me ha parecido una entrada estupenda para volver a escribir sobre la Villa
Realenga, conocida por todos, y ahora habrá que ingeniárselas para captar ideas
que no sólo puedan ser interesantes, pues todo en Atienza lo es, sino que al
mismo tiempo se ajusten a lo que en la cabecera se anuncia como reclamo al
lector. En ocasión preferente, ya lejana, creí oportuno titularlo, aunque con
otros matice, “Atienza a cara y cruz”, que de alguna manera viene a ser lo
mismo.
Atienza
tiene una cara visible; pregúntese si no a los miles de turistas que al cabo del
año pasan por allí y que a la vez son el reclamo de nuevos visitantes. Se trata
-debido a su antigüedad, a su viejo costumbrismo, al arte que encierra en sus
iglesias-, de una de las villas castellanas capaces de ofrecer algo nuevo en
cada visita al hombre de hoy, al habitante de mundos diferentes, al hombre que
no sabe de piedras venerables ni de escudos cargados de siglos, de callejuelas
cuestudas, de arqueados claustros y de silencio, de mucho silencio, como alguna
vez he podido comprobar en anocheceres de cellisca, cuando apenas se siente el
quejido del viento al chocar con las esquinas desgastadas de las casas y se
deja ver, desde el otro lado del cristal, la cortina de aguanieve que baja
desde las peñas del castillo congelando las ideas y las palabras.
¿Cara
o cruz? ¡Vaya usted a saber! Seguro que ni lo uno ni lo otro, o tal vez las dos
cosas al mismo tiempo. ¿Qué sería de las viejas ciudades de Castilla si se las
despojase de sus heraldos de piedra, de los arcos románicos de sus iglesias,
del subir jadeante de las viejitas enlutadas por el empedrado de sus calles, de
sus atardeceres de invierno que hielan los guijarros y cubren las umbrías con
ventisqueros que duran meses? Atienza, Sigüenza, Pedraza, Ayllón, Berlanga,
Almazán, San Esteban, Peñafiel..., y tantas más, estarían muy lejos de ser lo
que son si les quitamos la gracia y el misterio infinito que le dan los años y
los retazos de historia que el correr del tiempo dejó enredados entre la maraña
de sus piedras y de sus herrajes.
Hago
estas reflexiones, amigo lector, situándome con la imaginación en la leve
galería embaldosada con lajas de pizarra que hay en lo más alto de la torre del
homenaje en el castillo de Atienza. El agrio panorama de cerros y de
vallejuelos que se divisa alrededor te lleva a considerar remotos tiempos. No
puede ser de otra manera. En la media distancia, más acá de las últimas nieves
de Somosierra, la cima oscura del Alto Rey, punteada aún de radares y de
antenas que se yerguen altísimas azotadas a diario por soles, por nieves y
vientos. El Santo Alto Rey de la Majestad, memorial de antiguas devociones y de
leyendas, que el soplo de los siglos se empeña en sacudir y de arrastrar al
infinito mundo de las cosas olvidadas a la vez que los pueblos de su entorno se
van muriendo poco a poco. Unos al alcance de la vista y otros no: Albendiego,
Somolinos, Aldeanueva, Bustares, Gascueña, Prádena y El Ordial, son algunos de
esos pueblos.
Y
en dirección opuesta la veguilla donde los atencinos guardan y veneran la
imagen patronal de la Virgen de la Estrella en una ermita que es reliquia,
después de más de ocho siglos, de la burla por parte de los arrieros de la
villa a los soldados del rey de León, al llevarse con ellos como un hijuelo más
de la comitiva, al pequeño infante que años más tarde habría de ser el gran
Alfonso VIII de Castilla, el vencedor de las Navas de Tolosa y uno de los
primeros impulsores de la tarea común de unificar España.
Y
abajo las torres y los campanarios de las iglesias de Atienza. Ahora apenas
quedan la mitad de las muchas que tuvo: Santa María del Val, La Trinidad, Santa
María del Rey, San Juan del Mercado, San Bartolomé, San Gil y El Salvador, son
las siete a las que me refiero, repartidas por los distintos barrios junto a
otras que el dragón de la Historia las fue decapitando obligándolas a
desaparecer.
Ahí,
al pie del castillo, el cementerio de Atienza, entre un retazo de muralla y la
magnífica portada románica de la iglesia de Santa María del Rey. A la caída,
malamente escalonada en la vertiente, el escenario de una estampa de la
Historia que muy pocos conocen y que por mi parte me parece oportuno no
silenciar. Se trata de la cita acordada entre el condestable de Castilla don
Álvaro de Luna y el alcaide de la fortaleza don Rodrigo de Robledo, cuando en aquel
seco verano del año 1446 las huestes castellanas de Juan II, al mando del
Condestable, decidieron tomar la villa y el castillo de Atienza en poder del
otro Juan, también segundo, pero de Navarra. Pues, queriendo evitar en lo
posible nuevos enfrentamientos entre ambos ejércitos, quedaron los dos
representantes legítimos de uno y otro bando: don Álvaro de Luna y don Rodrigo
de Robledo, en verse allí, en plena ladera, acompañados cada cual de sus
respectivos hombres de confianza bien armados; los del Alcaide en número de
veinte, arriba sobre las peñas; los del Condestable, sólo cuatro, abajo en el
llano, y ellos dos en mitad de ladera. El de Luna le pidió que entregase a su
rey la villa y el castillo a cambio de alguna merced y del perdón por los
muchos males que hasta entonces habían ocasionado al reino de Castilla. El
Alcaide le respondió alegando que no era él la persona indicada para decidir en
aquella situación; que pactase con su señor el rey de Navarra. No hubo nada que
hacer en favor de la paz. Los ejércitos castellanos tomaron la plaza y el
castillo días después, pero fue preciso arrasar parte de la villa, cobrarse
muchas vidas humanas, inutilizar los depósitos del agua y sembrar de ruina y de
dolor los campos y las humildes viviendas de cientos de atencinos.
Atienza
a cara y cruz. En la villa deben de quedar como pobladores de hecho una
cantidad exigua, apenas testimonial, menos de quinientos entre los que se
incluyen los habitantes de los pueblos anexionados; pero sigue siendo una villa hermosa como pocas,
una villa museo sobre la que comienza a pesar su propia herencia, el perpetuo
influjo de su pasado que reclama ser atendido como merece, no sólo ahora, que
bien lo está, sino después, en un futuro más o menos lejano al que las buenas
gentes del lugar habrán de hacer frente, y ya es llegado el momento, al menos,
de podérselo plantear.
En
tanto ahí está la vieja Tithia de los celtíberos invitando a acercarse a ella;
la villa castellana que a todos sorprende y que jamás defrauda: excesiva, creo
yo, en motivos de interés como para dedicarle sólo unas horas.
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