sábado, 18 de abril de 2015

PENSANDO EN ATIENZA

        
    Suele ocurrir que cuando en la mente del autor acude en primer lugar el título de la obra, del poema, o del trabajo sea cual fuere, no hay después otro remedio que ajustarse a lo anunciado, lo que en cualquier caso supone correr un riesgo; pues no siempre se sale como estaba previsto o como al que escribe le gustaría salir. Ocurre a veces, pero muy pocas, pues lo normal es dar cuerpo al texto y luego encabezarlo con un título que le venga a la medida; es decir, primero se gesta y se hace nacer a la criatura y después se le da un nombre; nada más natural. Pues bien, debo confesar que en esta ocasión me he salido de la norma, lo de "Pensando en Atienza", un título eminentemente azoriniano -lo sé- me ha parecido una entrada estupenda para volver a escribir sobre la Villa Realenga, conocida por todos, y ahora habrá que ingeniárselas para captar ideas que no sólo puedan ser interesan­tes, pues todo en Atienza lo es, sino que al mismo tiempo se ajusten a lo que en la cabecera se anuncia como reclamo al lector. En ocasión preferente, ya lejana, creí oportuno titularlo, aunque con otros matice, “Atienza a cara y cruz”, que de alguna manera viene a ser lo mismo.
            Atienza tiene una cara visible; pregúntese si no a los miles de turistas que al cabo del año pasan por allí y que a la vez son el reclamo de nuevos visitantes. Se trata -debido a su antigüedad, a su viejo costumbrismo, al arte que encierra en sus iglesias-, de una de las villas castellanas capaces de ofrecer algo nuevo en cada visita al hombre de hoy, al habitante de mundos diferentes, al hombre que no sabe de piedras venerables ni de escudos cargados de siglos, de callejuelas cuestudas, de arqueados claustros y de silencio, de mucho silencio, como alguna vez he podido comprobar en anocheceres de cellisca, cuando apenas se siente el quejido del viento al chocar con las esquinas desgastadas de las casas y se deja ver, desde el otro lado del cristal, la cortina de aguanieve que baja desde las peñas del castillo congelando las ideas y las palabras.

            ¿Cara o cruz? ¡Vaya usted a saber! Seguro que ni lo uno ni lo otro, o tal vez las dos cosas al mismo tiempo. ¿Qué sería de las viejas ciudades de Castilla si se las despojase de sus heraldos de piedra, de los arcos románicos de sus iglesias, del subir jadeante de las viejitas enlutadas por el empedrado de sus calles, de sus atardeceres de invierno que hielan los guijarros y cubren las umbrías con ventisqueros que duran meses? Atienza, Sigüenza, Pedraza, Ayllón, Berlanga, Almazán, San Esteban, Peñafiel..., y tantas más, estarían muy lejos de ser lo que son si les quitamos la gracia y el misterio infinito que le dan los años y los retazos de historia que el correr del tiempo dejó enredados entre la maraña de sus piedras y de sus herrajes.
            Hago estas reflexiones, amigo lector, situándome con la imaginación en la leve galería embaldosada con lajas de pizarra que hay en lo más alto de la torre del homenaje en el castillo de Atienza. El agrio panorama de cerros y de vallejuelos que se divisa alrededor te lleva a considerar remotos tiempos. No puede ser de otra manera. En la media distancia, más acá de las últimas nieves de Somosierra, la cima oscura del Alto Rey, punteada aún de radares y de antenas que se yerguen altísimas azotadas a diario por soles, por nieves y vientos. El Santo Alto Rey de la Majestad, memorial de antiguas devociones y de leyendas, que el soplo de los siglos se empeña en sacudir y de arrastrar al infinito mundo de las cosas olvidadas a la vez que los pueblos de su entorno se van muriendo poco a poco. Unos al alcance de la vista y otros no: Albendiego, Somolinos, Aldeanue­va, Bustares, Gascueña, Prádena y El Ordial, son algunos de esos pueblos.
            Y en dirección opuesta la veguilla donde los atencinos guardan y veneran la imagen patronal de la Virgen de la Estrella en una ermita que es reliquia, después de más de ocho siglos, de la burla por parte de los arrieros de la villa a los soldados del rey de León, al llevarse con ellos como un hijuelo más de la comitiva, al pequeño infante que años más tarde habría de ser el gran Alfonso VIII de Castilla, el vencedor de las Navas de Tolosa y uno de los primeros impulsores de la tarea común de unificar España.
            Y abajo las torres y los campanarios de las iglesias de Atienza. Ahora apenas quedan la mitad de las muchas que tuvo: Santa María del Val, La Trinidad, Santa María del Rey, San Juan del Mercado, San Bartolomé, San Gil y El Salvador, son las siete a las que me refiero, repartidas por los distintos barrios junto a otras que el dragón de la Historia las fue decapitando obligándolas a desaparecer.


            Ahí, al pie del castillo, el cementerio de Atienza, entre un retazo de muralla y la magnífica portada románica de la iglesia de Santa María del Rey. A la caída, malamente escalonada en la vertiente, el escenario de una estampa de la Historia que muy pocos conocen y que por mi parte me parece oportuno no silenciar. Se trata de la cita acordada entre el condestable de Castilla don Álvaro de Luna y el alcaide de la fortaleza don Rodrigo de Robledo, cuando en aquel seco verano del año 1446 las huestes castellanas de Juan II, al mando del Condestable, decidieron tomar la villa y el castillo de Atienza en poder del otro Juan, también segundo, pero de Navarra. Pues, queriendo evitar en lo posible nuevos enfrentamientos entre ambos ejércitos, quedaron los dos representantes legítimos de uno y otro bando: don Álvaro de Luna y don Rodrigo de Robledo, en verse allí, en plena ladera, acompañados cada cual de sus respectivos hombres de confianza bien armados; los del Alcaide en número de veinte, arriba sobre las peñas; los del Condestable, sólo cuatro, abajo en el llano, y ellos dos en mitad de ladera. El de Luna le pidió que entregase a su rey la villa y el castillo a cambio de alguna merced y del perdón por los muchos males que hasta entonces habían ocasionado al reino de Castilla. El Alcaide le respondió alegando que no era él la persona indicada para decidir en aquella situación; que pactase con su señor el rey de Navarra. No hubo nada que hacer en favor de la paz. Los ejércitos castellanos tomaron la plaza y el castillo días después, pero fue preciso arrasar parte de la villa, cobrarse muchas vidas humanas, inutilizar los depósitos del agua y sembrar de ruina y de dolor los campos y las humildes viviendas de cientos de atencinos.
            Atienza a cara y cruz. En la villa deben de quedar como pobladores de hecho una cantidad exigua, apenas testimonial, menos de quinientos entre los que se incluyen los habitantes de los pueblos anexionados; pero  sigue siendo una villa hermosa como pocas, una villa museo sobre la que comienza a pesar su propia herencia, el perpetuo influjo de su pasado que reclama ser atendido como merece, no sólo ahora, que bien lo está, sino después, en un futuro más o menos lejano al que las buenas gentes del lugar habrán de hacer frente, y ya es llegado el momento, al menos, de podérselo plantear.
            En tanto ahí está la vieja Tithia de los celtíberos invitando a acercarse a ella; la villa castellana que a todos sorprende y que jamás defrauda: excesiva, creo yo, en motivos de interés como para dedicarle sólo unas horas.


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