viernes, 21 de septiembre de 2012

UN DÍA EN LA BAJA SERRANÍA DE CUENCA



            La temporada de vacaciones, con sus largos días del verano, es el momento más indicado para recorrer mundo, el mundo que nos rodea y aun el que de forma relativa queda próximo a nosotros como oferta que valga la pena aprovechar. España toda, y muy especialmente las dos Castillas, son siempre un destino que jamás defrauda, y menos aún cuando la distancia nos permita llevar a término los viajes de ida y de regreso en una misma jornada, cosa que por nuestra situación en el centro de España nos permite un sinfín de posibilidades. Hoy, amigo lector, aprovechando el día, vamos a dar una vuelta por la Baja Serranía de Cuenca, tierra de encantos infinitos, la parte menos conocida de ese capricho natural de nuestra comunidad autónoma, en donde estoy seguro mucho tendremos que ver y que admirar.
            Hemos madrugado un poco. Cuando la mañana acaba de abrir, nos encontramos en la ciudad de Cuenca, ciudad Patrimonio de la Humanidad y bella como pocas. La conocemos bien. Cumpliendo con el plan de viaje la hemos pasado de largo. Las irregularidades naturales nos van saliendo al paso en los indicadores de carretera, como una provocación invitando romper el programa previsto. Hay un momento en el que las Torcas nos quedan a cuatro pasos y debemos optar también por pasarlas de largo. Las Torcas son un fenómeno geológico verdaderamente espectacular: hundimientos del terreno mayores que una plaza de toros, envueltos en la leyenda y que forman parte del inmenso tapiz de la Serranía. Pequeños pueblos a un lado y al otro que son paisaje y que son historia. Carboneras de Guadazaón, Pajaroncillo, Cañete, Moya, y así hasta las vegas del Cabriel, y del Turia muy joven aún, que bordean las serrezuelas de Jabalambre, con alturas en su tramo aragonés que rayan los dos mil metros sobre el nivel del mar.
            A mano derecha Carboneras de Guadazaón. Las altas temperaturas comienzan a hacerse notar. Nos hemos detenido un momento para tomar una instantánea de la portada plateresca del viejo convento de Dominicos. Piedra convertida en un delicado trabajo de blonda. En su interior nos han dicho que están los enterramientos de los señores marqueses de Moya, personajes señeros de la España de los Reyes Católicos, dejados hoy al olvido. La fidelidad de los Marqueses fue gratificada por la reina Isabel con el título de nobleza con el que han pasado a la Historia, y después con la Santa Hijuela -perteneciente a los Corporales de Daroca, de los que hemos hablado en alguna otra ocasión en este mismo espacio-, y que se venera en la iglesia de Santo Domingo, la que en vida asistió como párroco el poeta Carlos de la Rica, de tan feliz memoria.

            Hemos dejado atrás, como extendido en la suave vertiente, el pueblo de Carboneras. Una hora más tarde, después de haber cruzado por Pajaroncillo, el pueblo de las famosas formaciones cretácicas que llaman “Las Corbeteras”, entramos en Cañete.

En Cañete
            La villa de Cañete es la capitalidad de la Baja Serranía. La naturaleza bravía de sus contornos y el peso de su historia, han convertido a este lugar en un enclave memorable. Dos detalles de su pasado han inscrito su nombre en el libro de la Historia. El principal de ellos es el hecho de haber nacido allí en el año 1390, el Condestable de Castilla y Maestre de Santiago, don Álvaro de Luna; uno de los personajes más significativos y novelescos de nuestro siglo XV, al que la historia ha tratado con manifiesta parcialidad, y al que el reino de Castilla tuvo tanto que agradecer. Un busto en bronce recuerda en la plaza de su pueblo natal la personalidad de aquel hijo preclaro; “santo de mi devoción” cuya vida y obra, siguiendo las principales crónicas de la época, se han llevado cuando menos un año de mi vida, que al final reflejé en un libro al que titulé sencillamente El Condestable. El segundo detalle al que me refiero podría ser la singular importancia de la villa de Cañete como escenario de operaciones en las Guerras Carlistas.
            Murallas y monumentos multicentenarios avalan la importancia de este lugar, a los que por razón de espacio se hará referencia de manera sucinta. Y así, como dato arquitectónico de especial relevancia, nos podremos referir a la portada renacentista de la iglesia de San Julián, obra de finales del siglo XVI o principios del XVII; a sus murallas, de origen árabe, reedificadas en el siglo XII y restauradas en el XIX; a varias de sus puertas de entrada a los distintos barrios que así mismo nos informan de su antigüedad de siglos en impecable estampa: la de San Bartolomé, la de la Virgen junto a la ermita patronal de Nuestra Señora de la Zarza, la de las Eras, con arcadas al gusto musulmán. Y sobre la población toda, sus calles y sus huertas, los restos de muralla de su viejo castillo dominando el paisaje.

Moya y la Virgen de Tejeda
            Otro importante bastión en el más completo estado de ruina nos sorprenderá a primeras horas de la tarde a lo largo de una leve colina, por cuyos pies, carretera adelante, dejaremos atrás. Nos detenemos sólo el tiempo preciso para tomar unas fotografías en la media distancia. Estamos hablando de lo que hoy queda de la histórica ciudad de Moya, cabecera que fue de su extinto marquesado. Murallas y ruinas por doquier, rudimentos de su castillo y la espadaña a todos los vientos de la que fue su iglesia de la Santísima Trinidad, es lo que desde nuestro puesto en la carretera alcanzamos a ver a lo largo del elevado horizonte, en contraste con el intenso azul del cielo de la tarde.
            La que alguien calificó como ciudad fantasma de Moya, fue abandonada por sus habitantes poco después de las Guerras Carlistas, de manera que podemos decir que de ella sólo queda constancia en la piedra y en algunos documentos de archivo que, probablemente, sólo interesen a los especialistas, a los eruditos e historiadores de la comarca, y a los espíritus románticos capaces de encontrar entre sus muros derruidos un soplo de alimento para el espíritu. Durante la primera Guerra Carlista asentaron en el pueblo algunas familias liberales, y en épocas más cercanas a nosotros sirvió de refugio provisional y clandestino a los miembros del maquis que pulularon por toda la comarca.

            Todavía quedan dos o tres horas de sol cuando llegamos al pueblecito de Garaballa, situado en la vega de un arroyo que se conoce como Ojos de Moya. Hemos dejado atrás otro importante lugar de la Baja Serranía, Landete, en el que no dudo hubiera valido la pena detenerse; pero el tiempo no da para tanto. Hemos tomado allí un refrigerio y hemos continuado el viaje. Garaballa es un pueblo pequeño, que surgió en torno al monumento religioso más frecuentado por las buenas gentes de la comarca en una extensión de centenares de kilómetros de distancia, debido a su fama. Asiduos visitantes al santuario de Nuestra Señora de Tejeda son los vecinos de los pueblos y villas no sólo de la provincia de Cuenca, sino de las vecinas de Valencia y de Teruel. Una artística cruz de término se alza en los jardines que hay junto al santuario. Nos pone sobre aviso un señor, veraneante por su aspecto, de que no es el mejor momento para visitar el santuario, porque sólo hace unos días entraron los amigos de lo ajeno y robaron una pintura muy querida del altar mayor. Asumimos la situación y permanecemos dentro de la iglesia el menor tiempo posible.
            Es ésta una iglesia en la que, con sólo entrar, uno se da cuenta del exquisito fervor de la gente de estos entornos, de su importancia como centro de peregrinaciones con antigüedad de siglos y de generaciones. La imagen venerable  de la Virgen de Tejeda ocupa su camarín junto al retablo mayor. Una lamparilla alumbra en algún lugar; el silencio es absoluto.
            De la importancia del santuario, no sólo por cuanto a la devoción de las gentes y su significado, sino también por cuanto al arte y misterio que en él se encierra, alguien lo ha llegado a considerar con el repetido título de “La Capilla Sixtina de la Serranía”. El origen de esta devoción se cifra en los primeros años del siglo XIII, cuando asegura la tradición que la Virgen María se apareció sobre un tejo. La primera ermita se debió de construir hacia el año 1205, siendo San Julián obispo de Cuenca. El templo actual, magnífico y de refinado estilo al gusto renacimiento, se debió de construir en la segunda decena del siglo XVII, y en cuyo entorno comenzó a surgir el pueblecito de Garaballa a partir de entonces. Junto al santuario mariano nos ha sorprendido, en unas instalaciones anexas, un servicio, con bastante buen aspecto, de hostelería para peregrinos, devotos y visitantes.
            El sol acaba de esconderse por los ligeros altos de poniente cercanos al santuario. Hay que plantearse la vuelta a casa como actividad a cumplir más inmediata. Las carreteras son buenas. Entre dos luces o poco después llegamos a Cuenca. Son casi las diez de la noche. Una hora o poco más disfrutando de la noche en la capital vecina. Tierras y pueblos de la Alcarria a la luz del cuarto creciente, y en casa poco después, cerca de la una. El mejor momento para sacudirse el peso de una jornada intensa que, como siempre, suelo recomendar a los lectores.

(En las fotos: Santuario de la Virgen de Tejeda, portada plateresca del convento de dominicos en Carboneras, y un aspecto del extinto pueblo de Moya) 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

LA CAMPIÑA


Se trata de una de las cuatro comarcas características de Guada­lajara. La menor en extensión de todas ellas. La comarca triguera por excelencia que, puestos a situarla en el mapa pro­vincial, dejando siempre un poco los límites a gusto del lector o del estudioso, habría que hacerlo poniéndole como lindero al Sur el curso del Henares a su paso por la capital, al Norte las pri­meras estribaciones del Macizo de Ayllón, al Este la Alcarria Alta, y al Oeste la provincia de Madrid.

Los pueblos de la Campiña tienen una media de población bastante más elevada que el resto de las tierras de Guadalajara; ello se debe a la clemencia de las temperaturas y a la generosi­dad del terreno de labor. Son pueblos situados en campo llano por lo general, de aspecto monótono, con palacetes de ladrillo algu­nos de ellos y con iglesias del siglo XIII y del XVI como carac­terísticas más destacables. De cuando en cuando, las tierras de la Campiña regalan a la vista alguna que otra depresión, o pro­longado vallejo por el que atraviesa algún río o pequeño arroyue­lo, como el Dueñas, el Sorbe, el Torote o el Jarama, los cuales, lo mismo que el Henares, acaban por verter en el Tajo su conteni­do.

Los apretados campos de cereal, con la cadena alpina de Somosie­rra y del Macizo de Ayllón como telón de fondo, son una de las más típicas estampas de la Campiña guadalajareña. Comarca de costumbres ancestrales vivas aún, de gentes hidalgas y hacen­dosas, entroncadas, tal y como nos lo dan a entender algunos de los monumentos que todavía subsisten, con el corazón, nada menos, de la España Medieval.
Humanes, y Mohernando, cabecera que fue de señorío en tiempo de los Eraso, allá por los años del Imperio; El Casar, conocida por la importancia de sus cosechas, su artístico Calva­rio del siglo XVI, y su condición de mirador sobre las cuencas del Jarama; Uceda, la vieja villa de la Varga,  con su antigua iglesia románica convertida en cementerio;  prisión en otro tiempo, por caprichos de la Historia, del Cardenal Cisneros y del Duque de Alba; Azuqueca de Henares, la de las altas chimeneas fabriles en pleno Corredor; Yunquera y Cogolludo, son con mucho las poblacio­nes campiñesas de mayor relevancia. El resto son pueblecitos que se sostienen al amparo de estos otros mayores, en los que se conserva, con relativa pureza, una buena parte de los valores culturales y folclóricos de la antigüedad.

La villa de Cogolludo se alza sobre una leve colina de blancal al norte de la comarca campiñesa. Posee esta villa una estructura muy particular, apiñada como un "cogollo" que alza, al cabo, sobre el apretado caserío, las torres de Santa María y de San Pedro. Es todo un espectáculo del Renacimiento más incipiente la fachada de su Palacio de los Duques de Medinaceli, situado como fondo a la vistosa Plaza Mayor. Es obra del arqui­tecto men­docino Lorenzo Vázquez, y entre su exquisita y curiosa ornamentación aparecen majorcas de maíz, como primera manifesta­ción dentro de la arquitectura peninsular de los productos de allende el Atlántico. Se cree que por aquellos mismos años en que se construyó el palacio ‑finales del siglo XV‑ la participación directa del duque de Medinaceli en la aventura americana de Cris­tobal Colón, fue personal y directa.
 
La Campiña concluye para dar paso a la Serranía en el pan­tano de Alcorlo, bajo cuya presa se deja ver un estrecho entre dos cortes rocosos que es todo un espectáculo. Las viviendas del antiguo pueblecito de Alcorlo son desde hace varios años, por debajo de las aguas del embalse que lleva su mismo nombre, ha­bitáculo de barbos en alevín, de alguna que otra trucha y de ejemplares de la fauna fluvial que bajan desde la sierra.
(En las fotos: Detalle urbano de la villa de Yunquera, antigua iglesia de la Varga en la villa de Ucea, y escudo de los duques de Medinaceli en la fachada del palacio de Cogolludo)