miércoles, 5 de septiembre de 2012

LA CAMPIÑA


Se trata de una de las cuatro comarcas características de Guada­lajara. La menor en extensión de todas ellas. La comarca triguera por excelencia que, puestos a situarla en el mapa pro­vincial, dejando siempre un poco los límites a gusto del lector o del estudioso, habría que hacerlo poniéndole como lindero al Sur el curso del Henares a su paso por la capital, al Norte las pri­meras estribaciones del Macizo de Ayllón, al Este la Alcarria Alta, y al Oeste la provincia de Madrid.

Los pueblos de la Campiña tienen una media de población bastante más elevada que el resto de las tierras de Guadalajara; ello se debe a la clemencia de las temperaturas y a la generosi­dad del terreno de labor. Son pueblos situados en campo llano por lo general, de aspecto monótono, con palacetes de ladrillo algu­nos de ellos y con iglesias del siglo XIII y del XVI como carac­terísticas más destacables. De cuando en cuando, las tierras de la Campiña regalan a la vista alguna que otra depresión, o pro­longado vallejo por el que atraviesa algún río o pequeño arroyue­lo, como el Dueñas, el Sorbe, el Torote o el Jarama, los cuales, lo mismo que el Henares, acaban por verter en el Tajo su conteni­do.

Los apretados campos de cereal, con la cadena alpina de Somosie­rra y del Macizo de Ayllón como telón de fondo, son una de las más típicas estampas de la Campiña guadalajareña. Comarca de costumbres ancestrales vivas aún, de gentes hidalgas y hacen­dosas, entroncadas, tal y como nos lo dan a entender algunos de los monumentos que todavía subsisten, con el corazón, nada menos, de la España Medieval.
Humanes, y Mohernando, cabecera que fue de señorío en tiempo de los Eraso, allá por los años del Imperio; El Casar, conocida por la importancia de sus cosechas, su artístico Calva­rio del siglo XVI, y su condición de mirador sobre las cuencas del Jarama; Uceda, la vieja villa de la Varga,  con su antigua iglesia románica convertida en cementerio;  prisión en otro tiempo, por caprichos de la Historia, del Cardenal Cisneros y del Duque de Alba; Azuqueca de Henares, la de las altas chimeneas fabriles en pleno Corredor; Yunquera y Cogolludo, son con mucho las poblacio­nes campiñesas de mayor relevancia. El resto son pueblecitos que se sostienen al amparo de estos otros mayores, en los que se conserva, con relativa pureza, una buena parte de los valores culturales y folclóricos de la antigüedad.

La villa de Cogolludo se alza sobre una leve colina de blancal al norte de la comarca campiñesa. Posee esta villa una estructura muy particular, apiñada como un "cogollo" que alza, al cabo, sobre el apretado caserío, las torres de Santa María y de San Pedro. Es todo un espectáculo del Renacimiento más incipiente la fachada de su Palacio de los Duques de Medinaceli, situado como fondo a la vistosa Plaza Mayor. Es obra del arqui­tecto men­docino Lorenzo Vázquez, y entre su exquisita y curiosa ornamentación aparecen majorcas de maíz, como primera manifesta­ción dentro de la arquitectura peninsular de los productos de allende el Atlántico. Se cree que por aquellos mismos años en que se construyó el palacio ‑finales del siglo XV‑ la participación directa del duque de Medinaceli en la aventura americana de Cris­tobal Colón, fue personal y directa.
 
La Campiña concluye para dar paso a la Serranía en el pan­tano de Alcorlo, bajo cuya presa se deja ver un estrecho entre dos cortes rocosos que es todo un espectáculo. Las viviendas del antiguo pueblecito de Alcorlo son desde hace varios años, por debajo de las aguas del embalse que lleva su mismo nombre, ha­bitáculo de barbos en alevín, de alguna que otra trucha y de ejemplares de la fauna fluvial que bajan desde la sierra.
(En las fotos: Detalle urbano de la villa de Yunquera, antigua iglesia de la Varga en la villa de Ucea, y escudo de los duques de Medinaceli en la fachada del palacio de Cogolludo)
 

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