Se
trata de una de las cuatro comarcas características de Guadalajara. La menor
en extensión de todas ellas. La comarca triguera por excelencia que, puestos a
situarla en el mapa provincial, dejando siempre un poco los límites a gusto
del lector o del estudioso, habría que hacerlo poniéndole como lindero al Sur
el curso del Henares a su paso por la capital, al Norte las primeras
estribaciones del Macizo de Ayllón, al Este la Alcarria Alta, y al Oeste la
provincia de Madrid.
Los
pueblos de la Campiña tienen una media de población bastante más elevada que el
resto de las tierras de Guadalajara; ello se debe a la clemencia de las
temperaturas y a la generosidad del terreno de labor. Son pueblos situados en
campo llano por lo general, de aspecto monótono, con palacetes de ladrillo algunos
de ellos y con iglesias del siglo XIII y del XVI como características más
destacables. De cuando en cuando, las tierras de la Campiña regalan a la vista
alguna que otra depresión, o prolongado vallejo por el que atraviesa algún río
o pequeño arroyuelo, como el Dueñas, el Sorbe, el Torote o el Jarama, los
cuales, lo mismo que el Henares, acaban por verter en el Tajo su contenido.
Los
apretados campos de cereal, con la cadena alpina de Somosierra y del Macizo de
Ayllón como telón de fondo, son una de las más típicas estampas de la Campiña
guadalajareña. Comarca de costumbres ancestrales vivas aún, de gentes hidalgas
y hacendosas, entroncadas, tal y como nos lo dan a entender algunos de los
monumentos que todavía subsisten, con el corazón, nada menos, de la España
Medieval.
Humanes, y Mohernando,
cabecera que fue de señorío en tiempo de los Eraso, allá por los años del
Imperio; El Casar, conocida por la
importancia de sus cosechas, su artístico Calvario del siglo XVI, y su
condición de mirador sobre las cuencas del Jarama; Uceda, la vieja villa de la Varga,
con su antigua iglesia románica convertida en cementerio; prisión en otro tiempo, por caprichos de la
Historia, del Cardenal Cisneros y del Duque de Alba; Azuqueca de Henares, la de las altas chimeneas fabriles en pleno
Corredor; Yunquera y Cogolludo, son con mucho las poblaciones
campiñesas de mayor relevancia. El resto son pueblecitos que se sostienen al
amparo de estos otros mayores, en los que se conserva, con relativa pureza, una
buena parte de los valores culturales y folclóricos de la antigüedad.
La
villa de Cogolludo se alza sobre una leve colina de blancal al norte de la
comarca campiñesa. Posee esta villa una estructura muy particular, apiñada como
un "cogollo" que alza, al cabo, sobre el apretado caserío, las torres
de Santa María y de San Pedro. Es todo un espectáculo del Renacimiento más
incipiente la fachada de su Palacio de
los Duques de Medinaceli, situado como fondo a la vistosa Plaza Mayor. Es
obra del arquitecto mendocino Lorenzo Vázquez, y entre su exquisita y curiosa
ornamentación aparecen majorcas de maíz, como primera manifestación dentro de
la arquitectura peninsular de los productos de allende el Atlántico. Se cree
que por aquellos mismos años en que se construyó el palacio ‑finales del siglo
XV‑ la participación directa del duque de Medinaceli en la aventura americana
de Cristobal Colón, fue personal y directa.
La
Campiña concluye para dar paso a la Serranía en el pantano de Alcorlo, bajo cuya presa se deja ver un
estrecho entre dos cortes rocosos que es todo un espectáculo. Las viviendas del
antiguo pueblecito de Alcorlo son desde hace varios años, por debajo de las
aguas del embalse que lleva su mismo nombre, habitáculo de barbos en alevín,
de alguna que otra trucha y de ejemplares de la fauna fluvial que bajan desde
la sierra.
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