La temporada de vacaciones, con sus largos días del
verano, es el momento más indicado para recorrer mundo, el mundo que nos rodea
y aun el que de forma relativa queda próximo a nosotros como oferta que valga
la pena aprovechar. España toda, y muy especialmente las dos Castillas, son
siempre un destino que jamás defrauda, y menos aún cuando la distancia nos
permita llevar a término los viajes de ida y de regreso en una misma jornada,
cosa que por nuestra situación en el centro de España nos permite un sinfín de
posibilidades. Hoy, amigo lector, aprovechando el día, vamos a dar una vuelta
por la Baja Serranía de Cuenca, tierra de encantos infinitos, la parte menos
conocida de ese capricho natural de nuestra comunidad autónoma, en donde estoy
seguro mucho tendremos que ver y que admirar.
Hemos madrugado un poco. Cuando la mañana acaba de abrir,
nos encontramos en la ciudad de Cuenca, ciudad Patrimonio de la Humanidad y
bella como pocas. La conocemos bien. Cumpliendo con el plan de viaje la hemos
pasado de largo. Las irregularidades naturales nos van saliendo al paso en los
indicadores de carretera, como una provocación invitando romper el programa
previsto. Hay un momento en el que las Torcas nos quedan a cuatro pasos y debemos
optar también por pasarlas de largo. Las Torcas son un fenómeno geológico
verdaderamente espectacular: hundimientos del terreno mayores que una plaza de
toros, envueltos en la leyenda y que forman parte del inmenso tapiz de la
Serranía. Pequeños pueblos a un lado y al otro que son paisaje y que son
historia. Carboneras de Guadazaón, Pajaroncillo, Cañete, Moya, y así hasta las
vegas del Cabriel, y del Turia muy joven aún, que bordean las serrezuelas de
Jabalambre, con alturas en su tramo aragonés que rayan los dos mil metros sobre
el nivel del mar.
A mano derecha Carboneras de Guadazaón. Las altas
temperaturas comienzan a hacerse notar. Nos hemos detenido un momento para
tomar una instantánea de la portada plateresca del viejo convento de Dominicos.
Piedra convertida en un delicado trabajo de blonda. En su interior nos han
dicho que están los enterramientos de los señores marqueses de Moya, personajes
señeros de la España de los Reyes Católicos, dejados hoy al olvido. La
fidelidad de los Marqueses fue gratificada por la reina Isabel con el título de
nobleza con el que han pasado a la Historia, y después con la Santa Hijuela
-perteneciente a los Corporales de Daroca, de los que hemos hablado en alguna
otra ocasión en este mismo espacio-, y que se venera en la iglesia de Santo
Domingo, la que en vida asistió como párroco el poeta Carlos de la Rica, de tan
feliz memoria.
Hemos dejado atrás, como extendido en la suave vertiente,
el pueblo de Carboneras. Una hora más tarde, después de haber cruzado por Pajaroncillo,
el pueblo de las famosas formaciones cretácicas que llaman “Las Corbeteras”,
entramos en Cañete.
En Cañete
La villa de Cañete es la capitalidad de la Baja Serranía.
La naturaleza bravía de sus contornos y el peso de su historia, han convertido
a este lugar en un enclave memorable. Dos detalles de su pasado han inscrito su
nombre en el libro de la Historia. El principal de ellos es el hecho de haber
nacido allí en el año 1390, el Condestable de Castilla y Maestre de Santiago,
don Álvaro de Luna; uno de los personajes más significativos y novelescos de
nuestro siglo XV, al que la historia ha tratado con manifiesta parcialidad, y
al que el reino de Castilla tuvo tanto que agradecer. Un busto en bronce
recuerda en la plaza de su pueblo natal la personalidad de aquel hijo preclaro;
“santo de mi devoción” cuya vida y obra, siguiendo las principales crónicas de
la época, se han llevado cuando menos un año de mi vida, que al final reflejé
en un libro al que titulé sencillamente El Condestable. El segundo detalle al
que me refiero podría ser la singular importancia de la villa de Cañete como
escenario de operaciones en las Guerras Carlistas.
Murallas y monumentos multicentenarios avalan la
importancia de este lugar, a los que por razón de espacio se hará referencia de
manera sucinta. Y así, como dato arquitectónico de especial relevancia, nos
podremos referir a la portada renacentista de la iglesia de San Julián, obra de
finales del siglo XVI o principios del XVII; a sus murallas, de origen árabe,
reedificadas en el siglo XII y restauradas en el XIX; a varias de sus puertas
de entrada a los distintos barrios que así mismo nos informan de su antigüedad
de siglos en impecable estampa: la de San Bartolomé, la de la Virgen junto a la
ermita patronal de Nuestra Señora de la Zarza, la de las Eras, con arcadas al
gusto musulmán. Y sobre la población toda, sus calles y sus huertas, los restos
de muralla de su viejo castillo dominando el paisaje.
Moya y la Virgen de Tejeda
Otro importante bastión en el más completo estado de
ruina nos sorprenderá a primeras horas de la tarde a lo largo de una leve
colina, por cuyos pies, carretera adelante, dejaremos atrás. Nos detenemos sólo
el tiempo preciso para tomar unas fotografías en la media distancia. Estamos
hablando de lo que hoy queda de la histórica ciudad de Moya, cabecera que fue
de su extinto marquesado. Murallas y ruinas por doquier, rudimentos de su
castillo y la espadaña a todos los vientos de la que fue su iglesia de la
Santísima Trinidad, es lo que desde nuestro puesto en la carretera alcanzamos a
ver a lo largo del elevado horizonte, en contraste con el intenso azul del
cielo de la tarde.
La que alguien calificó como ciudad fantasma de Moya, fue
abandonada por sus habitantes poco después de las Guerras Carlistas, de manera
que podemos decir que de ella sólo queda constancia en la piedra y en algunos
documentos de archivo que, probablemente, sólo interesen a los especialistas, a
los eruditos e historiadores de la comarca, y a los espíritus románticos
capaces de encontrar entre sus muros derruidos un soplo de alimento para el
espíritu. Durante la primera Guerra Carlista asentaron en el pueblo algunas
familias liberales, y en épocas más cercanas a nosotros sirvió de refugio
provisional y clandestino a los miembros del maquis que pulularon por toda la
comarca.
Todavía quedan dos o tres horas de sol cuando llegamos al
pueblecito de Garaballa, situado en la vega de un arroyo que se conoce como
Ojos de Moya. Hemos dejado atrás otro importante lugar de la Baja Serranía, Landete,
en el que no dudo hubiera valido la pena detenerse; pero el tiempo no da para
tanto. Hemos tomado allí un refrigerio y hemos continuado el viaje. Garaballa
es un pueblo pequeño, que surgió en torno al monumento religioso más
frecuentado por las buenas gentes de la comarca en una extensión de centenares
de kilómetros de distancia, debido a su fama. Asiduos visitantes al santuario
de Nuestra Señora de Tejeda son los vecinos de los pueblos y villas no sólo de
la provincia de Cuenca, sino de las vecinas de Valencia y de Teruel. Una
artística cruz de término se alza en los jardines que hay junto al santuario.
Nos pone sobre aviso un señor, veraneante por su aspecto, de que no es el mejor
momento para visitar el santuario, porque sólo hace unos días entraron los
amigos de lo ajeno y robaron una pintura muy querida del altar mayor. Asumimos
la situación y permanecemos dentro de la iglesia el menor tiempo posible.
Es ésta una iglesia en la que, con sólo entrar, uno se da
cuenta del exquisito fervor de la gente de estos entornos, de su importancia
como centro de peregrinaciones con antigüedad de siglos y de generaciones. La
imagen venerable de la Virgen de Tejeda
ocupa su camarín junto al retablo mayor. Una lamparilla alumbra en algún lugar;
el silencio es absoluto.
De la importancia del santuario, no sólo por cuanto a la
devoción de las gentes y su significado, sino también por cuanto al arte y
misterio que en él se encierra, alguien lo ha llegado a considerar con el
repetido título de “La Capilla Sixtina de la Serranía”. El origen de esta
devoción se cifra en los primeros años del siglo XIII, cuando asegura la
tradición que la Virgen María se apareció sobre un tejo. La primera ermita se
debió de construir hacia el año 1205, siendo San Julián obispo de Cuenca. El
templo actual, magnífico y de refinado estilo al gusto renacimiento, se debió
de construir en la segunda decena del siglo XVII, y en cuyo entorno comenzó a
surgir el pueblecito de Garaballa a partir de entonces. Junto al santuario
mariano nos ha sorprendido, en unas instalaciones anexas, un servicio, con
bastante buen aspecto, de hostelería para peregrinos, devotos y visitantes.
El sol acaba de esconderse por los ligeros altos de
poniente cercanos al santuario. Hay que plantearse la vuelta a casa como
actividad a cumplir más inmediata. Las carreteras son buenas. Entre dos luces o
poco después llegamos a Cuenca. Son casi las diez de la noche. Una hora o poco
más disfrutando de la noche en la capital vecina. Tierras y pueblos de la
Alcarria a la luz del cuarto creciente, y en casa poco después, cerca de la
una. El mejor momento para sacudirse el peso de una jornada intensa que, como
siempre, suelo recomendar a los lectores.
(En las fotos: Santuario de la Virgen de Tejeda, portada plateresca del convento de dominicos en Carboneras, y un aspecto del extinto pueblo de Moya)
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